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«El alma de los lirios» (1904) es una novela de José María Vargas Vila. En ella el autor desata todos sus demonios interiores y explora los límites de la belleza a través del artista modernista, un individuo que sufre el mal del siglo y que es incapaz de adaptarse a los tiempos que le han tocado vivir.
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Seitenzahl: 542
Veröffentlichungsjahr: 2021
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José María Vargas Vilas
Saga
El alma de los lirios
Copyright © 1904, 2021 SAGA Egmont
All rights reserved
ISBN: 9788726680799
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
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This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.
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Elle grandissait, énorme, colossale, la Femme, s’élevant sur le monde, nue comme la Vérité, resplendissante de Beauté, de Soleil et de Vie, touchant le zénith de sa tête et crucifiant ses bras vers l’aurore et le couchant.
Quedan asegurados los durcchos de propiedad conforme á la ley.
Tristes, apasionadas y sinceras, estas páginas tienen la forma y el relieve de una vida real.
Aquel que vivió esa vida ya no existe.
Ya la Muerte selló para siempre, con su beso interminable, los labios de aquel grande Insatisfecho, nunca saciado de ósculos culpables.
Encadenado fué al reposo eterno, aquel corazón de tormenta, rebelde á toda forma de quietud.
Aplacada fué en los hielos del sepulcro, la fiebre pertinaz de aquel cerebro, que sólo pudo entrar en calma con la onda de Eternidad que lo cubrió.
Yalos brazos lacerados de aquel gran Poeta gráfico, se cruzaron para siempre sobre el pecho apaciguado.
Ya duerme en la calma y el reposo, como un héroe caído en la batalla, aquel altivo y fiero solitario, cuya vida fué como una llama, combatida por el viento en la noche negra;
Y esa vida son estas páginas.
Porque pasaron por mi vida como lises crepusculares, embalsamándola con su perfume intenso de Belleza, de Dolor y de Crimen.
Porque ellas, arrojan aún sobre mi espíritu entenebrecido de tristeza, claridades radiosas y soplos de primavera, que hacen gemir la vieja selva, envuelta en la calma lenificante del olvido, bajo la ceniza gris que vierte la irremediable Melancolía, sobre el recuerdo de las agitaciones adolescentes y el fulgor de los sueños pasionales, ya hundidos con sus preludios dolorosos en la gran calma maravillosa, que precede á la inexorable Muerte.
Porque sus bocas voraces comieron mi corazon é hicieron pasto de ellas mis altos sueños luminosos, mis ambiciones heroicas, mis nobles entusiasmos, y el poder visionario de mi genio de creador.
Porque ellas devoraron mi Gloria.
Porque al acercarse á mí, se precipitaron como hacia una vorágine, en el círculo de la Fatalidad, que cual una Ménade celosa rodea mi Amor.
Porque al besarme, besaron en mis labios el horror de la Tragedia Inexorable.
Porque la Sibila de Albano, mirando mis manos, con sus ojos fosforescentes de loba medrosa, había gritado, con un inenarrable horror:
— ¡Desgraciados de los que te amen!
¡Desgraciado de tí si amas!
Porque las palabras de la Pitonisa cumplidas fueron...
Y, envenenada fué mi vida por el néctar delicioso de los lirios del amor...
Para recuerdo de esos lirios martirizantes y adorados;
Para hacer un ramillete de esas flores fugaces y divinas;
Por eso escribo estas páginas;
¡Oh, puñado de lirios de mi vida!
¡El Alma de los lirios, gime aquí!
I
Fué en los esplendores de un crepúsculo malva, en la pradera silente, blonda de luz, sobre la cual la tarde expiraba, en el estremecimiento portentoso del último beso de amor de un sol lejano, que mis ojos la vieron por la primera vez. Avanzaba en las tonalidades amatista y violeta del paisaje, con una belleza de Madona, cual si se desprendiese de un cuadro de devoción, peregrina hacia el milagro, por la esmeralda obscura de la campiña mística.
En la beatitud languideciente de la hora y la calma augusta de la escena virgiliana, ella era como una gran flor de nieve, un lirio de ópalo, abriendo sus pétalos eucarísticos en la penumbra densa del bosque rumoroso.
La triste evaporación del crepúsculo ponía un velo de bruma sobre su cabeza blonda, coronada de flores, formando un tenue halo radioso al esplendor de sus cabellos lunares. Sus grandes ojos extáticos de un gris azuloso de gema, gris metálico, luminoso, ignescente, como el de las olas del golfo de Salerno, tocadas por el sol, se densificaban, ennegreciéndose bajo la sombra de las pestañas, que los entenebrecían como bosques de encinas circundando lagos de estaño.
En la atmósfera lánguida, pesada con el calor de la hora, el viento susurraba como una arpa en el silencio profundo. Grandes flores silvestres agonizaban á la vera del monte adusto, donde pájaros presurosos abatían el vuelo, como abanicos sedosos, plegados por las manos de hadas somnolientas.
Y, ella, avanzaba descuidada, soñadores los grandes ojos visionarios, con un gesto sonambúlico por el sendero estrecho, bajo los grandes sauces que inclinaban sus cabelleras románticas sobre el agua silenciosa y desierta de las zanjas, de la cual nada alcanzaba á turbar el infinito enojo.
Absorta en no sé qué sueño como de cosas lejanas, ella no me había visto, y, al hallarse así ante un jinete inesperado, en la senda estrecha, sobre el campo inmenso y solitario, tuvo un movimiento de sorpresa, cuasi de miedo y se detuvo. Quedó un momento inmóvil, abrazando el delantal lleno de rosas rojas, que abarcaba con sus dos brazos, como asas maravillosas de una ánfora etrusca.
Contestó apenas á mi saludo con una leve inclinación de cabeza, azorada, llena de una vergüenza cuasi infantil, que teñía su rostro de las coloraciones delicadas de un geranio, y desapareció en el recodo inmediato del camino, así, coronada de flores montaraces, que fingían sobre su cabeza, extrañas cinceladuras de plata, entre los ramajes estremecidos, haciendo sonar bajo sus pies, las hojas secas, que parecían morir felices, en fiebre de holocausto, besando las plantas trituradoras en una caricia de muerte voluptuosa.
Y, desapareció en la sombra trasparente teñida de una luz vaga, dejando en pos de sí algo de misterioso y de solemne, que emanaba de la armonía de su belleza, del esplendor sagrado de sus pupilas profundas.
Y, quedé solo, en el silencio engrandeciente, viendo perderse allá, lejos, el oro de esa cabellera que el crepúsculo incendiaba sobre la espalda como una púrpura real, y la forma ondulosa y blanca que desaparecía en la arboleda triste, como un rayo de luna sobre una esmeralda pálida.
_______________
Y, temblé como ante algo misterioso, alzado cerca de mí, en el fondo obscuro de la selva.
¿Quién era ella?
¿De dónde surgía esa flor radiosa de belleza, encarnando en la euritmia de sus líneas, todo el Ideal, toda la Poesía, y todo el Deseo de la vida, centellando en el fondo de la noche divina que se desprendía de sus pupilas de abismo?
Yo no la conocía.
Habiendo regresado á la aldea hacía poco, después de tres años de ausencia, pasados en la vida monótona y la estéril austeridad de un colegio lejano, me sentía en ella como un extranjero, solo, armado ante la hostilidad muda, inevitable del país natal.
¡Oh, el tedio de las campiñas nativas, el espantoso horror de los horizontes patrios!
Me oprimía todavía la sensación de naufragio inmenso, de insoportable angustia, que me había apretado el corazón á la vista de los campanarios grises y ruinosos y de las casas miserables sucias y destartaladas, que formaban el pueblo hosco y frío que me vió nacer.
La patria no se escoge, se acepta. Como no se la puede cambiar con honor, es preciso soportarla con valor.
Ciertas almas, ponen en sufrir su patria, tanta abnegación como otros en defenderla.
Vivir en ella, sería un sacrificio mayor que morir por ella.
Y, así, á la vista de la mía, yo había puesto tristemente mis manos sobre los ojos, y había llorado, en la inmensa obscuridad de todo lo radioso que moría detrás de mí.
Y, sentí, ante aquel horizonte de ignorancia, de bajezas y de lapidación, todas las fuerzas ciegas y adversas del Destino aglomerarse sobre mi cabeza.
Yo no sabía su grandeza terrorificante; no la sabía pero la presentía.
Y, estupefacto vi la aldea alzarse ante mí, como la obra ciega del odio y la persecución.
Su presencia, semejante á una suprema derrota, pobló mi corazón de sombras y terrores.
Y, comprendí, por la rápida acuidad de mi visión interior, cuán lejos estaba yo, de todos esos seres, cuya animalidad, presuntuosa y celosa, me contemplaba con tenacidad, cuasi con odio.
Y, en el inconmensurable antagonismo, me sentí divorciado para siempre de aquella patria que no acariciaba mi corazón, ni lograba hacerlo latir por ella, y antes bien, lo hacía alzarse, lacerado entre los dos, como un muro de tinieblas y de separación, como un abismo de odio.
Y, rebelado ya contra la patria hostil, fuerte en mi individualismo poderoso, me aislé, viviendo de mi propia vida, sintiéndome vibrar como un instrumento en el silencio, escuchando el grito de mis presentimientos, que engrandecían en la inmovilidad, hablándome de glorias futuras, de cielos iluminados de apoteosis.
Y, algo de fuerte y de terrible, — el milagro del pensamiento — empezaba á crecer en mí, con vuelos vertiginosos, más sonoro á causa de la soledad, más cargado de revelaciones á causa de la distancia inmensa de los hombres.
Y, en el recogimiento de la soledad yo sentía el Infinito mezclarse á mis pensamientos, tocar á mi corazón, como un mar taciturno de silencio.
Y, fuerte en mi invencible orgullo, continuaba en desafiar los sarcasmos de la aldea, de pie sobre mi aislamiento que ya parecía una cima.
Y, en mi decisión augusta de separación definitiva forzaba el odio á contemplarme.
El vértigo de la soledad me coronaba de infinito.
Es en la soledad que vive el genio.
Sólo la soledad es fecunda. Sólo en ella se halla la línea de perfección, la grande armonía silenciosa de las fuerzas primordiales, el tesoro enorme de los pensamientos huraños é inmortales, que como pájaros de grandes vuelos no viven y no vuelan sino en lo inaccesible; procesión de verdades inmortales, que escapan á la vista de los hombres. Es de su sombra borrascosamente confusa, que brotan la palabra, que es luz, y el color y la forma, la plástica canción de la Belleza.
El soplo de la soledad nos envuelve en una radiosidad animada de cosas, dentro de la cual sólo podemos confiar á la Eternidad el secreto de esas cosas inmortales que nos animan.
La soledad está lejos de la vida, por eso es piadosa, y está lejos de la vulgaridad, por eso es noble. Mi corazón coronado de naufragios, triste campo de derrotas prematuras, sangraba ante la intensa miseria interior de los seres que me rodeaban y se cerraba impenetrable ante ellos.
Odiaba á los hombres como tumbas y los esquivaba como á espectros.
La ternura de mi madre me iluminaba como una alba, me protegía como un escudo, pero no alcanzaba á consolarme, á llenar todo lo infinito de mi corazón insatisfecho, á calmar la inexorable ansia nostálgica del beso hermano de la caricia.
Su seno suave y calmado, como un remanso de aguas dormidas, era el único reposorio á mi frente ya soñadora de aureolas, visionaria de halos radiosos.
Y su corazón era el único vaso donde yo vertía el tesoro de mis ternuras, la sorpresa divina de mis palabras, cuando mi alma ebria de visiones, como de un vino de estrellas, buscaba su regazo y me reclinaba en él, sonriendo al deslumbramiento de grandes cosas futuras.
Y, ella, era la única que penetraba en mi alma.
He ahí por qué la madre arraiga tan profundamente en el fondo de nuestra vida. Por qué ella es la única que entra á nuestro espíritu en la hora tenebrosa del misterio, en la gestación laboriosa del pensamiento bajo el azul fecundo y vago del ensueño.
Pero, su amor no es el Amor.
Y, mi alma se alzaba, como una flor adorante y clamorosa, llamando ese sol desconocido que tardaba en asomar.
Entonces fué que la visión radiosa apareció en mi camino, y mi aspiración fué hacia ella, como una sombra alzada del fondo de todas las profundidades.
Y, la coronó de sus tinieblas.
Y, aquella noche, al volver á casa, pregunté á mi madre, quién era la visión blonda que había deslumbrado mis ojos en la penumbra del bosque.
— Es Delia, la hija del nuevo Juez, que hace poco ha venido, me dijo mi madre, con su voz calmada, que parecía un cántico. Y, luego, con un ritmo de admiración que no era fingido exclamó:
— ¡Oh, cómo es bella! ¿No es verdad que es muy bella? hijo mío.
— Muy bella, respondí.
Y, callé, replegándome en la sombra de mi corazón, como para ver mejor la visión evocada por el ritmo del verbo maternal.
Y, después me extasié en pleno sueño, un vago ensueño, que tenía algo del esplendor de lo divino y el estremecimiento portentoso de lo real.
— Es necesario adorar, dijo el alma envolviéndose en un velo de crepúsculo.
_______________
Florecían los farolillos, como tulipanes de luz, en las ramas de los árboles; pendían como abalorios incendiados, de las puertas rústicas y las ventanas donde como cestas de clavellinas lucían los rostros alegres de las muchachas del pueblo; circuían como una enredadera de fuego el amplio pórtico y la torre vetusta de la Iglesia, sobre la cual las chispas de los cohetes disparados fingían cascadas de rubíes en la noche negra. Se elevaban los globos aerostáticos en el aire calmado, como grandes pájaros estacionarios, con el pico de fuego, prontos á devorar la tiniebla aterciopelada y láctea del firmamento que se desplegaba como grandes gasas húmedas, salpicadas de oro. Las campanas sonaban enloquecidas, venturosas, gritando sus salmos metálicos en la gloria de la noche franjeada de estelas blondas, como gritos de fe, como palomas escapadas á la sombra del Santuario incendiado, batiendo alas desesperadas sobre los lampadarios y los corazones ardientes de piedad. Y, la gran sinfonia de metal entusiasmado, vibraba en cántico de alegría bajo el azul sereno, sobre la plaza rumorosa y llevaba hasta el valle profundo, ahogado en la beatitud de las sombras, su apasionado cántico de metal, vencedor del silencio y las tinieblas. Como un relicario maravilloso, que contuviera rubíes de Calcedonia y topacios de Esmirna, engarzados en viejas cinceladuras de argento pálido, el templo abierto dejaba ver la iluminación multicroma de sus altares, donde el oro viejo de las molduras se hacía radioso en la fulguración de millares de cirios que ardían al pie de los ídolos grotescos, radiosos ellos también, bajo sus grandes halos de metal. Los lirios, como ostensorios de pureza, alzaban sus vírgulas de oro entre las ondas azulosas del incienso, que flotaban como nubes de un lago, bajo el calcio inmaculado de los pequeños arcos góticos, festonados de laurel.
Afuera, en la plaza negra, la multitud campesina hormigueaba, extendiéndose y contrayéndose como los pliegues de un manto y formando con los cirios agitados en las manos, ondulaciones de moluscos fosforescentes llevados por la onda negra. Y, la iluminación movible, estriada, prismática, de aquel gran rebaño humano, semejaba la luz intermitente de una bandada de cocuyos en una selva dormida.
Y, aquella ola negra de bestialidad adoratriz, se estrechaba, se compactaba en contracciones de vípera, chocaba contra los muros, en ondulaciones de marea, y se arrojaba, se agrupaba al pie del ídolo procesional, como bajo el disco de una estrella ó el bronce de un escudo, rumorosa, suplicatoria, llenos los labios de plegarias desesperadas, encorvada la frente triste de bestia ciega encadenada á un mito.
La Virgen, sobre las andas doradas, todas llenas de laureles y plantas del monte, avanzaba, llevada en hombros, radiosa de piedras falsas y de estrellas de papel, más estrellada que la noche lujuriante en cuya cúpula profunda se perdían los rumores de su apoteosis. Con movimientos lerdos de autómata oscilaba, siguiendo el ritmo desigual de los hombros que la llevaban, blanca y azul, bajo la corona flameante, emblanqueciendo por momentos bajo la lluvia sedosa de pétalos que manos piadosas le arrojaban desde los balcones, y que ondeaban, voloteaban como nieve menuda y caían lentamente sobre el manto y á sus pies, como un homenaje mudo de las pálidas rosas.
El aire se poblaba de clamores, de repiques y de plegarias, como el rumor creciente de un río de adoración.
En la casa de mis tías, una vieja casa conventual, blanca y florida, en la cual germinaban en perpetua floración las plegarias y las lilas, de rodillas sobre los amplios balcones que daban á la plaza, estaban muchas familias de los notables del pueblo, título con que el servilismo aldeano cosquilleaba el orgullo agreste de los ricos del poblado.
Y, allí, en esa sombra de cabezas inclinadas, estaba Ella, divinamente bella, con su belleza de leyenda, así como una rosa blanca, caída entre frondazones crepusculares.
Su hermosura, amarga y dolorosa como un poema de lágrimas, irradiaba en esa penumbra, con los tonos áureos y blancos de esas nubes de poniente que el otoño finge sobre los cielos tristes.
Su forma inmóvil y blanca, que parecía un diseño tumular, se destacaba apenas en su fragilidad inquietante y linearia, como una evocación mortuoria, como un lirio de mármol sobre una tumba de basalto.
Estaba de rodillas, vestida en blanco, como la Virgen que iba en andas, pero el manto que la cubría era obscuro, de tonos violáceos, que hacían resaltar más sus palideces asiáticas de ídolo de marfil.
Sus labios tristes, como camelias pálidas de sufrimiento, como lilas exangües de dolor, como geranios mustios, en cuyos cálices tenebrosos hubiera vertido la Noche todo el licor amargo del Silencio, se movían lentos, con un ritmo de pétalos estremecidos.
Oraba, y de sus labios meditabundos, se desgranaba la plegaria como un rosal de rosas de Infinito. Sus brazos cruzados como si abrazasen con sus largas manos marmóreas todas las cruces negras del Sacrificio, todas las coronas del Escarnio, todas las flores del Dolor y de la Desolación, parecían prontos á abrirse como alas de Redención, en un gesto abnegado de crucifixiones, sobre pináculos de desesperanza, en horizontes glorificados de aureolas trágicas.
En sus ojos magnificados por el éxtasis, se extendía, como en una noche boreal, la melancolía de las lagunas septentrionales, de las grandes landas desiertas donde llora la soledad, de los amplios mares brumosos donde el invierno canta.
El oro fluido de sus cabellos lactescentes, con una irisación de espigas otoñales ya muertas por el frío, se tornaban, á las luces lunares, en un blondo de ceniza, con reflejos de ópalo, se hacían casi blancos como auroras de cristal, y le formaban un limbo indefinible de heliotropos, sobre el cual se hubiera espolvoreado todo el fulgor astral de las noches del trópico. Era como una gran gardenia, sobre la cual una araña del cielo hubiese tejido una red de oro.
Se diría que el silencio le hacía un nimbo.
Un halo de palideces imprecisas flotaba en torno de ella, como el alma vasta y fría de las soledades, como el fondo de una gruta de perla, donde se obstinara una alba perpetua.
Yo contemplaba aquel mármol vivo, inmóvil en la luz lunar que caía sobre él como una lluvia de pétalos.
Y, tuve la sensación de que mi alma se ahogaba y desaparecía, en ese grande océano de tristeza, que eran los ojos enigmáticos de aquella virgen, que parecía hecha toda de sombra y de melancolía.
Un divino, un inmenso amor nació en mí, por aquel ser frágil y puro, que parecía temblar en el dolor.
Y, en la sinfonía triste de las cosas, mi alma preludiaba la paráfrasis de los amores irremediables, gritando á la noche negra las palabras victoriosas: Yo amo...
. . . . . . . . . . . . . . . . . .
La procesión llegaba á su fin.
La Virgen desaparecía, hundiendo su silueta luminosa en el Santuario incendiado, entre la adoración crepitante de los cirios, entre nubes de incienso y bajo los pórticos coronados de rosas, como escapada al gesto de los brazos tendidos, de las manos crispadas hacia ella en ademán suplicatorio. El rebaño humano la seguía con murmullos prolongados y refluía hacia el templo empujándose, estrujándose contra los muros blancos, con un rumor de selva y de océano... Por última vez, ya allá lejos, en la gloria ígnea del altar, bajo el ábside con aureolas de laurel, se vió la imagen volverse sonriente hacia la multitud, tendiendo á ella sus manos cargadas de bendiciones, en un gesto de sembrador, arrojando sobre el surco de la fe la semilla de la esperanza. Su manto azul osciló como el peplum de la aurora. Y, ya inmóvil sobre el altar, su cabeza centelleó en la apoteosis, como un sol.
Y, las puertas del templo se cerraron.
Todos se pusieron de pie y la vida renació, bajo los cielos nimbados de oro, sobre el campo saturado de aromas lujuriantes.
Ella entró á la sala, con su marcha rítmica, como fascinada de sueños, con ondulaciones y esbelteces de un junco indico, con la mansedumbre lánguida de un cisne meditativo en la paz religiosa de un bosque, bajo un firmamento nacarado, en el turbador silencio de la noche luminosa.
Parecía más grande y más flébil, vestida de blanco, en los reflejos moarés de su abrigo violáceo que hacían una penumbra amatista á la cera pálida de su rostro y á las luces tristes de sus ojos, llamas moribundas sobre un bosque muerto.
Avanzaba feérica, luminosa, como un rayo de luna filtrado en los follajes, como la ondulación de una ala nívea, silenciosa, toda blanca, en la pompa milagrosa de la noche ecuatorial.
Y, al verla avanzar así, radiosa y misteriosa, un verso de la Vita Nuova brotó en mi cerebro y dijo á mi alma: Hé ahí venir aquella que debe establecer sobre tí su dominación.
Y, valeroso fuí hacia ella.
Una de mis tías me la presentó y al tomar en la mía su mano blanca, que era una claridad, sentí que mi vida se ligaba á esta rosa pálida y que mi corazón se rendía al fluido turbador, que se escapaba de aquel ser calmado y bello, triste como una noche sin aurora.
Y, al inclinarnos para el saludo, nuestras dos almas se inclinaron también, tocadas de un vértigo extraño, para mirar el abismo tenebroso de la pasion, que se abría ante nosotros. Y, sin pronunciarla, dijeron la gran palabra, que canta eternamente en el corazón y en los labios de los hombres: el Amor.
Y, el Amor fué en nosotros.
La palabra musical no fué dicha. Pero, nuestras manos al desenlazarse, habían ya sellado el pacto eterno, frente al Dolor, al Destino y á la Muerte.
Ondas de una vibración extraña descendían sobre mi alma solitaria.
La dulce tristeza del Amor, que pasa sobre el jardín de los sueños como el hálito del lago taciturno sobre las flores que duermen en el agua, abriendo en el silencio el esplendor de sus colores lejanos, cayó también sobre mí como una sinfonía que era un encanto, ¡la tierna melopea, de las liras irresistibles y cautivadoras!
En la mendicidad de afectos en que vivía mi corazón, este estremecimiento delicado, esta alba de amor, cuasi divina, abría un cielo inesperado á mi triste alma claustral, y ella obedecía á la llamada, irresistible que le venía de esos cielos irrevelados y vibrantes.
Mi soledad, poblada hasta entonces de grandes sueños hoscos y rebeldes, se pobló de sueños tiernos y consoladores, que vinieron á halagar mi gran miseria moral, á poblar de encantos mi brutal aislamiento... Pero, del fondo de ese abismo de felicidad, se alzaba la insoportable, la terrible angustia, como la noche implacable devorando las púrpuras del cielo.
Y, la eternal melancolía, extendió sobre ese primer idilio de mi vida, su manto de sombras, que tanto se parecía á la muerte.
Y, la alegría, ese sol de primavera, que debía alumbrar aquel gran desgarramiento que el amor hacía en nuestras almas, fué velado y triste, sus rayos triunfales hicieron apenas una alba pálida sobre nuestro cielo desierto, que parecía un sudario.
Pero no era de mí, que partía aquella tristeza insondable y extraña, que enduelaba nuestra pasión como una gasa fúnebre, extendidaante nuestros ojos sedientos de infinito.
Era de Ella, de su alma de silencio, de su figura blanca que parecía una flor.
Y, en el gran rito de Amor, que celebraban nuestros corazones, en el rayo de gloria qne nos bañaba, ella permanecía triste, como la vaga esfumación de un sueño en el crepúsculo, como la sombra de la noche sobre las floraciones dormidas.
Y, así, paseábamos, en las tardes inermes, por los senderos solitarios, en los caminos rectilíneos, entre la monotonía perfumada de los rosales, y la pompa del llano multicolor, que semejaba la superficie de una mar calmada.
Ella, muy grande para su edad, con su palidez de ámbar y el nimbo de oro de su cabellera lunar, parecía un dibujo prerrafaelita, un diseño del Luini, avanzando en el llano desnudo, en la calma argentada del paisaje.
Y, las manos en las manos, nos hablábamos largamente, tiernamente, bajo las arboledas seculares, en los caminos desiertos, cerca á los estanques grises, que semejaban escudos de batalla que el poniente envolvía en una magnificencia de gloria.
Mecido por las palabras que cantaba su boca, me sentía absorbido, como desaparecido en un sueño de paz y beatitud, en el enervamiento delicioso del fluido cautivador que se escapaba de ella.
Su belleza exquisita, de una perfecta euritmia de formas, encadenaba mi alma á la contemplación muda y creciente... Y, sentía el vértigo de Ella.
Y, mis ojos, cargados de enternecimiento devoraban la figura radiosa, vibrante de ideal, enigmática como el Misterio. Y, rosas espirituales, rosas de Adoración, nacían en mí y pétalo á pétalo las desfloraba á sus pies, como las notas de un cántico... Y, mi alma la besaba castamente, armoniosamente, en limbos supraterrestres de una espiritualidad perfecta.
Bajo los macizos florecidos, en el bosque saturado de odoraciones de fecundidad, exuberante de savia vegetal en fermento, ante la calma bestial de la naturaleza, llena de efluvios de voluptuosidad, mis sentidos se turbaban á veces... Y, ante su cuerpo casto, que envolvía el lino púdico, en pliegues armoniosos, ante el cielo de sus ojos, que fingía la coloración pálida de un levantar de astros, estrechando en las mías sus manos sensitivas y temblorosas, como dos pájaros enfermos, viendo en el nacimiento del cuello y de los brazos la pulpa adorable y suave de la piel, sentía ante esa contemplación plástica, el aliento malsano del deseo alzarse en mí y la serpiente impura envolver con caricias de llama mi cuerpo adolescente.
Y, mientras ella quedaba serena, hierática, en el ritmo de sus gestos calmados, que eran una música, como envuelta en una nube de cosas inmaculadas, yo me debatía en el torrente pasional, bajo sus olas fangosas, terriblemente triste y humillado, ante los gritos inmundos de mi animalidad desesperada, tratando de libertarme de ella, con la evocación de pensamientos altos y nobles, bajo el encanto lenificante de aquellos ojos tan admirablemente serenos.
Y, mi corazón se levantaba, purificado de la miseria de su lepra, por el flujo de pureza y santidad que se escapaba de aquella alma inefable, de aquellos labios sobre los cuales el poder del verbo tenía extrañas sonoridades irresistibles.
Y, mi espíritu, como resurgiendo de una cripta, milagrosamente lleno de blancuras, se alzaba hasta ella, hasta el cielo contemplativo y místico de su alma enamorada. Y, todo mi amor, hecho de dolor, de amarguras y de melancolía, iba delirante hacia ella, hacia la paz y el esplendor que rayaban en su rostro de virgen y hacia la eucaristía de sus labios, donde en la plenitud del silencio palpitaban sin abrirse las flores de la inmortal consolación.
La tristeza que venía del campo y caía de los cielos en desolación, envolvía nuestras almas. Y, en el duelo solemne de la hora, en el crepúsculo que envolvía la tierra y ahogaba los montes, nos abrazábamos estremecidos, en un gran gesto de espanto, en el profundo silencio que solo interrumpía el grito de los pájaros, la cadencia de las fuentes, sonando en la soledad, bajo el abismo celeste, y el ritmo de nuestros corazones, que vibraban como liras de eternal melancolía, en el oro glauco de la noche, que se alzaba ya sobre los estanques lívidos.
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Huérfana de madre, sin hermanos, Delia había engrandecido en la soledad, bajo la mirada casi indiferente de su padre, hombre frívolo, sensual, al cual su viudez le pesaba como una carga.
El gran sol de la ternura, no había alumbrado nunca sobre ella y su corazón aterido de ese frío mortal, permanecía cerrado, como un botón de rosa esquivo á abrirse bajo el sol taciturno del invierno.
Y, la niña, inclinada la cabeza como un pistilo frágil, me contaba la pena de su vida, con ojos terrificados por el dolor y su voz que tenía como un crepitamiento de llama.
Su madre había muerto, horas después de haberla dado á luz. En el delirio de una fiebre intensa, había ido á arrojarse en un río cercano á la casa campestre donde le había sorprendido el alumbramiento. Ya en meses anteriores, durante la preñez, había intentado arrojarse al mismo río, en horas de perturbación mental, ocasionada por las brutalidades de su marido. Su cuerpo rígido, extraído de las ondas, fué la primera visión, que se grabó en aquel cerebro virgen. Crecida al lado de su abuela, no viendo á su padre sino muy rara vez, consagrada al culto de su madre muerta y á la rememoración de la tragedia violenta en que aquella había desaparecido, llegó á los catorce años, llena de una exaltación dolorosa, que no hacía sino aumentar diariamente. La muerte de su abuela la entregó á su padre, que no pudo nunca ocultar el enojo que esta carga le ocasionaba. Así llegaron á nuestra aldea. El padre, ebrio consuetudinario, politicastro rural, olvidaba por completo su hija, y se ausentaba del hogar semanas enteras, entregado á una nueva concubina, con cuyos amores escandalizaba por entonces el pudor bravío de aquel nido de castidades aldeanas.
Así abandonada vivía ella.
Y, nuestro amor se entristecía de la tristeza de su vida. Y, nuestros ojos cegados por extraños presentimientos, parecían no alcanzar á ver las costas luminosas del país de la ventura.
Pero la gran tristeza venía de ella, de la melancolía de sus pensamientos, de sus palabras que parecían temblar ante la vida, de sus amplios gestos litúrgicos, que parecían marcar, como inmensas alas agoreras, todo el circuito de ladesolación inolvidable. Inclinada sobre mi corazón, dejaba correr la fuente de sus tristezas, que iban del fondo de su alma hacia la mía, como una corriente obscura que arrastrase pétalos odorantes.
—Yo te he encontrado como un árbol de vida, en mi camino hacia la muerte, me decía. Yo iba á ella como por un bosque de laureles hacia la mar calmada. Yo iba á ella con avidez. Es allí que habita la ventura. El resplandor engañoso de la vida, no deslumbra mis pupilas atónitas, ni prende auroras de deseos, en el rubio de esta cabellera, que semeja un sudario. Solo tú has podido detenerme en la vida, con tu voz de encantamiento. Solo tú has podido encadenar mis alas, en vuelo hacia el reposo. La persuasión divina de tu amor me hace vivir. Tentadores, misericordiosos y elocuentes, tus labios me atan á la vida. La red luminosa de tus palabras ha inmovilizado mi vuelo hacia el gran río profundo del Silencio. La fuerza imperiosa de tu amor me hace vivir. Es tu corazón toda la inmensidad de la vida. ¿Cómo podría yo vivir fuera del cielo que tú has hecho para darme la alegría? Mi pobre alma dormida en las profundidades, despertó á tu voz y te sigue como un resucitado á su profeta. Como una luz en la obscuridad, como una melodía en las tinieblas, tú me guías á través de la sombra. Eres para mí, luz y armonía. Eres toda mi zona de sol. Fuera de tí, la tiniebla y la muerte.
— Calla, calla, le gritaba yo, sellando en los labios el horror de la palabra fatal, acariciando con ternura apasionada sus manos que temblaban como alas heridas.
— La felicidad existe sobre la tierra. Tiene como las plantas su hora propicia. Es la hora de la felicidad, gocémosla.
— ¿Cuánto dura la vida de esa planta? decía ella, y callaba.
Su visión obsesionante era el agua. Permanecía largo tiempo absorta, mirándola correr. Inmóvil, como sugestionada, se inclinaba sobre la gran mole de las aguas, como tendiendo el oído hacia voces lejanas, como si oyese llamadas irresistibles venir á su corazón.
— El agua tiene una alma, me decía, una alma tierna y melancólica que solloza en el fondo de los ríos. El agua tiene labios. El agua llama y besa. Nada hay igual á la atracción de las aguas calmadas. Su extraña fascinación finge todos los mirajes. Yo siento que me llama, que me atrae y tiende brazos visibles hacia mí. Son los brazos de mi madre. Ella me llama desde el fondo del abismo donde encontró la calma.
Y, vibrante, estremecida, se refugiaba en mi pecho, como para expulsar las visiones de la obsesión fatal.
Y, aterrados ambos, nos sentíamos como llevados por las ondas de un río negro, bajo un cielo más negro todavía, sin gritos, sin esfuerzos, en una extraña aspiración de descanso y de agonía.
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¿Por qué mi alma incomprensible, inquieta y atormentada, empezó á sentir entonces esta sed infinita de ideal y de emociones, que ha sido la fuente de todos los placeres y los dolores de mi vida?
¿Qué condiciones de atavismo, de carácter y de medio, podían llevarme á esas vagas aspiraciones, á esa tristeza exclusivamente intelectual, que se apoderaba de mi ánimo?
¿Por qué no despuntaba en mí, la sabia y bestial resignación, la mediocridad apacible y desarmada de todos mis antecesores, héroes de la gleba, muertos al pleno sol después de sus grandes victorias sobre la naturaleza, en la tierra domada, vencida y fecundada por ellos?
¿Por qué ya aparecía yo, como uno de aquellos tristes predestinados á vencer ó á morir en la espantosa batalla de la vida?
¿Por qué ciertas almas, como ciertas flores, no se abren sino bajo acres brisas de borrasca, que han de llevar lejos, sus gérmenes deletéreos y violentos?
¿Por qué sin presentirlo siquiera, ciertas almas nacen enfermas, del mal de su época, el mal del siglo, sin estar ligadas para nada, al vasto movimiento de las costumbres de su tiempo?
Yo había nacido en una zona de barbarie, en un país casi absolutamente separado de la civilización, agrupación híbrida de indígenas analfabetos, casi en nada distintos de la bestia primitiva, y de semiletrados pavorosamente imbéciles, que no habían educado sino sus apetitos y ocultaban bajo el sombrero los cráneos más desmesuradamente idiotas, y bajo el vestido el más monstruoso corazón de bárbaros.
¿Por qué sin elementos tradicionales que la informaran así, mi alma como tocada por la fiebre de su siglo, se apartaba de la gran miseria ambiente, é iba como arrastrada por fuerzas ocultas, recorriendo extrañas etapas morales, hacia zonas extrañas de pensamiento, hasta entonces no conocidas por los míos?
Yo no era fruto de una raza decadente, empobrecida por los vicios, gastada por los placeres, agotada por la predominacia cerebral de grandes genios.
Mis antecesores paternos, todos habían sido campesinos robustos, sanos, ignorantes, que por generaciones de generaciones, habían nacido, crecido, vivido y muerto en esos campos, sin ver más horizonte que aquel que delineaban los llanos verdáceos, los bosques tornasoles, los lejanos cerros meditativos. Su corazón de grandes niños no había sentido otras pasiones que el delirio del trabajo, el dolor de la muerte y el amor legítimo que era para ellos como un placer mezclado de religiosidad en el rito sagrado de la procreación.
Su cerebro no se había agotado en abstrusas elucubraciones filosóficas, en el dédalo de las teorías políticas, en sueños quintesenciados de pasión, en subtilidades emocionantes de arte, en refinamientos de voluptuosidades morbosas. Ni sabios, ni escritores, ni artistas, ni hombres de Estado, había dado aquella raza de vigor animal, de hombres sanos y fuertes, crecidos y muertos sobre el surco fecundo, cerca al arado heráldico, en medio de sus vacadas apacibles, mugidoras, ante el horizonte espléndido de sus cosechas, que como esclavos sumisos, inclinaban ante ellos sus espigas cargadas de oro, cuando domadores de la tierra, pasaban al trote de sus potros indómitos, recorriendo esos campos regados por su sudor, fecundados por el trabajo recio de sus manos.
Muy niño aún, yo recuerdo, haber acompañado á mi abuelo, por el campo recién arado, tras de los bueyes grasos, llevando talegas llenas de simiente, que él arrojaba en el surco ávido, con un gesto de bendición, cuasi litúrgico, con una gravedad sacerdotal, atento cual si escuchase salmos de vida salir de las entrañas desgarradas de la tierra, majestuoso en su grandeza de labrador octogenario, perfilando su alta silueta de patriarca en la severidad inmutable del paisaje, en la calma idílica de las llanuras asoleadas.
Y, ese era para él, no un trabajo, sino el gran placer de su ancianidad, cuando ya se inclinaba hacia esa tierra que había amado tánto, y que aún laboraba antes de desaparecer cargado de hijos y de bienes crecidos bajo él, con la multiplicidad prodigiosa de los patriarcas amados de la Biblia.
Mi padre, tenía la pasión de la Naturaleza. La amaba con un delirio de fauno. Era una alma pánida, ferozmente enamorado de su tierra madre. Era agricultor por atavismo, por temperamento, por placer y por constitución. Tenía el horror de la ciudad y del poblado. Aislado en sus campos, vigilando él mismo sus cosechas, lleno su corazón del amor á la tierra, á mi madre y á mí.
¿Por qué de esa selva de cuerpos robustos y almas sanas, tan poderosamente arraigados en la tierra, rebeldes al vuelo y la visión, surgía yo, niño enfermizo como mi madre, meditativo, tenazmente abrazado al pensamiento, pertinazmente atento á las grandes cosas silenciosas y graves de la vida?
¿Por qué el alma colectiva de mis abuelos, no cantaba en mí el himno del trabajo y mis manos y mi cuerpo en quietud estéril, rehuían la faena recia y no se tendían hacia el gesto augusto de los grandes campesinos que habían inmovilizado sus siluetas rudas, sobre ese mismo horizonte de paz y de quietud?
¿Por qué mi ser adolescente comenzaba á ser torturado por extraños dolores morales, por aspiraciones incoherentes, por sueños fragmentarios é imprecisos, que volaban en un ambiente abstracto y difuso, como grandes pájaros desterrados de la aurora, fuera del tiempo y del espacio?
¿Por qué en la miseria de mi vida interior, mi corazón empezaba ya á lanzar grandes llamadas imprecatorias al cielo y al destino, ensayando en el infinito cruel, levantar la cabeza contra todos y contra todo?
¿Por qué mis manos se tendían hacia el muro de la sombra, deseosas de aprisionar el infinito azul?
¿Por qué un orgullo inconmensurable, me lanzaba ya al encuentro terrible de la existencia, como si fuese capaz de cortar ó inmovilizar ya las garras invisibles de todas las cosas de la vida?
¿Por qué ante el medio ambiente impersonal y hostil, ante el asalto de la banalidad agresiva, yo no sabía borrarme ó capitular, y resistía bruscamente, refugiándome en la violencia y en la soledad de mis sueños?
¿Por qué mis labios tomaban ya el gusto amargo del odio y con una emoción de cosa sagrada, amaba atraerlo sobre mí, cual si fuese la forma amada de la gloria?
En la intensidad aguda de mi deseo por realizar grandezas ocultas, en un mundo exterior que huía á mis miradas, viendo mis sueños animarse y respirar en una atmósfera de infinita crueldad que los inmovilizaba, mi corazón sangraba, mi pensamiento se sentía asesinado y las lágrimas subían á mis ojos, como una protesta muda, ante el horizonte impenetrable del Destino.
Mi alma insatisfecha, enormemente triste, sentía ya la formidable laxitud, que hace temblar el rosal pensante, bajo el insoportable enojo de la inercia.
Y, mi voluntad, emocionada, imperiosa, hacía señales de partir hacia la vida, hacia la acción, en un bello gesto de sueños realizados.
Y, de las claridades desmesuradas del futuro, una grande, una inmensa esperanza, caía sobre mi corazón, abierto como una flor.
Mi madre había adivinado mi amor. Y. la delicadeza exquisita de su alma maternal, supo adornar de flores el reposorio de mi corazón. Acaso pensó también que bajo la bondad acariciadora de sus ojos, ese amor sería más puro y que un deber moral, le mandaba velar por aquella niña sin madre, abandonada, desarmada ante la pasión violenta que inspiraba á su hijo.
Ello es, que Delia, por llamamientos de mi madre, se hizo más asidua en casa, y que era allí, mientras mi madre bordaba tras de los emparrados que guarecían el corredor, que nosotros platicábamos en el jardín, entre los rosales tupidos, á la orilla del río profundo y traidor que corría á nuestros pies con perfidia silenciosa, bajo el estremecimiento de los follajes, en la paz atenta de las cosas.
Dulcemente, devotamente, castamente yo le tomaba las manos, mientras caía á mi lado como una cascada el oro fluido de su cabellera que fingía en las blancuras del traje un resplandor de luna sobre la nieve casta. En la violencia aguda de mi deseo yo quería despertar su alma para el amor feliz, su alma blanca, que parecía la muerte, su alma triste, que parecía el dolor.
¡Oh, la sonrisa inenarrable de suslabios evocadores de la pena, cuando yo le hablaba de nuestra felicidad futura y alzaba ante ella el miraje de nuestro amor poderoso y triunfador en los campos sonrientes de la vida.
Y, me estremecía ante el silencio de esos labios, de los cuales no salía un grito de esperanza, y yo sufría de la desolación que castigaba tan rudamente aquella alma amada.
¿Por qué no creer en la ventura?
¿Por qué no abrir su corazón á la magnífica esperanza que brilla como un sol y designa más allá del dolor, el camino de la salud, en la gloria triunfal del esfuerzo, ó los grandes silencios del ensueño, los limbos iluminados del ideal?
¿Porqué cerrar los ojos al deslumbramiento de la ventura que se alza como una aurora desconocida, en las extrañas decoraciones y las solemnes magnificencias, que el deseo de los corazones alza en los horizontes flotantes de la fantasía?
¡Oh, lo que yo sorprendía en sus ojos, en el misterio enloquecedor de sus pupilas de abismo! ¡Oh, ese algo sombrío, cambiante, inasible, que pasaba por ellas como un reflejo terrible, como una serpiente de esmaltes en la serenidad de un campo de rosas!
Mi mirada, sondeadora de almas, no podía asir nada, de eso, en el fondo de la suya, sin embargo, tan trasparente y tan pura cuando se alzaba hacia mí en un vuelo de éxtasis.
Su rehusa de creer en la ventura, su melancolía brumosa me invadía también y después de haber vaciado la urna de nuestras confidencias, como rosas tristes de adoración, sobre las cuales habían cantado nuestras almas como dos ruiseñores en delirio, nos abrazábamos, como para sentir unidos nuestros corazones y uníamos nuestros labios como un secreto ante la quietud de los campos próximos, solemnizados por el rumor inmenso de la noche y el fragor distante de los torrentes...
Y, en esa hora magnífica de tristezas, llena de encantos, en el semisilencio que subía hasta nosotros y ahogaba la cadencia de nuestras voces en su duelo solemne, lágrimas consolatrices y purificadoras caían de nuestros ojos.
Y, nuestras melodías pasionales, subían en el silencio como una melodía de pájaros perdidos en la noche.
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Todo pensamiento tiende á hacerse acción.
Toda idea quiere traducirse en acto.
Todo esfuerzo de mentalidad quiere solidificarse en hecho.
De ahí que la forma activa de la energía contemplativa, sea siempre el Arte, en cualquiera de sus formas.
La acción brutal, el automatismo animal, espantan las naturalezas delicadas, y las arrojan en el aislamiento, en la zona de intelectualidad meditativa, que permite mejor, con el crecimiento austero y consciente de la personalidad, la libre expansión del subconsciente, de ese algo sagrado que sube del instinto profundo hacia la luz inmensa.
No se escapa á la fiebre del Arte, si se lleva en sí.
El espectáculo de la naturaleza se refleja en cada organismo según el grado de su propia sensibilidad.
La acuidad de las emociones sentidas, marca el número de fibras heridas, es decir de sensaciones despertadas en el alma al contacto con la Belleza.
Es la vibración de esta sensibilidad, lo que marca la conciencia artística.
Y, el artista nace y se revela todo á ese contacto, con su alta y segura apreciación del conjunto, su percepción patética de las cosas, la intensidad de sus sensaciones, su emocionalidad rara y cuasi dolorosa, su facultad prodigiosa de percepción y producción cuasi simultáneas, con una fecundidad de alma pánida, un acervo inmenso de sordas energías y una concepción armónica y rigurosa, de todo cuanto se debe á la santidad y á la inmortalidad del Arte, la única forma de representación y traducción pura y noble de la Vida.
El contacto con la naturaleza, es decir, la reacción del medio, empezaba á despertar en mi alma emociones nuevas, una manera nueva de sentir esa naturaleza, una sensibilidad nueva y aguda para amarla, una fuente nueva de emotividad, como si el corazón de la tierra se revelase hasta palpitar acorde con el mío y el alma de la vida me hablase al oido, como la serpiente aquella que lamía los de Casandra en el templo de Apolo, por cuya divina revelación, la profetisa supo el mundo de las armonías.
¿Qué es una vocación? la revelación de una conciencia.
Y, fué del fondo de mis tristezas profundas, de la tortura de mi vida sentimental, que brotó en mí, el sentimiento del Arte, como una fuente cristalina en los flancos de un monte virgen.
Fué en mi aislamiento taciturno, cuando solitario paseador pensativo en los campos desiertos, veía florecer para mí solo el enojo, enflorando la campiña, que mi alma, crispada bajo la mano brutal de mis sensaciones, comenzó á abrirse, á destenderse, ante la calma augusta del campo, á sentirse turbada ante la pureza infinita de los horizontes, maravillada ante el sagrado esplendor, que se desprendía de todas las cosas iluminadas para mí de una nueva luz.
Gradualmente mi tristeza se diluía en una calma melancólica, que no carecía de encantos, y quedaba horas enteras extendido en el llano, mirando los horizontes movibles colorearse y palidecer en gradaciones lentas de luz, que prismatizaban los paisajes, evaporándolos en una poesía intensa de sueño, descolorándolos en opulencias aéreas de miraje...
El alma campesina de mis abuelos se revelaba en mí, viva y perdurable, por el amor loco á la naturaleza.
Pero lo que en ellos era acción, era en mí contemplación.
Yo he sido y soy un contemplativo.
La brutalidad de la acción me lastima hasta la sensación aguda del dolor. Mis manos mismas no parecen ser hechas para las asperidades potentes del trabajo. Son manos de idealidad. Hay manos artistas, manos diáfanas evocadoras. Viendo ciertas manos se siente la impresión de la armonía y de la luz. Hay manos armoniosas y manos luminosas. La mano de Miguel Ángel era redonda y gruesa como la pata de un paquidermo, la de Giotto era pequeña y pálida, como una pluma de ánade; Wagner tenía la mano velluda y fuerte, como una garra de león; la de Litz evocaba las cuerdas y la forma de una arpa. Paganini tenía manos excepcionales como su genio. El violín quedó huérfano de ciertas notas, el día que la muerte inmovilizó para siempre aquellas manos maravillosas.
Yo tenía ya el culto y la admiración de mis manos. Mi madre me sorprendía atento, mirándolas, cual si esperase ver salir del fin de sus dedos largos y pálidos, cálices de rosas mágicas ó rayos blondos de luz.
La sangre robusta y campesina, la espesa sangre patriarcal, vino generose de la vieja cepa bárbara, empobrecida y debilitada en mí, por las herencias maternas, por la vida sedentaria y meditativa, se hacía tenue, cuasi opalina, al circular por las venas de aquellas manos que tenían opacidades y trasparencias de alabastro.
¿Por cuál disgregación ó desviación de las fuerzas primitivas de la raza, ó por cuál armoniosa transformación de leyes atávicas, yo, el heredero de esos hombres rudos, héroes de acción puramente animal, nacidos y vividos en el movimiento sin tregua, era un soñador, un especulativo, un inerte, al cual el más pequeño esfuerzo físico le causaba una aversión intolerable?
Esta autopsicología, esta autoquímica de mi alma, no me preocupa ahora. Constato el hecho, no lo analizo. Los fenómenos de mi vida interior, visibles á la intensa acuidad de mis ojos espirituales, desarrollaban mi visión interna, dejando ver al desnudo mi alma en formación, ya ondeante, inasible, soberbia y tempestuosa, violentamente orientada hacia los lejanos y quiméricos horizontes de la idealidad. Mi espíritu subtilizado en la soledad, fatigado de girar en un círculo restringido de ideas, tornó por ley de regresión hacia el amor desmesurado de la Naturaleza, que había sido el dios de mis abuelos.
Y, la vi y la amé con conciencia artística, la más alta conciencia que el ser humano puede sacar de las profundidades de sí mismo; la conciencia heroica y voluptuosa, la sola que puede abarcar el conocimiento de la realidad y del misterio y acercarse con alas impalpables, al gran desideratum de la Vida.
Ellos habían mirado, con amor la Naturaleza. Yo la veía. Ellos la habían amado; yo la comprendía. Toda la pasión animal de aquellos hombres de trabajo, se hizo en mí pasión intelectual, admiración de pensamiento. El corazón de la raza vibraba en mi cerebro. El amor violento y confuso de aquellos hombres de la gleba por su madre Tierra, esplendorosa, se hizo en mí un amor intelectual, intenso y alto, una atracción magnética que me llenaba de impresiones desconocidas, de motivos de pensamiento, de amplias y sonoras sensaciones luminosas.
Y, mi alma, inclinada á la contemplación en el seno augusto y sereno de la soledad, vió surgir ante ella la visión grandiosa del Arte, alzándose del fondo mismo de las cosas que miraba. Y, fué hacia ella.
La Naturaleza se reveló á mí con su seno repleto de bellezas, y mis ojos ávidos de mirar, miraron la maravilla de las cosas, que se extendían ante mí, confusas, imprecisas y radiosas, como la visión tierna de un gran cuadro mural, desvanecido por el tiempo.
¡Oh, el alma eterna de las cosas, más complicada que las cosas eternas del alma!
Una tenaz exultación de la materia, un amor, un designio generoso de despertar á la vida el corazón inanimado de la tierra me poseyó. Y, me embriagaba de luz ante los paisajes abiertos á mis ojos, y permanecía como ciego, deslumbrado, extático, ante la visión fulgurante de la luz, que incendiaba los horizontes desmesurados.
Fui un enamorado del paisaje. El verde se hizo el punto de partida de todas mis sensaciones. La óptica se hizo el receptáculo de todas las emociones de mi cuerpo. Y, mi alma se incendiaba, de un incendio interior, como por el soplo de una gran llama divina. Y, una gloriosa Epifanía se hizo en mí. Y, ante la visión del Arte, que abría el infinito de sus cielos á mis ojos, mi alma quedó, como una Esfinge pensativa, con las alas aprisionadas, ante los soles inconmensurables, que iluminan la visión alucinante del desierto.
Y, mi alma quiso ir hacia la inmortal Belleza, en un vuelo perdurable hacia la Gloria.
Ser un animador de la Naturaleza inerme, un hacedor de alma para las cosas, un evocador de la vida en la muerte aparente de tanto ser inanimado que no espera sino un beso de amor para vivir: he ahí el sueño que me aprisionó.
Inmovilizar por el pincel lo que mis abuelos embellecieron con sus manos. Resucitar por la magia del color, lo que ellos fecundaron por la fuerza del sudor. Pintar con mis manos lo que ellos decoraron con las suyas. Inmortalizar lo que ellos amaron. Ser un pintor, he ahí el anhelo que surgió súbitamente en mi alma.
Y, fuí el prisionero de mi sueño. Delia me alentaba en este vuelo de fantasía, y secundaba mis coloquios de adoración al Arte, con la sinfonía ingenua y suave de sus palabras, cuando lentamente recorríamos los campos, ebrios de amor, y ella, como una hada pensativa, extendía como un fluido en torno suyo, el esplendor de su belleza boticeliana, que parecía hallar su cuadro natural en el paisaje de gracia agreste y de melancolía suntuosa que nos rodeaba..
Exuberante de gracia y de bondad, me escuchaba arrojar el germen de mis idealidades, sobre el surco abierto en mi corazón, sobre el cual cantaba mi alma, como un pájaro extático en la apoteosis del sol.
Y, al contacto de mis sueños, su rostro se animaba, con una vida luminosa de transfiguración, y se hacía más grave su belleza de eternidad, belleza áurea y frágil, hecha como para no inmovilizarse en las cosas precarias de la vida.
Y hablábamos entonces de cosas altas, vagas y deliciosas, saturadas de tristeza, puras como su corazón, blancas como sus manos sensitivas, sus manos exquisitas, que estrechaban suavemente las mías.
¡Sus manos eucarísticas, como hechas de anémonas y esencia de jazmín! Sus manos de belleza extraordinaria, flores de Piedad y de Perdón, manos hechas para cruzarse extáticas sobre el pecho ó juntarse férvidas en la plegaria. ¡Manos de adoración, manos de éxtasis, hechas para alzarse temblorosas ante Dios, pero no hechas para retener ni para encadenar! Manos para la ofrenda y el incienso, rehacias á la caricia y al amor.
¡Manos inolvidables! ¡Oh, manos adorables!
¡Oh, el prestigio sagrado de las manos! ¡Las manos que son rosas, las manos que son lirios, las manos que acarician como una bendición! Las manos de la madre las manos de la amada, las manos que en el cielo sereno del Silencio diseñan su gran gesto de Paz y de Perdón!
¡Oh, manos redentoras! ¡Oh, manos adoradas!
¡A dónde ese Poema?
¡A dónde esa canción?...
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Mi padre no me comprendía. Mirándome con inquietud, la limpidez de su alma y de su mirada se turbaban, trataban de penetrar en mí, y se replegaban vencidas, cuasi indiferentes, como si hubiesen dejado de lado el alma de un extraño que agonizara lejos del radio de su conciencia, calmada y dulce.
Le sucedía á veces inquietarse, mirando mi frente palidecer en el azul de la tarde, cargada de pensamientos, grave como un ostensorio donde brillase un rayo de sol extinguiéndose dulcemente.
Y, hablaba entonces á mi madre, y yo los sentía cuchichear cuando en las noches se detenían cerca á mi lecho, creyéndome dormido, y hablaban cosas de angustia y de temor, mientras mi padre, con gestos conmovedores, me rodeaba con sus fuertes brazos de titán, y mi madre extendía sobre mi cabeza sus manos blancas, que parecían alas.
Físicamente, yo era un adolescente delgado, pálido, demasiado alto para sus diez y siete años, con un rostro demasiado serio, demasiado melancólico, con una rara melancolía estremecida y vibrante, que se extendía por todo él como una emoción, y se refugiaba como en un foco lunar, en los ojos meditativos, profundos, obscuros entre el espeso cerco azul que los rodeaba como un disco tenebroso y la sombra de las pestañas, negras como la cabellera desordenada y recia que caía habitualmente sobre la frente.
No era ese el tipo sanguíneo, fuerte, algo montaraz, que mi padre hubiera deseado para la perpetuación de su raza.
De ahí, que su amor hacia mí, cuyo temperamento físico y moral era una gran desilusión de su espíritu, estuviese saturado de esa especie de conmiseración tierna, que se tiene por los hijos enfermos ó deformes.
Yo, era, para él, un enfermo, y él, sufría de esa idea, rodeándome de toda especie de agasajos.
Nuestros corazones estaban juntos por el afecto, pero nuestras almas estaban distantes, tan distantes, que no alcanzaban á columbrarse.
No pudiendo estar permanentemente conmigo, sabiéndome absolutamente inapto para las faenas del campo, me dejaba confiado al amor de mi madre, libre para la elección de una carrera, seguro de que, como él decía, refiriéndose á nuestra cuantiosísima fortuna: siempre tendría con qué vivir, sin preocuparme de trabajar ni de estudiar.
Así, cuando mi madre le participó mi deseo de continuar en casa mis estudios de dibujo ya muy avanzados en el colegio, y de dedicarme por completo á la pintura, accedió gustoso, como hubiera dado gusto á cualquier otro de los que él creía caprichos de mi temperamento enfermo.
Mi madre fué feliz de esta resolución, que no le arrebataba ya su hijo, para llevarlo á un colegio, y Delia, á esta noticia, demostró por primera vez que un rayo de felicidad inundaba su alma.
Mi vida tomaba así un esplendor nuevo, una orientación mejor hacia destinos más altos.
Bien pronto, el Maestro, que debiera hacer la labor de mi cultura artística, fué hallado.
Era un viejo pintor italiano, que ambulaba por aquel entonces, en las capillas y pueblos cercanos, restaurando cuadros de innobles advocaciones que el pueblo aureolaba de milagros, poblando de mudas evocaciones de Belleza, iglesias rurales, donde no se posaría nunca la mirada de un hombre consciente, embelleciendo con creaciones maravillosas muros humildes de oratorios agrestes, alzados á la vera de caminos solitarios, ó sobre los picos enhiestos de montes dormidos bajo las tempestades, y poblando las naves de templos superandinos, con admirables reminiscencias de Siena y de Volterra.
Vittorio Vintanelli, se llamaba el pintor errante, que gastaba en las desgracias estériles del exilio las energías de su alma helénica, su caudal prodigioso de ciencia pictural, que ejercido en plena barbarie, iba como un río desconocido, camino del desierto hacia la muerte.
Nada más conmovedoramente pintoresco, que su aspecto de filósofo troglodita, que recordaba á las mentes menos avisadas, las figuras de los pintores trashumantes del Renacimiento.
Con su vestido de pana azul, descolorado por las lluvias y su gorra de paño inclinada sobre la oreja, semejaba un artista bohemio del Quartier latin, pero la gravedad impasible del rostro, las hondas arrugas, la luenga barba inculta, le daban tal aire de austeridad, que comandaba el respeto. En su frente había como un resplandor de ergástula ascética. Imaginaos algo del faunesco rostro verlainiano, y de la hirsuta melancolía brumosa del de Tolstoi, y tendréis una idea del de Vittorio Vintanelli, pero con rasgos acentuados de fuerza que no tuvo nunca el autor del Relicario, siempre en lágrimas, y una expresión de implacable rencor, que no tiene nunca la mirada nebulosa y contemplativa del Apóstol Sármata.
Y, Vittorio Vintanelli no era solo un pintor admirable de rara erudición pictórica, un conocedor consciente y profundo de los grandes maestros de todas las edades, un técnico poseedor de los secretos de la línea y del color, de los elementos constitutivos de la luz, del análisis de las tonalidades y el contraste armónico de las coloraciones. Era un tradicionalista y un modernista al mismo tiempo.
Como todo artista genial, era un innovador. Su técnica sabia lo impulsaba al amor de las formas exactas, del dibujo impecable, sin el cual la pintura no es sino una aberración de colores y una danza macabra de líneas. Pero como era antes que todo y por sobre todo, un gran sensitivo, un gran poeta, en él cantaban los colores con una vibralidad atmosférica luminosa. Todo en él era ritmo, armonía y ondas sonoras.