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«Los divinos y los humanos» (1903) es una recopilación de estampas biográficas sobre los dictadores de Hispanoamérica escritas por José María Vargas Vila, entre los que se encuentran Rosas, Melgarejo o Núñez. Este tipo de publicaciones incendiarias son las que lo dieron a conocer como el mayor escritor panfletario del continente.
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Seitenzahl: 176
Veröffentlichungsjahr: 2021
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José María Vargas Vilas
Saga
Los divinos y los humanos
Cover image: Shutterstock
Copyright © 1903, 2021 SAGA Egmont
All rights reserved
ISBN: 9788726680416
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
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This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.
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Quedan asegurados los derechos de propiedad
conforme á la ley.
Dos lustros han corrido desde la aparición de: Los Providenciales.
Y, hoy al publicarlos en la edición definitiva de mis obras políticas, nada tengo que cambiarles...
Respeto mis ideas de entonces, mis pasiones de entonces, mi estilo de entonces.
Son los mismos de hoy.
Los tiempos han pasado, no han cambiado.
La misma aglomeración de sombras que es casi una petrificación de las tinieblas sobre el horizonte de la América.
Las mismas orgías de la fuerza, vencedora; las mismas bacanales de sangre; la misma abyecta sumision de los pueblos vencidos.
El ala de la muerte ha pasado abatiendo en el polvo la frente soberbia de los últimos Providenciales de mi libro.
Murió Guzmán Blanco, el grande hombre cesáreo, murió en el destierro, declinando en un crepúsculo nostálgico, su gran frente de medalla imperial. Cayó sobre sus arcas repletas, en el estancamiento de sus millones inmensos, ocultándose como un gran sol de peculado tras de una montaña de oro. Murió en el ostracismo ya que no pudo vivir en el poder. Y, entró erecto en la Historia, ya que un hombre semejante no puede entrar nunca en el Olvido.
Su imperio, su grande imperio, ó sea la democracia turbulenta que él había encadenado, celebró sus funerales con sangre, como los de un jefe bárbaro, dividida, anarquizada, fue como las tribus de la Escritura y enloquecida, delirante, en un espasmo de desorden, ebria de tumultos, devorada por las facciones, azotada por los caudillos, sintió las picas de los bárbaros golpear en sus murallas... El Atila tentón la hirió con el guantelete de hierro del salvaje Elector de Brandemburg, y vió su cielo obscurecido por las águilas germanas, las águilas negras y odiosas, espanto de la civilización, que velan como cuervos emblemáticos, sobre la tumba del armador suicida, sobre la cual aquel Emperador de decadencia, extendió el escudo de los Hohenzolern, como una bandera de perdón clavada en las costas calcinadas del Mar Muerto.
Murió Núñez, el buitre lírico, murió envenenado por los jesuítas, con las complicidades venales del amor... Dobló su frente de poeta, enigmático y sombrío, indescifrable ante la muerte, resignado á la inflexible ley moral que lo mataba... Tras de él, se extendió el desierto, la sombra, la sangre y la muerte... Gramáticos estólidos y venales se disputaron el cadáver de ese pueblo, que el traidor les había entregado como un Cristo, maniatado y doloroso.
Lo devoraron en la noche, como hienas, á una extraña luz de crepúsculo polar. Y, aquel pueblo abdicó para siempre. Vencido hasta en el corazón, gangrenado hasta en las entrañas, tiene conciencia de su propia ruina. Es un cadáver que asfixia al mundo.
Murió Andueza Palacio, el histrión trágico. Murió ebrio, repugnante, feliz el cerdo fatal! El idiota fue perdonado. No pudo ser olvidado. Le decretaron honores, pero no pudieron darle honor. El honor no se decreta. La Historia no se vende á la fortuna.
Ulises Hereaux también cayó.
Fué asesinado en una selva, el negro épico y terrible.
Aquel, fue, el gran gorila trágico.
Su inmensa mueca, de mono ebrio y feroz llena de tristeza y de espanto los limbos asombrados de la Historia.
Su huella de palmado enfurecido y obsceno, quedó impresa allí, en lodo y en sangre, como la de un gran orangután violador en camino hacia la selva.
Su vida fué la odisea de un antropoide en orgasmo, la leyenda de un primato escapado á la montaña virgen.
Ese bárbaro, obscuro como la noche, pertenece á la Historia, pero á la Historia Natural...
Es la pantera negra del providencialismo. Con él se entra no ya en la sombra sino en el caos, vive y se mueve, no ya en las tinieblas de la barbarie, sino en plena bestialidad.
El largo gesto de su dictadura simiesca es la negra contorsión de un mono en los limbos de la Noche impenetrable.
Pertenece á la Zoología.
Y, un viento de pacificación y de Olvido, pasa por sobre las tumbas malditas... Y, el rosal de la piedad, sacudido por este viento de oprobio, que viene de las selvas profundas de la abyección, tapiza de rosas primaverales de Perdón, los sepulcros de los grandes sembradores de la muerte y de la ruina.
Legiones amnésicas de esclavos en histeria, se alzan diseñando con sus manos apoteóticas del crimen extraños gestos de absolución en el vacío...
Es el homenaje de las gacelas cándidas á los grandes felinos desaparecidos. . . . . . . .
. . . . . . . . . . . . . . . . . .
La debilidad perdona, la Verdad no.
El odio al mal es un deber.
En esta hora de fraternidad yo vengo á decir los hechos de la iniquidad.
Cuando todos perdonan, yo acuso.
Cuando todos absuelven, yo denuncio.
Yo no perdono al Crimen.
Tengo la religión del Odio, como otros tienen la del Amor.
Lo creo la más alta virtud viril, que pueda albergarse en pecho de varón.
Gusto de inspirarlo y de sentirlo, como una consagración de mi fuerza y una prueba de ella.
El Olvido predicado y practicado en favor del Crimen, me parece el más nefando apostolado de ignominia, la más cobarde exaltación de las victorias malditas, el más aleve ultraje que la debilidad hecha complicidad, puede infligir á la Virtud vencida y á la Eterna Verdad, encadenada.
Con un solo hombre que resista, en las horas definitivas de la Historia, no hay triunfos definitivos del Mal, por más que digan lo contrario, la humildad de los vencidos, resignados á la derrota, y la insolencia de los vencedores, orgullosos de la victoria.
Mientras haya un hombre que grite sobre el silencio abyecto de la opinión, ese grito siembra la redención y la vida... La simiente del Verbo, se fecunda mejor en los surcos profundos del silencio.
El gesto del sembrador es más augusto en la hora taciturna del crepúsculo.
El grito vibra y repercute más fuerte en la atmósfera calmada.
El grito solitario es más recio que el tumulto.
El grito de las águilas, vibra más alto que el rumor fragoroso de las olas.
El olvido no se decreta. . . . . . . . . .
. . . . . . . . . . . . . . . . . ...
Hoy que todos quieren olvidar, este libro mío, viene á recordar.
Hoy que cerca á las tumbas abiertas, sobre los campos tristes, donde los Providenciales, patalearon como bestias feroces, no se habla sino de amor y de fraternidad, lanzo ese libro, como la gran simiente de odio, que ha de caer sobre el surco abierto, húmedo en sangre.
Hoy que un viento de pacificación, pasa por sobre las almas vencidas, va ese libro mio, como un viento de rebelión, á soplar sobre los espíritus que aun permanecen irreductibles.
Las almas no se encadenan.
En ese concierto de Amor y de Olvido, quiero que este mi libro sea la palabra de Odio y de recuerdo inexorables.
Va él, sobre los sepulcros, donde duermen los hechos y los hombres, diciendo como el Cristo al cataléptico: Surge.
Muertos y matadores, víctimas y verdugos, patibulos y jueces, vencedores y vencidos, todos se alzan aquí, en gesto pacífico y desesperado, suplicatorio de piedad y de Justicia.
En este libro luce la Verdad, como el sol, en el fondo de un lago quieto.
Ni la disfrazo, ni la callo.
La pinto, como pintaría un fresco mural, si me fuera dado manejar el pincel trágico de Orcagna ó de Carpaccio.
Mi pluma evocatriz no da la calma.
Yo no sé de las capitulaciones definitivas.
Ni pido ni acepto gracia.
No doy ni quiero olvido.
Estoy fuera del paladium de la clemencia y de la zona de la pacificación.
No reconozco la victoria, me vuelvo á ella y la afrento.
Quedo armado y aislado, llevando el duelo de la libertad vencida.
Permanezco irreductible.
En esa onda de pacificaciones y rendiciones, no va mi barca... Ella sigue la corriente del deber, solitaria y altiva hacia la muerte.
Quedo sobre el peñón abrupto de mi antiguo ostracismo, sin que un viento de deseo bese las alas de mi espíritu, tentándome con un miraje de vuelo hacia regiones más felices.
Soy el rebelde intacto. La evocación dolorosa de un pasado ya casi desaparecido. Sobre la roca de mi destierro ondea, desplegada á todos los vientos de la pasión la bandera roja de mis cóleras.
Y, se oye en la soledad que me rodea, el sonido de mi lira monocorde de sectario irreductible. Soy el último laudador de odios anacrónicos.
El tiempo y el dolor no me han vencido.
El hálito de derrotas que ha azotado mi vida, no ha matado uno solo de mis amores, uno solo de mis odios, una sola de mis esperanzas.
Mis sueños, como todas las cosas inmortales, no envejecen. Conservan su virginal blancura y arrojan sobre mi alma su sagrado candor de cosas inmarcesibles y divinas.
Hoy como ayer soy la protesta.
Yo no he sido nunca la guerra.
Yo he sido la revolución. La guerra es el hecho. La revolución es la Idea. La Idea es inmortal.
Yo no estoy vencido.
Yo no he vivido esos poemas épicos y gloriosos, que han muerto unos tras otros, como las olas de una mar terrificante y soberbia.
El poema de mi prosa bélica, sigue su lenta teoría de inacabables denunciaciones.
Mis libros son como musas que besa la Historia.
Permanezco inexorable.
Capitulan los ejércitos, no los pensadores. Se rinden las armas, no las ideas.
Mi combate es eterno, como el Mal.
En la hora de ese abrazo que vencedores y vencidos, se dan sobre los campos sangrientos, bajo los cielos aun vibrantes de la América, yo desencadeno entre ellos, esa procesión de sombras dolorosas y terribles...
Y, á los grandes vencidos del pasado, que si pudieran llorar, llorarían con lágrimas de eternidad, la inutilidad de su sacrificio heroico y la pompa estéril de su sueño inerte, ofrezco esta flor de odio y de justicia, que será germen un día de una gran floración de reivindicaciones históricas.
Es mi protesta contra los que quieren abolir el pasado en nombre del Olvido.
El pasado no muere, va en pos de nuestros pasos. Y, grita á veces.
Este libro es un grito del pasado.
El pasado es la voz de los muertos.
Los muertos gritan en el libro mío.
. . . . . . . . . . . . . . . . . .…
Todos van hacia el perdón y hacia el Olvido.
Yo quedo en mi roca aislada, abrazado á mis viejos dolores pensativos.
Soy el último rebelde.
Y, cuando no quede sino un irreductible contra ciertos hombres y ciertas ideas en América, ese irreductible seré yo.
Mi pluma no capitula.
Vargas Vila.
Paris, 1903.
DE LOS MITOS OLÍMPICOS
En aquella edad de la infancia del mundo se creía que los dioses reinaban.
La superstición inventó los dioses, el antropomorfismo les dió vida, y la estupidez los fingió reyes.
El dios de la Biblia reinaba sobre su pueblo escogido, hablaba á sus caudillos, legislaba entre los truenos del Sinaí, combatía á la cabeza de las hordas errantes del desierto, hacía llover piedras sobre los amalecitas ya vencidos, permitía que lo derrotaran á la cabeza de seiscientos mil combatientes, detenía el sol, y aparecía sin quemarse, como una salamandra, entre las zarzas encendidas del monte Oreb.
Los dioses de Grecia combatieron en Troya.
En la India, Brahma se encarnó para reinar.
El dios Samonocodón reinó en Siam. El dios Adad gobernó en Siria. La diosa Cybeles fué soberana de Frigia. Júpiter lo fué de Creta, y Saturno de Grecia.
La humanidad se hizo adulta, y los dioses abdicaron.
Entonces, los que entraron á reinar y á combatir, se llamaron sus hijos. Para ser rey se necesitaba ser de la estirpe augusta de los dioses.
Así, Baco, Perseo, Hércules, fueron hijos de dioses.
Rómulo era hijo de Dios. Alejandro fué declarado hijo de Dios en Egipto. Odín lo fué en el norte de Europa. Abulgazi, historiador de los mogoles, dice que Gengis era nieto de Alanku, la cual había concebido de un rayo celeste. César se decía descendiente de dioses.
Después, cuando á la luz de la razón que alboreaba, perseguidos por el grito de la filosofía y las carcajadas de la humanidad, que salían con sonoridad abrumadora de la boca de Luciano, esos dioses y semidioses huyeron despavoridos, dejando de proyectar sus espantosas cabezas sobre la tierra, y el dios del monoteísmo cristiano se aisló en su cielo, absorto en su beatitud, aún quedó flotando en la oscura conciencia humana, cual un jirón de sombra, como la proyección de aquella dinastía de fantasmas, la absurda teoría del derecho divino.
La raza de los reyes y emperadores sucedió á la de los semidioses, y el lábaro de Constantino, la oriflama traída por un ángel á San Denís, la ampolleta bajada del cielo por un pichón para consagrar á Clovis, y los lamparones curados por los reyes de Inglaterra, sucedieron álas antiguas fábulas homéricas y orientales, dignas de figurar, unas y otras, al lado del discurso de la burra de Balam.
Pero un día, el derecho humano puso la mano sobre el derecho divino, derribándolo, como el gigante de la leyenda al golpe de honda del mancebo bíblico, y después de desgarrar su púrpura y pisotear su corona, le arrancó la cabeza, á vista de las multitudes asombradas: el derecho divino abdicó en las manos del pueblo.
Entonces surgió una raza de nuevos dominadores, degeneración raquítica de los otros, pero representantes siempre de ese funesto atavismo social, que atribuye á Dios inmiscuencia directa en el gobierno de las sociedades humanas.
Éstos ya no se apellidaban dioses, ni hijos de dioses, ni con derecho divino, pero hacían á su modestia la violencia de llamarse delegados de la Providencia (y aquí está ya el espantoso vocablo!) para hacer felices á las naciones, poner en ellas el orden — porque los hombres puramente humanos no pueden gobernar — y administrar en nombre de esa Providencia los grandes rebaños de hombres que, según ellos, posee en este planeta. Estos mayordomos tuvieron su nombre. Se llamaron — los providenciales!....
Algunos de ellos, como en la antigüedad Pepino, mayordomo de Hilderico, se han hecho reyes; pero la mayor parle se ha conformado con su democrática divinidad.
La Europa, ya bastante civilizada, no sufrió el azote de la nueva plaga. Uno sólo se presentó en ella, á los comienzos del siglo, cargado con los laureles de las más épicas victorias; pero á pesar de su genio fué á morir abatido y solo en una isla remota.... La Providencia no se dignó libertar á su delegado, ni intentó reclamo alguno contra la Gran Bretaña, por el secuestro de aquel providencial afortunado.
La América latina, tanto tiempo ignorada, sumida en la sombra intelectual por luengos años, dominada por el fanatismo, y por ende ignorante, tenía que ser, y ha sido, el teatro feliz de estos aventureros políticos.
El providencialismo ha hecho destrozos en ella.
No ha habido sargentón insubordinado que dé un golpe de cuartel feliz; un jesuíta que por la traición, el veneno ó el puñal llegue al poder; ó político ambicioso que quiera perpetuarse en él que no se llame providencial.
Los antiguos salteadores tenían también su dios protector: Mercurio. Los asaltadores de pueblos han imaginado también su divinidad protectora: la Providencia.
Providencial fué la traición á la república hecha por Iturbide; providencial el asesinato de Yegros y el secuestro del Paraguay por el doctor Francia; providenciales el puñal de la mazorca y la dictadura de Rosas; providencial la aventura aleve de Maximiliano; providenciales los crímenes de García Moreno, esa tigre hircana del fanatismo; providenciales la traición de Núñez, el veneno de Gaitán, las horcas y su adulterio, aquel famoso adulterio, bendito por el Papa y ensalzado por el Padre Biffi, ante la tumba recién abierta de la esposa abandonada....
El providencialismo ha recorrido en América todas las escalas, y tenido todos los matices.
Ha sido brillante con Iturbide; ilustrado con Francia y Núñez; brutal con Rosas; soldadesco con Melgarejo; heroico con Balmaseda; ampuloso con Guzmán; ridículo con Andueza. Ha ido en rigurosa gradación de la cima hasta el abismo. Ha revestido todas las formas, desde el águila al insecto.
Los menos oscuros de los providenciales son los que esbozo aquí.
. . . . . . . . . . . . . . . . . ...
Y los publico en época de sombra!... Viento de tempestad corre del uno al otro extremo de la antigua Colombia de los héroes. La sombra se espesa sobre su cielo, y en algunas partes la tempestad es sorda y muda como en las borrascas polares, donde, según la expresión del narrador francés, el trueno es silencioso.
Luz crepuscular alumbra el horizonte!
Aliento enervador y frío toca las almas. Se siente la aproximación de un gran peligro: la abyección.
Como los altos árboles de la selva bajo las alas del viento, vense inclinarse cabezas poderosas: hay no sé qué extraña palidez en los caracteres; qué rebajamiento moral; qué súbito desfallecimiento en las conciencias; qué espantosos desmayos del valor....
La enfermedad del siglo, el sórdido interés, ha invadido las sociedades.
Lo que nos mata, no son las doctrinas conservadoras, sino los intereses conservadores.
La enfermedad reinante es el miedo.
Nadie se atreve á decir la verdad.
Todos huyen de verla frente á frente.
Su semblante augusto los acongoja; su sonora voz los amedrenta.
Sólo hay lugar para la mueca del bufón y el canto del juglar. Sólo puede escucharse el himno del cortesano, la clásica frase venal, la apología comprada, el sáfico cantar de los Horacios, y la armoniosa canción de Tíbulos y Propercios.
Sobre la onda de pavor que pasa sólo se dejan flotar hojas de académicos laureles, y flores pálidas desprendidas de las coronas de poetas bucólicos, marchitas en las orgías del poder.
La ola de la debilidad ahoga la sociedad.
Se tiene tanto miedo á las grandes acciones como á las grandes palabras.
Si se ve llegar á un hombre que dice la verdad y lanza al viento su frase indignada, los miedosos tornan su debilidad en indignación, y la inmensa ola estúpida se permite irritarse, y ruge y murmura....
El soplo gélido del interés, la indiferencia ó el miedo de las capas medias de la sociedad paralizan el esfuerzo de los pocos periodistas y apóstoles que combaten, impidiendo que su verbo candente y el beso de la idea toquen la frente de la pálida y oscura multitud que vegeta en el fondo.
Y así se vive, esperando una revolución que no se impulsa, un a libertad que no se engendra. Y fingiendo fe mesiánica, como un trapense ante su fosa abierta, la sociedad vive tiritando de miedo, hambrienta de silencio!
Escribir la verdad es un crimen. Todo lo viril, lo resistente, lo franco, lo grandioso, se excusa ó se desaprueba. Se tiene miedo á la dignidad del que carece de miedo.
Se critica los gobiernos, pero á media voz; se les insulta, pero muy paso; y con esta debilidad imbécil se hace sagrado el despotismo, y con esta complicidad del miedo, traducida en falso pudor, se silencian las liviandades de los déspotas, tornando en mudo respeto al vicio lo que debiera ser protesta atronadora contra él
Esta hoja de parra, puesta por la hipocresía social sobre las desnudeces de los tiranos, ha sido en nuestros pueblos la gran falta de los hipócritas y la gran fuerza de los tiranos.
Si así hubieran procedido Tácito y Suetonio, ¿quién sabría los vicios de los Césares?
¿Plinio, Cornelio Nepote, Aurelio Víctor y Salustio tuvieron, por ventura, ese pueril temor al describir la abominación de las costumbres romanas?
¿Lo tuvo Demóstenes en sus Filípicas?
¿Lo tuvo Cicerón en sus Catilinarias?
¿Embotó la sátira acerada de Juvenal?
¿Apagó la carcajada semi-grotesca de Rabelais?
¿Lo tuvo el Dante en su Divina Comedia?
¿Sintió ese vergonzoso desmayo Víctor Hugo escribiendo sus Castigos?
¿Lo sintió en su pluma vigorosa Juan Montalvo?
No.
¿Es que la pluma de los hombres sólo debe ocuparse en escribir apologías? ¿Qué sería entonces de la severa historia? ¿Ó aquellos grandes escritores sólo eran grandes libelistas?
Responda ese criterio histérico que se ha formado contra la verdad histórica.
La libertad se pierde, no por falta de talentos, sino por falta de caracteres.
Hay en la mayoria de los escritores un amor ilimitado á no sé qué falsa reputación, que contiene el anatema en sus plumas, ó lo desata en hipérboles fumívoras, por el temor pueril de verse criticados por las imaginaciones asustadizas, rechazados de nuestras sociedades neuróticas y pueriles que tienen siempre un santo oficio