Erhalten Sie Zugang zu diesem und mehr als 300000 Büchern ab EUR 5,99 monatlich.
"Mi enemigo y yo" – Una comedia romántica bestseller que demostró que el amor puede empezar con un secuestro... y terminar cambiándolo todo. La historia de Isabel, una joven romántica dispuesta a todo para reunir a su hermana Beatriz con el célebre escritor Mauricio de Viera, comienza como un plan inocente, pero rápidamente se convierte en una serie de eventos llenos de humor, pasión y sorpresas. En su intento por acercar a dos almas destinadas, Isabel termina secuestrando al escritor, desatando una espiral de situaciones imprevisibles. Mi enemigo y yo no solo es una comedia romántica; es una reflexión sobre la emancipación, el aprendizaje personal, las dificultades en tiempos de guerra y la búsqueda del amor verdadero. Con diálogos agudos y situaciones tan profundas como divertidas, Linares te invita a descubrir cómo el destino y el amor pueden ser más sorprendentes de lo que imaginamos.
Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:
Seitenzahl: 207
Veröffentlichungsjahr: 2025
Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:
Luisa María Linares
Saga
Mi enemigo y yo
Cover image: Shutterstock och Midjourney
Cover design: Rebecka Porse Schalin
Copyright ©1939, 2025 Luisa María Linares and Saga Egmont
All rights reserved
ISBN: 9788727241760
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
No part of this publication may be reproduced, stored in a retrieval system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.
www.sagaegmont.com
Saga is a subsidiary of Egmont. Egmont is Denmark’s largest media company and fully owned by the Egmont Foundation, which donates almost 13,4 million euros annually to children in difficult circumstances.
La Cuadra Éditions nació del deseo de reeditar los libros de la autora española Luisa María Linares, reina de las comedias románticas sofisticadas.
Entre 1939 y 1983 escribió más de treinta bestsellers. De su obra, traducida a varios idiomas, se hicieron veintitrés adaptaciones al cine y al teatro.
La pluma de Luisa María Linares es brillante. Con gracia natural, crea personajes auténticos y teje historias que tocan el corazón y refrescan el espíritu. Sus heroínas son transportadas por una energía vital que las hace vivir aventuras que nos mantienen en suspenso.
Si el movimiento y la trama nunca paran, si el encanto y el humor están siempre presentes, es la fuerza del amor la que viene a trastornarlo todo. Pasamos las páginas con una sonrisa de oreja a oreja y una alegría de vivir que se instala espontáneamente.
Para comenzar, La Cuadra Éditions publica cinco de sus libros con ediciones en español y en francés. Novelas imperdibles para quienes aman las historias de amor divertidas y entrañables, dinámicas y apasionadas.
La Cuadra es el lugar donde crecemos compartiendo entre vecinos discos, libros y a veces besos...
Lacuadraeditions.com
ISABEL EN VILLARZA
DIARIO DE ISABEL
—Por favor, Martina. Tía Patricia no debe enterarse de este nuevo desastre.
Martina me miró enfurecida. Su oscuro bigote (¿por qué llamar bozo a un soberbio bigote?) tuvo un movimiento ascendente y pareció salirle de la nariz. En sus rojizas y gordinflonas manos estaban los restos negruzcos de lo que había sido mi último fracaso.
Envuelta en un gran delantalón de cretona floreada, salpicado de manchas de harina, las mangas subidas hasta cerca de los codos y las mejillas encendidas por el calor del horno, yo semejaba la imagen de «la perfecta cocinera». Pero la bandeja que Martina contemplaba como si de un monstruoso aborto se tratase pregonaba bien a las claras que, en materia culinaria, yo era una verdadera calamidad.
Martina tomó la palabra, aumentando con sus frases los remordimientos de mi atormentada conciencia:
—¡Un kilo de harina echado a perder, tres pesetas de pasas, cuatro huevos, medio litro de nuestra mejor leche, un plato de nata y dos horas de horno encendido para este resultado!...
Y, a la vez, cogió la bandeja y me enseñó el negruzco bizcocho, que, ante mi gran consternación, se desmigajó, quedando reducido a trocitos de carbón.
—Por favor, Martina —supliqué—; no alce la voz. Tía Patricia está en el huerto y puede oírla.
Tenía la seguridad de que tía Patricia no dejaría de contemplar con los ojos de la imaginación, durante varios días, los renegridos trozos de torta fabricados por mí, y que, semejante a un juez inapelable, los carbonizados pedazos saldrían a relucir en toda conversación que yo iniciase. Pedí a Dios que Martina se apiadase de mis súplicas y que aquella malhadada bandeja desapareciera de nuestra vista.
—Lo siento, Martina —dije—. Yo no tengo su maña para fabricar esos bizcochos deliciosos. —Martina lanzó un gruñido que demostró que era sensible a los elogios, y yo me animé, continuando—: Sé que esto me costará un disgusto con la tía. Probablemente me impedirá salir a pasear con Toni durante varios días.
Mi tono era tan lastimero, que la vieja criada me miró de reojo, temiendo que llorase.
—Todo se arreglaría si usted consintiera en hacer un budín de pan y leche, que supliera al que yo he quemado, para que no se notase la falta a la hora de la merienda. Ya sabe, Martina, que no la quiero mal... Precisamente pensaba regalarle mi chal de lana malva, que no me sienta bien a la cara.
¡El chal de lana malva! Una obra de titanes hecha a punto de aguja, que me llevó tres meses de labor. Yo sabía que era el sueño dorado de Martina, la cual me lanzaba codiciosas miradas cuando me veía arropada en el suave tejido.
La emoción que tal obsequio le causó hizo que se le cayeran de las manos dos tapaderas sobre el fregadero, armando gran estrépito. Me miró, para cerciorarse de que hablaba en serio, y sellamos las paces.
Y una prenda más de mi pertenencia pasó a engrosar el ya nutrido guardarropa que Martina estaba formando a mi costa.
*
Por la tarde lo pasamos estupendamente. Vino Toni, con su colección de sellos de todos los países, y estuvimos en la sala, al lado del fuego, contemplándolos. Tía Patricia trabajaba con una labor de calceta —la invariable media de lana gris que teje para su uso personal todos los inviernos y que luego no usa jamás—. Martina pasaba las cuentas del rosario, sentada en una silla, a prudente distancia, envuelta en su, ¡ay!, magnífico chal de lana malva, y mi hermana Beatriz, Toni y yo soñábamos en fantásticos viajes a lejanas tierras que los sellos nos recordaban. Beatriz suspiraba por la Costa Azul, y Toni y yo optábamos por algún lugar donde hubiera caimanes y antropófagos.
Los perros dormitaban silenciosos, procurando que tía Patricia no advirtiera su presencia en la sala. La escena resultaba patriarcal, semejante a esas postales inglesas debajo de las cuales estampan la frase consabida: «Home, sweet home», y que suelen adornar los calendarios.
Cuando Toni —mi dilecto amigo, y el único también, ya que no hay otro chico tratable en este pueblecito de Villarza, perdido en el Pirineo navarro— exponía el acierto de su predilección al elegir el Congo como lugar a propósito para un viaje de placer, la paz de la sala fue bruscamente interrumpida por un fuerte campanillazo dado en la verja del jardín.
Los dos perros empezaron a ladrar, tía Patricia quedó con una de las cinco agujas en suspenso, yo recogí apresuradamente el cabello recién lavado que tenía suelto para que se secara aliado del fuego, y Martina se levantó refunfuñando y arropándose en su chal.
—Me parece haber oído la bocina del auto de doña Asunción. Abríguese para abrir la puerta —aconsejó mi tía, friolera impenitente.
Martina desapareció con gesto de víctima llevada al cadalso, y a poco oímos la simpática voz de nuestra vecina y sus pasitos menudos precediendo a la entrada en la habitación de su menuda figurilla, materialmente envuelta en costosas pieles.
Todos nos levantamos haciéndole un sitio al lado del fuego. Al tiempo que se despojaba de su abrigo, charló animadamente.
—¡Querida amiga! —dijo, dando un afectuoso golpecito a tía Patricia—. Me he arriesgado a dejar mi casa para tener un ratito de conversación con usted y con estas queridas niñas. ¡Ah!, aquí veo al picarón de Toni, que sabe bien lo que hace rodeándose de tan grata compañía...
—Estoy encantada de que se haya decidido a venir a «La Rinconada» con un tiempo como este. Martina nos servirá ahora el té, y probaremos el bizcocho que mi sobrina Beatriz habrá preparado esta mañana.
—No, señora —interrumpió el indiscreto Toni, maliciosamente—. Hoy es el día de Isabel, y espero que se habrá lucido, por supuesto.
Beatriz contuvo una sonrisa y mi tía frunció el ceño con cierto temor. Por su imaginación pasaron aquella célebre torta de ciruelas en la cual eché sal en lugar de azúcar; aquel flan de «Maizena» hecho sin «Maizena»; aquellas natillas que serví el día de la Virgen del Pilar, y que tenían un color tan extraordinario que nadie se atrevió a probarlas, y otras cosas por el estilo, que tanto me han desacreditado. Pero hoy, con las espaldas resguardadas por la tarta de Martina, levanté la cabeza, desafiadora.
Mientras Martina preparaba tazas y bandejas, la anciana señora nos explicó el motivo principal de su visita, motivo que ha sido causa de que yo abriera este cuaderno de diario, en el que solo anoto las noticias sensacionales y que no había vuelto a abrir desde hacía mucho tiempo.
—Mi sobrino ha regresado de Inglaterra —dijo la simpática doña Asunción repentinamente— y, según la carta que he recibido hoy, va a venir a pasar las Navidades en mi compañía. Enseguida he pensado en que estas niñas se alegrarían de saberlo, particularmente Beatriz, que tanto interés tiene por conocer a su novelista predilecto.
Beatriz, que estaba vertiendo el té en las tazas, pasó de rosa al rojo violento, y sus finas manos temblaron de emoción.
Mi hermana será siempre la gran romántica de la familia. Toda la vida ha leído con gran entusiasmo los libros de Mauricio de Viera, y cuando doña Asunción compró la finca de «Los Abetos», y a raíz de la cuarta o quinta visita, nos comunicó que su fallecido hermano estuvo casado con una inglesa y que el hijo de ese matrimonio era nada menos que Mauricio de Viera, Beatriz no ha dejado de pensar que cabía en lo posible que el sobrino decidiera hacer alguna visita a su tía y tuviéramos la suerte de conocerle.
Milagrosamente, conseguí dominarme y no decir la frase que me venía a los labios:
«¡Por favor, esas noticias se dan despacio!». Miré a Toni, que estaba con un palmo de boca abierta, y a tía Patricia, que murmuraba un cortés: «Sí, ¿eh?», a tiempo que ofrecía la bandeja de las tostadas a nuestra vecina.
—Sí; vendrá unos días, lo cual me satisface y me preocupa, pues temo que un hombre tan mundano como él se aburra en esta aldeíta sin distracciones.
—El paisaje es maravilloso —dijo Beatriz, otra vez en posesión de su voz —, y un espíritu selecto como el de su sobrino tiene que gozar aquí forzosamente.
La anciana asintió medio convencida. No puede ocultar la buena señora lo satisfecha que está de que el cielo le haya concedido un sobrino tan inteligente, tan guapo y tan popular como Mauricio de Viera.
Yo sé que es inteligente, guapo y popular porque varias veces he sometido a minuciosos interrogatorios a nuestra vecina, para luego contar a Beatriz lo que ella no se atrevió a preguntar directamente.
En la primera hoja de El rapto de Eva —una de sus novelas— tengo anotados los siguientes datos:
«Descripción del autor de este libro, hecha por su señora tía. Datos recopilados por la asidua lectora Isabel de Arozamena:
»Mauricio de Viera, escritor interesante a quien todas las muchachas españolas rabian por conocer, es compatriota nuestro, aunque de madre irlandesa.
»(He hecho mal en poner antes que la señora Viera era inglesa, ya que era irlandesa, que no es lo mismo.)
»Criado en España y en la “pérfida Albión”, resulta una extraña mezcla de chocolate a la española y tea with toast.
»Edad: veintinueve años.
»Altura: alrededor de un metro ochenta (¡qué suerte!).
»Ojos: oscuros.
»Cabellos: rubio inglés, liso. (Espero que no resultará afeminado.)
»Su plato favorito: un rosbif (¡chico romántico!).
»Su mayor afición: viajar y escribir.
»Es huérfano y suele vivir en Londres y Madrid por temporadas.
»Amores: doña Asunción eludió la respuesta. Personalmente creo que un hombre que escribe con tanto realismo escenas de amor como las de El rapto de Eva debe de ser un poco pillín.»
He aquí mis deducciones acerca del sobrino —con mayúsculas— de nuestra amiga.
—La felicito por esa noticia, querida Asunción —dijo mi tía—. Sus Navidades serán más alegres de lo que hubieran sido contando solo con nuestra compañía.
—¡Con ella cuento también! —atajó rápidamente—, para que los días que mi sobrino pase en Villarza le dejen un recuerdo agradable y vuelva a menudo por aquí. Necesito rodearle de juventud. Espero que Isabel y Beatriz me ayuden a hacer los honores. Probablemente reuniré a cinco o seis invitados más, con los cuales organizaremos excursiones, partidas de caza y algún baile para los jóvenes.
Adorable viejecita. Beatriz y yo sentimos ganas de besarle las manos, colocarle un cojín bajo los pies, atizar el fuego de la chimenea para que diera más calor, estirar la alfombras bajo su sillón y ahuyentar a los perros, que pedían tarta insistentemente. Todo nos parecía poco para agradecer las frases ilusionantes que pronunciaba la simpática ancianita.
¡Fiestas, forasteros, excursiones; Mauricio de Viera! La cabeza me daba vueltas, y ni fui capaz de sonreír cuando tía Patricia me felicitó por la agradable tarta servida.
Cuando doña Asunción, después de otro rato de charla, tornó a envolverse en sus pieles y salimos a despedirla dejándola instalada en su coche, no sentimos la frialdad de la nieve, cuajada bajo nuestros pies, ni el cierzo helado que agitaba nuestros cabellos.
Somos jóvenes y llevamos más de seis años metidas en este desierto, sin ver a otro muchacho que a Toni, ni asistir a ninguna fiesta. No es extraño, pues, que nos vuelva locas la llegada de forasteros de la categoría del novelista Viera y el anuncio de bailes y excursiones.
Al entrar de nuevo en la sala di un par de saltos de júbilo, abracé a Martina, empujé a Toni, pisé sin querer una pata de Kazán, que dio un estentóreo ladrido, y cogí a Beatriz por la cintura, haciéndole dar dos vueltas. En sus ojos había una expresión soñadora que me intranquilizó.
—Beatriz —le dije a media voz—, no irás a enamorarte de Mauricio de Viera...
Me miró entre risueña y enfadada, como diciendo: «¿Tú crees que no lo estoy ya?»
—No seas insensata, hermanita. Somos dos chicas pueblerinas, y él estará acostumbrado a tratar a mujeres elegantes, como las que salen en el cine.
—¡Bah! Mi enamoramiento es puramente espiritual, y probablemente en cuanto le vea se romperá el encanto, ya que la realidad defrauda siempre nuestras ilusiones.
Los sellos de Toni quedaron relegados al olvido, y solo supimos hablar de las recientes novedades.
La nieve siguió cayendo tras los cristales. Los perros volvieron a dormitar con la cabeza sobre mi falda. Tía Patricia cogió su calceta. Martina reanudó su rosario, interrumpido en el segundo misterio, y nosotros, alrededor de la chimenea, soñamos y forjamos planes.
¿No tenía razón al decir que esta tarde ha sido deliciosa?
Mauricio de Viera reclinose con gesto fatigado en un diván y encendió el primer cigarrillo del día. La noche anterior habíase retirado tarde, y a las diez de la mañana ya estaba el insoportable Sprules aporreando la puerta del cuarto de baño, que ponía en comunicación los dos dormitorios.
Tuvo que levantarse y abrir, y contempló a Sprules casi tan adormilado como él, que, con el cuello del pijama saliéndole fuera del batín y la inseparable pipa entre los labios, semejaba la imagen del mal humor.
—¿A qué se debe esta algarabía matinal? —gruñó, más que preguntó, Mauricio.
Sprules, en lugar de responder, dirigiose al armario de toilette, sacó su máquina de afeitar y una toalla y volvió a irse sin contestar, según tenía por costumbre.
El novelista cerró la puerta de golpe y volviose al lecho, intentando en vano conciliar el sueño. Las calles de París bullían de gente aquel 15 de diciembre por la mañana, y muy a pesar suyo se vio impulsado a descorrer las cortinas de los balcones y dejar que la luz del día inundase las habitaciones del hotel «Elíseo», en donde se alojaba por pocas horas, el tiempo suficiente para arreglar unos asuntos con los editores, antes de partir para aquel destierro del Pirineo, a abrazar a su anciana tía.
Durante la travesía de Londres a Calais encontrose con su amigo Sprules, que iba vagabundeando por Europa, sin saber dónde dar con sus huesos de millonario solterón. Al enterarse de los proyectos del novelista se empeñó en acompañarle, porque Sprules se agarraba a todo lo que significase novedad. Un buen chico, encantador cuando quería, y que sabría adaptarse con especial talento a la vida provinciana de tía Asunción.
A la hora del desayuno, Sprules apareció otra vez correctamente vestido, con una flor en el ojal, pulido todo él, desde la reluciente cabellera al bigote, recortado como ceja de girl, a los zapatos de la última moda, que le daban, junto con todo lo demás, el aspecto de un dandy inglés ataviado para asistir a la ceremonia de su enlace.
Después de ingerir la tercera taza de café, interrogó a Mauricio:
—¿Cuándo partimos para ese paraíso glacial, querido Mauricio?
—¡Caramba, mi buen Sprules! Siento verdadera alegría al ver que no te has quedado mudo.
Llegué a temerlo seriamente.
—Por las mañanas no se me ocurre nada que decir —se excusó festivamente—. De todos modos, agradezco tu preocupación por mi salud. Y volviendo a mi pregunta, ¿cierro mi maleta, la dejo entreabierta o la deshago?
—Puedes ponerle las etiquetas, aunque no es necesario porque vamos en el coche.
—¿Te parece que lleve mis útiles de esquiar?
—Llévate también un buen rifle; allí hay caza mayor, y me figuro que no desperdiciarás la ocasión.
Rápidamente ojeó el correo, que no traía ninguna novedad, aparte la carta de míster Cryner, el famoso director cinematográfico, que fijaba para primeros de enero la fecha de su próxima entrevista.
Era uno de los asuntos más importantes que habíansele presentado, ya que se trataba de una gran casa americana que deseaba la exclusiva de sus novelas para filmarlas.
Sprules, aburrido del silencio, interrogó de pronto:
—A propósito... ¿Qué es de Gladys?
— Gladys Sinclair-Leigs, quieres decir?
—Sí; aquella muchachita que tanto acompañaste durante el verano en Torquay, que en el otoño fue tu inseparable pareja de baile y en el invierno tu compañera de patín. ¿La has olvidado ya, como acostumbras?
—Oyéndote, creeríase que soy un tenorio impenitente —respondió riendo—. Gladys está aquí, y estoy citado con ella para almorzar en el «Vertige» esta mañana. No soy tan olvidadizo. Efectivamente, Gladys Sinclair-Leigs se hallaba en París en compañía de su madre, por el mismo motivo que en febrero podía vérsele en Niza, en primavera en Saint-Moritz o Chamonix, y siempre en todo instante en el lugar más chic donde estuviera reunido el esnobismo internacional.
A juzgar por el tren de vida que llevaban, todos hubieran podido creer que la viuda Sinclair-Leigs poseía una gran fortuna, que dilapidaba alegremente exhibiendo a su bella hija.
No faltaba quien sospechase que esta exhibición era debida a que la señora Sinclair-Leigs deseaba fervientemente encontrar un buen marido para Gladys, considerando buen marido a cualquier caballero distinguido que poseyera un saneado patrimonio.
Mauricio, como la mayoría de los hombres que empezaban a dejarse influir por una mujer, no veía en ellas más que a dos damas elegantes, muy bien recibidas en la alta sociedad, que le acogían con extraordinaria simpatía.
Sprules, después de desayunarse, decidió, en un rasgo de heroísmo, que iría por la mañana a visitar a su anciana tía la duquesa de Verdiores, que habitualmente residía en Fontainebleau.
Juntos salieron por la gran avenida Wagram, respirando a pleno pulmón el aire fresco de la mañana. Era uno de esos raros días de sol con que París favorece a sus habitantes durante el mes de diciembre.
Multitud de mujeres elegantes invadían los bulevares, y los más lindos bebés de la ciudad, vigilados por sus nurses, correteaban en parques y paseos.
Separáronse frente a la plaza de la Estrella, ante una elegante tienda de flores, donde el novelista envió a Gladys unas rosas color índigo, entregándose luego al maremágnum de asuntos que debía resolver con los editores, a los que había citado en el club.
El descapotable de Gladys detúvose, limpio y reluciente, ante la puerta de entrada de «Vertige», y su dueña saludó con un gesto a Mauricio, que salía a su encuentro, aprobando de una ojeada el impecable «conjunto» crema y castaño y el absurdo sombrerito que la hacía semejar una estampa revivida del Vogue.
Le tendió las dos manos y, colgándose de su brazo, increpó:
—¡Seis días sin verme! Llegué a creer que nos habías olvidado... Pero, ante todo, gracias por tus magníficas flores. Aún quedan hombres galantes en este siglo... Mamá me encargó te saludase. Estoy contenta de verte, querido.
—¿En qué salón prefieres que nos instalemos? —preguntó Mauricio, para cortar aquel chaparrón de preguntas—. ¿Marítimo, nevado, tropical?
El «Vertige» era un club-salón de baile-restaurante, todo en una pieza, con salones decorados indistintamente simulando nevadas montañas alpinas, con abetos coronados de nieve, o espléndidos jardines sombreados por graciosas palmeras, cuajadas de racimos de dorados dátiles, en cuyas copas jugueteaban monos y pájaros de distintos colores.
—Comeremos en el tropical —eligió Gladys—. Hay mesitas apartadas, donde podremos charlar a gusto. Me figuro que tendrás muchas cosas que contarme.
—A ti siempre hay cosas agradables que decirte —respondió—. Celebro que te hayas puesto una de mis rosas. La última vez que nos vimos parecías preferir las orquídeas de lord Murphy. Por cierto, ¿qué ha sido de aquel vejete?
Gladys sonrió, mientras atravesaban el bosquecillo de palmeras, precedidos del maître, vestido a la usanza árabe, que los colocaba ante una mesa discreta. El flirteo sostenido con lord Murphy lograba excitar los celos de Mauricio. ¡Y su madre aún dudaba de que consiguiese atrapar al novelista!
—¿Me preguntabas por lord Murphy? — respondió, quitándose los guantes—. Anoche le vi en la ópera. —Esperó a que él terminase de dar órdenes al maître para causar más sensación—. No sé si sabrás que quiere casarse conmigo...
Mauricio se alteró visiblemente. La imagen de Gladys convertida en esposa del viejo le resultaba francamente molesta. Incapaz de disimular con una frase trivial, guardó silencio.
—Sí —prosiguió, contenta del efecto causado—. Pero ya comprenderás que no he aceptado... No soy de las que aceptan un matrimonio por conveniencia. ¿No crees que tengo derecho al amor?
Le miró a los ojos con aire inocente, y Mauricio apretó su mano con entusiasmo.
—Desde luego. Sinceramente creo que mereces algo más que ese buen viejo.
Gladys agradeció con otra sonrisa. Era una suerte gustar a un hombre como aquel, guapo, popular y rico. Sobre todo, rico.
La charla continuó animada. Poseían ambos conversación brillante y el almuerzo transcurrió velozmente. Solo cuando saboreaban los dátiles y el moka atreviose Mauricio a hablar de su marcha.
—Al regreso de mi viaje empezaré un nuevo libro —insinuó torpemente.
—¿Un viaje? ¿Ahora? —inquirió, intranquila.
—Sí. He prometido pasar estas Navidades con una anciana tía que me es muy querida.
—¿Dónde?
—En mi patria. En España.
—¡Ah! Es cierto. Olvidaba que eres español. Siempre pienso en ti como en un perfecto inglés. Y ¿serás capaz de irte... ahora?
Había un dejo amargo en la pregunta. Mauricio se sintió confuso. Quizá Gladys habría formado proyectos para la temporada contando con él.
—¿Lo sientes? —preguntó.
—Sí; de veras...
Aunque el acento era frívolo, a duras penas conseguía ocultar su decepción. Todos sus castillos de naipes veníanse abajo. Había creído tontamente que lo tenía bien cogido, y ahora se le iba de entre las manos.
Mauricio conmoviose. Realmente era encantadora.
—Sí; lo siento —volvió a repetir—. Si te he de decir verdad, me gusta tener al lado un amigo sincero con quien pueda contar. Ya ves, hace un momento, cuando hablábamos de mi matrimonio con lord Murphy, he comprendido que te ha parecido mal la idea de mi boda con él...
—Peor que mal —repuso.
—Y, sin embargo, mamá encuentra que es una cosa conveniente. ¿No crees que he hecho bien en rechazarle?
Aquí Gladys omitía decir que aún tenía al viejo lord pendiente de una respuesta.
—Se me ocurre una idea. ¿Por qué no te unes a la pandilla viajera? Viene Sprules conmigo. Mi tía se alegrará de ver caras nuevas. Aquello no será divertido como París, pero es agreste y hermoso...
—¿Lo dices de veras, Mauricio?
—Completamente en serio. En honor tuyo retrasaremos el viaje para darte tiempo a meter en la maleta todas las chucherías que se te ocurran, junto con tu equipo de esquiar, un jersey grueso y unas botas de nieve.
Gladys vaciló. De haber podido elegir, sin que la ausencia de Mauricio hiciese pesar la balanza, habría rechazado con horror la idea de aquel viaje. Pero corría el riesgo de que se enfriase su flirt.
—Temo que mamá proteste.
—Tu madre puede venir también...
—No lo esperes. La horroriza el frío.
—¿Pondrá impedimentos?
—No es eso... —rio suavemente —. Yo siempre hago lo que quiero.
—Entonces, ¿aceptas?
Gladys dejó caer su mano sobre la del muchacho.
—Por ti soy capaz de todos los sacrificios...
Y la moderna pareja del «Vertige» decidió inconscientemente introducirse en la monótona vida de las dos ingenuas muchachitas españolas que soñaban con la llegada del gran novelista predilecto.