Tuvo la culpa Adan - Luisa María Linares - E-Book

Tuvo la culpa Adan E-Book

Luisa María Linares

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Beschreibung

Él juró nunca enamorarse. Ella olvidó por qué no debía hacerlo. Los solterones de la familia Olmedo se han hecho una promesa: no confiar nunca en las mujeres. El odio se remonta a la humillación que sufrió Nazario, el quinto de los hermanos, cuando su prometida lo dejó plantado en el altar. Sin embargo, Adán, el menor de la estirpe, está dispuesto a romper la racha de mala suerte de la familia con las mujeres cuando se enamora de la bella Nora. Todo se complica cuando un accidente hace que Nora pierda la memoria, desencadenando una serie de enredos que pondrán a prueba las convicciones de todos. Esta divertida comedia romántica se publicó en 1942 y tuvo una adaptación cinematográfica en 1944, consolidando a su autora como una de las escritoras de romance más ingeniosas y adictivas de su época.

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Seitenzahl: 198

Veröffentlichungsjahr: 2025

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Luisa María Linares

Tuvo la culpa Adan

NOVELA

Saga

Tuvo la culpa Adan

 

Cover image: Midjourney & Shutterstock

Cover design: Rebecka Porse Schalin

Copyright ©1944, 2025 Luisa María Linares and Saga Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788727242125

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrieval system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

 

www.sagaegmont.com

Saga is a subsidiary of Egmont. Egmont is Denmark’s largest media company and fully owned by the Egmont Foundation, which donates almost 13,4 million euros annually to children in difficult circumstances.

I

LA CASA SIN MUJERES

Una mujer trastorna en un día lo que

un hombre medita en un año.

Demóstenes

— ¡Buenos días, muchachos!

— ¡Buenos días, papaíto!

La diminuta figura del papaíto atravesó el vetusto comedor, golpeando ligeramente el suelo con la contera del bastón en que se apoyaba. Pasó de largo junto a la interminable mesa, alrededor de la cual permanecían en pie sus seis hijos, y ocupó por fin su puesto, a la cabecera, donde le aguardaba un sillón de alto respaldo.

Feliciano, el criado, vertió el chocolate en los siete tazones dispuestos respectivamente delante de cada comensal y depositó una bandeja de plata, con siete crujientes tortas de Alcázar, siete vasos de leche y siete azucarillos. Hecho lo cual se retiró todo lo de prisa que le permitieron sus viejas piernas.

Papaíto inclinó la cabeza y a media voz dijo la oración.

— Bendecidnos, Señor, y bendecid el alimento que vamos a tomar, para conservarnos en vuestro Santo Servicio.

— Amén — corearon respetuosamente los seis hijos.

Y a continuación cada cual se apoderó de su torta y comenzó a desayunarse.

La escena se repetía idéntica, sin variar un ápice, todas las mañanas desde hacía más de medio siglo. A las ocho en punto, papaíto salía de sus habitaciones situadas en el primer piso de aquel vetusto edificio, solar de sus antepasados, enclavado en una de las más antiguas y tortuosas callejas de la Imperial Toledo, y se dirigía al comedor, donde esperaban, desde las ocho menos cinco, Arcadio, Lisardo, Santos, Ventura, Nazario y Adán, seis talludos herederos de don León Olmedo de Alcaraz, vigesimotercero barón del mismo nombre.

Papaíto solía ir mirando a sus «muchachos» uno por uno, como un general que pasase revista a sus tropas, enorgulleciéndose de sus elevadas estaturas, de las que eran deudores a la familia materna, ya que don León no había conseguido pasar del metro cincuenta y dos que le concediera la Naturaleza. Cuando los seis vástagos rodeaban a papaíto, la escena podría tomarse por cualquier estampa del cuento «Gulliver en el país de los Gigantes». Pero, sin embargo, a pesar de su pequeñez, de su vocecilla aflautada, de su cabeza reluciente sin un solo pelo, de sus ochenta y cinco años y de su aspecto de pajarito, cualquier gesto suyo de impaciencia atemorizaba a los seis vejestorios a quienes él llamaba todavía «los chicos».

Incluso Arcadio, el primogénito, coronel retirado, que, por estar baldado por el reúma, tenía — además de un ruidoso coche de ruedas — un genio endiablado, respetaba ciegamente al jefe de familia. Acataba sus órdenes sin rechistar... y desahogaba luego el mal humor con el desdichado Feliciano, su antiguo asistente, a quien tan pronto llamaba afectuosamente Feli, deshaciéndose en alabanzas y poniéndole por ejemplo de leales sirvientes, como le increpaba al grito de «¡¡Sargento Sánchez!!», lanzándole a la cabeza las botas y otros «objetos».

Entre sorbo y sorbo de chocolate, papaíto hizo la pregunta habitual:

— ¿Qué proyectos tenéis para el día de hoy?

— Creo que saldré con Feli a tomar el sol.

El coronel estaba de buen talante.

— Yo aguardo visitas — repuso Lisardo —. Encontré anoche por Zocodover a un hombre con cara de Judas.

— ¿Has completado todos los Apóstoles?

— Además de Judas me faltan Santiago y Juan.

Lisardo entretenía sus ocios pintando inmensos cuadros con motivos religiosos que luego regalaba a los conventos, ya que nadie quería adquirirlos ni a precio de ganga. Por el momento iba a comenzar un óleo representando la Sagrada Cena.

— Ventura y yo despacharemos nuestro correo filatélico.

El que hablaba era Santos, que solía hacerlo siempre en plural, porque Ventura era parco en palabras. Ambos eran mellizos y poseían idénticos ojos azules, idéntica piel sonrosada, idénticos cabellos que en tiempos fueron rubios y que ahora eran de un tono gris verdoso. Acababan de cumplir los cincuenta y seis años y jamás se habían separado por espacio de una hora. Vestían igual y tenían la misma afición: la filatelia. La única disputa de su vida tuvo por origen la posesión de un sello de Mozambique para sus respectivos álbumes. Fue una riña insignificante, pero de la que ambos se avergonzaban. Desde entonces no podían oír la palabra Mozambique sin sobresaltarse.

— Yo pasaré la mañana en mi despacho. Debo trabajar en Mi Libro.

Hacía veinte años que Nazario, el quinto hijo de don León, comenzara el libro que habría de inmortalizarle. Nazario era considerado por la familia como un ser desdichado al que se debía rodear de mimos y atenciones, y prodigar los más tiernos consuelos. Esto venía ocurriendo desde un fatídico 15 de mayo, treinta años antes, en que sucediera LA DESGRACIA.

Así denominaban al chasco padecido por Nazario, que, a punto de casarse con la dama de sus pensamientos, fue dejado plantado en el mismo altar tras un ¡¡No!! rotundo de la novia, tras de juzgar oportuno cambiar de idea en aquel preciso momento. ¡Jamás pudo consolarse la severa familia Olmedo de Alcaraz de semejante bochorno! Nazario, pasada LA DESGRACIA, se convirtió en el más feroz enemigo del sexo débil y empezó a escribir, para vengarse, su interminable libro Eva maldita.

Por supuesto, ningún Olmedo de Alcaraz volvió a pensar en boda desde aquel instante. Ninguno, hasta que...

— ¡¡Adán!! — La voz de papaíto —. ¡Adán! Tengo que hablarte... ¿No hay nuevas noticias...?

Adán, el hijo menor, llamado por todos «el niño» a pesar de su medio siglo recién cumplido, dominó un ligero sobresalto y se puso colorado como un pimiento. Era el más rubio de la familia y usaba el único bigote relativamente modernista. Tragó un sorbo de chocolate, y luego tragó también saliva, antes de decidirse a responder, muy azorado:

— Sí, papaíto. Hay noticias. Precisamente quería hablarle a usted de esto. — Revolvió en los bolsillos de su batín de grueso paño color tabaco y extrajo un sobre pequeño y arrugado —. Vea lo que dice la Reverenda Madre Superiora.

Nazario, que estaba junto a él, cogió la carta y se la pasó a Lisardo, y éste, a su vez, a papaíto, quien, tras de mirar el sello de procedencia, se la tendió al coronel, que era el único capaz de leer sin gafas.

Con gran parsimonia desdobló Arcadio el pliego rayado cubierto de letra redondilla muy adornada.

«Camariñas, 5 de febrero — leyó con voz de trueno —. Señor don Adán Olmedo de Alcaraz.

»Distinguido amigo y hermano en Nuestro Señor Jesucristo: Por la presente le comunico que su señora prometida, a la que temporalmente hemos acogido en esta santa Casa, se encuentra algo delicada de salud, debido, según dice el doctor, a un poco de morriña, por encontrarse tan sola, desde el fallecimiento de su señora abuela (q. g. h.). Por todo lo cual me permito aconsejarle que habiendo decidido unirse con el santo vínculo del matrimonio, sería conveniente hacerlo cuanto antes para que la pobre joven pueda emprender su nueva vida, rodeada del afecto de su esposo y demás familia. Mis saludos para el señor barón y hermanos y queda de usted humilde servidora,

»Madre Consolación.»

Hubo un profundo silencio al concluir Arcadio la misiva. Papaíto dio un tirón de su perilla, y Adán, más colorado que nunca, hundió la nariz en el tazón de chocolate.

— ¡Bien! — La vocecilla aflautada de don León contrastó con el eco atronador de la de Arcadio —. Ha llegado el momento de decidirse. — Miró severamente a Adán —. ¿Qué piensas hacer...?

Sin levantar casi los ojos, se atrevió Adán a responder:

— Creo que la Madre Superiora tiene razón. Puesto que me comprometí a hacerlo, debo casarme cuanto antes...

Nazario lanzó un gemido lastimero y todos le miraron con pena. Recordaba, sin duda, su DESGRACIA. El barón condescendió a darle un amistoso golpecito en la espalda.

— ¡Vamos, muchacho! ¿Aún no has conseguido olvidar? — Volvióse hacia su benjamín —. Espero que tendrás mejor suerte que tu hermano. Personalmente hubiera preferido que ninguno de mis hijos se casara. Desde que vuestra santa madre murió, no ha vuelto a pisar la casa otra mujer. Pero el niño se atrevió a disponer de su destino sin tener en cuenta mi deseo. — Elevó los ojos al cielo, poniendo más cara de gorrión que nunca —. De haber podido sospechar lo que iba a ocurrir, no hubiésemos delegado en ti el cargo de ir a Camariñas para asistir al funeral de mi pobre prima Clotilde, dándote ocasión de que te enamoraras de su nieta Leonor...

Al oír el nombre de la amada, los ojos de Adán brillaron de animación.

— Es una joven encantadora, papaíto. Estoy seguro de que les gustará. — Nazario volvió a gemir dramáticamente —. Es modesta, sencilla, discreta. No sigue modas deshonestas ni le gusta el modernismo. Con decirle a usted que ni siquiera se da polvos en la cara... Además...

— ¡Basta, niño! No hace falta que elogies sus buenas condiciones. Ha sido educada por mi prima Clotilde y eso es una garantía. Pensando que es pariente nuestra, aunque lejana, se me hace más intolerable la idea de que venga a esta casa.

— ¡¡Una mujer bajo mi techo!! — se lamentó Nazario —. ¡Nunca creí tener que soportar tal escarnio! ¡Pícaras, perversas, desalmadas...!

Lisardo intercedió por Adán.

— No mortifiques al niño, Nazario. Quizá su prometida sea una excepción en la regla.

— No hay excepciones. Plauto lo dijo: «No es difícil elegir entre las mujeres. Ninguna vale nada.»

— Si es bonita, podrá servirme de modelo para mi Anunciación — siguió el pintor.

— ¡Bonita! — rugió el enemigo de Eva —. «La fealdad de una mujer es la mejor garantía de su calidad.» Esto lo dijo Séneca, demostrando su inmenso talento.

— ¡¡Basta, Nazario!! Déjate de citar a los clásicos y permítenos hablar — gruñó papaíto, llamándole al orden —. Resumamos: en aquellos dos fatales días que estuviste en Camariñas te sobró tiempo para conocerla, enamorarte y pedirla en matrimonio. Nunca pude suponer que fueras tan impetuoso. Ahora tienes que atenerte a las consecuencias.

Adán contuvo su alegría tras un gesto de indiferencia. Estaba enamorado como un tortolillo y aunque trataba de disimularlo por miedo a papaíto, y a los cinco hermanos, la sangre le bullía de satisfacción. ¡Casarse! ¡Casarse con Leonor, la única mujer a quien — por ser más tímida aún que él — se atreviera a dirigir la palabra! ¡Era delicioso, encantador, extraordinario! Claro que Leonor tenía muy pocos años, pero ¿qué importa la edad cuando dos corazones se... se...?

Papaíto interrumpió sus pensamientos.

— Comprenderás que sería molestísimo tener que ir todos a Camariñas para asistir a la ceremonia. Aunque sea en contra de lo habitual, será mejor que venga esa muchacha a Toledo. Podrá alojarse en casa de nuestra prima, la viuda de Fuentes, hasta que llegue el día de la boda.

— Lo que usted disponga, papaíto.

— ¿Podrás arreglarlo en quince días?

— ¡Seguro que sí! — saltó jubiloso el novio.

— Ocúpate de todo, procurando molestarnos lo menos posible. ¡Ah! Será preciso habilitar un par de habitaciones para que el matrimonio pueda estar con cierta independencia. La que tiene ahora Adán no servirá para el caso.

— Estos detalles me desgarran el alma. ¡No puedo más! — se quejó Nazario. Y sin concluir el desayuno abandonó el comedor, haciendo un dramático mutis digno de aplauso.

— ¿Cómo vamos a habilitar dos habitaciones? — interrumpió el coronel —. Están todas ocupadas.

— Será preciso desalojar tu museo de guerra, hijo mío.

— ¡¡¡Rayos!!! — Arcadio saltó como un tigre —. ¡Mi museo de guerra! ¡No estoy dispuesto a consentirlo!

— ¡Cálmate, muchacho! Podrás instalarlo en el museo filatélico de los mellizos, que te harán sitio.

— ¡Imposible! — saltaron a dúo los interesados —. Nosotros no...

— ¡¡Silencio!! Aquí nadie da órdenes más que yo. — Papaíto golpeó los brazos de su sillón —. Haréis lo que os he indicado. Respecto a muebles, en el desván encontrarás algunos de casa de tus bisabuelos, que todavía están en buen uso. — Se levantó y desafió con la mirada a sus oyentes, en espera de que alguno tuviera la osadía de contradecirle. En vista de que el auditorio no daba otras señales de rebelión, volvió a hundir el pico en la pechuga — la cabeza en el cuello del batín —, disponiéndose a regresar a sus habitaciones —. Deberás advertir a tu prometida que no se haga ilusiones respecto a su situación de única mujer en esta casa... Deseo que nuestras costumbres no se alteren lo más mínimo. Se abstendrá de mangonear y de meter las narices en lo que no le incumba. ¡Si tenemos manías y rarezas, tendrá que soportarlas y aguantarse! He dicho.

Lentamente salió del vetusto comedor, dejando una atmósfera enrarecida y dramática. Todos estaban furiosos... excepto Adán, naturalmente, que a pesar de la poca cordialidad reinante, continuaba sintiéndose en el séptimo cielo.

— ¡¡Mi museo de guerra!! ¡Ver relegado mi museo de guerra por una intrusa! ¡Truenos! Ganas me dan de ahogarla...

— ¡Mezclar tus viejos banderines, tus cascos de metralla, tus granadas de mano, con nuestros álbumes de sellos! — se lamentó uno de los mellizos —. ¿Dedique usted, para esto, toda una vida honrada a la filatelia! Papaíto es injusto.

— ¡La culpa la tiene Adán, por enamorarse! ¡Ojalá Leonor se volviera atrás!

— Ojalá hiciera lo que la novia de Nazario.

— Ojalá no hubieses ido a Camariñas...

— ¿Qué falta hacen las mujeres en esta casa? ¡Señor! ¿Qué falta hacen las mujeres en el mundo...?

Feliciano entró a recoger el servicio.

— ¿A qué hora desea que le saque a tomar el sol, don Arcadio? — preguntó amistosamente. Pero la ocasión no era propicia.

— ¡¡Sargento Sánchez!! — vociferó, poniendo en marcha su sillón de ruedas —. ¡Cuádrate antes de dirigirme la palabra si no quieres que te parta el cráneo! ¡No saldré contigo, ni hoy ni nunca! ¡Peste y cien pestes! ¡Quítate de mi vista!

Y antes de dar tiempo a que Feliciano huyera, salió él mismo a toda velocidad por los oscuros corredores del caserón, cuyos altísimos techos aumentaban el eco atronador de la silla ambulante.

Adán también se retiró a su cuarto, un poco asustado. Pero en seguida se olvidó de todo ante la preocupación de escribir la primera carta a su novia, con la que hasta aquel momento sólo se comunicara por mediación de la Madre Superiora.

Dudó sobre la forma de encabezar la misiva y al fin, esmerándose en hacer un alarde caligráfico, comenzó:

«Mi muy estimada Leonor...»

II

HACIA EL AMOR

No hay prisión hermosa, ni amores feos.

(Proverbio).

Leonor de Urquiza, Nora familiarmente, abrazó una vez más, sin poder contener las lágrimas, a la monjita que la despedía en la estación.

Desde Camariñas a La Coruña habíala acompañado la buena hermanita hasta dejarla instalada en el tren de Madrid, según instrucciones del barón de Olmedo.

Y ahora que iban a separarse. Nora sentía la angustia del náufrago que ve desaparecer, flotando, el único madero amigo. Jamás en sus veinte años de vida había realizado ningún viaje largo. Y desde la muerte de su abuela, la paz del convento en el que estuvo recluida dos meses intimidó aún más su carácter poco resuelto.

Por su gusto habría renunciado al matrimonio, quedándose para siempre con las monjitas. Espantábale la idea de emprender una nueva vida tan lejos de la tierriña. Pero ¿cómo atreverse a dar una negativa a Adán Olmedo? A punto estuvo de rogarle que la librara del compromiso, pero a última hora le faltó decisión. Con la carta en que renunciaba, escrita y cerrada, para echar al correo, se volvió atrás, resignándose a correr su suerte. Se casaría con Adán. Era tan bueno y parecía tan satisfecho del proyecto, que hubiera sido una crueldad desilusionarle. Nora siempre había titubeado ante el temor de causar a nadie la menor molestia. Sentía un terrible respeto por Adán, después de haber comprobado, tras un meticuloso examen del árbol genealógico, que resultaba nada menos que tío tercero suyo.

Apenas recordaba su rostro — las dos veces que habló con él, hízolo sin levantar la vista del suelo —, y por lo mismo la atemorizaba no saber a ciencia cierta si le resultaría agradable como marido. Desde luego, sería un esposo ejemplar. La abuelita Clotilde repetía continuamente que los «chicos» de Olmedo eran excelentes personas.

Por lo demás, el que fuera guapo o feo no tenía gran importancia, según le aseguraban las monjitas. Ni el que le llevase treinta años tampoco. Podía considerarse una muchacha de suerte, porque a pesar de no tener dote iba a casarse con un hombre de buena posición. Tenían muchas tierras en Toledo y además la gran casa solariega en donde hacía tanta falta una mujer. ¡Los pobres Olmedo estaban tan solos...! Era casi una obra de misericordia animar con su presencia femenina aquellas vidas áridas. Trataría de hacerse querer. Seguramente la recibirían con los brazos abiertos. La imponía bastante enfrentarse con siete hombres a la vez, ella que hasta el momento sólo hablara con el alcalde y el cura del pueblo, contrincantes de tresillo de la abuelita.

— Tengo que marcharme, hijita — indicó la hermana —. Hasta dentro de una hora no saldrá su tren y en cambio mi auto de línea para la aldea parte en seguida. En el cestito lleva jamón, merluza y otras cosillas. Ya sabe lo que le ha encargado la Reverenda Madre. No se mueva del asiento hasta llegar a Madrid. Espero que nadie la moleste. — Dirigió una recelosa mirada en derredor. Para ella, también, un viaje a Madrid suponía una terrible aventura —. Por fortuna tiene su asiento en este pequeño departamento de tres personas. Así es más fácil que no entre gente. Adiós, hijita. Mucha suerte.

— ¡Adiós, hermana!

Nora se acodó en la ventanilla viéndola alejarse, mordiéndose los labios para no estallar en sollozos. Tenía que hacerse fuerte... Era ridículo estar tan asustada... Para darse ánimos procuró pensar en los siete Olmedo que la esperaban impacientes. Englobaba a Adán entre el nutrido grupo de suegro y cuñados, como si aquella abundancia de familia política disminuyese la importancia de un solo marido.

Ocupó su sitio, sintiéndose cada vez más triste y asustada. Un ruido familiar, procedente de la rejilla de equipajes, le hizo enderezarse y bajar, con gesto de alegría, una cesta grande que, con el cestito de la merienda y una maleta marrón, componían todo su equipaje. De la cesta surgió la blanca cabeza de un gato, que de un brinco abandonó su encierro, se estiró, maulló de contento y se apelotonó por fin en la falda de su ama. El cálido contacto familiar consoló a la muchacha, que entornó los ojos y empezó a rezar el Rosario.

Un ruido que hizo un mozo al abrir la puerta, la sobresaltó. La estación habíase inundado de gente que armaba enorme algarabía.

— Pase, señorita. Éste es el asiento que tiene reservado.

Siguiendo al mozo, entró una joven cuya apariencia obligó a Nora a abrir los ojos como platos. Nunca había visto una mujer tan guapa. La miró sin pestañear, mientras ella, tras de hacerle una indiferente inclinación de cabeza, daba la propina al mozo y se instalaba al fin en el asiento vecino.

Una aparición radiante. Nora la observaba con febril curiosidad. Llevaba un abrigo de piel de leopardo... Era rubia, con los ojos muy negros y los labios muy rojos... Casi color de escarlata. Cada vez que se movía exhalaba un aroma parecido al de las lilas en primavera. Los zapatos resultaban rarísimos, pero lo más sorprendente de todo era el sombrero. Jamás viera ninguno de aquella forma. Parecía una caja vuelta al revés. ¡Pero qué bonita estaba con él! Demasiado bonita. Seguramente las Madres la habrían encontrado pecaminosa. ¡¡Cielos!! ¿Pues no sacaba un cigarrillo de una cajita de oro y se ponía a fumar? ¡Qué vergüenza!

Con aire de dignidad ofendida, Nora se retrepó en su asiento, mirando hacia otro lado. Cuando les contase a los Olmedo que había viajado con una mujer que fumaba, la compadecerían.

Las prisas de los viajeros se intensificaron. Hubo más ruido, más pitidos y al fin el convoy se puso en marcha.

Nora se santiguó. Con el rabillo del ojo observó que su compañera se cruzaba de piernas exhibiéndolas hasta más arriba de la rodilla. Escandaloso. ¡Qué lástima de chica! Ganas le daban de aconsejarle que volviese al buen camino, pero ¿cómo acogería ella el sermón? Pobrecita... A lo mejor estaba sola en el mundo, y no había tenido quien la aconsejase bien...

— Mis... mis... mis...

La desconocida, con un movimiento de los dedos, llamó a Blanquito, quien, sin hacerse rogar, acudió a su lado.

— ¡Qué gato tan lindo! Ven aquí, monada. Eres un sol. — Le besó entre las orejas mientras Nora enrojecía sin saber qué contestar.

Siempre le ocurría lo mismo, lo cual la desesperaba: en cuanto alguien le dirigía la palabra, se azoraba sin saber qué decir. La culpa era de la abuela Clotilde, que la tuvo recluida sin permitir que se tratase con nadie.

— ¿Cómo se llama esta preciosidad?

— Blanquito.

— Es un compañero de viaje muy divertido.

Asintió Nora, devolviéndole la sonrisa cortésmente.

El tren corría ya por la campiña, dejando lejos la ciudad y el mar. A pesar de no ser más que las cuatro de la tarde, era casi de noche.

La muchacha del abrigo de piel de leopardo jugó un rato con Blanquito y luego se abstrajo en la contemplación del paisaje. Fumaba cigarrillo tras cigarrillo y parecía sumamente nerviosa. Después hojeó varias revistas, y comenzó una novela que abandonó en seguida, volviendo a quedar absorta en sus pensamientos. Con sus elegantes zapatos color castaño golpeaba incesantemente el suelo, presa de evidente inquietud. De pronto se levantó para bajar su maleta de la rejilla. La puso sobre la mesita plegable y forcejeó un rato con la cerradura tratando de abrirla.

— ¡Qué raro! — dijo en voz alta —. Parece como si no sirviese la llave.

Consiguió abrirla al fin y con ojos desmesuradamente abiertos por la sorpresa contempló el heterogéneo conglomerado de camisetas de lana, medias de punto negras, un corsé de ballenas, una toquilla gris.

— ¡Santo Dios! — Esta vez fue Nora la que se enderezó de un salto —. ¡Esa maleta es mía!

Las dos se miraron perplejas. Y luego ambas miraron a la rejilla de equipajes, en donde se veía otra maleta castaño de idéntica forma y tamaño. La desconocida se echó a reír y Nora acabó por imitarla.

— ¡Le pido mil perdones! No ha sido culpa mía, sino de la casualidad, que hace que nuestras maletas sean idénticas. La compré esta mañana en La Coruña y debe de ser de las fabricadas en serie...

— No se preocupe...

Un poco confusa por la publicidad de su modesto ajuar, Nora cerró la suya. Su compañera bajó la otra y anduvo revolviendo hasta que encontró un nuevo libro, en cuya lectura se enfrascó. Nora curioseó el título: Caleidoscopio