Sobre las viñas muertas - José María Vargas Vilas - E-Book

Sobre las viñas muertas E-Book

José María Vargas Vilas

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José María Vargas Vila, inspirado por una joven jorobada que conoció durante un viaje en Amalfi, escribió esta novela titulada «Sobre las viñas muertas», la historia de Silvia Krauss Salvatti, una joven sensible que comienza a publicar sus versos en los periódicos napolitanos y que sufre la incomprensión de quienes no pueden ver más allá de su deformidad.

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Seitenzahl: 171

Veröffentlichungsjahr: 2021

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José María Vargas Vilas

Sobre las viñas muertas

EDICIÓN DEFINITIVA

Saga

Sobre las viñas muertas

 

Copyright © 1930, 2021 SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788726680218

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.

 

www.sagaegmont.com

Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

PREFACIO PARA LA EDICIÓN DEFINITIVA

¿Qué gran Dolor me llevaba a aquella playa luminosa estriada de franjas panterizantes que la hacían semejarse a la hembra de un jaguar, dormida en la arena, a la hora claudicante y, prodigiosamente meditativa en que principia la caducidad lenta del Sol?

yo, tengo el hábito irreflexivo de huir del lugar donde un gran dolor ha herido mi corazón, como si escarpando a los lugares que me han visto sufrir, escapara a mi propio sufrimiento;

como la hija de Inachos, huyendo de los ojos vigiles de Argos, yo creo escapar a mi Dolor, huyendo de los sitios en que me ha besado con su beso irremediable;

por eso, mi Vida, que no ha sido sino una serie no interrumpida de los más trágicos dolores, tiene el aspecto de una gran fuga acelerada a través de las soledades de la Tierra;

de las soledades, si; porque mi Vida ha sido una Soledad;

yo, llevo en mí, la Soledad;

y, la esparzo en torno mío, dondequiera que pongo el pie;

es al detenerme o regresar de una de aquellas carreras enloquecidas, para entrar en el Olvido, sin salir de mi Soledad, que he visto la insensata inutilidad de mi esfuerzo, la inanidad de mi gesto desesperado;

el Dolor, me ha seguido en mis peregrinaciones, como el tábano sagrado a lo, fugitiva de él;

y, ha abierto sus alas tenebrosas entre el Sol y, mi corazón, para robarle la luz;

y, como un parásito voraz, se ha refugiado en mi lecho, y, me ha robado el sueño, hasta mostrar a mis ojos fatigados tras el horror de las noches sin Piedad, la desnudez de las auroras sin Misericordia;

la Vida, es el Dolor;

¿cómo huir del Dolor, sin huir de la Vida? es la Cobardía del vivir, la que engendra la Angustia del Sufrir;

¿la Vida, es una Expiación?...

¿de qué?

del loco Amor a ella;... a la Vida Miserable, que nos envilece y nos tortura, en pago de tanto amarla;

la gran pena de la Vida, es, la Vida misma; vivir es sufrir;

¿somos nosotros los que vivimos en el Dolor?...

¿es el Dolor, el que vive en nosotros devorando nuestro corazón, como el icneumón devora el corazón del cocodrilo?...

yo, no lo sé...

solo sé, que huyendo de mi Dolor, hé ido a lo largo de los caminos sin hallar la Ventura, que bajo las facciones de la bella Samaritana, me ofreciera el cántaro, repleto de las aguas del Olvido, a la orilla del pozo de Jacob;

me escoltaba por todas partes mi Dolor;

y, al hacer alto en la aturdida peregrinación, en el desfallecimiento de las tardes sin quietud, bajo la desesperanza de cielos fatales, llenos de mudas tristezas, he oído la voz de mi Dolor, que cantaba extrañas cosas en mi corazón...

y, ha sido entonces, en esos reposorios de mi Melancolía, que he escrito mis libros más dolorosos, especialmente mis novelas;

hago a mi Dolor prisionero de mi Alma, y, lo cristalizo en un Libro;

y, como escritos han sido bajo cielos ebrios de azul, o esplinéticos en el gris pesado de las brumas, en parajes magnificentes, sensibles a la caricia del sol, en el encanto de horas próvidas, llenas de un panteísmo fecundo, o sobre las arenas ardientes de playas visionarias ante perspectivas inasibles, como perfiles de sueños, o, en la calma metalescente de jardines que se dirían orfebrizados, entre el rumor de las fuentes y el oro retardatario de los lejanos ponientes, de ahí el exotismo, el cromatismo, de algunos de esos libros, en los cuales se reflejan como en un espejo, las almas, los lugares, y, los cielos que yo, encontré en el sendero de mi Soledad;

¿qué reciente Dolor me perseguía, cuando dejando a Roma, la Taciturna Purpurada, fuí como tantas otras veces, antes y después, hacia el golfo luminoso de Nápoles, y, me interné luego hacia el cobalto intenso de las aguas metalescentes del de Salerno?...

no lo sé...

lo he olvidado;

el Olvido, es una piedra tumbal, puesta sobre los labios, muy lejos de nuestro corazón; ella, no aprisiona sino la palabra;

el Silencio, es, la máscara del Olvido, puesta como un sello, sobre la tumba de un gran Dolor;

quien dijo Dolor, dijo Amor;

¡cómo es triste esta última palabra, en los labios que ya no tiemblan al decirla!;

¡triste nido vacío, de donde ha huído para siempre, el estremecimiento de las alas!;

alero desierto, del cual emigraron para siempre las palomas del beso;

¡mudez eterna, del eterno arrullo!;...

... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...

... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...

Amalfi;

hora del baño;

sobre la playa, un hormigueamiento de gentes adineradas y elegantes;

policromismo álgido de toilettes;

excentricidades cosmopolitas;

en el pequeño dique de madera que lleva al Establecimiento de Baños, grupos de hombres y mujeres que charlan en amable y ocasional camaradería;

y, yo, solo, indiferente, avanzaba con lentitud, por entre aquel mundo que parecía serme absolutamente desconocido...

de súbito siento una impresión de angustia inenarrable...

un verdadero dolor físico, como si una mano brutal, me hubiese arrancado un antifaz, que llevase sobre el rostro;

siento que mi soledad va a ser violada, y quiero huir;...

es tarde...

alguien que me ha visto, me mira, y me saluda;

es un diplomático de un país danubiano, emparentado por su reciente enlace con una bella dama de nuestra raza, con familias de mi conocimiento, en cuyos salones, me había sido hecha su presentación;

se destaca del grupo en que conversa, y, viene a mí;

me estrecha la mano, ceremonioso y, grave, con un gesto elegante, que pide el ambiente perfumado de un salón;

encantado de hallarme;

se aburría enormemente;

un público rough;

es su expresión… — Bottegari, caro mío, bottegari, dice con su voz cantante de eslavo, mientras su mano pálida y, fina, hace el gesto de apartar con repugnancia la morralla cosmopolita que le está cercana;

y, en esa expresión, para él, despreciativa de tenderos,—bottegari; parece englobar a todos los concurrentes a la playa, aun aquellos de los cuales, acaba de separarse;

feliz de hallarme, no me deja ya;

se embraza conmigo, y, entramos en el pequeño muelle de madera que avanza sobre el mar, hacia los baños;

mi amigo, raya en la cuarentena, elegante y florida, una barba rubia partida en dos le da un aspecto donjuanesco, de exquisita distinción;

las damas se vuelven para verlo pasar;

él, díceme cómo le es de antipática esa playa, a la cual una empresa amorosa, lo ha traído;

vive en el Hotel des Capucin, a donde yo, he llegado también;

tiene un pequeño apartamento en otro Hotel más modesto a donde se hospeda la bella cantante, cuyo sortilegio lo ha traído hasta esta remota playa;

y, al hablarme de ella sus ojos lagunares se hacen fúlgidos;

—¿No la conoce usted?—y, me dice su nombre.

—Sí; la oí cantar en el Adriano, en Roma.

—Se la presentaré; va a salir ahora, del baño;

y, continúa en decirme mal, del público transeunte, que puebla a Amalfi;

—Tenderos vanidosos, banqueros averiados, burgueses pretenciosos, pas chic, pas chic, mon cher, me dice con voz silbante, de desprecio, que suena como un latigazo en el aire;

la cantante, sale del baño y, viene hacia nosotros;

bellísima, de una madurez disimulada por el concurso de todas las artes; delgada, esbelta, elegantísima;

mutua presentación;

encantadora y cordial acogida;

un persistente olor de rosas se escapa del cuerpo de la artista, recién perfumado al salir del baño;

ese perfume sutil es un atractivo más añadido a todos los encantos que emanan de ella, que es como una victoria de la Belleza, en aquella hora apoteósica de Sol;

nos apartamos de la playa, donde los bañistas fingen un inmenso enjambre rumoroso y multicolor;

nos detenemos para comer ostras, en un Restaurant afamado por la exquisita calidad de los mariscos que expende;

allí, el diplomático habla de mis libros y, hace el elogio de las Rosas de la Tarde;

disertamos sobre la Novela, y, el Arte de la Novelización;

la Artista, se interesa por saber, si son reales y vividos, todos los personajes, que los noveladores hacemos aparecer en nuestras novelas, o si son simples creaturas de imaginación;

larga disquisición sobre el particular;

el diplomático, muy versado en las literaturas eslavas, y, especialmente en cuanto a la novela rusa atañe, pinta admirablemente los tipos de las novelas Tolstoianas, todos llenos de una brumosa y, salvaje realidad; hace extrañas revelaciones sobre los tipos creados por Dostoïevski, especialmente en Crimen y Castigo, y, su innoble conducta con Tchernischevsky, tan despiadadamente tratado, o, mejor dicho pintado en el Cocodrilo;

defiendo a Dostoïevski, que se sincera de eso, en su Diario;

mi interlocutor habla de Bobok, como de otra crueldad dostoïevskiana;

trata a Tourguenev de insincero y, fantástico;

y, declara a Gogol, el más fuerte y, más bello pintor de caracteres;

asiento a este su último decir;

la actriz, hecha ensoñadora habla con mal contenido rencor contra d'Annunzio, que— al decir de ella—en su novela Il Fuoco, revela con intemperancia, la historia de su amor fatigado y, misericordioso, por aquella noble y, taciturna Electa del Genio, que es Eleonora Duse;

yo, sostengo el derecho absoluto e indiscutible del novelador, para tomar el sujet de su novela dondequiera que lo halle y reproducirlo con toda veracidad, sin limitación alguna;

—¡Ah!—dice ella, con el extraordinario encanto de su voz de flauta—; entonces hallará usted, aquí, en Amalfi, y, en el mismo Hotel donde se hospeda, todo el argumento de una novela, desarrollado en torno de un personaje, muy interesante.

—¿Cuál?—dice él, extrañado de aquella revelación...

—La jorobada, la millonario…

—Verdad; interesantísima; esta noche la verá usted...

… … … … … … … … … … … … … …

nos ponemos en pie;

es ya el mediodía;

el sol dardea con furia sobre la playa enrojecida;

el mar se hace glauco, como un metal en fusión;

nos separamos;

los ojos de la actriz, parecen haber absorbido todo el fuego y la belleza de la hora…

—Arivederci...

—Arivederci...

y, la voz de la artista, aquella clara voz que la ha hecho célebre y, enloquece los públicos que la escuchan, vibra musical en la inocencia del aire, como un himno a la santidad inmarcesible de la luz.

 

La noche de aquel mismo día;

el diplomático amigo, y, yo, después de haber cenado nos sentamos en sendos sillones, en el hall del Hotel, que en aquella estación hacía las veces de salón...

afuera, la noche era maravillosa;

el perfume de los jazmines que adornaban las mesas del comedor, llegaba hasta nosotros mezclado a los aromas salobres del mar, cuyas olas calmadas, morían dulcemente sobre la playa, como diciendo a las cálidas arenas, un bello verso de amor;

mirábamos ese público abigarrado y, cosmopolita, en el cual muy raras elegancias rompían la monotonía de una vulgaridad abrumadora;

de súbito, hubo hacia las puertas del comedor, un movimiento inusitado;

detuviéronse las gentes, entre apenadas, y, curiosas;

avanzaba por el corredor, un ser informe que más parecía un objeto que una persona;

por momentos se detenía, y como si tuviese miedo de las gentes, se acercaba para ampararse, a una Señora alta y gruesa, que la seguía;

—La jorobada—me dijo mi amigo—, véala usted bien…

y, la miramos;

era horrible de ver;

a pesar de la superstición que hay en Italia, contra las mujeres jorobadas, que según dicen trae la jettatura, las gentes hacían una excepción con ésta, y, se detenían compasivas y admirativas, para verla;

pasó cerca de nosotros;

iba apresurada, como si huyese al rigor inmisericorde de un castigo;

se sentó lejos de todos, cerca al barandaje de un balcón que daba sobre la playa;

mi compañero me dijo:

—Es un monstruo, ¿verdad?

—Sí...

—Pues es más monstruoso lo que piensan hacer con ella; ¿ve usted aquel hombre alto, delgado, tan elegante, que conversa con otros, en ese círculo, cerca de ella?

—Sí..

—Pues, ese hombre aspira a casarse con ese monstruo.

—Eso es horrible:

—¿Qué quiere usted? tiene tantos millones...

despectivo, indiferente, el diplomático miró su reloj...

eran las diez;

se puso en pie, me estrechó la mano, y partió...

… … … … … … … … … … … … … …

dos días después, no habiendo hallado el Olvido, que buscaba en esas playas ardientes, dejé a Amalfi;

de paso por Nápoles, compré bajo la Galería, una Revista Ilustrada, que tenía versos, de aquel pobre ser triste y deforme, que la bella actriz me había indicado como bueno para el personaje central de una novela mía;

muchas cosas había oído en Amalfi, que me habían permitido ver la entraña palpitante de un gran drama;

y, obsesionado por él, entré de nuevo en Roma.

 

Pasó el tiempo;

nuevos deberes y, nuevos dolores absorbieron mi Vida;

llegaron los días de la Exposición Universal en Roma;

era al principio de ella;

una noche, paseando por los viales umbríos, cerca a los Padiglioni delle Nazioni, me hallé de manos a boca, con un hombre alto, elegante, vestido del más riguroso luto...

me miró, como si hubiese querido reconocerme;

siguió su marcha;

yo, lo reconocí bien;

era el inglés, que yo había visto en el Hotel des Capucin, en Amalfi, y, que hacía el amor a los millones de la contrahecha infeliz;

¿se habría casado?

¿a quién guardaba luto?...

heme ahí de nuevo ante los perfiles de aquel drama apenas entrevisto y del cual había pensado hacer una novela;

esa idea volvió a apoderarse de mí, imperiosa y, avasalladora;

llegó el verano;

volví a Amalfi;

tomé notas;

me refugié en las frescuras montañesas de Cava dei Tirreni;

y, allí escribí este libro;

fué en los pequeños jardines del Hotel do Londres, y, en los de la Villa Pública, que fueron escritas estas páginas forjadoras de un drama doloroso, que yo no vi vivir, que no sé si habrá sido vivido, pero el germen del cual pasó un momento ante mis ojos, como un fantasma coronado por la doble aureola del Genio y del Dolor.

Vargas Vila.

 

En 1919.

SOBRE LAS VIÑAS MUERTAS

El cielo se diluía en un amatista claro, que se diría vivo, tanto así era de estremecido y, glorioso;

vibrante como los cielos, como los aires, como las aguas del golfo milagroso y divino, que en aquella hora, parecía extático bajo la caricia del Sol, enervante, en la ola de calor que empezaba a surgir de los cielos, y de las aguas, azules, como dos malaquitas gemelas, hechas para decorar la techumbre y el suelo de una mezquita de cristal, levantada como un exvoto a las victorias frenéticas del Sol...

era una como embriaguez de luz, en aquella calma dorada, con la cual el deslumbrante estío, cantaba sus propias apoteosis...

el Hotel Cappuccini, como una joya de acero, cincelada en el dedo de un Titán, alzaba su vieja mole enclavada en la roca dominando desde su altura, la mansedumbre del golfo, que semejaba una mujer dormida en la calma del paisaje, feliz de las caricias del aire, que como manos férvidas, recorrían su cálida desnudez;

el horizonte, era feérico, un horizonte de ensueño;

allá en la lejanía, como la proyección de una ciudad muerta, sobre las aguas dormidas, cual si apoyasen la cúpula deslumbrante, columnatas, pórticos, y ábsides, que como restos de un claustro misterioso, extendía sus perspectivas atrevidas y sus cinceladuras de ágata, hacia la lejana península de Sorrento, que semejaba en la línea horizontal, la curvatura grácil de un hipocampo juguetón sobre las olas...

el agua se hacía moaré, taciturna, de un violáceo tornasol y mórbido, allá donde tras el gris cerúleo de las olas salernitanas, entraba en la quietud febricitante y, pérfida de las paludes de Pœstum;

la visión lejana de aquel lis enfermo, solitario entre las aguas, hacía melancólico ese paisaje de quietud mórbida, en el fondo del cual, las olas hechas de una pesantez mineral, como si fuesen asfálticos, se veían dormidas en un apaciguamiento de letargia;

una tristeza de osarios prehistóricos, parecía venir de aquellos rosales lejanos, en el corazón de cuyas rosas duerme la Muerte, con un perfume tibio de áloe, y cuyos ramajes enfermizos, son como tentáculos misteriosos tendidos hacia la Eternidad...

fragmentos de glorias muertas, parecían flotar en aquellas ondas turbias y venenosas, llenas un día, del aliento sobrenatural de la Tragedia;

toda la poesía, y toda la belleza, siempre renovada del mar, se condensaban allí cerca, en ese golfo de Amalfi, azul y luminoso como un lento crepúsculo; quieto a la sombra de su corona de rocas y de arbustos, hecho transparente y diáfano, en la cantante luminosidad de la mañana estival;

el hall del Hotel Cappuccini, era como una bahía luminosa, entre los rosales rojos, y las clemátides olorosas, que desbordaban sobre la ancha baranda, y caían como en faraláses multicolores, sobre el muro escueto, donde rótulos y anuncios hacían policromías caprichosas bajo la caricia vegetal;

el viejo monasterio, hecho Hotel, no pierde en sus horas de calma, el aspecto de sus severidades conventuales;

su alma monástica, parece entonar el viejo salmo de su antigua grandeza espiritual, en esos momentos de soledad, en que sus claustros desiertos dejan ver, en la atmósfera de quietud que les conviene, la pureza impecable de sus líneas, el atrevimiento de sus volutas, sus arquitrabes florecidos de adornos, sus artesonados, donde se enreda aún el follaje lenitivo de su antigua flora mística;

todo el encanto arquitectónico de la vieja Abadía, se mostraba esa mañana silenciosa, en que la luz era como un inquieto pintor, empeñado en poner en evidencia la belleza de aquel joyel de piedra, profanado por el espíritu mercantil de la época, y, el alma vulgar y pesada de los turistas cosmopolitas;

en ese momento, el hall, estaba solitario; era la hora del baño, y, los viajeros todos estaban en la playa...

sólo había alguien, sentado cerca a la baranda enguirnaldada, en el ángulo donde las lianas hacían un refugio apacible, contra el exceso de luz...

era una forma femenina, toda en blanco y oro, como una sinfonía matinal;

¿habéis visto el reflejo del sol, sobre una placa de metal bruñido?

así era el resplandor de sus cabellos rubios, sobre su larga frente pensativa;

sus ojos verde-azul, tenían la acuidad luminosa de un ámbar opalino;

un gesto de amarga quietud, sinuaba sus labios, de un rojo tan pálido, que apenas era visible, en la nitidez del cutis, a través del cual, ligeras venazones azules, hacían un tejido de lis;

su aire, un poco triste, le daba el aspecto de algo frágil, pero vibrante, como un cristal sonoro, en el fondo del cual, se percibieran las palpitaciones de un ser vivo y luminoso;

inclinaba la cabeza sobre un libro, que leía con avidez, y su perfil de virgen sienesa, de esa palidez mate, peculiar a las ceras de Lúca della Robbia, se dibujaba sobre el azul infinito que le servía de fondo, con la pureza nítida y perfecta, de un esmalte bizantino;

¿era una niña?

¿era una mujer?;

los cabellos desanudados, le cubrían el busto por completo, tanto así eran de profusos, y ocultando los lineamientos del cuerpo, impedían definirlos;

solo, al fin de piernas muy cortas, pies diminutos, primorosamente calzados, se veían alcanzando a penas a tocar el suelo, con esfuerzo;

su aspecto delicado, lleno de un esplendor interior que la espiritualizaba, cual si fuese hecha de algo inmaterial y sutil, le daba el aire de una muñeca, luminosa y preciosa, llena de un encanto indefinible;

sus ojos, se alzaron del libro, y contemplaron el golfo, fijamente, tenazmente, amorosamente, con una mirada de ensueño;

se diría que lo habían absorbido, tanto así se hicieron, de claros, de radiosos y de profundos;

hay almas, hechas para contemplar el mar, y para amarlo;

el Mar, como todas las cosas grandes y sublimes, puede ser mirado por todos, pero no puede ser contemplado por todos...