Welcome Home. Torturadores, asesinos y terroristas refugiados en EE.UU. - Colectivo de autores - E-Book

Welcome Home. Torturadores, asesinos y terroristas refugiados en EE.UU. E-Book

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"El terrorismo contra Cuba seguirá siendo un secreto bien guardado por cualquier "prensa libre" que se respete. Nuestras víctimas… desaparecen diariamente, enterradas por una indiferencia criminal, expresa René González Sehwerert. Los textos que se reúnen en este volumen tienen una aspiración: romper ese secreto bien guardado. Trece importantes autores y otros dos cubanos que guardan prisión por combatir el terrorismo (René González Sehwerert y Gerardo Hernández Nordelo) asumen este lance de honor. Con el título Welcome Home, de la colección Denuncia, la Editorial Capitán San Luis entrega al público lector una obra que resulta prueba irrefutable de la política de doble rasero del gobierno norteamericano en el tema del terrorismo.

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Seitenzahl: 370

Veröffentlichungsjahr: 2024

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Página Legal

Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del Copyright, bajo la sanción establecida en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo público. Si precisa obtener licencia de reproducción para algún fragmento en formato digital diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) o entre la web www.conlicencia.com EDHASA C/ Diputació, 262, 2º 1ª, 08007 Barcelona. Tel. 93 494 97 20 España.

Edición: 

Iraida Aguirrechu Núñez

Corrección: 

Martha Pon Rodríguez

Marilyn Rodríguez Pérez

Diseño de cubierta y pliego gráfico: 

Eugenio Sagués Díaz

Realización computarizada: 

Beatriz Pérez Rodríguez

Yariva Rivero Marchena

©Colectivo de autores

©Sobre la presente edición: Editorial Capitán San Luis, 2023

ISBN: 9789592116283

Editorial Capitán San Luis. Calle 38 no. 4717 entre 40 y 47, Kohly, Playa, La Habana, Cuba.

Email:[email protected] 

Web:www.capitansanluis.cu

https://www.facebook.com/editorialcapitansanluis

Reservados todos los derechos. Sin la autorización previa de esta Editorial queda terminantemente prohibida la reproducción parcial o total de esta obra, incluido el diseño de cubierta, o transmitirla de cualquier forma o por cualquier medio.

Índice de contenido
Página legal
Prólogo
Esteban Ventura Novo: El hombre del traje blanco
Humboldt 7: la muerte en sábado santo
A confesión de parte, relevo de pruebas
“Nos vamos juntos, general”
Rafael Díaz-Balart y familia: Almas en subasta
Los fundadores del clan
El joven batistiano
Aprendiz de pistolero
El jardín de dólares
Los cachorros andan sueltos
Los símbolos de la familia
Un terrorista en el Congreso
Orlando Piedra: El hombre de oro de Batista
Todavía vivo
Antro de tortura y muerte
¡Esto se acabó!
A arrancar cabezas
Rolando Masferrer Rojas: ¡Voló en pedazos el “Tigre”!
Un pistolero sin calcañal
La cossa nostra de Batista
El hombre de los espejuelos
Safaris a Cuba
El tigre de las hienas
Relación de otros connotados esbirros de la dictadura batistiana que encontraron refugio en Estados Unidos
Mariano Faget Díaz
Armentino Feria Pérez
Pilar Danilo García García
Julio Stelio Laurent Rodríguez
Raimundo Masferrer Rojas
Andrés Paseiro Cervantes
Oscar T. Pedraja Padrón
José Eleuterio Pedraza Cabrera
Orlando Eleno Piedra Negueruela
Pedro Humberto Reyes Bellos
Antonio Peón Rojas Masferrer
José María Salas Cañizares
Merob Sosa García
Carlos M. Tabernilla Palmero
Manuel Antonio Bartolomé Ugalde Carrillo
Andrés Nazario Sargén: “Habrán hechos de sangre”
Nido de ratas
Nace un bandido
Al amparo de la CIA
La primera letra del terror
Haciendo méritos en la distancia
Secuestro y frustración
San Nazario
Turistas en la diana
Rumbo sur y final
Orlando Bosch Ávila: Tiene cientos de muertos clavados en las pestañas
Guillermo Novo Sampoll: ¡Yo no soy un terrorista!1
Mr. Bill, un honrado vendedor de muebles
Neofascismo o movimiento nacionalista cubano (mnc)
El crimen del María Teresa
Terror contra verdades
Experto en explosivos
El FBI tolera y la mafia paga
El asesinato político no está excluido
Los verdugos del cóndor y la cia
La alianza criminal coru-mnc
Los crímenes del cóndor
Novo y la CIA: recuento, extorsión y subversión
El asesinato de Orlando Letelier
Licencia para matar
Pedro Crispín Remón Rodríguez: el sicario de la máscara negra
Asesinar al Embajador cubano
El crimen de Eulalio José Negrín
El asesinato de diplomáticos cubanos: la muerte de Félix García Rodriguez
Luis Zúñiga Rey: “Es nuestro hijo de puta…”
Ramón Saúl Sánchez Rizo: ¿Un “pacifista”, un “demócrata” que se pasa 40 años poniendo bombas…?
Algo más sobre el terrorista Ramón Saúl Sánchez Rizo
Leonel Macías González: Traición en el canal. La muerte en la 50-34
Las máscaras de la mentira
Nota diplomática
Tras una década
Otro criminal en Miami
Rodolfo Frómeta: Frómeta y F-4: el cruce genético del terrorismo
Alpha 66, primer paso de impunidad al terror
Una infiltración sin chispa
Prisión y apadrinamiento estadounidense
Una obsesión clara: asesinar a Fidel Castro
No solo Cuba, también Venezuela
Fatídica especie terrorista sigue actuando
Luis Posada Carriles: El diablo los cria y el diablo los junta. El que faltaba
A manera de epílogo
Condenados por combatir el terrorismo
De los autores
Gerardo Hernández Nordelo
Heriberto Rosabal Espinosa
Mercedes Alonso Romero
Pedro Antonio García Fernández
Ciro Bianchi Ross
Amaury E. del Valle Montero
Pedro de la Hoz
José Antonio Fulgueiras
Manuel Hevia Frasquieri
Luis Báez Hernández
Lázaro Barredo Medina
René González Sehwerert
Iliana García Giraldino
Joel García León
Juan Carlos Rodríguez Cruz
Agradecimientos

Prólogo

Gerardo Hernández Nordelo

Nunca podré olvidar el día en que tuve por primera vez en mis manos unos viejos ejemplares de Bohemia, publicados poco tiempo después del triunfo de la Revolución. En las páginas de la revista se denunciaban los crímenes cometidos por la dictadura de Batista, y las fotografías eran las más espeluznantes que había visto en mi vida: jóvenes acribillados a balazos, cuerpos mutilados, espaldas de personas torturadas que conservarían para siempre las cicatrices de lo golpes y quemaduras, artefactos empleados para sacar uñas, para machucar dedos, para aplicar corriente eléctrica en los órganos genitales… Mi ino-cencia infantil me impedía entender que actos tan horrendos pudieran ser cometidos por seres humanos. Lejos estaba de imaginar que años más tarde, cuando cumplíamos nuestra misión en la Florida, tendríamos la desagradable experiencia de ver o escuchar a algunos de aquellos asesinos, y a otros tan despreciables como ellos.

Los autores de tales atrocidades fueron recibidos, protegidos y convertidos en “héroes” en Miami, de la misma manera en que han convertido en “combatientes anticastristas” o “luchadores por la libertad” a cuanto criminal y terrorista anticubano ha llegado a Estados Unidos.

Por increíble que resulte, en la prensa de la Florida, principalmente en ciertas estaciones de radio, estas personas describen con orgullo sus “hazañas” pasadas y sus planes futuros. Para ellos la Cuba prerevolucionaria era el “paraíso” al que sueñan regresar algún día. Muchos se declaran abiertamente batistianos, y proclaman sin pudor que necesitarán “mano dura” para “meter por el aro a los castristas”, para recuperar sus lujosas propiedades y poder ejercer los puestos gubernamentales que más de una vez se han repartido.

Algunos de estos individuos que escaparon al brazo de la justicia vivieron placenteramente hasta el último de sus días. Para ellos el único castigo fue el no poder regresar al país de sus desmanes, y el haber tenido que sufrir, día a día, la supervivencia y el desarrollo de nuestro proceso revolucionario. Otros asesinos y terroristas aún gozan de la impunidad con que sucesivas administraciones norteamericanas los han amparado, a pesar de que no pocos de sus crímenes han sido perpetrados en territorio de este país.

Muchos norteamericanos, y personas de otras nacionalidades residentes en Miami, se horrorizarían si supieran quién es el viejito que se les sienta al lado en la consulta de un médico, o el otro sujeto, no tan mayor, con quien coinciden en el mercado, o el personaje público, con cara de inocente y disfraz humanitario, a quien ven siempre en las noticias… pero ahí están, y nadie los molesta. Son huéspedes “ilustres” del mismo país que acusa a Cuba de albergar a terroristas. Mientras tanto, en nuestra patria, no son pocas las familias que recuerdan con dolor a sus seres queridos asesinados, y reclaman la justicia que se les niega.

Para refrescar la memoria a quienes difaman con falsas acusaciones, para que el mundo conozca y nuestro pueblo nunca olvide, son las páginas de este libro, importante contribución de la editorial Capitán San Luis, y de un grupo de prestigiosos escritores, a la lucha contra el terrorismo.

Contra un terrorismo del cual a la gran prensa “libre” y “globalizada” le está prohibido hablar.

Gerardo Hernández Nordelo

Prisión Federal de Victorville, California.

Enero 12, 2005.

Esteban Ventura Novo: El hombre del traje blanco

Heriberto Rosabal

Mientras estábamos celebrando nuestro juicio en esta Sala, falleció en Miami, Esteban Ventura Novo, y lo menciono porque creo que encierra un símbolo.

[...]

Cuando el gobierno revolucionario tomó el poder en Cuba, Ventura Novo y otros como él, responsables de crímenes contra el pueblo cubano, fueron recibidos y cobijados por el gobierno de este país. Muchos deellos fueron usados, con la asesoría, dirección y financiamiento de las agencias de inteligencia norteamericanas, en su guerra sucia contra un gobierno que evidentemente contaba y cuenta con el apoyo de su pueblo.

Fernando González Llort1

El cabo Caro, uno de los asesinos bajo las órdenes del coronel Esteban Ventura Novo, fue sentenciado a muerte después del triunfo de la Revolución. Entre los cargos en su contra estuvo la detención y posterior desaparición de Lidia Doce y ClodomiraAcosta Ferrals, mensajeras del Ejército Rebelde apresadas en La Habana el 12 de septiembre de 1958. El propio Caro relató en el juicio el horror de que fueron víctimas las dos heroicas mujeres:

“[...] del reparto Juanelo fueron conducidas a la 11na Estación... el día 13 Ventura las mandó a buscar conmigo y las trasladé a la 9na Estación, al bajarlas al sótano que hay allí, Ariel Lima2las empujó y Lidia cayó de bruces, casi no podía levantarse, y entonces él le dio un palo por la cabeza saltándoseles casi los ojos al darse contra el contén [...] la mulatica flaquita se me soltó y le fue arriba arrancándole la camisa mientras le clavaba las uñas en el rostro. Traté de quitársela de arriba y se viró saltando sobre mí en forma de horqueta sobre mi cintura y él tuvo que quitármela a palo limpio hasta noquearla...

”[...] La más vieja, Lidia, ya no hablaba, solo se quejaba. Estaba muy mal, toda desmadejada. El 14 por la noche Laurent llamó a Ventura y le preguntó si ya habían hablado y èste le dijo:

”—‘Los animales estos le han pegado tanto para que hablaran que la mayor está sin conocimiento y la más joven tiene la boca hinchada y rota por los golpes, solo se le entienden malas palabras ’. —Laurent terminó solicitando que se las enviara y Ventura se las mandó conmigo “prestadas” pues eran sus prisioneras, fuimos en el carro de leche, vehículo utilizado para disimular el traslado de presos o muertos que guardaban en la 10ma Estación.

”[...] después de fracasar Laurent en sus torturas sin lograr sacarles una palabra (en la madrugada del 15) ya moribundas las metieron en una lancha, en la Puntilla, al fondo del Castillo de la Chorrera y en sacos llenos de piedras las hundían en el agua y las sacaban, hasta que al fin, al no obtener tampoco resultado alguno, las dejaron caer en el mar [...]”

La Habana era en aquellos años, como parece haber sido siempre, una ciudad inquieta. La vida nocturna entroncaba con el amanecer en los lugares donde se inicia el nuevo día en casi todas las ciudades. Los nuevos hoteles-casinos —Capri, Riviera, Havana Hilton— le tendían cerco al aristocrático Nacional. Entre los viejos castillos de La Fuerza, La Cabaña y El Morro asomaba sus accesos el Túnel de La Habana, construido en tiempo récord por la francesa Compañía Des Grands Travaux de Marseille bajo las aguas del canal de la bahía. La dinámica urbe empezaba a ser conocida como “el Montecarlo del Caribe” y aunque todavía no llegaba a tanto, tenía, como todo lugar de este mundo, sus atractivos: Tropicana, Sans Souci, el mestizaje voluptuoso; Nat King Cole y Frank Sinatra; confetis y serpentinas, pitos y matracas; en su mayoría norteamericanos con atuendos floridos, paladeando rones, intentando tocar y bailar rumba y pagándose dadivo-samente placeres prohibidos. La ciudad de luces rutilantes disimulaba la de sombras, explosiones, arrestos, registros, aullidos de sirenas policiales; disparos, incluso de día; lavado de dinero y proyectos de grandes negocios mafiosos; mendigos, limpiabotas, billeteros, prostitutas, chulos, vitrolas, músicos ambulantes, lotería, manifestaciones estudiantiles, lucha clandestina... Los aires apacibles escapaban por el malecón y la Quinta Avenida hacia los clubes exclusivos, los parques en silencio, las calles con árboles frondosos y las mansiones de “caballeros” y “señoras”, “señoritos” y “señoritas” atendidos con esmero por sirvientes de uniforme en repartos paradisíacos como Miramar y Biltmore, en la zona oeste. De los límites de la capital hacia afuera, en todos los rumbos, remedos de ciudades, centrales azucareros, ganado, fincas, latifundios, United Fruit Company, bohíos, desalojos, guardia rural, carboneros, niños sin maestros y con más parásitos que años; tiempo muerto... Un país que en la depauperación extrema engendraba la revolución con intenciones de “esta vez sí”.

Y las revoluciones, sobre todo esas, cuestan sangre.

A la Morgue de La Habana, un edificio de dos plantas retirado en medio de la ciudad, llegaron más de 600 cadáveres de hombres y mujeres muertos por electrocución, golpes, ahorcamiento o balazos entre marzo de 1952 y diciembre de 1958. La cifra equivalía al cinco de los asesinados en esos años por los órganos represivos de la dictadura de Fulgencio Batista, según el cálculo del director de la instalación, publicado por la revistaBohemia en febrero de 1959. Muchos más aparecerían después en enterramientos clandestinos. Otros nunca serían encontrados. La mayor parte eran víctimas escogidas al azar como escarmiento después del estallido de alguna bomba, del atentado a un policía, o de cualquier otra acción contra el régimen que tuviera repercusión pública.

Al principio se intentaba disimular los crímenes con cierto acatamiento de formalidades legales, aunque fuese post mortem. La policía informaba el “hallazgo” del cadáver y el forense iba, hacía sus exámenes y entregaba el despojo humano a los familiares.

Pero después matar se convirtió —más todavía — en adicción sin control estimulada y pagada por el régimen de facto. Hasta en nombre del Presidente de la república se otorgaban ascensos y condecoraciones a quienes mejor aseguraban la “tranquilidad ciudadana” y la “estabilidad del país” a punta de pistola y a golpe de puños, culatas y vergajos. Las formalidades, por lo tanto, fueron despreciadas, cada vez más. Los muertos eran llevados hasta la entrada del Necrocomio en carros celulares, perseguidoras y autos con matrícula particular. Allí los dejaban, sin documentos. Los empleados tenían que acarrearlos, les tomaban fotos, les ponían un número y enviaban sus huellas al Gabinete Nacional de Identificación para intentar saber nombre, edad exacta, domicilio. A veces eran cadáveres de menores de 14 años. Algunos permanecían semanas en las neveras esperando que llegara algún pariente o conocido a dar fe de su identidad entre gritos sin consuelo y miradas que no pasaban del techo, buscando a Dios misericordioso en el cielo. Cuando no venía nadie eran entregados al Cementerio de Colón, donde los enterraban sin dolientes ni último adiós en una fosa para desconocidos.

Esteban Ventura Novo pudo ser peón de finca, zapatero, dependiente de bodega o, con buena suerte, llegar a la Universidad o hacerse cura, pero se alistó en el ejército, se avino al uniforme, al porte marcial y a los atributos aparentes y reales de la autoridad militar, hasta convertirse al fin en policía, por propia elección y juramento. En esa fuerza pública comenzó de vigilante y llegó a coronel. Le puso grilletes a La Habana, donde la sola mención de su impropio apellido llegó a ser muy temida: “Viene el delegado Ventura”, corría la voz en cualquiera de los barrios circundantes de la 5ta Estación, y la calle se vaciaba de gente.

Pudo haber muerto en su infancia de alguna enfermedad curable no atendida a tiempo, pero falleció de un paro cardiaco a los 87 años. Pudo haber visto el fin de sus días en su natal Pijirigua, Artemisa, si el camino de su vida hubiese sido otro; o frente a un tribunal de justicia al triunfar la Revolución, por sus muchos crímenes. Pero no fue así. Murió en Miami, Estados Unidos. Su tumba está en el cementerio de Woodlawn Park North, donde fue enterrado después de la misa de rigor en la iglesia de Saint Michael, sita en Flagler y avenida 29.

Quienes lo conocieron de cerca o de lejos coinciden en que era más bien alto, espigado, no mal parecido, siempre vestido elegantemente, traje blanco —de dril cien, a veces de otro color o de muselina inglesa— hecho a la medida, o de impecable uniforme azul de policía. Cualquiera piensa que con tanto cuidado de su apariencia no gustaría de tocar a otros ni que otros rozaran su pulcra persona. Y dicen que sí, que aunque participaba en las golpizas de sus detenidos, no lo hacía siempre, para no lastimarse y cuidar su ropa. Cuando lo creía oportuno era capaz de mostrarse correcto e incluso afable con los prisioneros, calculándoles el temple con sus ojos pardos. Le gustaba el juego clásico del gato con el ratón y sus víctimas sabían, o intuían, que el juego podía ser fatal, que las historias que de aquel policía se contaban en La Habana y aún más lejos no eran cuentos, como tampoco eran chismes de viejas los gritos que en la noche traspasaban los muros de la estación de la calle Belascoaín, las huellas de sangre en las paredes o en el piso de los calabozos y los rostros sádicos de sus subalternos, atentos a la orden de tomar ellos las riendas de los interrogatorios.

Ventura podía mudar repentinamente el tono calmo por el insulto más soez, levantando la voz y gesticulando amenazador. Podía dar órdenes de “hacer hablar” o de matar, con apenas una seña, una palabra, o pedirle a su muy cercano amigo Pedro García Mellado, el médico, que viniera para que le certificara qué tan presentables estaban los prisioneros antes de dejarlos ver en público. “Este se muere”, “este no, solo se queda ciego”, “este está bien, nada más tiene unos golpes”, eran losdiagnósticos de Mellado.

Muchos consideran a Esteban Ventura el arquetipo del asesino en la historia de la lucha revolucionaria en Cuba; el de los actos represivos más sangrientos, las torturas más bárbaras y el mayor número de víctimas mortales. Un matador consciente y cabal que, amparado en sus cargos en la Policía Nacional, basó enteramente en el crimen su carrera de ascensos e hizo de ese su único medio de ganarse mucho más que el pan.

“El hombre del traje blanco”, como lo llamaron significando el contraste entre el color que le gustaba vestir y su tenebrosa hoja de vida, presumía de valentón, pero nunca andaba solo; se movía siempre en varios automóviles, rodeado de sus matones, y descendía del carro con su pistola calibre 45 en la mano. Su imagen era recurrente en los periódicos y en la televisión, donde solía aparecer, siempre atildado, entre flashs de cámaras fotográficas, mostrando a detenidos, armas, propaganda y explosivos “ocupados” —las más de las veces no era cierto— en operaciones bajo su mando.

Ante los periodistas, seguro del terror que infundía su sola presencia, era capaz de decir tranquilamente señalando a los prisioneros con huellas de maltrato mal disimuladas:

—“Mírenlos bien, muchachos, están todos sanos. Ustedes son testigos [...]”

Su expediente de servicio, conservado en el Departamento Nacional de Identificación (DNI) del Ministerio del Interior, da fe de su pertenencia a la Policía Nacional en los años en que Fulgencio Batista era “el Hombre”.

El asesino, uniformado y altivo, mira desde la foto de un carné con las siguientes inscripciones: República de Cuba. Ministerio de Defensa Nacional. Tarjeta No. 11.751. Expediente dactilar No. 11.196. Nombre: Esteban Ventura Novo. Grado: Comandante (1ra categoría) DC. Natural de: Artemisa. Cutis: Blanco. Pelo: Castaño. Nacimiento: 26 de diciembre 1913. Ojos: Pardos. Talla: 1,75. Peso: 70 kg. Grupo sanguíneo: O. Rh: PSTV. Otras señas: No consta. Dado en La Habana 19 de septiembre 1957. Firma del jefe de la policía, firma del interesado y sus huellas dactilares, nítidas, retenidas bajo la capa de plástico que protege al documento de las erosiones que causa en todo y en todos el tiempo.

Humboldt 7: la muerte en sábado santo

Fue el 20 de abril de 1957. Sábado santo, día en que los católicos no van a misa, guardan luto y rezan en silencio porque Cristo descansa en el sepulcro [O vos omnes qui transitis per víam... Oh, vosotros todos los que pasáis por el camino, atended y ved si hay dolor semejante a mi dolor, es el lamento en la iglesia]. Y día también en que se prepara la vigilia pascual, la resurrección de Jesús, y la gente celebra, cada uno a su modo y muchos sin saber el origen de la fiesta, por ese motivo.

El locutor de Radio Reloj había anunciado un rato antes las cinco de la tarde y el hombre que tenía por costumbre ir a buscar sus mandados a esa hora confundió los primeros disparos con inofensivas bombas de celebración que tiraban los parroquianos del bar Detroit. Por la calle Hospital bajaba un policía apodado Negritico, pistola en mano y obligando a los vecinos a entrar o a no salir de sus casas. Los inquilinos del edificio Cantera observaban lo que sucedía en el número siete de la calle Humboldt. No había mucha gente, salvo los residentes en la zona. Los lugares de trabajo ya estaban cerrados. Llegaban y seguían llegando perseguidoras y policías uniformados, tensos y con las armas dispuestas.

Desde la esquina de Humboldt y P otro testigo sintió las ráfagas de ametralladoras. Como los demás que estaban por los alrededores, corrió instintivamente a refugiarse en el bar cercano. Se decía que habían descubierto a unos revolucionarios en el edificio Cantera. Luego llegó alguien más con la versión de que no era allí sino en Humboldt 7. Los policías registraban a todo el mundo y no dejaban pasar hacia el área acordonada. El despliegue de fuerzas era muy grande, con la mayor concentración frente al edificio donde, en efecto, estaban ocultos cuatro jóvenes revolucionarios que para la hora de las noticias ya estarían muertos: Fructuoso Rodríguez Pérez, Juan Pedro Carbó Serviá, Joe Westbrook Rosales y José Machado Rodríguez.

Los cuatro habían sobrevivido a la intensa persecución de-satada tras el asalto al Palacio Presidencial y a Radio Reloj, realizado un mes y una semana antes, el 13 de marzo, bajo la dirección del líder del Directorio Estudiantil Revolucionario, José Antonio Echeverría, muerto en esa fecha. El traidor Marcos Rodríguez Alfonso, alias Marquitos, supuesto militante revolucionario, había informado por teléfono a Ventura cuál era la ubicación de los jóvenes combatientes: “Están en Humboldt no. 7, apartamento 202”.

Una mujer de la vecindad que esperaba en la puerta de su casa para ver la procesión del sábado santo— que según una amiga suya pasaría por allí en la tarde— vio llegar de pronto a Ventura, rodeado como de costumbre por sus secuaces, bien vestido y con un enorme bicho de buey en mano.

—“¡Entra!” —le gritó al pasar por su lado y ella se escabulló de momento, para escucharlo decir poco después:

—“¡Tráiganmelos muertos!”

“Serían alrededor de las cinco y cincuenta de la tarde ” —relataría años después Enrique Rodríguez Loeches, participante también en las acciones del 13 de marzo— “cuando Esteban Ventura Novo y sus asesinos comienzan a romper violentamente la puerta del apartamento con la culata de sus armas. Los compañeros, a medio vestir, se aprestan a escapar. No to- dos están armados. Joe Westbrook alcanza el apartamento de los bajos y pide a la inquilina que le permita estar en el mismo. La mujer accede y Joe, serenamente, se sienta en un sofá de la casa que se hallaba en la sala y simula ser una visita. La señora tiembla de pánico... Minutos después tocan a la puerta... se encuentra perdido y, personalmente, sin dejar de ser un caballero aún en los umbrales de la muerte, tranquiliza a la inquilina y abre la puerta. La señora al verlo casi un niño, por humanidad, suplica a los esbirros que no le hagan daño. Apenas había caminado unos metros Joe Westbrook por el pasillo cuando, llegando a la escalera que sube a los altos, una ráfaga de ametralladora lo desplomó sobre el piso dejándolo sin vida. Su cara quedó intacta, de ahí el sueño que parece dormir su cadáver al descansar en el féretro. Joe al ser asesinado estaba desarmado.

“Sus otros compañeros, apenas vestidos, saltan por el tragante de aire de la cocina del apartamento, el cual daba a una casa en los bajos. Advierten a la señora de la casa donde han caído que no se alarme; y salen en distintas direcciones. Al parecer, ignoraban que estaban totalmente rodeados, tanto dentro como fuera del edificio. Juan Pedro Carbó se dirige velozmente al elevador pero, interceptado antes de llegar a este, es ametrallado casi a boca de jarro en forma inmisericor-de. Todo su rostro y cuerpo quedan acribillados a balazos. Indudablemente lo habían reconocido y se ensañaron con él. Solo salió indemne de aquella lluvia de plomos el escapulario que siempre llevaba colgando sobre su pecho. Machadito y Fructuoso corren en otra dirección por el pasillo y se lanzan por una ventana hacia la planta baja. Caen en un pasillo de la agencia de automóviles Santé Motors Co. Era un pasadizo largo y estrecho y al final de uno de sus extremos había una verja que tenía un candado que les impedía la salida. Los obreros de esta empresa, al sentir el ruido ocasionado por los cuerpos al caer, corrieron hacia el lugar. Creían que habían sufrido un accidente unos compañeros suyos que se hallaban arreglando una antena de televisión en esos momentos. La altura que habían saltado nuestros compañeros era demasiado alta y Fructuoso yacía inconsciente en el suelo mientras Machadito hacía esfuerzos supremos por levantarse sin lograrlo. Uno de los empleados de Santé, que ya ha llegado, le hace señas de que aguarde, que va en busca de la llave del candado de la verja. Pero en este instante llegan los‘perros’. Uno de los esbirros sitúa la boca de su ametralladora entre los barrotes de la verja en los instantes en que Macha-dito exclama: —‘No nos mate que estamos desarmados...’ —En un ser humano cualquiera aquello hubiera bastado; pero en una bestia batistiana ese lenguaje es incomprensible. Y comenzó su macabra tarea disparando sobre un hombre tendido en el suelo, semiinconsciente, y el otro sin poder sostenerse. Machadito, al caer, se había fracturado los dos tobillos. Mientras esto ocurría, otro policía se dirigía al café de la esquina en busca de un martillo con el que rompieron el candado que cerraba la puerta. Una vez traspasada esta, son rematados Fructuoso y Machadito.

La balacera fue tan intensa que los vecinos de los edificios cercanos se asomaron a puertas y balcones. Eufórico, victorioso, el entonces capitán Esteban Ventura entraba y salía de Humboldt no. 7 dando órdenes y disponiéndolo todo. Si macabra resultaba la escena del asesinato en sí, más horrible resultaba la tarea de sacar los cadáveres de los distintos lugares en que habían caído. Aquellos no eran hombres. Luis Alfaro Sierra, el agente Mirabal, el cabo Carratalá,hermano del coronel, ascendido posteriormente a teniente[...] arrastraron a todos los cadáveres tirándoles por el pelo hasta la acera. A la vista de todo el mundo. Y luego volvieron a arrastrarlos hasta la esquina siguiente. El pueblo, desde los balcones, comenzó a pedir clemencia y dar gritos airados de protesta. Una señora ya de edad, que en su balcón veía impotente el espectáculo, quedó desmayada. Una ráfaga de ametralladora se encargó de ahuyentar a los curiosos vecinos. Las huellas de las balas aún quedan hoy marcando los edificios vecinos al de Humboldt No. 7. El epílogo se produjo en la casa de socorros de la calle San Lázaro. Uno de los esbirros, ante médicos y enfermeras, exclamó: —‘¡Estos revolucionarios me han ensuciado todo! Dentro de este cartucho tengo mi guerrera empapada en sangre, pues uno de ellos, aun después de rematado, me lanzó un buche que me alcanzó el uniforme [...]’”3

Del horrible suceso existe entre otros testimonios el de una foto, muy conocida, en la que aparece un niño al pie de la escalera del edificio en cuyo interior se cometieron aquellos crímenes. El niño mira el rastro de abundante sangre que baja por los escalones hasta formar un charco en el piso.

A su padre, encargado del edificio, uno de los policías le ordenó tras los 20 minutos que duró aproximadamente la matanza y el trasiego de los cadáveres hasta la calle: “Sal y limpia toda esa sangre antes de que nos vayamos”. Había en ese momento unos 60 policías en el inmueble, todos con ametralladoras Thompson, y Ventura entre ellos, moviéndose y dando órdenes.

Pasado el tiempo, el hombre que una vez fue aquel niño no olvidó el estremecimiento de su cuerpo infantil al escuchar el ruido de los cuerpos humanos sin vida al golpear repetidamente en las escaleras, por donde los arrastraron los asesinos.

Cualquiera de los testigos de la masacre bien pudo haber dicho ante tanto horror:Oh, vosotros todos los que pasáis por el camino, atended y ved si hay dolor semejante a mi dolor [...]

A confesión de parte, relevo de pruebas

“[...] Los que ocupábamos posiciones destacadas en los cuadros de las fuerzas armadas de nuestro país somos los verdaderos veteranos anticomunistas, porque fuimos los primeros en combatirlos”.

Con esas palabras Esteban Ventura Novo se dirigió en una carta pública a Tony Varona, ex primer ministro y ex presidente del Senado durante el gobierno de Carlos Prío Socarrás, quien lo había vetado, públicamente también, para entrar en la Agencia Central de Inteligencia (CIA) de Estados Unidos en los meses inmediatamente posteriores al triunfo de la Revolución, cuando en ese país, con la anuencia y la complicidad de las máximas autoridades, se fraguaban agresiones de todo tipo contra Cuba y se reclutaba a quienes las ejecutarían. El ex coronel no aceptaba que ex subordinados suyos, como el tristemente célebre Ramón Calviño Insua,4fuesen tenidos en cuenta y él no.

En tiempos de la dictadura de Batista, el régimen tildaba de comunistas a todos los luchadores revolucionarios, los fichaba como tales, sus verdugos golpeaban y torturaban a los que caían presos y muy a menudo los asesinaban. Ventura, a salvo de la justicia revolucionaria en su refugio de Miami, confirmaba públicamente sin el menor recato lo que todo el mundo sabía: “Fuimos los primeros en combatirlos”. A confesión de parte, relevo de pruebas.

Las pruebas, no obstante, sobran, si alguien considera insuficiente la confesión de aquel a quien el Gobierno Revolucionario de Cuba denunciara reiteradamente ante las máximas autoridades de Estados Unidos como criminal de guerra, fundamentando la solicitud de una extradición que nunca fue aceptada ni en su caso ni en el de ningún otro de aquellos que para evitar ser juzgados por sus numerosos crímenes durante el batistato, pusieron mar por medio rumbo al mismo destino.

En una somera cronología delcurriculum vitae del carnicero de Esteban Ventura Novo, cabe mencionar, además de la masacre de Humboldt 7, algunos otros hechos, que no son todos los de su vasto historial:

9 de abril de 1958:A las tres de la tarde el joven Marcelo Salado Lastra, jefe de Acción del Movimiento Revolucionario 26 de Julio en La Habana, se dirige a una reunión del estado mayor de las milicias del movimiento, en el séptimo piso del edificio número 573, en la calle G entre 23 y 25, Vedado. Cuando se dispone a cruzar G en compañía de Ramona Barber Gutiérrez, detiene su marcha frente a ambos una perseguidora tripulada entre otros esbirros por Ramón Calviño. Marcelo, quien antes de caer abatido se preo-cupa por proteger a su compañera echándola a un lado, recibe una lluvia de balas. No satisfecho con saberlo asesinado, Calviño baja del vehículo y lo remata, demorándose luego en la pública ostentación de su “hazaña”. En el cuerpo del joven revolucionario pudieron contarse 33 balazos antes de darle sepultura.

13 de junio de 1958:Las hermanas Cristina y Lourdes Giralt Abréu regresan ese domingo, Día de los padres, de visitar a la familia en su natal Cienfuegos. Van hacia su apartamento, el número 42 del edificio ubicado en la calle 19 esquina a 24, también en el Vedado, donde viven. Las dos compartían no solo la vivienda sino la idea de un cambio revolucionario en Cuba y la lucha por lograrlo. Juntas participaban en la Resistencia Cívica, repartían bonos y propaganda, preparaban botiquines y ayudaban en el traslado de armas para la Sierra. Emboscados, los sicarios de Ventura esperan la llegada de los combatientes clandestinos Eduardo García Lavandero, Enrique Rodríguez Loeches y Faure Chomón, quienes tienen refugio en un apartamento contiguo al de las Giralt. Al escuchar unos pasos, truenan las ametralladoras. Cristina recibe 9 impactos de bala y María de Lourdes 13.

1ro de agosto de 1958: En las galeras de la prisión del Castillo del Príncipe, desarmados y tras las rejas, víctimas de disparos a mansalva, mueren Julio Reinaldo Gutiérrez Otaño (19 años de edad, 15 balazos); Vicente Ponce Carrasco (25 años; herido y luego rematado en el piso) y Roberto de la Rosa (39 años; acribillado en la galera uno). Otros nueve compañeros son heridos. Al iniciarse una enérgica protesta en la cárcel, liderada por los combatientes del Movimiento 26 de Julio ante las injustas condiciones de su detención basadas en la suspensión de garantías, acuden el jefe de la Policía Nacional, brigadier Pilar García, los coroneles Esteban Ventura Novo y Conrado Carratalá Ugalde, los tenientes coroneles Irenaldo García Báez, segundo jefe del Servicio de Inteligencia Militar (SIM), y Oscar González y Martín Pérez, de la Policía Nacional, junto con otros oficiales y numerosos esbirros, quienes decidieron acallar la rebelión como tenían por costumbre, a tiro limpio.

12 de septiembre de 1958: A las cuatro de la madrugada, víctimas de una delación, son sorprendidos por Ventura y sus secuaces en un apartamento en el reparto Juanelo los revolucionarios Reinaldo Cruz (20 años de edad), Alberto Álvarez (21 años, jefe del Movimiento 26 de Julio en Regla), Onelio Dampiel (22 años) y Leonardo Valdés (23 años), junto con Lidia Doce y Clodomira Acosta Ferrals (mensajeras de la Sierra Maestra). Después de golpearlos brutalmente, los esbirros acribillan a tiros a los cuatro muchachos. Lidia y Clodomira, que se abalanzan sobre los asesinos en defensa de sus compañeros, son detenidas y posteriormente torturadas y echadas al mar. Alberto Álvarez llevaba consigo una poesía de Raúl Ferrer, que dice en una de sus estrofas:

Mientras me quede una palabra, una mirada, un gesto

De ninguna manera me voy a descuidar

Porque quiero caer hacia mi pueblo,

y no quiero, y no puedo fallar.

27 de septiembre de 1958: Fernando Alfonso Torice (Morúa), capitán de milicia del Movimiento Revolucionario 26 de Julio, es asesinado en plena calle en el reparto Arroyo Apolo, Párraga. Tenía 65 impactos de bala en su cuerpo.

1ro de noviembre de 1958: En la cafetería El Encanto, calle 100 y avenida 51, Marianao, hombres bajo las órdenes de Esteban Ventura ultiman al dirigente estudiantil y capitán de milicia del Movimiento Revolucionario 26 de Julio Manuel Aguiar García (Manolito).

8 de noviembre de 1958: Un suceso heroico —de los más heroicos de la lucha revolucionaria— estremece a La Habana. A la 1 y 58 de la madrugada, en Goicuría y O’Farrill, La Víbora, estruendos de bombas, granadas y ametralladoras interrumpen el sueño de la mayoría. Una de las perseguidoras que nublan la calle arde en llamas. Una “selecta” y numerosa tropa batistiana dirigida por Ventura, Irenaldo García Báez, Martín Pérez y Carratalá rodea el edificio número 523, desde donde responden al ataque Ángel Ameijeiras (Machaco), 33 años, jefe de Acción y Sabotaje del Movimiento Revolucionario 26 de Julio en la capital; Pedro Gutiérrez (Pedrito), de 30; Rogelio Perea (Rogito), de 21 y Norma Porras, de 19, esposa de Machaco, en estado de gestación. El combate, en el que 10 de los atacantes resultan heridos, se prolonga hasta el amanecer, cuando a los revolucionarios se les acaban las balas. Los tres hombres son detenidos. La gente los ve salir del edificio por sus propios pies, vivos, del edificio. Norma es capturada en la azotea de uno de los inmuebles aledaños. De allí fue llevada al Hospital de Emergencias, luego a juicio y a la cárcel, donde la sorprendería el triunfo de la Revolución.

El 9 de noviembre los periódicos informaban que “el comunista” Machaco Ameijeiras y sus dos compañeros habían muerto en el tiroteo. En realidad los asesinaron poco después de la detención, a las 11 de la mañana; les mutilaron los genitales, quemaron sus heridas... revelaría Norma Porras años después. Radio Rebelde informaba desde “algún lugar de la Sierra Maestra, territorio libre de Cuba” del ascenso de Machaco a comandante, lo que se exponía en un comunicado en el que se rendía homenaje a los heroicos combatientes.

Su destacada participación en hechos de tan aborrecible naturaleza le valieron a Esteban Ventura Novo, en el breve plazo de dos años o menos, los ascensos de capitán a comandante, primero, e inmediatamente después a coronel de la Policía Nacional. Como bien reconoció el propio asesino desde su seguro retiro en Estados Unidos: “Somos los verdaderos veteranos anticomunistas, porque fuimos los primeros en combatirlos”.

“Nos vamos juntos, general”

La finca El Rosario, al pie de la carretera que une a San Antonio de los Baños con La Salud, y cercana a esta última población, en la actual provincia de La Habana, es hoy un tranquilo hogar de ancianos.

A finales de los años 50 del pasado siglo, este era el retiro de Esteban Ventura Novo. Un muro bordeaba la finca, convenientemente rodeada, además, de frondosos árboles y protegida en su entrada principal por una pesada verja de hierro que daba acceso al camino, asfaltado y entre palmeras, hacia la casa principal, de construcción moderna para la época. Por todas partes y sin mucha discreción, hombres armados y fieles empleados custodiando la tranquilidad del dueño y atendiendo sus solicitudes y las de los visitantes que a menudo recibía.

Se dice que Ventura pensó establecer aquí su residencia definitiva. Cuando las autoridades revolucionarias ocuparon la finca después del 1ro de enero de 1959 encontraron materiales de construcción y obras a medio hacer, no obstante las que ya existían. La casa principal, de dos plantas poseía una amplia sala, cámara de música con algunos muebles con incrustaciones en oro; salón de baile, varios dormitorios climatizados y con televisores, bar, cocina modernamente equipada y sala de juego, entre otros locales. A su alrededor, jardines con piscinas, merenderos, parque infantil y otras instalaciones para el esparcimiento. Solo no aparecía por parte alguna la biblioteca y el único impreso encontrado fue un tomo de la guía telefónica.

Además de vacas, cerdos, faisanes y otros animales domésticos fueron ocupados en la propiedad una antiaérea cali- bre 30, un fusil M-1, 171 granadas, 6 ametralladoras con sus magazines y dos revólveres.

Del propietario, contra quien el primer teniente Raúl Menéndez Tomassevich, oficial rebelde a cargo de su búsqueda y captura, libraba sus pesquisas, ni rastro, por supuesto.

El coronel Ventura, seguramente de paisano, incluso con las garantías materiales de su futura existencia en el equipaje, pasó a buscar a su amigo el doctor García Mellado y juntos siguieron hacia Columbia, poco después de las 12 de la noche del 31 de diciembre de 1958. No hacía falta ser adivino para saber que el juego se había perdido o, dicho como corresponde, todo se había ido al carajo y quedarse para ser atrapado y seguramente sometido a juicio y fusilado, no tenía la menor gracia.

Con el ímpetu de los desesperados, pistola en mano según se contaría después, Ventura subió a bordo del avión en el que emprendía la fuga el mismísimo Batista.

—“Nos vamos juntos, General” —es presumible que le haya dicho, o algo de ese estilo, a quien había estado siempre de acuerdo con su promoción y había asistido, igual que el general brigadier Pilar García, a la inauguración de El Rosario, y allí mismo, en su casa de la finca, le había confiado privadamente “sensibles” misiones más de una vez.

“El Hombre” no lo había tenido en cuenta a la hora de la partida, pero él se había olido que así iba a ser llegado el caso y no se pasó de tragos ni perdió tiempo con la cena de año nuevo. Otros podían quedarse embarcados, pero no él. “Ya en la nave” —recordaría el connotado criminal en sus memorias publicadas en 1966, refiriéndose a su escapada de Cuba con Batista— “uno de los asesores le recomendó dirigirse a Santo Domingo”.

Cuarenta y dos años, hasta su plácida muerte, vivió el tenebroso Ventura en Estados Unidos. En todo ese largo tiempo nunca fue requerido por autoridad alguna, ni federal ni local, como se supone debió ocurrir teniendo en cuenta su conocida y prolija historia de crimen y terror en Cuba. Las reiteradas solicitudes de extradición del gobierno cubano fueron con igual reiteración desoídas y, por supuesto, rechazadas.

Aunque con el tiempo cada vez se oyó hablar menos de él incluso en Miami, donde vivía, se sabe que allí Ventura anduvo desde bien temprano bordeando o traspasando los límites de la legalidad antes de convertirse en un “hombre de empresa”: desde portar armas sin licencia hasta operar ilegalmente un banco de bolita. En el juicio por este último delito le sirvió como abogado defensor Carlos Benito Fernández, padre de la actual fiscal del condado de Miami-Dade.

Una de sus últimas “apariciones públicas” tuvo lugar en la concurrida calle de Coral Gables, por donde corrió tras su esposa más joven que él, pistola en mano y disparándole sin acertar, para suerte de la aterrorizada mujer.

Más allá de eso, su odio hacia el país que lo vio nacer y hacia el pueblo que masacró salvajemente lo llevaron, sobre todo al principio, a vincularse a la contrarrevolución organizada, financiada, estimulada y dirigida por la Agencia Central de Inteligencia (CIA) y el gobierno de Estados Unidos: en 1959 estuvo entre los complotados de la llamada Conspiración Trujillista contra Cuba; durante la década del 60 se relacionó, tanto en Miami como en Centroamérica, con otros esbirros batistianos y elementos contrarrevolucionarios activos; en 1977 estableció vínculos con cabecillas de la organización Abdala. Mantuvo además estrechos contactos con individuos como el fallecido terrorista Rolando Borges, de la organización de ex presos ExClub, y el ex cabecilla de la Fundación Nacional Cubano Americana (FNCA) Roberto Martín Pérez.

Uno de sus hijos, nombrado igual que él, estuvo entre quienes en abril de 2000 rodearon la casa de Lázaro González, tío abuelo del niño Elián González, amenazando con recurrir a las armas si los efectivos de la policía e inmigración intentaban entrar a la vivienda para liberar al pequeño, cuya devolución era legítimamente reclamada desde Cuba por su padre, abuelos maternos y paternos y el país entero.

Como “empresario”, el criminal de guerra Esteban Ventura Novo fundó la Preventive Security Service and Investigation, una agencia privada de guardajurados y detectives que brindaba servicios a empresas propiedad de cubanos, entre estas el Republic Bank, en un tiempo el más importante banco de Miami y casualmente el que ofreció al extinto Jorge Más Canosa, ex chairman de la FNCA, el préstamo inicial para comprar la compañía Church and Tower.

Las oficinas de esta agencia estaban ubicadas en la calle Primera de South West y avenida de Bacon Boulevard, donde hoy se encuentran las de una compañía de vuelos charter a Cuba. Cuando Ventura mudó su negocio de esa dirección, el matrimonio propietario del inmueble contrató a un babalao para que hiciera una limpieza, pues nadie quería rentar el espacio, alegando que allí salían los muertos de Ventura.

Alguna vez la justicia revolucionaria estuvo cerca de este hombre que, aun después de muerto continúa insultando a sus víctimas con los amargos recuerdos que hace evocar una foto suya en la que, de traje y corbata, mira cínicamente a la cámara, mientras sostiene en su mano derecha una pistola.

A principios de 1960, un agente de la Seguridad del Estado, secretamente nombrado Oficial 105, tuvo ante sí al esbirro, a muy corta distancia. En cumplimiento de su misión, el agente se había enrolado como tripulante de un pequeño barco dedicado al transporte de correspondencia entre La Habana y Miami.

Los verdaderos tripulantes habían sido detenidos una mañana de noviembre de 1959 por funcionarios de inmigración de la Florida, un hombre que se presentó como ex miembro del régimen de Batista les propuso su liberación a cambio de que sirvieran como enlaces entre los criminales refugiados en territorio norteamericano, en coordinación con la CIA, y contrarrevolucionarios de la isla.

Enterada la Seguridad de Cuba de aquello por los propios protagonistas, entró en acción el Oficial 105, quien en su primer viaje fue entrevistado en Miami por un tal Novo, ex jefe de aduana del puerto de Mariel. Avanzados los contactos y el “trabajo en común”, un día Novo le dio al agente indicaciones para acudir a una cita con “el Jefe” en una dirección de Miami Beach. En compañía del patrón del barco, el Oficial 105 acudió al encuentro, en un garaje, muy a la vista de todo el mundo.

Recostado a la puerta del garaje los esperaba Novo:

—¿Han oído ustedes hablar del Jefe? —les preguntó mientras señalaba hacia la oficina en el interior— Ahí lo tienen.

De su reacción en aquel momento, el Oficial 105 escribió luego en el informe correspondiente a sus superiores:

“[...] recordé una imagen, una foto, que había visto publicada muchas veces en los periódicos y en las revistas. Una figura, un rostro, una expresión de cinismo, una mano adelantada hacia la cámara, un hombre vestido con un fino traje claro, unos espejuelos sobre la mesa, la mano mostrando una pistola 45 a la cámara. Precisé el rostro, sus rasgos. Tenía ante mí a Esteban Ventura Novo. Confieso que sentí mil reacciones explosivas. Busqué mecánicamente el cabo de la pistola. Pero hice un esfuerzo y vencí la repugnancia y la violencia y me contuve. Recordé que esa no era mi misión. Solo esto me impidió que ajusticiara al verdugo que tenía ante mí. A Esteban Ventura”.

El agente vio al menos una vez más al asesino durante el cumplimiento de la misión que no tenía derecho a comprometer. Además, nunca se le dio la orden de ajusticiar a quien solo podía serlo si así lo decidía el tribunal correspondiente después del debido proceso previsto por las leyes de Cuba revolucionaria. Incluso para una escoria humana como Ventura, que tanto golpeó, torturó, asesinó y robó con sus propias manos en la tierra de sus orígenes, ese principio fue respetado, lo que demuestra que sus muchas víctimas no habían luchado para cambiar el régimen que él había ayudado a mantener con sus crímenes por otro semejante, sino por una Revolución con verdaderas intenciones de “esta vez sí”, verdaderamente justa, definitiva y auténtica.

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