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A la sombra de un tilo comienza en París, 1857, el domingo helado de Carnaval. Mujeres y hombres bailan y cantan por las calles escarchadas. En las pausas de la fiesta hay espacio para charlas entre conocidos y desconocidos. Un arlequín misterioso le trae revelaciones al pintor Luciano Vargas, lo cual lo hace volver a su departamento para reencontrarse con su amada Wilna. En un pueblo de Castilla, por otra parte, se encuentra Berta, casada con Fernando, un militar inflexible y cortante. Ella quiere un futuro mejor para su joven hija Carolina. El cruce de estos caminos sacudirá la monotonía de lo que los personajes tenían pensado para sus vidas.
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Seitenzahl: 167
Veröffentlichungsjahr: 2021
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María del Pilar Sinués
NOVELA ORIGINAL DE
Saga
A la sombra de un tilo
Copyright © 1862, 2021 SAGA Egmont
All rights reserved
ISBN: 9788726881981
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
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This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.
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Era el domingo de Carnaval de 1837, y helaba en Paris de una manera que no conocemos bajo el cielo azul y alegre de nuestra España.
A las nueve de la noche, el pavimento de las calles parecia cristalizado; el firmamento estaba resplandeciente de estrellas, que brillaban con tanta mayor fuerza, cuanto era mas grande la helada que caia.
Sin embargo, las carrozas llenas de máscaras, las comparsas con sus músicas á la cabeza se cruzaban por las calles; todo era bullicio, alegría, ruido y luz; las fondas de lujo y las que no lo eran, los grandes hoteles, los figones y hasta las tabernas, estaban tan llenos de gente, que la arrojaban hácia los balcones y ventanas, en los cuales se veia una multitud de cabezas, ya adornadas con plumas y flores, ya cubiertas con las capuchas de los dominós.
Vagaban además por las calles muchas parejas, ostentando los trajes mas estraños, y formando el contraste mas ridículo: aquí pasaba una gruesa y rolliza pastora, apoyada en el brazo de un mandarin chino; allá un Pierrot daba el suyo á una dama antigua; algo mas lejos caminaban juntos una beata y un turco; y un monstruoso pavo, que tenia cuatro piés, presentaba uno de los delanteros á una maja española, que habia creido no poder dispensarse, para representar á nuestra nacion con la propiedad debida, de llevar metido en la cintura un enorme cuchillo.
Oianse, ya lejos, ya cerca, mil canciones diversas; la marsellesa alternaba con trozos de ópera y con tonadas populares, ó con arietas de salon, escritas para sus discípulas por los maestros mas en boga; en fin, habia por todas parte, en los paseos, en las calles, en las plazas, un alboroto infernal é insoportable.
Uno de los sitios en que se habia reunido mayor aglomeracion de gente y de máscaras, era la plaza de la Concordia: ocupaba uno de sus ángulos una brillante y casi colosal carroza de laton dorado, guarnecida de flores y gasas, y llena de personajes enmascarados.
Eran cuatro mujeres y cuatro hombres; ellas vestidas pomposa y coquetamente, con toneletes cortos de grana bordados de lentejuelas, corpiños descaradamente escotados y suspendidos de los hombros con tirantes de galon de oro y cascos á lo Minerva, de carton, forrados de papel de plata.
Los hombres iban vestidos de arlequines, de tela de cuadros azul y blanca, de la mas ordinaria; bajo sus gorros puntiagudos, llevaban enormes pelucas rojas, ridículamente dispuestas en bucles.
Aquellos hombres no tenian caretas; solo una capa de blanquete y bermellon muy espesa cubria sus facciones, á la manera de las que usan los payasos de los circos ecuestres.
Pero ¡cosa estraña! sus manos eran finas y nerviosas, y sus maneras, aunque afectadas, no tenian la libertad brutal de las gentes ordinarias; habia en ellos, sobre todo en los dos mas altos, algo de digno y distinguido que hubiera llamado mucho la atencion de cualquier observador inteligente.
Las que gritaban, las que cantaban canciones obscenas, eran ellas: cuatro mozas robustas y fornidas, pueden alborotar mucho, y aquellas se conocia que eran inteligentes en el papel que les habian encomendado.
De vez en cuando, las de los dos estremos sacaban de un rincon de la carroza un gran jarro de aguardiente, y lo aplicaban á los lábios, bebiendo con supremo placer durante algunos minutos, y pasándolo despues á sus compañeras.
Seguian á estas libaciones canciones que entonaban á grito herido, acompañándolas con unos grandes chinescos, sujetos á los dos costados del carruaje y que ellas sacudian con un entusiasmo indescriptible.
La carroza, rodeada de gente durante mucho rato, pudo, por fin, moverse y caminar hácia el centro de la gran plaza.
Entonces se vió que estaba tirada por seis caballos blancos, cada uno de los cuales sustentaba sobre su ancho lomo otro individuo vestido de máscara, aunque con muy pocos primores en su traje.
Reducíanse los seis á dominós de percalina color de rosa, con cintas azules y grandes capuchas, y á mascarillas de carton.
Doce máscaras mas, vestidas tambien con dominós, rodeaban el carruaje, montadas á caballo, y le alumbraban con hachas de viento.
Estas gritaban y tocaban grandes vocinas alternativamente: respondian á los dicharachos de la multitud, se reian y bebian de algunas botellas que llevaban colgadas al cuello por medio de largos cordones de seda.
Conocíase á primera vista que habia gran diferencia entre los cuatro arlequines que ocupaban, en compañía de las mujeres, el interior del carruaje, y las máscaras que vestian los dominós: aquellos dejaban escapar á veces—siempre cuando la gritería llegaba á su apogeo—señales de irritacion y disgusto: otras veces—y esta seran las mas—parecian buscar algo entre la multitud; algo que indudablemente no hallaban.
Uno de ellos, cuya figura era muy notable por su esbeltez y distincion, aparentaba ser el que se hallaba mas cansado, porque despues de dos ó tres violentos ademanes de disgusto, díjole á su compañero de la derecha:
—Vámonos.
—¿Qué dices? preguntó este dando muestras visibles de admiracion.
—Digo, repuso el otro, que quiero salir de aquí.
—Pero……
—Vamos, dijo: me canso; ayúdame á sacar la carroza de este atolladero: estoy aturdido, fatigado…… esas malditas mujeres me dan un dolor de cabeza insoportable.
—Pero si no has visto todavía á ninguno de ellos!....
—Es verdad…… y casi seria mejor que no los viésemos…. ¡para cometer un crímen tanto esperar!
—¿Un crímen? esclamó el que persistia en quedarse, soltando una burlona carcajada: ¿te habrás vuelto de repente virtuoso? ¿ó es que han brotado algunas canas en tu frente? Si es lo primero, te arrojaremos de nuestra sociedad eon escándalo….. con ignominia: si lo segundo…… te aconsejo que te las tiñas, y paciencia; no han venido por la edad, seguramente, porque aun eres muy jóven.
—¡Treinta y cuatro años! murmuró el arlequin á quien se motejaba de virtuoso, como hablando consigo mismo: ¡treinta y cuatro años, y hace muchos que el hastío, el desaliento y el ódio al género humano se han posesionado de mí!
Su compañero iba sin duda á contestar, pero se abstuvo de hacerlo, porque observó que alguna cosa, que él no podia ver aun, embargaba completamente la atencion del quejumbroso.
Sus ojos, abatidos poco antes, brillaron con un resplandor inusitado: su boca se contrajo con una sonrisa amarga: alargó sus manos, delgadas y finas, con un movimiento de crispatura, como si fuese á asir con ánsia alguna cosa, y dijo á media voz:
—¡Allí está!
—¿Quién? preguntó el otro arlequin volviéndose: ¿quién está allí?
—¡El! ¡Su marido!
—¡Ah, ya! ¡El marido de Wilna!.... ¿y qué vas á hacer ahora?
—Irme tras él.
—¿Para darle el golpe de gracia?
—¡Para qué ha de ser, pues, imbécil?
—¡Cuidado! ya sabes que es valiente y osado, y que ahora debe estar enfurecido con tantos y tan duros golpes como la suerte va descargando sobre él.
—Aun le falta el último….. el mayor…..
—Es decir, el que tu vas á darle.
—Eso es... el que yo voy á darle... hasta luego; esperadme aquí media hora, que os será fácil, porque cada instante llega mas gente y vosotros no teneis objeto fijo; si tardase mas de ese tiempo, os podeis marchar.
—Manuel, dijo el arlequin que se quedaba, cuidado...
—¡Ah! ¿ahora eres tú el virtuoso, el mirado, el comedido? esclamó el que se iba, en cuya fisonomía y voz se habia verificado una mudanza estraordinaria.
—¡No, no! no soy virtuoso ni comedido... pero me asustan las consecuencias de lo que vas á hacer... esa mujer es inocente, pura, irreprensible….. y espones su vida….. Manuel, piénsalo bien!
El interpelado con el nombre de Manuel no respondió una palabra; saltó de la alta carroza, y fué con paso presuroso hácia un ángulo de la plaza, poco alumbrado por la luz de los reverberos, y que, á pesar de la oscuridad, parecia querer penetrar con su ardorosa mirada.
La persona que tan violentamente habia escitado la atencion de Manuel, era un hombre de unos treinta y seis años que bajaba pausadamente por la acera.
Su estatura alta y robusta sin ser gruesa, estaba llena de magestad; no se veia de su traje mas que la tercera parte de su pantalon, de un medio color y tela de abrigo; y un calzado de esquisita forma, aunque algo usado. Lo demás estaba cubierto con una capa negra, á la española.
El embozo de la misma quedaba en el nacimiento de su cuello, alrededor del cual, y bajo el de una camisola de batista, blanca, pero ajada, se anudaba una corbata de seda negra.
Un sombrero de copa, de moda un poco atrasada, permitia ver una parte de sus cabellos negros, brillantes, copiosos y finos como la seda, y daba alguna sombra á su semblante, que, aun á tan escasa luz, parecia ser muy hermoso.
Descubríase el córte noble y agraciado de su rostro, algo prolongado sin ser largo, y delgado sin demacracion; sus grandes ojos pardos, con pestañas negras, brillaban como dos estrellas; el dibujo redondo de sus mejillas recordaba las mas puras líneas de la estatuaria; tenia la barba partida, con un hoyo grande, y lleno de una gracia triste á un tiempo y varonil; despues se desplegaba una boca suave y firme á la par, sobre cuyo lábio superior se rizaba un bigote castaño, mas bien fino que poblado.
Su nariz, un poco larga, decia bien con su tez morena y algo pálida, y contribuia á dar á su semblante una notable espresion de firmeza.
Su actitud era triste y grave; bajaba con lente paso por la acera, y preocupado sin duda por sus reflexiones, ni aun reparó en la grotesca máscara que pasó rozando su hombro y se puso á seguirle.
Uno en pos de otro, salieron de la gran plaza de la Concordia; el desconocido se detuvo en una esquina, y el máscara al verlo, se detuvo, tambien.
A pocos pasos habia un café; y el incógnito, despues de breves instantes de reflexion ó de duda, entró en él, siguiéndole el arlequin.
Habia mucha gente allí; las mesas se hallaban todas ocupadas, y además muchas personas, algunas de ellas en traje de máscara, se paseaban y cruzaban entre aquellas.
El esposo de Wilna tendió en su derredor una mirada en la que se reflejaban á un tiempo su arrepentimiento por haber entrado allí, su deseo de salir, y la indecision mas dolorosa; conocíase que habia penetrado en aquel sitio por huir de sí mismo, y que, ya en él, no podia soportar el ruido infernal y el escesivo calor de aquel paraje.
En su indecision habia algo de angustia amarga é impaciente; miró en torno suyo, para ver donde podia colocarse; pero en vano; todo se hallaba ocupado.
Ya iba á salir de allí, cuando sintió que le tocaban suavemente en un hombro.
Volvióse rápidamente, y su semblante tomó una formidable espresion de ira: en la situacion de ánimo en que se hallaba, sus nervios irritados parecian querer estallar.
Pero al hallarse frente á frente con la grotesca figura del arlequin, y con su cara embadurnada, el furor de sus ojos se apagó, sustituyéndole una espresion de hastío.
—¿Qué me quieres? preguntó á media voz.
—Decirte que allá, en aquel rincon de la derecha, hay desocupada una pequeña mesa, repuso el arlequin con acento chillon.
—Gracias, respondió friamente el desconocido.
Y echó á andar en la direccion que acababan de indicarle.
El arlequin le siguió.
—¿Còmo gracias? gritó con grotesco enojo; ¿crees que así se paga el servicio que te he hecho? un gran servicio, porque estás aburrido, desesperado; no hallabas un sitio para estar aquí, y no querias marcharte; ¿crees pagarme con una sola palabra, el haberte proporcionado un asiento desocupado donde poder entregarte á tus cavilaciones?
El esposo de Wilna se estremeció.
—¿Qué es lo que quieres, pues? preguntó al arlequin tras de un momento de silencio, durante el cual trató de adquirir alguna serenidad para su voz, y alguna calma para su semblante; ¿qué es lo que quieres? ¿dinero?
—¡Mira! respondió el máscara, y al mismo tiempo sacó del bolsillo de su ridículo pantalon una bolsa de seda azul, enteramente llena de monedas de oro.
Sostúvola un instante delante de los ojos del incógnito, y luego la volvió lentamente á su sitio.
—¿Qué es, pues, lo que deseas? preguntó aquel, quien á vista de tanto dinero habia vuelto á estremecerse.
—Si quieres disfrutar de aquel sitio que tratas de pagarme, apresúrate á llegar á él, dijo el máscara, porque si no le van áocupar, y tendrás que salir á la calle de nuevo, y no sabrás á donde ir, porque deseas huir de tu casa y de tí mismo.
El desconocido le miró iracundo é iba á responderle; pero el máscara no le dió tiempo, porque le dijo no sin algun imperio:
—Anda, anda, que ya te sigo.
En efecto; ambos se dirigieron hácia un lado en el cual estaba, segun habia dicho el máscara, una pequeña mesa redonda desocupada.
Los dos hombres se sentaron á ella uno en frente del otro: pero el desconocido echó una mirada de enojo sobre aquel convidado que se le imponia tan en contra de su voluntad.
—No quiero mas recompensa por haberte proporcionado tan buen asilo, que hablar un rato contigo, dijo el máscara, que parecia leer en su pensamiento: luego me iré.
—¿De qué hemos de hablar? Yo no te conozco, repuso con altivez el esposo de Wilna.
—Es cierto, dijo el arlequin: tú no me conoces; pero yo te conozco muy bien.
—¿Tú? ¿á mi?
—Sí.
—¿Quién soy?
—Voy á decírtelo: eres un pintor español y resides en París hace tres años: ¿es esto verdad?
—Sí.
—Te casaste en Barcelona con una jóven pobre poco antes de venir aquí: es decir, ocho dias antes: ¿es cierto?
—Sí.
—Tu esposa se llama Wilna: era hija de un platero arruinado por falsas especulaciones, oriundo de Alemania, y que murió muy pobre poco antes de tu matrimonio. ¿Me engaño?
—Es la verdad.
—Tú te llamas Luciano Vargas: tu mujer es muy hermosa: tiene ojos azules, grandes y rasgados: cabellos rubios, como la seda floja, tez blanca y rosada: es muy jóven, pues aun no ha cumplido veinte y un años.
El pintor permaneció callado: y solo una mirada ansiosa, que clavó en el rostro del máscara, dió á entender hasta qué punto le interesaba conocerle.
El arlequin llamó, y dijo al camarero que acudió:
—Un ponche caliente, y bien cargado de rom.
Luego que hubo desaparecido aquel, continuó:
—Has tenido tres hijos que han muerto: la última era niña, y ayer mismo la acostaron en un sepulcro pequeño de mármol blanco, en el cual gastaste el último dinero que te quedaba: en ocho dias, has perdido á tu madre que te adoraba, y á tu hija, á la que adorabas tú.
Sin duda el máscara decia la verdad, porque su compañero bajó la cabeza, y dos lágrimas anchas y abrasadoras rodaron por sus mejillas.
Siguieron algunos instantes de silencio, que fueron interrumpidos por la llegada del ponche que humeaba, difundiendo un agradable aroma por donde pasaba.
—¡Bebamos! dijo el arlequin: y llenando una de las dos anchas copas de cristal que habian traido con el servicio, la puso delante de su compañero, y añadió:
—Bebe, Luciano, y olvidarás.
—¡Oh, sí! ¡necesito olvidar! murmuró el pintor con voz sorda: necesito olvidar á mi madre, á mi hija, á la miseria, que llama á las puertas de mi casa!
—Y ….. ¿nada mas? preguntó el arlequin clavando una mirada profunda en el semblante del pintor.
—Nada mas, respondió este bajando la voz, y como haciendo un penoso esfuerzo.
—Algo mas tienes que olvidar, Luciano, repuso el máscara, en tanto que el pintor llevaba á sus lábios con mano convulsiva la humeante copa, y la bebia apresurado: sí, algo mas tienes que dar al olvido.
Luciano dejó sobre la mesa su copa vacía y apoyó la frente entre sus manos: pero el arlequin se la hizo levantar y continuó hablando así:
—Tienes algo mas que olvidar, Luciano: mucho mas: porque pasas en silencio lo que mas te martiriza, lo que mas preocupa tu pensamiento.
—¿Yo....? repuso con acento trémulo el esposo de Wilna, cuyas mejillas se habian animado con un débil carmin, efecto de la bebida que habia entrado en su estómago vacío.
—Tú, sí: lo que mas deseas, es olvidar que tu mujer no te ama, que no te ha amado jamás!
Escapóse un rugido del pecho de Luciano: levantóse rígido, terrible, y apretó los puños amenazando al máscara que se levantó tambien.
—¿Quién eres? gritó con voz enronquecida: ¿quién eres tú, que sabes todos los secretos de mi vida? ¡Oh! ¡quien quiera que seas, morirás!
—Soy un amigo, respondió el arlequin: soy un amigo tuyo, acaso el último que te queda, acaso el último que puede decirte:—¡valor!— acaso el único que puede enviar un rayo de luz al caos de dolor y oscuridad que te rodea por todas partes: óyeme aun, que pronto acabo.
El máscara llenó de nuevo el vaso de Luciano, que lo bebió de un golpe, y luego continuó:
— Wilna no te ama, ni te ha amado jamás: su corazon era ya de otro cuando casó contigo y todos sus latidos pertenecen á aquel ser afortunado: á pesar de tu hermosura, á pesar de tu talento, á pesar de tu bondad, Wilna no te ama, no ha podido amarte jamás.
—¡Ah! ¿dónde está? ¿dónde está ese hombre? esclamó Luciano, hiriendo la mesa con su puño, y ébrio de furor: ¿quién es? ¿cómo se llama? nunca he podido verle.... nunca he sabido su nombre ni su condicion!
—¿Para qué necesitas saberlo? preguntó el arlequin con una risa sardónica: otra cosa hay que te importa mas averiguar.
Luciano no dió muestras de haber comprendido bien estas palabras: la bebida caliente, que estaba apurando desde hacia rato, se habia subido á su cerebro, exaltándole y poniéndole en un estado de estraño sonambulismo.
Tenia la mirada fija en el vacío, como si mirase á un punto invisible para todos los demás, y allí creia ver moverse sombras amadas para él, y que le habian rodeado en otro tiempo.
—¡Ah, mi madre! esclamó con voz sorda y temblorosa: ¡mi pobre madre! ¡qué buena era para mí! ¡con qué mansedumbre, con qué abnegacion compartia nuestra pobreza! ¡cómo nos amaba á mis hijos y á mí!
—¿Amaba tambien á Wilna? preguntó el máscara con acento sardónico.
—¡Ah, no! respondió el pintor: ¡no la amaba, y eso que Wilna era buena para ella! ¡la respetaba, la cuidaba.... y á pesar de eso, no la queria mi madre!
—Es que preveia que Wilna, la alemana, habia de deshonrar á su hijo, el honrado catalan! murmuró el máscara, sin dejar su risa sardónica y su acento burlon.
Estas palabras cayeron como plomo derretido sobre el corazon de Luciano: su embriaguez se disipó como un sueño; pasó la mano por la frente y se levantó con la mirada chispeante y preñada de amenazas.
—¡Miserable! gritó lanzándose al máscara con los puños crispados, y con tan terrible acento que todos los espectadores se volvieron hácia él y la persona que le acompañaba.
Luego, y con un movimiento mas rápido que el pensamiento, levantó su brazo, é iba á descargar un golpe sobre la mejilla del arlequin: uno de esos golpes cuya señal solo con sangre se puede lavar.
Pero el máscara se volvió instantáneamente y detuvo aquel brazo con una fuerza hercúlea, que no hubiera podido esperarse de su aspecto débil y casi enfermizo.
Gran número de curiosos se habia ido reuniendo en torno del máscara y del pintor: cada uno de sus vecinos habia abandonado su sitio y su mesa, y habia acudido al lugar de la contienda.
Luciano, trémulo y descompuesto, permanecia aun sujeto por la fuerte mano del arlequin; sus ojos lanzaban rayos; chocaban sus dientes de furor, y hubiera querido confundir, con su ardiente mirada, á toda aquella gente que habia presenciado su derrota.