Hija, esposa y madre. Tomo I - María del Pilar Sinués - E-Book

Hija, esposa y madre. Tomo I E-Book

María del Pilar Sinués

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Hija, esposa y madre explica lo más importante de su contenido en el subtítulo: "cartas dedicadas a la mujer. Acerca de sus deberes para con la familia y la sociedad". Dos amigas adolescentes se escriben y sus madres hacen otro tanto. La madre de Valentina está preocupada por la melancolía de su hija, por lo que la llevará a educarse con una institutriz que en su pensión proporciona la clase de encuadre educativo que Sinués consideraba ejemplar. Con este recurso, novelando de la correspondencia entre los personajes, la autora convierte los consejos que le interesa ofrecer en una trama alrededor de la formación de las jóvenes.

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Seitenzahl: 474

Veröffentlichungsjahr: 2021

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María del Pilar Sinués

Hija, esposa y madre. Tomo I

 

Saga

Hija, esposa y madre. Tomo I

 

Copyright © 1866, 2021 SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788726882186

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.

 

www.sagaegmont.com

Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

CARTAS DEDICADAS A LA MUJER

acerca de sus deberes para con la familia y la sociedad

Á LAS JÓVENES

Recibid con benevolencia, mis amadas lectoras, este pobre trabajo: os voy en él á referir los buenos ejemplos que he tenido á la vista, las observaciones hijas de mi carácter pensativo; quiero deciros que nada hay tan digno de cariño y respeto en la tierra como unos buenos padres, y que Dios castiga con la desgracia y la aflicción á los hijos rebeldes y desobedientes.

Para vosotras escribo la primera parte de esta obra, graciosas niñas, que vivís bajo el abrigo protector del paterno techo: en ella veréis que la virtud es dulce, hermosa, amable; que sus preceptos son más fáciles de cumplir de lo que creéis, y que llevan en su mismo cumplimiento la más bella recompensa.

Ya lo he dicho en todas las obras que acerca de la educación de la mujer he escrito, y no me cansaré de repetirlo. Si la virtud os asusta, es porque no os la pintan con su verdadero colorido: ella ciñe las hermosas frentes de las jóvenes de rosas y no de espinas; en las páginas que os ofrezco os probaré esto con ejemplos claros y convincentes, con cuadros que no salen de la marcha natural de la vida, y que tienen la adorable elocuencia de la sencillez y de la verdad.

Si alguna vez, al leer este libro, reemplaza en vuestro semblante la sonrisa de la resignación á las lágrimas del desaliento, esa será la recompensa más gloriosa de

La Autora.

PARTE PRIMERA

HIJA

I

Valentina Herrera á Mélida de Campoverde.

Urrea de Jalón, Junio de 18...

Ya estoy en casa de mis padres, querida mía; ya estoy en este apartado rincón del mundo, en tanto que tú aún respiras y eres feliz bajo ese hermoso cielo, en el asilo encantador en que yo he sido tan dichosa y que ya he dejado para siempre.

¡Para siempre! ¡Triste palabra, que resuena de una manera lúgubre en mi oído y deja mi corazón en el vacío de la nada! ¡Ah! ¿Por qué en vez de haber cumplido ya diez y seis años, no cuento sólo la mitad? ¿Por qué se ha llevado Dios á mi tío, cuya fortuna sufragaba los gastos de mi educación? Esta no estaba aún terminada: yo la atrasaba cuanto podía, para no salir tan pronto de la pensión, y lo conseguía... ¡Oh, sí! ¡Aún me quedaban muchas cosas que aprender! ¡Aún hubiera podido permanecer allí dos años más! ¡Dos años más al lado de Mme. Honoria, al lado de nuestras compañeras, y, sobre todo, al lado tuyo, Mélida! ¡Ah! ¡esto, que ya es imposible, me parecería hoy el colmo de la felicidad!

Hoy cumplo diez y seis años: ya sabes que mis padres han querido que los cumpliese al lado suyo, y te aseguro que éste es el más triste aniversario que he conocido desde mi nacimiento. ¡Qué tosco, vulgar é insufrible me parece todo cuanto me rodea! Mélida, sólo á tí te confiaría yo estos pensamientos que casi todos llamarían culpables; pero tú me amas: eres buena, tierna y generosa, y sabrás disculparme. Mi madre, gruesa y encarnada, alegre y llana, como la llaman aquí; mi madre, sazonando los guisos, dando de comer á las gallinas, haciendo calceta á la puerta de la calle y dando los buenos días ó las buenas tardes á estas palurdas labriegas, me avergüenza.

Mi padre, con su levita del año uno, sus zapatos de cordobán, sus medias blancas; mi padre, cuidando de su poca hacienda, yendo por las tardes á vigilar los trabajos con su chaqueta, su sombrero redondo y su bastón grueso como un garrote, no me avergüenza menos.

Y hay otra persona que no me causa rubor, sino ira; casi diría que la aborrezco... pero no... no es ella á quien yo detesto, sino á sus groseras inclinaciones... Hablo de mi hermana María... ya sabes que tiene un año menos que yo; es pequeña, gruesa, rubia, alegre, comilona; se sienta al lado de mi madre á remendar camisas por la tarde; no sabe bordar, ni hacer flores, ni dibujar, ni conoce la música... ¡Oh, es insoportable... y es bien cierto que el tedio me va á matar entre estas gentes! ¡Mélida, qué desgraciada soy, y tú qué dichosa! Tú vivirás siempre en Madrid... ahí has nacido y te has criado... en él te casarás... ¡Yo no tengo esperanza ninguna de salir de este rincón!

Oye la descripción de las gentes que he visto en este pueblo: te hablaré de ellas, y tú, que conoces mis gustos y mis inclinaciones, conocerás también cuán desgraciada soy y cuán poco me comprende nadie aquí.

El alcalde, viejo y brusco labriego á quien todos respetan, porque aquí está desarrollado de un modo maravilloso el espíritu de subordinación; la alcaldesa, mujer seca, regañona con todos menos con sus hijos, que son dos: un zagalón de diez y ocho años, que pone los ojos en blanco cuando mira á mi hermana, y otro de veinte, que aquí pasa por un sabio porque sabe leer y escribir, y que no cesa de decir á todos que soy muy bonita: á mí no me ha manifestado esta galante opinión, y si me la dijese, no tendría gana de repetírmela.

El señor cura, que por dar á los pobres lleva una sotana toda remendada, y está flaco porque su desmedida caridad le aconseja no comer: este buen señor —á quien todos adoran, pero al que todos despojan—parece hecho de miel: tal es la ternura de su corazón, que no puede ver á un pobre sin que se le caigan los lagrimones; con este santo varón se verifica á la letra aquel dicho: Hazte de miel, y te comerán las moscas. Las moscas del vicario son todos los haraganes de Urrea y de los pueblos de los contornos.

Su hermana, Doña Casilda, viuda y algo más joven que el hermano, es la antítesis de éste: el cura es de una mansedumbre inalterable; la viuda de una irascibilidad insufrible: el hermano halla excusa para todo; la hermana regaña á cuantos habla, y á mí también, aunque no sé cómo tiene ánimo para dirigirme la palabra, porque le respondo con toda la insolencia posible, y ya sabes que yo en ese género soy sobresaliente.

Doña Casilda reconviene á los hombres porque no trabajan más, á las mujeres porque cuidan mal de sus hijos, á las muchachas porque tienen novios, á los chiquillos porque gritan y juegan; en fin, nadie se libra de sus regaños.

Todos me miran aquí con un odio que yo creo hijo de la envidia: el primer domingo después de mi llegada, subieron algunas mozuelas á buscarme para llevarme á una casa donde se reunían á bailar y á merendar después; aquella tarde tocaba en casa del señor cura, quien, además de su hermana, tiene el apéndice de una sobrina, hija de ésta, de mi edad poco más ó menos, y que parece idiota á fuerza de oir regañar á su madre y llorar á su tío.

Esta muchacha y mi hermana María están siempre juntas, y yo, aunque me niego á acompañarlas, como me niego á reunirme con todas las demás muchachas, no puedes figurarte lo que sufro al oirlas hablar en su lenguaje tosco y rudo.

¡Oh Mélida, qué digna soy de compasión! ¡A no ser por la caja de libros que me traje, y en la que pusiste tú también todas las novelas que poseías, ya me hubiera muerto de tristeza y de tedio! Aquí nadie me entiende, ni yo entiendo á nadie. Mi padre, que en los primeros días de mi llegada procuraba alegrarme y me acariciaba alguna vez, ahora dice que ya se aburre de verme silenciosa y triste. Mi madre llora, y dice que yo soy la causa; mi hermana se ríe de mí... ¡Ah! ¿por qué se ha muerto mi tío?

Mañana escribiré á tu mamá, que tan buena ha sido para mí; hoy termina ésta, abrazándote, tu desgraciada amiga

 

Valentina.

II

Valentina á la señora Condesa de Campoverde.

Urrea, Junio de 18...

Recuerdo, señora, la amable insistencia con que usted me encargó que le escribiera al separarnos, y que yo se lo ofrecí, á pesar de lo que me agobiaba el dolor de aquella penosa escena. Aún recuerdo á Mélida sentada en un rincón y llorando mi próxima partida, con el semblante oculto entre las manos; recuerdo á Mme. Honoria, nuestra amable directora, que no hacía más que repetir: — ¡Pobre niña! ¡Pobre niña!—Todos compadecían á la desgraciada Valentina, y tenían razón.

¡Cuánto he debido á usted siempre, señora Condesa! Jamás llevaba un regalo á sus hijas sin que tuviera yo mi parte en la dulce memoria maternal: aquí soy muy desgraciada. ¡No hago más que llorar! Ya lo sabrá usted por la carta que hace algunos días escribí á Mélida, y que usted habrá visto sin duda: me he educado lejos de mis padres y hermana, de otra manera que ellos, y difiere nuestro modo de pensar: no tengo yo la culpa de eso; pero soy muy infeliz.

Pensaba haber escrito á usted al día siguiente que á Mélida; pero me ha acometido una fiebre nerviosa que no me ha dejado dueña de mí misma: ya estoy mejor, á Dios gracias, y mi primer cuidado es decirle que nunca me olvido de sus bondades.

Adiós, señora, y reciba el tierno afecto de su siempre reconocida servidora

 

Valentina.

III

La señora de Herrera á la Condesa de Campoverde.

Urrea, Junio de 18...

Una madre infeliz, señora, acude á otra madre en busca de consuelo. Esta carta me la escribe el señor cura, pues yo, por la debilidad de mi vista y por falta de ejercitar mi mala letra, no podría escribir á usted.

¡Mi Valentina se muere! Sí, señora: una amarga melancolía la consume. Desgraciadamente, un hermano mío, que era también su padrino, se encargó de su educación, y la puso en esa corte en un colegio, porque la quería con toda su alma.

— Deja que me encargue yo de tu hija—me dijo: — soy rico, pues ya sabes que hice una gran fortuna en América, y quiero emplear una pequeña parte de ella en la educación de Valentina.

— No—respondió prudentemente mi marido:— gracias, hermano. Te agradezco tu buena intención; pero no quiero que te lleves á Valentina; no quiero que mi hija sepa más que sus padres, porque ¿quién sabe si algún día se avergonzará de ellos? ¡No, no! ¡No te doy á mi hija!

Yo, creyendo esta oposición una manía suya, procuré disuadirle de ella, y lo conseguí: mi marido, señora, es muy bueno, é hice cuanto quise. ¡Ah, de qué modo tan amargo me pesa ahora!

Se ha verificado lo que mi marido había previsto. ¡Valentina se avergüenza de nosotros; no nos ama... nos considera muy inferiores á ella, y lo que es peor, se muere!

Señora, usted comprenderá todo el dolor, toda la desesperación que llena mi alma, y no extrañará que le pida un favor: puesto que usted tiene tanto influjo con mi hija; puesto que ella nombra sin cesar á la de usted, le ruego que le escriba dándole conformidad y buenos consejos: ella tiene en mucho la buena opinión de usted, y si usted la consuela con algunas hermosas palabras dulces y suaves, no dudo que mejorará.

¡Ay, Dios mío! ¿Por qué, siendo tan hermosa, tiene un corazón tan duro? Porque duro lo tiene cuando tanto nos hace sufrir, y cuando no se contenta con su suerte.

Señora, todo entre nosotros le causa hastío y disgusto: la sencillez de nuestras costumbres, nuestros hábitos de modestia y economía; se avergüenza de sus padres, como mi marido había previsto; rehusa salir de su cuarto para todo, y no hace más que llorar.

El día de su cumpleaños me esmeré cuanto pude en hacerla unos pastelillos, creyendo que, pues tanto me los han alabado siempre, á ella le habían de gustar también; mas ¡ay! al verlos delante, dijo:—¡Qué diferencia de los del Suizo de Madrid!

Dicho esto, rompió á llorar desconsoladamente, y se retiró de la mesa sin probar nada.

Señora, ¿qué es lo que enseñan en esos opulentos colegios que tan caros cuestan? ¡A buen seguro que no es la verdadera religión, que enseña la paciencia y la conformidad! Yo soy una tosca labradora, y tal vez me explico mal; pero, señora, ¿no debían enseñar á las niñas á honrar padre y madre? ¿á ser humildes, amables y cariñosas? ¿No debían enseñarles, ante todo, la paciencia en la adversidad, y la fortaleza en los cambios de fortuna? ¡Yo creo que, donde nada de eso enseñan, roban el dinero de la manera más miserable!

Señora Condesa, saque usted de ese colegio cuanto antes á esa niña tan buena como un ángel; que no aprenda á despreciar á los suyos y á ser desgraciada. Pero no: la señorita Mélida no experimentará las penas que mi pobre Valentina, porque no hallará diferencia entre la casa de su madre y el colegio de esa señora Honoria; pero la mía... ¡Ay, ahora siento no ser rica por la primera vez en toda mi vida!

Dispénseme usted, señora Condesa, mi atrevimiento en molestarla con mi carta, sin tener el honor de conocerla más que por el mucho bien que de usted me ha dicho mi hija: la que la importuna, se acoge al sagrado título de madre y al de su más humilde servidora

 

Marta García Herrera.

IV

La Condesa á la señora de Herrera.

Madrid, Junio de 18...

Una madre, señora, no acude jamás en vano á otra madre, porque el amor á los hijos es el mismo en todas las condiciones, en todos los estados de la vida; el amor maternal iguala todas las distancias, y el dolor la hace á usted mi hermana, si ya sus virtudes no la hubieran hecho digna de todo mi afecto y consideración.

¡Pobre amiga mía! ¡Cuánto me duelen sus pesares, sus lágrimas, sus angustias, y con cuánto placer le diría que me dejase para siempre á su hija, que se educaría con las mías! Pero no: esto no sería justo. De esta suerte la privaba de la felicidad de poseer á Valentina, y tampoco esta medida podría curar la llaga abierta por la vanidad en el corazón de esa niña.

No se necesita engañar al mal, sino extirparlo de esa alma joven é inexperta, donde nunca debiera haberse arraigado.

Es preciso que se convenza de que su suerte no es mala, sino dichosa, envidiable, y que cada día debe dar gracias al cielo, que se la ha concedido tan buena.

Es preciso, pobre madre, ayudar á usted en la cura de su hija; y para eso no bastan mis consejos, no bastan palabras que resuenen en su oído y resbalen sobre su corazón como sobre la dura superficie de una sábana de hielo: son necesarios ejemplos que le presten dulce y vivificante calor, que le convenzan, y que alegren esa triste, abatida y enfermiza imaginación.

Para este fin, Mélida le escribe hoy dentro de esta carta, y le anuncia que va á pasar con ella el estío. Sí, amiga mía: confío á usted mi hija; pero no para que la tenga consideraciones; no para que la rodee de comodidades ni la trate con distinciones, no: es para que sea una hermana de Valentina y de María; para que coma con ellas, con ellas trabaje, con ellas pasee, y duerma en su mismo cuarto.

De esta dulce y tierna unión fraternal saldrá, no lo dudo, si no la cura completa, el alivio de Valentina; y si su mal moral se resistiese todavía á huir, entonces será cuando yo la traiga á mi casa durante algunos meses y emplee los remedios heróicos, que ahora conviene reservar.

Mi querida señora, no debe usted atenuar la culpa de esa niña, que nace, más que de la cabeza, del corazón. ¡Oh, sil ¡cuando dice usted en su carta, en esa triste carta que me ha dirigido, que su corazón es duro, no se engaña! No hay que echar toda la culpa á los colegios de los efectos que produce la educación que en ellos se da: la misma educación da distintos frutos, según el carácter de la persona que la recibe, á la manera que un excelente trigo, sembrado en diferentes tierras, produce en unos campos rica cosecha de doradas espigas, y en otros negra y ruinosa cizaña.

Un ejemplo que voy á poner á usted la convencerá de la verdad de lo que digo, más que todas mis reflexiones.

Yo soy también, como usted, madre de dos hijas. Clara, la mayor, cuenta dos años más que su hermana, y el mismo método de enseñanza se seguía con entrambas; sin embargo, Clara era en todo y por todo la verdadera antítesis de su hermana.

Yo no hubiera puesto jamás á mis hijas en un colegio á no haber sido obligada á ello por una cruel necesidad; pero el cuidado de mi padre enfermo reclamaba todo mi tiempo. Durante dos años viajé con él incesantemente: sólo Dios sabe cuántas lágrimas me costó el dejar á mis dos niñas; pero el amor maternal hubo de ceder al amor filial, porque este era mi deber.

Me informé de todas las casas de educación que recibían pensionistas en esta corte, y los informes más favorables fueron los de Mme. Honoria: esta joven, viuda, de conducta intachable y carácter dulce, se hacía amar de las niñas puestas á su cuidado, y ella á su vez las quería tiernamente. Verdad es que las acostumbraba demasiado al culto de lo bello, es decir, que las ocupaba, más que en coser, zurcir y arreglar su equipaje, en bordar, hacer flores y calados; que la obligación preferente de las pensionistas, según su modo de pensar, era un aseo tan esmerado y pulcro, que ya rayaba en coquetería; pero, amiga mía, no es un mal el inculcar en la juventud ese cariño á cuanto es bello, dulce y agradable: generalmente las jóvenes así educadas son más tiernas y sensibles que las que reciben una educación tosca y material, porque en ellas se desarrolla el instinto de lo bello, y nada hay tan hermoso como el ejercicio de la virtud.

En cambio, Mme. Honoria las enseñaba y las enseña hoy á rezar, á comprender lo que rezan, á ser amables, dulces, prudentes, sufridas; pero hay algunas que no quieren aprender, y de este número, fuerza es decirlo, son mi hija mayor y la de usted.

Diez y doce años tenían respectivamente Mélida y Clara cuando las entregué á Mme. Honoria, y ya en aquella época presentaban notables diferencias.

La mayor era de carácter irascible, violento, de modales bruscos é insolentes, vana y llena de caprichos.

Su hermana era amable, modesta y dócil: no estaba engreída con su cuna, porque en su alma, suave y blanda como la cera, se habían grabado estas hermosas palabras del Evangelio:

todos somos hermanos en dios .

Mme. Honoria me refería algunas veces que al leer el sagrado drama de la Pasión del Redentor, Mélida lloraba silenciosa, pero copiosamente, y Clara cerraba el libro y se ponía á cantar.

Cuando la directora las llevaba alguna vez al teatro, Clara se dormía ó se divertía en dirigir sus gemelos á las damas elegantes de los palcos; Mélida seguía palpitante todas las peripecias del drama, gozaba con los dichosos y se afligía con el desgraciado.

Aquella insensibilidad completa, y aquella tierna y profunda propensión al sentimiento, dieron sus frutos con el tiempo.

Clara no aprendió nada de lo que se la enseñaba.

Mélida era sobresaliente en toda clase de labores, desde las más comunes á las más primorosas, y una artista de mérito en música y pintura.

Esto no era extraño: por conquistar una sonrisa de sus maestros, una caricia mía, Mélida era capaz del más rudo trabajo, de los más grandes sacrificios.

Clara era insensible á la aprobación y al enojo: su duro y helado egoísmo la preservaba de las emociones, como una coraza de acero; pero en cambio dió bien pronto entrada á la mezquina y vulgar coquetería, y se dejó galantear por un joven estudiante que vivía enfrente de la pensión, y que por ningún motivo hubiera debido mirar, siendo, como era, calavera y grosero.

Mme. Honoria se apercibió de estas relaciones, que aún no habían pasado felizmente de algunas señas de balcón á balcón, y me avisó al instante: entonces la saqué de la pensión y la tengo en Barcelona, al lado de mi hermano, que es severo, y de su esposa, que lo es también.

Mélida ha seguido en el colegio sin que su índole se haya pervertido: siempre es una niña angelical é instruída; sin embargo, tiene ya diez y seis años, y mañana deja á Mme. Honoria, marchando en seguida á pasar el estío al lado de Valentina. Dentro de ésta va una carta suya, en la que, según dije á usted, le anuncia tan alegre nueva; va con una señora amiga mía, que tiene en esas cercanías una casa de campo.

Adiós, señora Marta, y no dude de que la estima muy de veras

 

La Condesa de Campoverde ,

V

Mélida á Valentina.

Madrid, Junio de 18...

¿Es posible que estés tan enferma, querida amiga mía, y que lo estés por tu gusto? ¿Es posible que no sepas hacer un esfuerzo sobre tí misma para consolar á tus padres, que te aman y su fren con tus penas, con tu falta de conformidad?

Yo he salido también de casa de Mme. Honoria: me hallo en la de mi madre hace tres días, y no estoy ya á tu lado, porque una ligera indisposición ha retardado mi viaje; también yo sentí dejar á nuestra amable directora y á nuestras compañeras; pero, fuerza me es decirlo, sin que por eso creas que mis palabras envuelven una acusación á tí: lo he sentido de otro modo que tú.

¡Dios mío! ¡Si mi buena y sensible mamá me hubiera visto hacer extremos de dolor, se hubiera muerto de pena! Hubiera pensado que no la quería tanto á ella como á Mme. Honoria, y hubiera tenido razón en creerlo así.

No, no, Valentina: lo que más se debe querer en el mundo son unos buenos padres, como dice el señor cura de San Luis, que era muy amigo del mío y que hoy aún visita con mucho cariño nuestra casa. Todo se puede hallar de nuevo sobre la tierra, menos padre y madre.

Cuando yo dije á Mme. Honoria lo que te había afligido el salir de su casa, ¿sabes lo que me respondió con el semblante muy triste?

— Mucho me halagaría ese cariño que Valentina ha tomado á la pensión, si en él tuviera menos parte la vanidad; pero por nada del mundo querría que sus padres me culpasen á mí de la indiferencia de su hija.

Vamos claros, Valentina, y deja que te diga la verdad, que yo sola sé: la verdad es que tú eras bastante coqueta, y que te agradaba ver y ser vista; que eras dichosa al oir que te decían en la calle, al pasar con nuestra directora y conmigo por delante de algún sitio concurrido, en el Prado por las tardecitas del verano, ó al lado de nuestro palco cuando nos llevaban al teatro:—¡Qué linda es! ¡No hay en la pensión de Mme. Honoria criatura más preciosa!

En esto tenían mucha razón, y nadie como yo ha admirado tu belleza, que es encantadora; tu tez me ha parecido siempre más blanca y delicada que las azucenas; tus azules ojos, dos estrellas; tu cabello negro era la admiración de todas; tu talle el más elegante y esbelto. ¡Cuántas envidias causabas! Y ahora, mi pobre Valentina, ¡cuánto debes sufrir, amando tanto el incienso y la adulación!

Quisiera estar en tu lugar, y que tú estuvieras en el mío, ya que te halaga y satisface todo aquello de que yo hago tan poco, ó por mejor decir, tan ningún caso; pero ¿qué digo? ¡No, no! Por nada del mundo quisiera yo dejar de ser la hija de la caritativa, dulce y tierna señora á quien debo el sér, ni la hermana de Clara, de esa Clara á la que tanto culpan y que, sin embargo, tanto vale.

¡Ay, Valentina! al tocar este punto, mi corazón llora amargamente. ¡Clara desterrada, castigada, lejos de nuestro ladol ¿Y por qué? Por una falta inspirada sólo por la fría y vacía vanidad; porque quiso tener novio siendo aún niña; porque escuchó, para conseguirlo, á un hombre que no era digno de ella ni por su posición ni por su cuna.

Valentina, ya sabes que soy reflexiva por natu raleza y poco alegre: muchas veces estoy pensando á mis solas, con profundo dolor, que mi ami ga y mi hermana son desgraciadas por haber dado cabida á la vanidad.

Si cuando yo esté ahí contigo, que espero será muy pronto, pudiéramos llevarnos á Clara con nosotras, ¡qué feliz sería yol La pobre no escribe á mamá pidiéndole que levante su destierro, porque es muy orgullosa; pero á mí sí me escribe, y me dice que es muy desgraciada. ¡Pobre hermana míal ¡Ella también era muy hermosa! ¡Ella y tú érais la admiración de todos, y yo era dichosa cuando os elogiaban!

Pero volvamos á tí, mi pobre amiga; á tí, triste y enferma. Mañana salgo para ir á tu lado, con una señora amiga de mamá, que tiene cerca de ese pueblo una bella casa de campo: dentro de pocos días estaré al lado tuyo, y quizá consiga yo persuadirte de que la vida no es tan triste, ni aun en Urrea, como tú la ves; en todas cosas, Valentina mía, hay que buscar el lado mejor, porque, buscando el peor, acusamos tácitamente á Dios, aclamándole injusto, y como haciéndole responsable de nuestros inmotivados dolores.

Oye una cosa que te voy á contar como un ejemplo vivo, ya que por mi juventud y mi ignorancia no puedo darte consejos que te convenzan.

Después que tú te marchaste dejándonos tan tristes, vino un día á pedir limosna á la puerta de la pensión una chica como de doce años, tan fea y contrahecha, que daba miedo. Justamente llegó á la caída de una hermosa tarde, que iba yo á salir con Mme. Honoria á dar un paseo: ella iba á tirar del cordón de la campanilla al abrir nosotras la puerta, y casi me sobrecogió de horror su aspecto.

— ¡Señoras, una limosna por el amor de Dios! — exclamó, extendiendo su mano, grande para su edad, seca y fría como la piel de un reptil.

Yo había visto entre tanto que era jorobada, y sus facciones, toscas y grandes, eran el tipo más acabado de la deformidad: tenía la nariz chata, la frente abultada, la boca torcida; sólo dos hermosos y rasgados ojos garzos hacían tolerar estos defectos; y era lo más extraño que aquellos ojos alumbraban con rayos de plácido gozo la extrema fealdad de la pobre muchacha.

— ¡Es una niñal—dijo Mme. Honoria con pena;—acércate añadió, —y dime cómo te llamas.

La muchacha se acercó; cojeaba de una manera lastimosa, porque tenía una pierna mucho más corta que la otra.

— Me llamo Petra, — respondió con dulzura.

— ¿Tienes padre?

— Madre sólo, y está baldada y enferma.

Una lágrima se desprendió de los hermosos ojos de Petrita al decir estas palabras.

— Mélida—dijo Mme. Honoria, —¿quiere usted cambiar su paseo por una visita á casa de esta pobrecita?

— ¡Oh, sí, señora!—contesté.

— Vamos, pues: daremos antes un pedazo de pan á esta niña, y luego nos acompañará á ver á su madre.

Petra entró con nosotras, cojeando, y yo misma fuí á buscarle un pedazo de pan y un trozo de carne asada; luego salimos las tres, y ya era cerca del anochecer cuando llegamos á una mísera buhardilla de Lavapiés, situada bajo el tejado, y en la que estaba tendida sobre un jergón la madre de Petra.

¡Ah, Valentina! Si mirásemos á los que son más desgraciados que nosotros, jamás nos quejaríamos de nuestra suerte. ¿Por qué nos complacemos en atormentarnos, mirando siempre á los que viven y se mueven en una esfera más brillante y más hermosa?

Te contaré lo que ví, y cuando lo sepas, darás á Dios mil y mil gracias por haberte hecho tan dichosa, á pesar de lo mucho que te quejas de tu suerte.

VI

Continúa la anterior.

La buhardilla no podía ser más mísera y desmantelada: la única ventana que había tenía rotos todos los vidrios y tapados con papeles pegados con engrudo, que el viento había arrancado con violencia, y que caían á los lados, á la manera que los restos de desgarradas banderas.

A no ser por lo benigno de la estación, hubiera sido del todo imposible permanecer allí, á causa del viento que se colaba, silbando tristemente por hallarse comprimido.

Aquella corriente debía ser, sin embargo, muy perjudicial para la pobre mendiga, madre de Petra, que se hallaba sentada é inmóvil sobre un delgado y mísero jergón tendido en el suelo.

Al ruido que hicimos para entrar, levantó la cabeza, que tenía caída sobre el pecho, y miró hacia nosotras con sus ojos turbios y casi sin vista.

Ya era anciana, y lo parecía más al ver su demacración y flacura; pero había en su semblante una mezcla de dulzura y de resignación que conmovía en medio de aquella horrible miseria, y que brillaba como una pura rosa entre un inmenso zarzal.

— Madre—dijo Petra, —aquí hay unas señoras que han venido conmigo; hace muy poco fuí á su casa á pedir limosna: me la han dado, y además han querido ver á usted.

— ¡Dios se lo pague!—dijo la anciana.—Señoras, soy muy desgraciada, sobre todo por la miseria que pasa esta pobre criatura, que es la sola hija que me queda de seis que he tenido. ¡Ah! si no fuera por mi enfermedad, aún podía trabajar en mi oficio de pasamanera; ¡mas para nosotros los pobres la enfermedad es el hambre, la desgracia, la muerte!

— Ya procuraremos socorrer á usted—dijo Madame Honoria, —y buscaremos almas generosas que nos ayuden á conseguirlo. Dios es bueno y no abandona á los que le aman.

— Señora, yo he estado bien y he sido dichosa— prosiguió la pobre tullida:—mi marido y yo trabajábamos de cordoneros y ganábamos buen jornal; criábamos á nuestros hijos en la virtud: ya eran grandecitos los dos mayores cuando murieron, y mi marido se fué detrás, porque no pudo soportar aquella pesadumbre; entonces quedé yo sola para mantener á cuatro criaturas, y tan triste y desmayada de valor, que sólo el afán de alimentarles me daba fuerzas. Ya se ve: mi marido era para mí lo mejor que había en este mundo, y le había perdido.

De mis cuatro niños, Dios llamó á tres, y sólo me quedó Petra, la más desgraciada de todos. ¡Dios se llevó, no los mejores, que todos los hijos son buenos para una madre, sino los más hermosos! El dolor que sentí fué tal, que poco á poco quedé impedida: ya era vieja, y el médico del barrio que me visitó, me dijo que para mí ya no había remedio. De esto hace cuatro años: como nada ganaba, los vecinos compraron el ajuar de mi casita, que tanto me había costado reunir, y poco á poco me fuí quedando sin nada. Hace tres días que mi pobre Petrita, al ver que ni siquiera teníamos un pedazo de pan, salió á pedir limosna, y trajo algunos cuartos: con ellos hemos comido dos días... hoy, no habiendo nada, volvió á salir... y ya saben ustedes lo demás.

Al acabar la pobre vieja su triste relato, corrían algunas lágrimas por sus mejillas, que Petra se apresuró á secar con su destrozado delantal.

— Buena mujer — dijo Mme. Honoria, — vea usted lo que puedo hacer en su favor: hay en mi casa una pequeña buhardilla, algo mejor y más abrigada que ésta; es mía, porque pertenece á mi habitación, y yo se la daré de balde. Entre las señoritas de mi pensión se echará un guante para hacer un traje completo y alguna ropa blanca á Petra; ésta aprenderá con las demás niñas del colegio, y así que sepa coser regularmente, le buscaré labor para que gane algún dinero; entre tanto, yo me encargo de interceder con algunas personas influyentes, á fin de que alcancen para usted algún socorro de los fondos de Beneficencia, y mientras llega, yo cuidaré de su manutención.

— Dios mío — exclamó la pobre anciana, alzando al cielo sus ojos, ya que no podía juntar sus manos:—¿cómo he podido yo merecer tanto interés, tantos favores? ¡Petra, hija mía, ya que yo no puedo, arrodíllate tú y besa la mano á nuestra bienhechora!

La muchacha, que estaba llorando, iba á obedecer; pero la buena Mme. Honoria no lo permitió.

Han pasado ocho días, y la pobre tullida está hoy en el cuartito abrigado que le ha cedido Madame Honoria: esta buena señora le ha conseguido seis reales diarios de los fondos de Beneficencia, según le prometió.

Petra aprende de la cocinera de la pensión á guisar, y con las lecciones de Mme. Honoria, á coser: todas dimos algo para su traje, y se recogió, no sólo para ella, sino también para hacerle otro á su madre, y para comprar sábanas para la cama.

La muchacha madruga; compra por la manana sus pequeñas provisiones, y luego hace el almuerzo para ella y su madre; después baja al colegio, y se pone á coser con afán.

Por la tarde da de comer á su madre, la desnuda, la acuesta, y así que la deja dormida se pone á coser, á la luz de un veloncillo, hasta las doce.

Y bien, Valentina, ¿podrás creer que esta misera criatura, sin presente, sin porvenir, sin belleza física, sumergida en la miseria, está siempre alegre como un pajarillo, en medio de su improbo trabajo, de sus tareas y fatigas?

Como compensación de todas sus fealdades y desproporciones, tiene una voz encantadora, dulce, flexible, arpada como la de un ruiseñor: siempre está cantando, siempre alegre, siempre es dichosa; y no porque le falte la luz natural de la razón ni la facultad de reflexionar: su carácter es grave y dulce; su talento penetrante, y bien lo prueban la rapidez con que aprende todo cuanto se le enseña, y sus adelantos en todas las haciendas y labores; pero hay en ella un fondo de mansedumbre y de bondad, que es lo que sustenta la alegría más que las prosperidades. ¡Sí, Valentina: amando á Dios, nada se encuentra amargol Y aunque te parezca una necia vanagloria de parte mía, creo que debes darle gracias porque me lleva á tu lado, donde espero que conseguiré convencerte de que, si no eres feliz, es porque no quieres serlo.

 

Melida .

VII

Mélida á la Condesa.

Urrea de Jalón, Julio de 18...

Ya hemos llegado, querida mamá mía. El viaje ha sido feliz, y sólo considero necesario decirte dos cosas acerca de él: que no he sentido mareo y que he comido bastante bien. Está, pues, tranquila: aquella ligera indisposición, que tanto temor te causaba, pasó del todo y creo que no piensa volver.

Ya sé que me acusarás por no hablarte de las molestias del viaje; pero no lo hago, porque sólo una he sentido: la de estar lejos de tí; por lo demás, el coche de la señora Mariscala es excelente, y el viaje con ella muy agradable.

Y á propósito, mamá: tú, que tienes tanto talento y una inteligencia tan elevada, ¿me podrás decir por qué acusan á esta señora de orgullosa; por qué la ridiculizan: por qué, en fin, cuenta con tan pocos amigos?

Yo tenía ya en la pensión muy malas noticias suyas: una de las señoritas educandas la conocía, por ser bastante amiga la señora Mariscala de su madre. Un día fué á verla con aquélla y le llevó dulces y una linda cartera de cuero de Rusia para escribir: á pesar de este bonito regalo, así que su mamá se hubo retirado con su amiga, se dirigió á mí y me dijo:

— No puedo sufrir esa odiosa mujer. ¡Qué empeño el de mamá en ser su amiga!

— ¡Pues ella parece querer á usted!—le respondí admirada:—¿no acaba de hacerle un precioso regalo?

— ¡Que me enoja tanto como ella! Quédese usted, querida Mélida, con la cartera y los dulces.

— Gracias, —le respondí bastante secamente, á lo que creo, porque al instante repuso:

— Conozco que no debía ofrecer á usted lo que á mí no me agrada; pero no importa: en la pensión hay otras menos delicadas que usted, y no faltará quien quiera aceptarlo y me desembarace de ello. Sepa usted que esa mujer es insufrible; que es el orgullo mismo: porque su marido era Mariscal de Campo, se hace llamar por todos la señora Maríscala y admite el tratamiento de sus criados. ¡Vea usted! Mi papá es Teniente General y Conde, y mi mamá podía hacerse llamar, por esa cuenta, Generala Condesa, y á mis hermanas y á mí Generalitas; pero lejos de eso, es lo más afable del mundo con todos los criados de casa.

— Pero, amiga mía—le respondí yo, —el que su señora madre sea tan bondadosa, no hace culpable á esa señora de ninguna falta grave; tiene gusto en que respeten su posición y la reconozcan: nada más.

— ¿Nada más? ¡Si se cuentan de ella cosas increíbles! Tiene dos hijos: el uno está viajando con un ayo— porque esa señora es muy rica, —y el otro está en su casa, porque sólo cuenta ocho años, y tiene otro ayo; pues bien: ¿querrá usted creer que al uno le llama Cesar y al otro Aurelio? ¡Dos héroes romanos! Sólo faltaba haber antepuesto el Marco para el pequeño, lo que sin duda hubiera hecho por su gusto, y á no habérselo quitado de la cabeza su marido. Es una hidalgona aragonesa, cuyo abuelo dicen que fué señor de horca y cuchillo, cuyo padre se hacía dar tratamiento por sus hijos, y que tiene un hermano Arzobispo y otro Oidor de la Chancillería de Indias.

— Y bien —repuse yo, — en todo eso sólo veo que esa señora es de nobilísima familia.

— ¡Espere usted, espere!—dijo mi compañera con mal humor: — además cuentan que hace que cada noche recen con ella y de rodillas el rosario todos sus criados; que sus lacayos vistan de calzón corto, media de seda y peluca empolvada, y que hasta el niño Aurelio se ponga de punta en blanco para comer con su corbatita de batista; ¡y esto para comer sólo con su mamá, que jamás deja sus bucles empolvados, su escofieta de encajes, su vestido nesgado y sus medias de seda! Lleva para el rape una caja de oro guarnecida de perlas, con un ramo de pedrería sobre la tapa, que creo fue regalo á su esposo del Rey Carlos IV; lleva en sus pequeñas manos más de treinta sortijas, y al cuello, sobre un canesú que le regaló en Francia la Reina María Antonieta, una cruz de topacios y perlas que recibió de la Reina María Luisa de España. ¡Qué museo de antigüedades! Cuando oye la misa en su oratorio, que la dice su capellán todo lo más larga que puede, se pone sobre su traje cortito una capa de seda negra, que es una especie de manto abacial: sólo la falta el báculo para ser una Merofleda ( 1 ) del tiempo de los galos.

Al oir comparar á aquella señora respetable al criminal personaje que la historia me ha enseñado á conocer, se acabó mi paciencia, y dije á la mordaz señorita:

— Voy á escribir á mi hermana: hasta luego, Después de aquel día, querida mamá, oí otras muchas veces á la misma señorita desatarse en invectivas contra la señora Mariscala, á la que, al parecer, profesa una violenta antipatía, y me ha dicho que apenas hay persona que no la deteste del mismo modo por su ridícula vanidad.

Y, sin embargo, á mí, la sola vez que la ví en la pensión, me pareció una señora de nobilísimo aspecto, de una dignidad natural y sencilla y de una perfecta educación.

Luego, al verla en nuestra casa y en tu intimidad, mamá mía, me dije que forzosamente debía valer mucho para que tú le concedieras tu cariño y confianza; y más tarde, en los pocos días que he pasado á su lado, me ha encantado la ternura que rebosa su trato, y me parece digna de la mayor veneración por su caridad, su grave y dulce sencillez, no menos que por su alta clase.

Esa colección de pobres viudas, de huérfanas solteras, ya ancianas, que reúne en su casa cada tarde para que pasen á su lado también la velada, y á la que llaman graciosamente su corte; esa gran reunión de personas pobres á las que, con un delicado pretexto de chocolate, da cada noche una sólida y apetitosa cena, es la muestra más elocuente de su caridad, de su beneficencia.

Durante el camino que hemos hecho, como sabes, en su gran coche de colleras, escoltadas por sus criados, se ha mostrado conmigo tan cariñosa y tierna como tú, madre mía, pudieras desear: veía yo que agradecía profundamente los cuidados que tomaba por el niño, que ya te figurarás los que podrían ser, llevando Aurelio su coche particular para él, su ayo y su ayuda de cámara, y que sólo pasaba en nuestro carruaje un rato cada tarde.

Llegamos á Urrea á las nueve de la noche: me esperaba toda la familia de Herrera, llena de un ansia gozosa; la señora Marta me recibió en susbrazos y después me puso en los de Valentina. ¡Oh, mamá! ¡Cuán cambiada he hallado á mi pobre amiga! ¡Valentina es apenas la sombra de sí misma! Y, sin embargo, me ha parecido más bella que nunca.

La señora Mariscala siguió su viaje hasta su casa de campo, que es más bien, ó parecía desde lejos, un soberbio castillo: sólo dista una hora de Urrea. Me abrazó y suplicó á la señora de Herrera que me permitiese ir á verla con frecuencia y que me acompañase, así como sus hermosas hijas.

Ahora son las doce, y acabo mi carta, porque no hubiera podido dormir sin escribirte, madre mía. Valentina está á mi lado, pensativa y triste: de cuando en cuando me da un beso en el cuello. María tampoco ha querido acostarse por esperarme: ya te hablaré de ella. En derredor mío veo nuestras tres camitas blancas, presidiéndolas la Virgen bajo la advocación de su Concepción sin mancha, santa y dulce protectora que nos da la señora Marta.

Adiós, buena y amada madre mía: nada temas por mí; rezaré antes de entregarme al sueño por tí y por Clara, como también por mi padre, que ya está en el cielo; te escribiré largo, y te ruego que tú lo hagas también. A diós otra vez, y recibe, con mil besos, el corazón de tu amantísima y agradecida hija

 

Mélida .

VIII

La Condesa á Méllda.

Madrid, Julio de 18...

En este momento, hija mía, acabo de recibir tu carta. No te puedo explicar el bien que ha causado á mi ánimo, abatido por tu ausencia, sobresaltado por el temor de una recaída en la dolencia de que apenas estás restablecida: si quieres que esté tranquila, cuídate mucho para conservar tu salud, que ya sabes es delicada.

No dudo de que te hallarás muy bien al lado de esa excelente familia: puedes suponer que, antes de permitir que fueras á su lado, la conocía yo muy á fondo por minuciosos y verídicos informes que he tomado. Respeta y obedece á los padres de Valentina, hija mía, y procura disipar la dolencia moral de tu amiga; hazle conocer la injusti cia de sus quejas, y que ofende á Dios con ellas, porque ya te lo he dicho muchas veces y no me cansaré jamás de repetírtelo: las quejas continuas, el descontento de nuestra propia suerte, ofenden á Dios y atraen su justa cólera sobre nuestras ca bezas.

El ambicioso, el que se deja dominar por la vanidad, nunca es dichoso en esta vida: sólo lo es el que acata la voluntad divina, el que dice con sincera humildad desde el fondo de su alma:

«¡Dios mío! ¡Hágase en todo y por todo tu voluntad santísima! ¡Yo soy tu hijo, y te obedeceré! »

No puede esperarse en este mundo, Mélida mia, felicidad completa: al lado de la alegría, está el dolor; la dicha debe ser reemplazada por el pesar, y las lágrimas por la sonrisa. Demos gracias al Señor de todo lo criado por la alegría, y no le culpemos por los pesares, pues éstos provienen con frecuencia de nosotros mismos, y cuando Él nos los envía para probar nuestra paciencia y resignación, nos ofrece, para consolarnos, la esperanza del cielo.

En mí misma puedes ver, hija mía, la verdad de mis palabras: nací en noble y opulenta cuna, y la rodeó la más pura felicidad durante mis primeros años; pero ya sabes que, apenas contaba tu edad, tuve el dolor de ver morir á mi madre; ésta descendió muy joven al sepulcro, y la alegría huyó del corazón de tu abuelo para no volver á aposentarse en él; yo tenía el deber de consolarle, de hacerle una constante compañía, y lo llené, si no cual debía, al menos lo mejor que me fué posible. Uno de sus amigos tenía un hijo, y este joven me amó y yo le amé también: tu abuelo aprobó nuestro cariño, y su semblante apareció iluminado con un rayo de gozo, por la primera vez después de tres años, el día que recibimos la bendición nupcial.

Cuando nació Clara, todos fuimos muy dichosos: llevaba el nombre de tu abuela y no tardaron en aparecer los rasgos de su belleza en su rostro infantil: prometía asemejársela en todo, y es, en efecto, un retrato suyo.

Dos años después viniste tú para aumentar nuestra alegría; pero ésta debía durar poco: apenas contabas algunos meses, cuando tu padre sucumbió víctima de una fiebre maligna que se lo llevó en breves horas.

Este golpe cruel me anonadó: ¡era viuda! ¡Viuda á los veinte años! Y debía vivir para vosotras; para vuestro abuelo, cuya salud era cada día más débil y más achacosa.

El fué el que estancó la sangre que brotaba de las heridas de mi alma, con algunas frases cristianas. ¡Oh, qué admirable poder es el de la religión y qué sublimes consuelos sabe prestar!

— Hija mía —me dijo tu abuelo, —los buenos no mueren: le hallarás en el cielo; ya está al lado de tu madre, que nos espera también hasta el día en que Dios quiera reunirnos; inclina la frente ante su voluntad soberana para lograr este supremo bien, y tengamos resignación: el mundo no es nuestra patria, sino un destierro que hemos de pasar en breve tiempo.

Esperé: vuestra vista me daba valor y devolvía la calma á mi corazón angustiado; crecíais hermosas y lozanas como dos flores, abrigadas con el calor de mi cariño.

Ya me iba reconciliando con la vida, cuando la dolencia de tu abuelo se agravó de tal modo, que los médicos opinaron ser imposible conservar la suya si no viajaba para distraer su ánimo, que las desgracias, á pesar de su profunda piedad, habían abatido.

Entonces, hija mía, llegó para mí la más amarga de todas las pruebas: hube de dejaros para cuidar de mi padre, enfermo y triste; no te diré que éste era mi deber, porque, siendo madre, podría creerse que estas palabras son dictadas por la egoísta esperanza de obtener otro tanto de vosotras si algún día lo necesitase: sólo sí te diré que fuí presa de crueles combates y que padecí el más atroz de los martirios durante los dias que pasé en arreglar vuestro equipaje y en llenar todas las formalidades indispensables para dejaros bajo el cuidado de Mme. Honoria.

Partí, al fin, con tu abuelo; y después de viajar durante tres años, le perdí en Roma.

¡Cuánto inútil sacrificio! Me ví sola en tierra extraña, rodeada de dolor, y era joven é inexperta; pero alcé al cielo los ojos y dije:

— ¡Señor, hágase tu voluntad; pero dame el valor necesario para cumplirla!

Un mes después, volvía á España acompañando el cadáver de tu abuelo, embalsamado, para colocarle al lado del de su esposa: ¡no podían serseparados en la tumba los que tanto se habían amado en vida!

Os dejé en la pensión, esperando adquirir la tranquilidad necesaria para traeros á mi lado: no debe entristecerse á la infancia con el espectáculo de un dolor agudo y continuado; pero ¡ay! apenas había empezado á probar algún sosiego, tu hermana Clara se encargó de acibarar todos los instantes de mi vida.

Tú sabes lo demás, hija mía; tú sabes hoy si soy desgraciada al verme obligada á desterrarla lejos de mí, No quiero ocultártelo, Mélida: si te he permitido ir á esa aldea por algún tiempo, es porque voy ocultamente á ver á tu hermana. ¡Sí! Salgo para Barcelona: recuerdo la proverbial severidad de tu tío, rudo marino, que desde muy niño dejó el lado de nuestros padres y que surcaba los mares cuando murió tu abuelo. ¡Clara no me escribe! ¿Estará enferma? Esta sospecha desgarra mi corazón.

Salgo dentro de dos horas, y no lo he hecho antes porque quería saber que habías llegado buena: así, pues, hija mía, no me escribas hasta que yo te avise, y está tranquila acerca de mí.

Si tu hermana me pidiese el olvido de sus errores á cambio de una promesa de enmienda, la traería conmigo; vendrías tú, y yo sería al fin dichosa á vuestro lado. Reza, hija mía, para que esto suceda.

Obedece en todo y por todo á la Mariscala, y ve á saludarla cada día: á pesar de sus rarezas—todas hijas de su orgullo, que es muy grande, — es una señora excelente y llena de virtudes, á quien amo como si fuera mi hermana y á quien tú amarás también; además, es casi de la familia, por ser prima de la esposa de mi hermano, en cuya casa está Clara.

Adiós, hija mía: hasta que te escriba, que será en breve, recibe un tierno abrazo de tu cariñosa madre.

 

Luisa de Campoverde .

IX

Mélida á Mme. Honorla.

Urrea de Jalón, Julio de 18...

Cumplo, querida señora y amiga mía, con el mayor placer, el encargo que me hizo usted de que le escribiera apenas llegase á este pueblo; y lo cumplo con tanto mayor gusto, cuanto que no puedo escribir ahora á mi amada mamá, que debe hallarse en camino para Barcelona, á donde la llaman su ardiente deseo de ver á mi hermana y el cuidado que le inspira su silencio.

Yo, amiga mía, sería aquí muy dichosa á no impedir el complemento de mi felicidad el estarlejos de las personas que me son más amadas en la tierra. Para distraer mi pensamiento de las aflictivas ideas que le asedian, no menos que para participar á usted mis impresiones, voy á contarle lo que he visto.

La casita de esta honrada familia es modesta, pero no carece de comodidades. La señora Marta, que á mis ojos es el tipo fiel de la esposa ejemplar, de la madre tierna y de la mujer cristiana, es el ángel bueno de esta familia: sólo conocen aquí el dolor por la presencia de Valentina, que no puede dominar la amargura que le causa el haber cambiado de posición. Mi querida señora: yo no sé qué decir ya á esta pobre muchacha para consolarla, ni aun para hacerle soportable la vida; tres días há que he llegado, y á pesar del cuidado en que estoy por la salud de Clara y por la ausencia de mi buena mamá, todo me parece alegre, bello, encantador: esta casita de yeso y ladrillo, en cuyo patio nacen el reseda y los tomillos aposentándose en los rincones, y por cuyas agrie tadas paredes corren las lagartijas; esta casita, que lleva por delantal un verde y florido huertecillo, y á la espalda un frondoso y fresco plantío de abetos y de tilos; esta casita risueña, con pequeñas ventanas entoldadas de blanca y humilde muselina y adornadas de macetas, me parece la mansión de la alegría, de la paz, de la felicidad, y...casi no me atrevo á decirlo... pero usted, amiga mía, comprenderá esta puerilidad: desearía que mi madre, en vez de ser la noble Condesa de Campoverde, fuese una pobre aldeana como la señora Marta, para vivir yo á su lado en una casita como ésta.

¡Qué hermoso está el campo durante las horas de la velada! Anoche no podía resolverme á irme á recoger. A la espalda del extenso corral hay una puertecita que da al plantío de los abetos: allí hizo sacar sillas para todos la señora Marta; éramos ella, su esposo, los dos hijos del alcalde, su hija María y yo. Valentina, que se había quejado de dolor de cabeza, se había ido á acostar.

Cantaba el ruiseñor en la espesura del bosque; la luna dejaba filtrar sus apacibles rayos por entre las ramas de los árboles, y una fuentecilla natural, que se transforma en arroyo á los pocos pasos de su nacimiento, murmuraba dulcemente; las ranas dejaban oir su monótona canción, que tanto alegra á los niños y que, lo confieso, por fea que sea, transmite á mi alma un dulce y apacible bienestar; el cielo estaba vestido con su más hermoso manto azul, y alguna estrella reía á largas distancias como para consolar á los que lloramos aquí abajo.

¡Oh, amiga mía! ¡Qué hermoso es el campo en las noches de estío! ¡Cuánto murmullo brota de la tierra como para bendecir á Dios! ¡Cómo canta al Supremo Hacedor un himno de alabanza toda la naturaleza! Yo no sé si es que mi salud, siempre delicada, separa mi afición del bullicio de las ciudades, de los placeres tumultuosos, de todo lo que es falso y mentiroso; no sé si mi alma, dotada, según usted dice, de una sensibilidad enfermiza, prefiere la soledad del campo al incesante movimiento de Madrid; pero es lo cierto que delante de esta naturaleza grande y majestuosa, donde oigo en mi alma la voz de Dios, donde veo su mirada en las estrellas, su sonrisa en las flores, y siento el soplo divino de su aliento en la brisa que resbala sobre mi frente... ¡oh, si! es muy cierto que soy dichosa y que aquí quisiera vivir todo lo que me resta de existencia con mi madre y mi hermana.

En esto pensaba yo, cuando oí una voz algo ruda, que me dijo con acento conmovido:

—¡Qué hermosa noche! ¿verdad, señorita?

Me volví, y ví á mi lado al hijo mayor del alcalde.

— Sí—le respondí:—muy hermosa, y aquí se está muy bien.

— ¡Qué!—exclamó con gran admiración, — ¿no echa usted de menos á Madrid?

— No, señor—le contesté:—sólo echo de menos á mi madre y á mi hermana.

¡Ojalá — repuso él, con una candidez admirable, —ojalá que así pensase Valentina! ¡Pero ella no quiere á sus padres ni á nadie aquí... y, sin embargo, todos la queremos y podía ser muy feliz!