Hija, esposa y madre. Tomo II - María del Pilar Sinués - E-Book

Hija, esposa y madre. Tomo II E-Book

María del Pilar Sinués

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Este segundo volumen de Hija, esposa y madre –novela moral en formato de cartas– se enfoca en las maternidades de Clara y Mélida a partir del contrapunto que le interesa recalcar a la autora: qué sucede cuando un niño o una niña son criados desde el rigor, qué sucede cuando son criados desde la condescendencia (suponiendo en ambos casos el afecto). Sinués pensaba que solo consagrándose a una fe cristiana que se expresara en la dedicación a la familia, y evitando por lo tanto todas las tentaciones de la ociosidad, podían las mujeres llegar a ser felices.

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Seitenzahl: 502

Veröffentlichungsjahr: 2021

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María del Pilar Sinués

Hija, esposa y madre. Tomo II

CARTAS DEDICADAS A LA MUJER ACERCA DE SUS DEBERES PARA CON LA FAMILIA Y LA SOCIEDAD

Saga

Hija, esposa y madre. Tomo II

 

Copyright © 1866, 2021 SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788726882193

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.

 

www.sagaegmont.com

Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

Á LAS MADRES

Nada podrá enseñaros la tercera parte de esta obra que vosotras no sepáis ya, porque el más sabio preceptor, por lo que toca al bienestar de los hijos, es el corazón de una madre.

Pero hay ocasiones en las que vuestra ternura se ciega, y no veis el precipicio á donde pueden conducir vuestras condescendencias y debilidad á esos seres, á los que amáis con tanta ternura y abnegación.

Hay asimismo—aunque yo creo que por dicha son muy escasas—madres desnaturalizadas é indiferentes á los santos deberes que Dios les ha impuesto al darles tan augusto carácter; madres que, ocupadas absolutamente de los frívolos asuntos del tocador y del salón, desatienden la santa y grata obligación de velar por sus hijos. Esta negligencia da siempre un amargo fruto, así como lo da la ciega y absoluta condescendencia.

Los ejemplos que aquí voy á ofreceros, los he visto prácticamente en muchas ocasiones de mi vida: no son, por tanto, preceptos los que aquí hallaréis, sino consejos. El que creáis bueno, aprovechadlo; al que no os lo parezca, sírvale de excusa la buena intención que lo ha dictado.

He deplorado muchas veces la educación que reciben algunos niños, y estoy segura de que los padres que no cumplen con sus deberes sufren, aun en esta vida, el castigo de sus faltas.

Los buenos padres, las madres cuidadosas, ciñen en este mundo la más bella y más gloriosa de las coronas.

Si amáis á vuestros hijos, procurad hacer todos un buen uso de este amor, para que dé ópimos frutos que recreen vuestra ancianidad, y para que digáis al Criador, al hallaros ante su Tribunal: «¡Señor, he cumplido la misión que me confiásteis!»

La Autora.

PARTE TERCERA

MADRE

I

Clara á su hermana Mélida.

Quinta de los Tilos, Mayo de 18...

 

Todo duerme en derredor mío, hermana. Son las once, y sólo mi luz vela en esta gran casa, en la que tan bien me hallo.

Camilo ha llegado cansado de la caza, y después de la cena le he persuadido de que debía acostarse.

— ¿Y tú?—me ha dicho.

— Para mí es temprano: trabajaré un rato y luego escribiré á Mélida. Yo no estoy cansada, y tú sí.

— ¿No te aburrirás sola?

— Ya sabes, amigo mío, que yo no estoy sola jamás,—le he respondido señalándole á María y Abel, que jugaban á dos pasos de nosotros.

— ¡Pero tu compañía se dormirá!—me ha dicho Camilo.

— ¿Y qué importa? Aun dormidos, me acompañan: escribiré cerca de ellos. Además, tengo mis libros y mis macetas, que me hablan de tí á su manera.

— ¿De mí?

— Sí, con el lenguaje de su perfume: tú las has hecho trasplantar para mí, y como son los olores que más te agradan, me hablan de tí.

Camilo se sonrió; me abrazó, y luego se sentó para despedirse de los niños, colocándolos cada uno en una de sus rodillas.

Estas despedidas son para él un negocio interminable, y un negocio que padre é hijos quisieran hacer más duradero.

María, con sus ocho años, se hace la chiquita y la mimosa con su padre, que la adora, y conmigo la formal y la muchacha de gobierno.

Abel, tan turbulento, tan hermoso, es el orgullo de su padre: tiene seis años, y parece de más edad que su hermana por lo alto y lo robusto que está.

Mélida: toma tus tres querubines, y vente conmigo á pasar el estío en esta bella y pacífica morada que Camilo ha comprado para que crezcan y se desarrollen nuestros hijos. Deseo que los veas: ¡qué hermosos son! María tiene, como tú, una espesa y sedosa cabellera rubia; los ojos azules y grandes como los tuyos, y mi boca, que has alabado tantas veces.

Ya hace años que no la ves, y durante ellos se ha puesto mucho más hermosa de lo que estaba: su tez es de nieve y rosa; su nariz griega, los hoyitos de sus mejillas, su barbilla rosada y redonda, le dan un perfil adorable.

Abel se ha embellecido también; es más robusto, y su belleza está acorde con su sexo, siendo tan notable como la de su hermana.

Es de carácter osado y voluntarioso; pero le acostumbro á que ceda á la reflexión, y ni su padre ni yo hemos empleado jamás la fuerza con este niño, que, como el acero, se rompería antes de doblarse: el valor está escrito en sus hermosos ojos negros, de mirada tan franca y leal, que parecen reflejar toda su alma.

Dentro de mi cuarto, donde te escribo, está el de mis hijos: cada uno duerme, con la paz de un ángel, en su camita de acero y bronce, con cortinas de muselina blanca; las colgaduras del lecho de María están recogidas con lazos de cinta; las de su hermano, sólo con cordones de seda. Desde la primera edad quiero acostumbrar á mi hijo á los gustos sencillos y varoniles, y formar el de mi hija delicado y gracioso.

María adora á las flores.

Su hermano no pasa una sola vez por delante del cuadro de Jesús en la oración del huerto, que he pintado en el último otoño, que no se detenga con los ojos animados y llenos de lágrimas: desde la primera vez que ví la emoción que despertaba en mi hijo, conocí que mi obra valía un poco.

Adiós, hermana mía: en otra seré más larga.

Háblame de tí, de tus hijos... creo que sufres... no ocultes nada al amor de tu hermana

 

Clara .

II

Juan Bautista á Luciano.

C... Mayo de 18...

 

He recibido, mi querido amigo, tu carta, en la que me invitas á que vaya á pasar contigo algún tiempo en esa hermosa villa de Epila, que tantas veces ha comparado delante de mí tu tío el cura á un canastillo de flores; yo lo haría de buena gana, y hace ocho meses hubiera partido al instante para abrazarte; hoy me es imposible de todo punto, por más que me sea también muy sensible.

¿Qué motivos me lo impiden? Permite que uno de ellos lo calle por ahora; muchos más tengo que puedo decirte.

No puedo dejar á mis hijos solos con mi mujer. Mélida sigue siendo una criatura débil, y á los veinticinco años es tan niña como lo era á los diez y seis, que fué cuando me casé con ella.

Educa á mis hijos—en cuanto está en su mano —con una blandura que no les hace ningún bien, y que á mí, lo confieso, me irrita mucho: así es que á ella la adoran, y cuando yo llego á casa ó salgo de mi escritorio, se ponen á temblar.

Felicia, la mayor, creo que hasta me aborrece: jamás se separa del lado de su madre, y si alza hasta mí los ojos, es con visible temor; no le inspiro á su hermano mayor simpatía, y sólo Carlos, el menor, es el que me profesa alguna inclinación.

El disgusto que esto me produce, y la monotonía que presta á mi casa la índole inalterable y fría de Mélida, creo que han agriado un tanto mi carácter: ya no soy aquel muchacho apacible y dócil que no se separaba ni un instante del lado de su mujer. El trabajo incesante; las noches pasadas en vela sobre mi bufete, estudiando causas criminales ó escribiendo libros profundos; los ataques de mis enemigos, todo esto me ha cambiado de una manera radical y completa.

Mis ilusiones han huído como una bandada de tímidas palomas, y veo la vida amarga desde que conozco la pequeñez y la infamia de la humanidad.

¡Sí, Luciano! mi blanco ropaje de inocencia se ha desgarrado en los zarzales del camino. Mi cabeza está llena de sueños ambiciosos, y todo mi placer consiste hoy en humillar á mis semejantes y en triunfar á sus ojos.

Mi mujer es la que ha disipado el bienestar que me rodeaba, y la que me hizo ver la luz fúnebre de la ambición. Ella me animó al estudio: á los veintiún años era yo inocente y dócil, y me lancé con ansia hacia un porvenir que me hiciera merecerla; pero ¡cuán peligrosa es la senda del talento! Yo puedo llamar á éste un castigo del cielo, pues te aseguro que era mucho más dichoso cuando todo lo ignoraba.

Solo recorro ahora el camino de la vida: la débil criatura que el destino, y también mi amor, han colocado á mi lado, será una santa, pero no es la esforzada y brillante compañera que me conviene y que yo desearía. Pálida y triste, vive á mi lado sin que se queje jamás, pero protestando con su silencio contra todas mis impaciencias, contra la cólera que á veces me domina; sale muy poco, y vive dedicada absolutamente al cuidado de sus hijos: con ellos va á la iglesia y á dar un paseo solitario. Nunca me pide nada, y su pensión de alfileres le basta para sus gastos y para dar limosnas.

Mélida escribe, pero no cartas, porque su correspondencia es muy reducida: escribe muchas hojas de papel, sobre todo por la noche y después de haber acostado á los niños. ¿Qué escribirá? Nunca se lo he preguntado, ni me lo ha dicho; pero no me gusta que las mujeres escriban: creo que la mujer ha nacido sólo para los cuidados del hogar, y que no debe desear otra misión.

Paso el día en mi despacho y recibiendo á mis clientes; las noches en el teatro, en el que tengo una butaca abonada, y los viernes voy á casa de la Baronesa de Castellán, que recibe á las primeras personas de la ciudad, y cuya tertulia, aunque reducida, es muy agradable por el trato encantador de la Baronesa.

Nunca he visto una mujer de belleza más picante y más llena de atractivos.

Apenas llega á los veintiocho años, y ya hace tres que está viuda, viviendo acompañada solamente de una hermana suya, diez años más joven, y también muy bonita y muy espiritual.

En aquella casa olvido la monástica tranquilidad de la mía: allí todo es animación, lujo, poesía. La Baronesa es alegre, y su talento se halla dotado de una valentía y hasta de una mordacidad que la hace temible para enemiga y para amiga adorable.

Te hago, Luciano, la misma súplica que tú á mí. Vente por algunos días á mi lado, para ver si te enlazas aquí con los vínculos del matrimonio, pues ya tienes cerca de treinta años.

 

Juan Bautista.

III

La Marquesa de Montemar á la Baronesa de Castellán.

Madrid, Junio de 18...

 

Tu carta, mi querida Amelia, me ha llenado de asombro, casi de terror. ¡Cómol ¿Desde la populosa y magnífica Londres te has ido á enterrar en esa pequeña capital de una provincia de España?

¿Y por qué? ¡Sólo porque debes algunos miles de duros! ¡Qué candidez! Más bien, ¡qué tontería!

Seguramente, yo debo más que tú. ¿Pero piensas que por eso voy á hacer penitencia? ¡No lo creas! A pesar de ser madre de tres niños, quiero gozar del mundo, de los encantos de la existencia y de los placeres de la sociedad, mientras me sea posible.

¡Si supieras qué coincidencias hay en la vida! La esposa de ese pobre hombre, al que te diviertes en volver loco, fué mi mejor amiga, mi compañera de pensión... y el sér á quien más he amado en el mundo.

¡Mélida! ¡Aún resuena este nombre en mi corazón como una música celestial!

¡Mélida! ¡Qué bonita, qué dulce, qué buena era!

Sí, Amelia: era y debe ser aún un ángel que nosotras no somos dignas de comprender hoy, pero que yo he comprendido y he adorado. No te sonrías... ¡La he adorado, á pesar de esta crueldad de alma que me motejas y que no niego que hoy exista en mí!

No puedes figurarte, amiga mía, cuánto hay de odioso y de brutal en la conducta de su marido: él era hijo de unos aldeanos, y ella pertenecía á la primera nobleza de España. Sin embargo, ese labriego supo hacerse amar de Mélida y conquistar su corazón, acaso en despique de que yo le había rehusado para esposo, porque nuestra boda estuvo concertada y yo no le quise... Mélida, que hubiera sido una preciosa flor de los salones, se casó con él, gracias á la debilidad de carácter de la Condesa su madre; se quedó con él en la aldea; sufrió á sus rústicos padres con una paciencia de ángel, y luego, al ver la oposición de su marido por la vida del campo, interpuso todo su influjo para que le dejasen continuar su carrera de Leyes, y lo consiguió.

¿Cuál ha sido el resultado de tantos sacrificios, de tanto valor y abnegación?

Que ese hombre, llamándose ya su marido, quiso por orgullo estudiar y ser algo en el mundo; que poco después ese orgullo perdió toda su parte noble y buena, y se hizo despótico y soberbio; que se halló con algún talento, y respondiendo á sus instintos de aldeano, quiso imponer á su esposa el yugo de su despotismo; se olvidó de quién era y de lo que le debía, y ha llegado hasta serle infiel porque está enamorado de tí, no por el corazón, sino por la vanidad y porque has caído, en medio del desierto en que vivía, como un brillante meteoro.

Mélida es humilde, suave, poética, amante del retiro y de la soledad, como todas esas naturalezas elevadas y escogidas.

Tú, brillante, altanera, impetuosa, adoras el ruido, el incienso, las adulaciones, y las sabes merecer.

Esa naturaleza tosca y ambiciosa te prefiere á tí, y esto es lo natural.

Mélida no desea más gloria que la de buena madre y buena esposa, y rinde culto á esas obscuras y silenciosas virtudes del hogar doméstico. Por eso amó á Juan Baustista, que era, al parecer, un muchacho tierno y sencillo; pero el jovencito inexperto ha desaparecido, y ha nacido en su lugar el hombre ambicioso y dominante: por eso el eminente abogado Valdés, el gran letrado, el hombre rico, el que se sentará en el año próximo en la Cámara, no ama ya á su pobre y débil esposa, cegado por el demonio de la vanidad. Mélida, que le es tan superior; Mélida, que le ha sacado de la nada, es ya muy poco para él.

Valdés será á la vez tu esclavo y el tirano de su mujer: así lo quiere la implacable ley de los contrastes, ó más bien, así lo dispone la ruín naturaleza humana, toda ingratitud y cieno.

Y, sin embargo, Mélida inspiró una loca, una ciega pasión al hombre más eminente que conozco; pasión que, si se ha extinguido—que lo dudo, —ha dejado al menos en el corazón de ese hombre superior un imborrable recuerdo.

Juan Bautista y yo, destinados por nuestros padres á unirnos desde la cuna, hemos sido desgraciados, muy desgraciados, y por la misma causa.

Yo quise salir de mi esfera casándome con el Marqués de Montemar.

Él también, casándose con la hija de la Con desa de Campoverde.

Si yo me hubiera unido á Juan, y Mélida á César, los males hubieran sido mucho menores, ¡porque los míos no tienen remedio!

Apenas se podrá hallar un hombre más sumergido en todos los vicios que César, desde la muerte de su madre.

La galantería le ocupó primero; después, ya no bastó para la ociosidad que dan una gran fortuna y un nombre ilustre, y se dedicó al juego.

Cansado igualmente de perder que de ganar, y deseando probar si hallaba la dicha en otra esfera de la que vivía, descendió á los más vulgares desórdenes, y muchas veces Francisco, su ayuda de cámara de confianza, le ha traído á casa al amanecer, completamente embriagado.

Yo ya no soy nada para él, ni él para mí; pero ¿qué hay en esto de extraño? Ya hace nueve años que estamos casados, y al fin del primero nos éramos uno al otro igualmente indiferentes.

Él creyó hacerme un favor al casarse conmigo y poderme tiranizar; creyó que yo sería su humilde y fiel esclava, y que me doblegaría á contemplar á su madre y á pasar al lado de la extravagante Mariscala la vida de una monja; él creyó, en una palabra, que yo sería lo que son Clara y Mélida, con la primera de las cuales debió casarse. Yo, á mi vez, creí que su ciego amor duraría siempre; que mi hermosura era el solo atractivo que necesitaba para tenerle sujeto á mi voluntad y á mis caprichos; que mis coqueterías con sus amigos, en vez de entibiar su amor, le encenderían más y más cada día.

Los dos nos engañamos.

Los dos nos comprendimos mal.

Los dos somos desgraciados, porque ninguno ha querido descender á poner un poco de su parte para complacer al otro.

Ahora ya es tarde.

Ya se han dicho palabras que no se pueden recoger; ya cada uno ha hecho alarde de libertad y de desamor al otro.

Mas á pesar de esta tácita ruptura de todos los lazos que nos unían, exceptuando el que impone la Iglesia, César y yo amamos á nuestros hijos con la más ciega idolatría.

¡Son tan hermosos!

¡Ah! ya que la vida es toda dolores y amarguras; ya que mis tres hijos han de encontrar un martirio en su matrimonio; ya que han de gustar contrariedades y disgustos, dejémosles ahora que hagan en todo su gusto, que sean felices, que dispongan de su voluntad.

Abraza á tu linda hermana Sofía; y sin renunciar á tu conquista, ten piedad de la pobre Mélida, digna de una suerte más feliz.

 

Valentina.

IV

Honoria á Clara.

Madrid, Junio de 18...

 

¿Que cómo me va en mi retiro, mi buena y encantadora amiga? A Dios gracias, tan bien como pudiera desear, puesto que mis haberes bastan para mis modestas aspiraciones y para mis modestos hábitos.

Ya sabe usted que hará ocho meses cerré mi casa de pensión y me retiré á vivir con tranquilidad y—como decía una célebre escritora francesa — para Dios y para mis amigos. Petra se casó, como usted sabe también, con un ebanista que la ama y aprecia sus buenas cualidades: es una gran verdad que Dios aun en esta vida premia á los buenos hijos, y de esto es un ejemplo esta niña, que llegó á nuestra puerta á pedir una limosna, hambrienta, miserable, contrahecha, casi horrible de fealdad, de miseria y de dolor. Mis niñas y yo le tendimos una mano protectora; Dios tocó en nuestros corazones, y luego su buen natural, su amor al trabajo, al santo y honrado trabajo, hicieron lo demás.

Usted se hallaba ya entonces en Barcelona y al lado de sus tíos, y no sabe ni pudo ver de qué modo esta criatura logró ir salvando los escalones de la miseria más profunda, para convertirse en un sér simpático, agradable, casi bello, á pesar de su deformidad; la bondad que se pintaba en su rostro y que reflejaba en todas sus acciones, y un extremo aseo, hicieron este milagro. Petra se aplicó al trabajo; adquirió á mi lado conocimientos modestos y útiles por el afán de socorrer á su madre, anciana paralítica y casi ciega, y llegó á poder dirigir la pensión, secundada por mis pasantas, en dos ó tres ocasiones que yo tuve que salir de Madrid, una de ellas para pasar algún tiempo al lado de Mélida.

Su madre no carecía de nada; ambas ocupaban una buhardillita que hay sobre el tejado de mi casa, pequeña y muy humilde, pero alegre como un nido de golondrinas, calentada en el invierno por el bello y alegre sol, y bien aireada en el verano. Petra, la pobre indigente jorobadita, supo hacer de aquella pobre estancia una vivienda aseada, agradable, primorosa; les daba yo un poco de mi modesta comida, y así que supo coser regularmente, le busqué labor en un almacén de lencería. ¡Qué prodigios de laboriosidad, de economía, de aseo y de inteligencia obraba Petra! ¡A cuánto alcanza una firme voluntad, guiada por una intención sana y buena!

La anciana se vió bien cuidada y atendida con esmero, y poco á poco las ganancias de la joven costurera le daban los medios de aumentar sus comodidades. Petra, aseada y con una vida tranquila y recogida, descubrió bien pronto gracias en su semblante, y su estatura se elevó más de lo que se esperaba: estas dos excelentes criaturas vivían alegres, y no pocas veces subí á olvidar mis propias penas á su humilde buhardilla.

Jamás se atrevían á preguntarme la causa de mis tristezas; pero la anciana se incorporaba lo posible en su sillón, tomaba mi mano y la besaba, diciéndome:

— Mi buena señora, paciencia y confianza en Dios: Él no nos olvida jamás, y buena prueba de eso somos mi hija y yo, que, cercanas á fallecer de hambre, hallamos á usted como un ángel de salvación en nuestro camino, para tendernos una mano protectora. Oremos juntas, y Él nos oirá, porque es imposible que desoiga el ruego unido de la beneficencia y de la gratitud.

Rezábamos las tres; salía yo de allí con el corazón más libre y más aliviado; la vista del bien que se hace es el mejor calmante para las enfermedades del espíritu; el remedio, además, no tardaba en llegar.

La anciana murió hace dos años. Petra, pasado el año de luto, se casó: había conocido en el almacén para donde bordaba á un joven y hábil ebanista que hacía algunas reformas en la tienda; éste oyó elogiar mil veces su habilidad, su modestia, su ternura filial, su talento poco común — don que Dios concede casi siempre á los pobres lisiados, no, como algunos dicen, para mayor tormento, sino como una sabia compensación—y lo escogido y afable de sus maneras.

Petra estaba á mi lado; habíale yo hecho cerrar su buhardillita, consagrada con el piadoso recuerdo de su madre, y vivía en mi propia habitación. El honrado obrero vino á verme y me pidió el permiso de visitar á mi protegida y de ver si sus caracteres se convenían.

— He pensado en casarme—dijo;—pero no lo haré sino con una mujer honrada, hacendosa, buena, distinguida en su clase; tengo á mi madre á mi lado, y deseo también que la joven á la cual me una la cuide como si fuera su propia hija, porque ya es muy anciana y está muy achacosa: ninguna de las mujeres que conozco creo que podrá llenar como Petra todos mis deseos; y así, señora, si dentro de tres meses juzga que puedo yo hacerla feliz y que ella puede hacerme dichoso, nos casaremos.

El trato descubrió en Petra nuevas virtudes y nuevas gracias. Vicente quería casarse pasado el primer mes; pero Petra se opuso á ello hasta que llegase el término prefijado. En fin, esta unión se celebró dos días después de cerrar yo mi casa de pensión, y la alegría de haber asegurado la suerte de mi protegida me ha consolado algo del dolor de separarme de mis niñas. He sido la madrina de la boda, y luego, cediendo á los ruegos de Petra, de Vicente y de la madre de éste, buena y sencilla mujer, he ido á ocupar una salita y un gabinete que me ceden en su cuarto piso de la Plazuela de Oriente, por una módica suma que á ellos les ayuda á vivir y no excede á mis modestos recursos.

Vicente es un honrado artesano, ejemplar, laborioso, ilustrado; Petra ha hecho de sus dos salitas dos modelos de aseo y de elegancia: la una la ocupa la anciana, y los esposos la otra; la madre, primorosa para la cocina, arregla mi comida y la de la familia, y el rato que le queda hace calceta. Petra arregla su casa, cose, borda y plancha para todos, y aún le sobran dos horas cada día para dedicarlas al almacén de lencería. Por las noches recibo en mi habitación á algún amigo ó amiga que viene á hacerme compañía, y los domingos los paso con esta amable y bien avenida familia, que miro como si fuera la mía: jugamos á la lotería, y luego tomamos té, yéndose cada uno á su cuarto al dar las once.

Tal es, Clara, la vida sencilla, modesta y apacible de esta amiga, que piensa mucho en usted y en su hermana. Sí: mucho pienso en las dos; pero en Mélida, debo confesarlo, pienso muy tristemente.

Su madre de usted, en cuya compañía como todos los jueves, está muy alarmada: dice que Mélida le escribe ahora muy poco, y que en las cartas que recibe advierte un sello de dolor tan profundo y á tanta costa disimulado, que la aterra. ¿Qué sucede á ese ángel, que tiene tantos derechos á ser dichoso? ¿La ambición que Bautista demostraba desde hace algún tiempo, habrá llegado hasta hacerle duro y cruel con su mujer, hasta hacerle olvidar la gratitud que le debe?

Si algo sabe usted, Clara, dígamelo: hoy mi única pena es creer á Mélida infeliz.

Adiós, amiga mía, y reciba un abrazo de su apasionada

 

Honoria.

V

Mélida á Honoria.

C... Julio de 18...

 

Sí, amiga mía: sufro, y no quiero ni decirle á usted que no, porque mentiría, ni callárselo, porque su amistad y su cariño hacia mí, no menos que su sensatez y prudencia, bien merecen la confianza más completa de mi parte.

Sufro; pero tranquilícese usted, porque no puedo llamarme con justicia desgraciada: dichosamente, Dios me ha dado tres hijos, y una madre tiene inefables alegrías que todo lo compensan. Al ver el amor con que estos tres ángeles pagan mis desvelos, al contemplarlos dormidos tranquilamente bajo mi mirada, que los envuelve con tanta delicia, con tanto júbilo, no puedo ni debo quejarme de su padre.

Y, sin embargo, amiga mía, Bautista no es ni lo que era en los primeros meses de nuestro enlace, ni lo que yo tenía derecho á esperar de él: la ambición que yo procuré despertar en su alma débil para fortalecerla, para animarla al trabajo que conquista la gloria, ha crecido y ha envuelto en las llamas de su inmensa hoguera todos los tiernos y delicados instintos de su corazón, devorándolos con desoladora rapidez. Ha crecido, sí; ha crecido en talento más de lo que yo nunca esperé: su inteligencia es hoy una luz, no como la débil llama que arde apacible y modesta debajo de un fanal, sino como la antorcha poderosa que todo lo anima é ilumina; ella le muestra caminos altos y desconocidos que la suerte le ha reservado, y el ingrato juzga miserias todas las dulces y santas pequeñeces del hogar, todos los gratos y suaves afectos de la vida.

Pero ¿deberé yo quejarme de mi propia obra? ¡No, amiga mía! De todos mis dolores, de todas mis horas de soledad y de desvelo, sólo saco dos consecuencias muy lógicas, aunque profundamente tristes: que la naturaleza humana es bastante pobre para no poder hermanar el profundo saber y la bondad humilde del cristiano, y que no es lo mejor elevarse sobre la multitud para conquistar la felicidad.

Yo vivo bien sola, mi querida Honoria: temerosa de que el carácter irascible de Bautista me expusiera á humillaciones, he ido dejando mis amistades y me he refugiado en el seno de mis deberes; y, sin embargo, la amistad me ha parecido siempre uno de los mayores bienes de la humanidad, y sus manifestaciones los más dulces pasatiempos de la vida.

Sí, amiga mía: yo era pueril, según dice Bautista, porque era feliz recibiendo á una amiga, con la que hablaba de esos mil nadas que constituyen la vida de la mujer y que se reducen á razonar sobre las flores, sobre éste ó el otro libro, sobre ésta ó la otra obra dramática, acerca del valor de un traje ó de la hechura de un sombrero; yo era feliz hablando con un amigo acerca de bellas artes, acerca de las bellezas del amanecer y de la noche, acerca de lo inútil de la guerra, de lo pernicioso de la ambición de los hombres que gobiernan las naciones. Y por la noche, de las ocho á las once, en mi pequeño salón, caliente y perfumado con aroma de lirio y de violeta, era yo dichosa al verme al lado de mi marido, joven entonces, modesto y apacible, y rodeados ambos de ocho ó diez personas sensatas, amables, y que nos apreciaban con todo el calor de la verdadera amistad.

Poco á poco, y á medida que la inteligencia de mi esposo se desenvolvía, su carácter se hacía más obscuro, más irritable, más díscolo; rápidamente descendió desde la elevada cúspide de la buena y distinguida educación, al vergonzoso camino de la grosería, del menosprecio de los otros, de la soberbia vanidad de su propio mérito. Nuestros amigos, al ver que le eran odiosos, desaparecieron uno á uno y poco á poco, como con pena de dejarnos. Lamentéme un día de la soledad que nos envolvía, y me respondió duramente:

—¿Para qué querías á esas gentes? Sólo servían para hacernos perder el tiempo.

— ¡Perder el tiempo! ¡Ah! ¡dónde hay un tiempo más dulcemente empleado que el que se consagra á la amistad!

Hallábamonos solos el uno enfrente del otro: yo, algo disgustada de la severa obscuridad á que quería reducirme mi marido; él, resentido de la pena que se adivinaba en mis facciones. Se quejó: yo creí que el derecho de la queja sólo residía en mí; pero callé, y á la segunda noche que estuvimos solos, tomé mi bordado; Bautista tomó una luz y se encerró en su despacho para estudiar y para escribir.

Cansada de mi labor, fuí á pasar un rato al cuarto de mis hijos, y leí á la luz de mi pequeña lámpara, arrullada por aquellas respiraciones inocentes; al día siguiente volví, é hice de esto mi más dulce costumbre. Un día me dije que yo también podría escribir un libro, y tomé la pluma, empezándolo después de haber hecho la señal de la cruz, y lo he titulado: Un libro para mis hijos.

He aquí, amiga mía, el resumen de mi vida: cuidar de estos tres seres tan queridos; cuidar de mi casa; un rato de labor de aguja, otro de música y lectura, y por la noche el retiro en mi paraíso, es decir, en el cuarto de mis ángeles. A mi derecha está la camita de Felicia, con las cortinas casi cerradas; á mi izquierda, las dos camitas de Edmundo y de Carlos. Edmundo tiene el sueño ligero: de cuando en cuando abre los ojos, me mira, se sonríe y vuelve á dormirse.

Como en ninguna parte faltan malvados, aquí ha habido alguno que me ha dirigido anónimos acusando á Bautista de faltar á sus deberes de padre y de esposo y de estar enamorado de una dama que ha llegado á la ciudad hace poco tiempo, y á la que llaman la Baronesa de Castellán: dicen que es una mujer de excelente educación, elegante y distinguida. No creo lo que en esos escritos se me dice: si fuera verdad, lloraría y padecería mucho; pero sufriría mi infortunio con calma y dignidad, y sin dar lugar entre Bautista y yo á escenas que jamás deben presenciar nuestros hijos.

Basta ya por hoy, amiga mía; estoy fatigada y triste, lo que me sucede muchas veces, teniendo no pocas que volver la vista á mis hijos para cobrar valor. Ahora todos mis deseos se reducen á ir á pasar un mes con ellos al lado de mi hermana.

 

Mélida.

VI

La señora Catalina á Mélida.

Urrea de Jalón, Junio de 18...

 

Me ha parecido por tu última carta, y á tu padre también, que estás triste, querida hija; y como se me pasan pocas cosas, pienso que Juan no se porta contigo como debe y yo quiero que lo haga. Dime la verdad, porque ya sabes que soy muy justa, y le diré cuántas son cinco sin recelo ninguno, que para eso soy su madre y he pasado la pena negra para criarlo como Dios manda.

La semana pasada, cuando estuve, ya sabes que no me recibió como era su deber y como yo quiero ser recibida: cualquiera, al ver la cara que puso y la manera con que me hablaba, hubiera dicho que yo le incomodaba. ¡Yo! ¡su madre incomodarle! ¡Ah! nunca lo hubiera esperado, y al pensar en ello se despedaza mi corazón.

Pero, hija mía, yo no te escribo para entristecerte, sino para consolarte. Dime si te va mal al lado de mi hijo, lo que sería para mí un trago fatal, porque toda mi vanidad estaba fundada en que fuese para tí el mejor de los maridos, y hubiera deseado que la gananciosa en este casamiento fueras tú, por lo mismo que todo el lugar me estaba quebrando la cabeza con el afortunado casamiento que Juan hacía con la hija de una Condesa.

Ahora, cuando he estado en tu casa la última vez, me ha chocado mucho el tono duro y seco con que te habla, cuando tú le hablas á él con tanta amabilidad: le reprendí largamente por esto, y le ví hacer un gesto como de cansancio y enojo. ¡Gestos á mí! Aquí hay alguna cosa que á él le ha cambiado, que le ha vuelto la cabeza, y quiero yo saber qué es: dímelo tú, hija mía, y, sobre todo, dime si estás triste y si padeces, en cuyo caso te vendrás aquí á mi lado con los niños por uno ó dos meses. A tí te gusta el campo, y ahora parece que Dios le ha echado su santa bendición.

Ya sé que si deseas salir de la ciudad por algún tiempo, también tu hermana la Condesa está en una hermosa casa de campo, y se tendrá por dichosa en que vayas á su lado, porque todos te adoramos, Mélida, y no hay nadie que no se crea feliz si estás tú con él.

Aquí, aparte de la pena que nos causa el cambio de mi hijo y tu tristeza, lo pasamos bien: todos en casa estamos alegres, ¡bendito sea Dios! Tu padre está tan viejo y grueso, que ya no trabaja; en cambio, Santiago es un labrador como pocos, con unos bríos y un interés por la hacienda, que nadie le gana á cuidarla y hacerla prosperar.

María ha salido lo que se llama una buena muchacha. Los dos niños son nuestra alegría: su madre los cría como tú, pero con algo menos de blandura, pues les quiebra la voluntad, y á veces les da algún azote, aunque poniendo la mano hueca para hacer ruido y no hacer daño; ella los educa como yo á los míos, es decir, á estilo de lugar. Yo me quedaba tonta, la verdad, al ver cómo manejas tú á los tuyos con la sonrisa en los labios y la miel en la boca, y aun así te respetan más que los de casa á su madre y á mí, que les doy cuatro gritos cuando me incomodan.

Tu hija mayor me decía el día antes de venirme:

— Abuelita: primero me quisiera morir que poner triste á mamá, y por verla contenta soy capaz de estarme trabajando y sin comer ocho días; así es que hago todo lo que puedo para complacerla.

— Y por temor á que te castigue: eso es muy justo,—dije yo.

Tu hija sacudió su cabecita rubia y repuso:

— No: mamá no me castiga nunca.

— Porque no serás mala.

— ¿Quién puede ser mala con mi madre? Al verla, se me figura ver á la Virgen de los Dolores que hay en la Catedral. ¿Verdad, abuelita, que es tan hermosa como la Señora?

— Sí, hija mía.

— ¡Y luego, es tan buena! Los criados de casa dicen que ofenderla es pecado mortal, y que la servirían aunque fuera de balde. Pero, abuelita, ¿por qué está siempre tan triste? Algunas veces nos lleva á paseo, y, sentada al lado de un arroyito, la veo yo llorar.

—¿Llorar?

—¡Sí! y entonces se me quita la gana de jugar y voy á su lado y la miro sin decirle nada. Cuando ve que estoy allí, se sonríe y me dice:

— Ve con tus hermanos, hija mía: esto no es nada. Anda, no pases pena por mí; en la vida se llora más que se ríe.

Ya lo ves, Mélida: tu hija misma te descúbre. No me calles el motivo de tus penas; mira que éstas, después de dejarlas en un corazón que te quiere como el mío, perderán la mitad de su amargura.

¿Tiene Juan devaneos? ¿Te olvida por otra? ¿Juega? ¿Se le ha vuelto áspero y malo el genio? Dímelo todo: nadie lo sabrá más que tú y yo; pero á lo menos sepa yo qué te sucede, y tranquiliza á la que te quiere, es tu madre de corazón y verte desea.

 

Catalina.

VII

La Baronesa de Castellán á la Marquesa de Montemar.

C... Julio de 18...

 

¡Qué extraña cosa es para mí el oirte hablar en serio, mi querida Valentina, ó más bien, leer una carta tuya escrita gravemente, como la última que me has dirigido!

A la verdad, como hacía ya largo tiempo que no veía tu letra, creí al pronto que aquella carta no la habías escrito tú. ¡Qué pena te causa la esposa del imbécil abogado! ¡Qué elogios le prodigas! Nunca la he visto; pero te aseguro que ahora tengo infinitos deseos de conocerla, y no perdonaré medio ninguno para lograrlo. Por lo pronto, tengo uno á la mano, que voy á poner por obra, y del que te voy á hablar ahora mismo.

Cuando yo llegué aquí con mi hermana, no vino á visitarnos: se hallaba entonces enferma, porque, según dicen, disfruta de poca salud; pero me envió su tarjeta. Como yo no tenía ningún interés en conocerla, no la visité, aunque me daba derecho para ello su enfermedad. Ahora es otra cosa: dentro de pocos días es el santo de Sofía, y pienso dar un té, para el cual la convidaré; si no viene, buscaré otros medios.

He hablado de ella á su marido, el que, según se ve, no sabe estimar lo que vale, ó por mejor decir, es uno de esos hombres de imaginación inquieta que, por estar rodeados de demasiada felicidad, se hastían de ella y buscan en locas quimeras un alivio á su tedio.

No puedo ni quiero negarte que este hombre vale: su talento es claro y penetrante; su inteligencia elevada y grandiosa. Acaso, engañado por el mismo fuego que arde en su cerebro, y cegado por las fáfagas de su propia ambición, corre en pos de todo lo que brilla, y todo lo que es humilde y modesto le causa desdén ó enojo.

El mayor castigo que Dios ha podido darme por las ligerezas que he cometido y que han comprometido el decoro y dignidad de mi familia, ha sido esta comprensión clara y este modo de razonar lógico y preciso que hay en mí. He visto y observado el mundo, demasiado por mi desgracia, para no despreciarlo profundamente, y por eso hay en torno mío un vacío casi imposible de llenar.

Lo más bello, bueno y amable que en él he hallado, es á mi hermana Sofía: con profunda compasión la veo á mi lado, y soy la primera en aconsejarle que haga lo que debe hacer, es decir, todo lo contrario de lo que hago yo.

Sofía se casará. A pesar de las sombras que yo he echado sobre ella y sobre mí, habrá un hombre honrado que la ame y que la haga su esposa. Tiene además una amiga, casada hace un año, que estuvo con ella en el Sagrado Corazón, pues ya sabes que yo he procurado educar á mi hermana como á mí me educaron mis padres, y que he respetado su inocencia y he velado por su dicha.

Sofía ha pagado bien mis desvelos: no es posible ver una joven más buena, más adorable. Apenas sabe nada de las locuras que han ocupado estos últimos años de mi vida, y que me separaron de mi marido y de mi hijo. ¡Ah! ¡qué influencia tienen los santos recuerdos de la familia, aun en las naturalezas más pervertidas, que no se pueden evocar sin que el corazón palpite y el llanto inunde los ojos!

¡Mi marido!

A pesar de sus defectos, ¡qué bueno era, y cuán superior á los hombres que me alucinaban con su brillante exterioridad!

Yo le llamaba tirano. ¡Y cuántas odiosas tiranías he sufrido después! No, no hay en la tierra un solo hombre perfecto; y si lo hubiera, no amaría á la mujer que olvida sus deberes.

Dejé á mi marido y á mi hijo por correr tras de culpables ilusiones: la vista de aquella pobre criatura no alcanzó á apagar los locos sueños de mi imaginación. ¡Ah! La mujer que es madre, no es dueña de sí ni se pertenece; su honor es el de su hijo, y para su hijo debe reservarle inmaculado y puro.

Pero dejemos esto: lo hecho, hecho está; y además, no quiero provocar tu risa con mis alardes de arrepentimiento.

Salí de Londres debiendo mucho dinero; y contando con muy escasos recursos, pensé buscar un rincón donde vegetar algunos meses. Al pasar por París, saqué á Sofía de su pensión, pues ya había cumplido diez y siete años, y me la traje conmigo á mi rincón, como yo llamo á esta pequeña, triste y solitaria ciudad.

Veo que tampoco has hallado la felicidad desde que yo te dejé. Tú, la mujer á la moda en París y en Madrid; tú, rica, hermosa, libre, porque tu marido no se cuida de tu vida, ¿por qué no eres dichosa? Yo apenas soy bella ya, y llego al fin de mi juventud; pero tú, Valentina, tienes veinticuatro años, y pareces más triste, más desalentada, más desengañada de la existencia que yo.

No sé lo que estaré aquí. Antes me divertía la conquista del abogado: desde tu última carta, en la que me dices lo mucho que debe á su esposa y lo mal que le paga, siento por él como una mezcla de desprecio y de aversión. ¿Por qué esa criatura que me pintas tan buena, es también tan desgraciada como yo? ¿Es que no existe la dicha en ninguna parte del mundo? Y si existe, ¿dónde está? ¿dónde la buscaré? ¿dónde podré encontrarla?

Pero no eres tú la que puedes decirme estas cosas, Valentina. En medio del incienso y de las adulaciones que deben rodearte, te hallo, al cabo de cinco años que he dejado de verte, sola, apesarada y buscando un refugio en el amor de tus hijos, que no te pagarán bien porque los educas mal. ¡Ser madre! He aquí una palabra que á unas mujeres conduce al seno de las alegrías más puras é inefables, y á otras al abismo del más terrible dolor.

Te diré mi parecer acerca de tu amiga. Entre tanto, ya sabes que es tuya siempre

 

Amelia.

VIII

Mélida á Clara.

C... Julio de 18...

 

Bautista se ha empeñado en que busque un aya para los niños, mi querida hermana, y no puedo expresarte cuánto me aflige este repentino capricho suyo.

Dos cosas le pido fervorosamente á Dios cada noche y cada mañana:

Que haga variar de modo de pensar á mi marido, ó que me dé fuerzas bastantes para resistirle en este punto.

¡Soy tan dichosa educando á mis ángeles, presidiendo sus estudios, formando, en fin, su corazón para la virtud!

¿Qué aya hará el estudio profundo que yo he hecho de sus caracteres para dirigirlos á cada uno por los medios que me parecen más convenientes?

Siempre he profesado una oposición instintiva á la educación del aya; sobre todo, en nuestro país es inadmisible.

En Francia se educa á la mujer de una manera, que ella puede educar á otras mujeres con un éxito brillante: la instrucción de una francesa no podrá ser todo lo moral y cristiana que se desee; pero, en cambio, da una educación elegante, y la joven que la reciba podrá brillar admirablemente en un salón. El talento cultivado de la mujer francesa le permitirá estudiar—como es preciso hacerlo—el carácter de su educanda y adoptar con ella el sistema más á propósito para desarrollar sus buenos instintos y extirpar los malos, si los tiene; le enseñará perfectamente la música, el dibujo, toda clase de labores de adorno, y á hacer á las mil maravillas los honores del salón y de la mesa; pero todo esto, aunque sea mucho para nuestra buena sociedad, no satisface mi maternal corazón, que desea mucho más.

En el caso de elegir aya, yo buscaría una mujer inglesa: son, á mi parecer, y según lo que en mis lecturas he aprendido, las mujeres más á propósito para educar á una joven en lo que toca á la buena dirección de una casa, é igualmente para que haga en la sociedad un buen papel.

Sin embargo, las inglesas saben lo que valen, y exigen por su educación crecidos honorarios que yo no podría satisfacer; y además, la intervención de una persona extraña entre mi hija y yo, que sólo podría admitir en caso de la completa ruína de mi salud, es por ahora inútil, y la rehusaré en tanto pueda yo llenar mis obligaciones de madre.

Felicia tiene un carácter especial y que sólo yo podría manejar: es violenta, y el castigo la exasperaría; por lo que yo evito todo lo posible que tenga frecuentes conversaciones con su padre, que hoy, por desgracia, es violento también, tanto como antes era suave y apacible.

Creo que para educar á los niños con acierto se debe, lo primero, estudiar su carácter y propensiones, y que lo que para unos puede traer la cura radical de malas disposiciones, las puede exasperar en otros.

He procurado, desde que la luz de la razón ha empezado á despuntar en mis dos hijos mayores, formarles el corazón, que es, á mi juicio, el regulador de todas las acciones importantes de la vida. He hecho comprender á mi hijo que debe ceder en todo lo que sea justo á su hermana, porque ya que tiene el privilegio de la fuerza, debe tener el mérito de la bondad. «Jamás, le he dicho, jamás se humilla un hombre cediendo á una mujer, y da más bien una prueba de la fortaleza y de la bondad de su alma complaciendo á un sér tan débil y tan sujeto á todos los sinsabores de la existencia.»

En cuanto á Carlos, el más pequeño de mis hijos, todavía no tiene carácter fijo en su tierna edad de cinco años, aunque ya descubre el corazón más bello y más delicado en mil rasgos que yo recojo con inefable delicia.

¡Ay, hermana mía! ¿Me arrebatarán la dicha moral y el cuidado de mis hijos? ¡Eso sería mi sentencia de muerte! Yo ruego á Dios todos los días, con profundo fervor, con honda angustia, que no me haga pasar por esta prueba terrible y superior á mis fuerzas.

Negarte que estoy triste, que padezco, es imposible: tú lo has comprendido demasiado, mi querida Clara; y luego, no es una falta el ser infeliz para ocultarlo.

Algunas veces mi valor decae, y pido á Dios que me llame á sí, porque yo no puedo describirte el tormento que es para mí, estando tan débil y tan poco acostumbrada á la lucha, el vivir constantemente al lado de un hombre que siempre está ceñudo y disgustado, que sólo habla con acento duro é imperioso, y que me trata como un sér tan inferior á él, que ninguna consideración merece.

Y sin embargo, Clara, no me determino á dejar mi casa y á ir á pasar algún tiempo á tu lado, aunque tanto lo deseo, ¡no! Aquí está mi deber, y aquí debo permanecer yo: tal es mi obligación, y más ahora que veo amagadas de gran peligro la tranquilidad y la dicha de mis hijos.

Hay aquí una mujer... una de esas mujeres fatalmente dotadas por el cielo de todos los atractivos, y de los cuales el vicio no es el menor; lleva un título, no sé si verdadero ó falso, aunque más creo que será lo último que lo primero: esta mujer ha caído entre esta gente, llena de pretensiones y de ignorancia, como un brillante meteoro; ha deslumbrado á todos, y también á mi marido. Bautista, á la manera de un niño, se ha dejado alucinar por la extranjera, y se ha disgustado más de mí, que conservo mis costumbres sencillas de la provinciana, ó mejor dicho, de la campesina.

En medio de todo, la vista y la compañía de mis hijos me sirve de consuelo, y no me atrevo á llamarme desgraciada. Esa alucinación de Bautista pasará, y yo espero que esto llegue, encerrada en mi vida monótona é igual, es cierto, pero tranquila.

Me levanto temprano, y yo misma visto y aseo á mis hijos, desayunándome con ellos en el comedor.

Pasamos después á su habitación, donde cada uno toma sus libros, pues aún soy yo felizmente quien dirige sus estudios.

A la una se terminan las lecciones y se visten para comer á las dos; después de la comida hay un rato de recreo en el jardín, y yo me retiro á reposar un poco á mi cuarto. Felicia trabaja en sus labores de aguja por la mañana, y por la tarde lee á mi lado libros que yo le elijo en mi reducida biblioteca.

Por la tarde salimos á dar un paseo solitario. No perdono medio alguno de que mis hijos estudien en el gran libro de la naturaleza: en cada cosa que les sorprende, les hago ver y admirar el poder de Dios; algunas veces, después de mirar una florecilla ó la primera estrella que aparece en el horizonte, brota de sus labios inocentes una oración, que estoy segura acoge Dios en su inmensa bondad con paternal sonrisa.

A las nueve se cena, y después rezo con mis hijos las oraciones de la noche, y los acuesto en seguida.

Sentada al lado de sus camitas te escribo, de la misma manera que tú lo haces, hermana mía. Perdona que no vaya á verte, como desearía, acompañada de mis hijos: ahora soy desgraciada, y la desventura no puede tener otra compañía que las oraciones, ni recibir otros consuelos que los de la religión.

Mis hijos abrazan á los tuyos: recibe su cariño y el de tu hermana

 

Mélida.

IX

Luciano á Juan.

Epila, Julio de 18...

 

¡Qué extraña impresión me ha causado tu carta, amigo mío! ¡Apenas podía persuadirme de que fuera tu mano la que había escrito, y aunque miraba tu letra, creía que mis ojos me engañaban!

Juan, yo no he vivido jamás en las grandes poblaciones; yo soy un hijo del campo: en él he nacido, en él me he criado, y en él he amado y me he unido á la mujer á quien amaba; pero á pesar de mi absoluta falta de mundo, no creo bien lo que tú haces, y me parece que hubieras sido mucho más dichoso conservando tu feliz ignorancia de la vida que estudiando tanto, á riesgo de que te disgustase todo lo que debías amar.

Sí, Juan: te compadezco, y bendigo á Dios porque me ha dado la fortaleza que te ha negado á tí. Nadie es más débil que el que no sabe ó no puede cumplir con sus deberes, ó aquél que los desconoce.

Tú me confiaste todos los trámites de tus amores con Mélida, que seguí con vivo y creciente interés; yo respeto y estimo á tu esposa sin conocerla, y no puedo comprender cómo tú te has dejado alucinar por otra afición, cualquiera que ella sea, viviendo al lado de ese ángel que el cielo te ha dado por compañera.

Sí, Juan; porque á pesar de que no me lo confiesas, veo bien clara y distinta tu afición hacia esa Baronesa de Castellán, que tal vez — como decía mi padre, que tiene mundo—será alguna aventurera y mujer de mala vida, que habrá ido ahí á ocultarse por algún tiempo.

No te dejes dominar por una vanidad necia y estúpida, dedicándote, para distraer tu hastío, á unos amores que sólo amarguras pueden traerte; teme una de dos cosas: ó la muerte de Mélida, si ella te ama, ó su desamor, si es que la ves resignada y tranquila; porque de esta triste alternativa no puedes huir: si te ama, morirá; si no la ves troncharse como una flor abatida por el huracán, es que ha dejado de quererte.

Yo vegeto, como tú dices; pero vegeto en la felicidad: soy esposo que ama á su mujer y que no desea ni piensa en otra compañera para sus alegrías y sus tristezas. Mis hijos me parecen los más hermosos del mundo, y agradezco á mi esposa el que sea su madre, porque los educa algo vulgar, pero cristiana y tiernamente.

Mi anciano padre vive feliz á nuestro lado; mi hermano Vicente, casado también en este pueblo, es igualmente dichoso, y su esposa y la mía se entienden como dos hermanas: juntas pasean y se ayudan recíprocamente en todos los quehaceres y fatigas de la casa. Por la noche nos reunimos todos en torno de una gran mesa redonda, donde mi esposa y la de Vicente hacen labor; yo dibujo, y Vicente lee algún buen libro cristiano y tierno que está al alcance de todos, y que mi padre entiende y saborea con su lógica luminosa y su sencilla buena fe. Mis dos hijos y el de mi hermano duermen juntos en una alcoba inmediata, y oímos el dulce y acompasado rumor de sus respiraciones.

A las diez, Vicente y su esposa se retiran; una criada robusta, que charla en la cocina con las mías, coge en sus brazos á mi sobrino y se retiran á disfrutar de las dulzuras de un sueño tranquilo, reposado y feliz, hasta que la luz del nuevo día llama al trabajo y á las diarias tareas.

Las noches de los domingos jugamos á la Aduana ó á la Lotería, esos dos juegos de familia y del hogar: las ganancias se ponen en un fondo común, y luego, cuando hay bastante reunido, disponemos un día de campo ó una merienda en la pradera, de la que participan algunos vecinos que se asocian también á nuestros juegos en las noches de los domingos.

— ¡Qué vida tan tonta! –exclamarás tú, y, sin embargo, Juan, no la cambiaría yo por la tuya, tan agitada, tan llena de ambición, tan exhausta de paz y de felicidad, que me hace compadecerte profundamente.

 

Luciano .

X

María de Peñafiel á Felicia Valdés.

Quinta de los Alamos, Junio de 18...

 

La primera carta que escribo es para tí, prima mía: hoy es mi santo, y, aunque muy mal formadas, quiero enviarte estas pocas líneas.

¿Por qué no has venido á pasar á mi lado el día de hoy? ¡Cuánto más contentos estaríamos Abel y yo si estuviérais tú y Edmundo!

Aquí tenemos un hermoso jardín, y por todas partes árboles y verdura. Esta mañana me llamó mamá muy temprano, y me dijo, abrazándome con esa ternura que me hace tan dichosa:

— Hija mía, hoy es tu santo, y hay que consagrar este día con alguna buena obra: es necesario que algún desgraciado lo recuerde con gratitud.

— ¡Ah, sí, mamá!—exclamé yo.—Tengo en el cajón de mi cómoda algún dinero que papá me ha ido dando para comprar dulces y juguetes: vale más que se lo demos á un pobrecito.

— Toma sólo la mitad de ese dinero—me dijo mamá. —Dios es tan bueno, que no quiere que nos privemos de todo lo que nos sea agradable, sino sólo de una parte de ello, y no se ofende de que los niños coman dulces alguna vez, ni de que tengan bonitos juguetes para obsequiar á sus amigos: así, hija mía, toma la mitad de tu dinero, y yo pondré algo más para aumentar tus donativos. Hoy empezaremos nuestras correrías caritativas, y la primera socorrida será una pobre mujer impedida, pero que es tan laboriosa cuanto lo permite su estado, y por lo mismo muy digna de socorro.

Mamá me dió un bolsillo que ya contenía tres duros; puse en él otros dos, y salimos al instante de la quinta.

Papá y Abel dormían aún; la mañana estaba hermosa y alegre. Bajamos mamá y yo el vallecito que se extiende delante de la quinta, y entramos en la aldea y en la primera casa de la única calle que tiene.

En el patio había una mujer joven aún, pero pálida y de aspecto triste, que, sentada en un banquillo de madera, cosía con afán.

— Buenos días, Ana,—dijo mamá.

La mujer se levantó, y entonces pude ver que llevaba las dos piernas de palo por el ruido que hicieron, y que me llenó de espanto.

— Ana—dijo mamá,—mi hija María quiere dar á usted hoy un pequeño socorro, porque es el día de su santo: aquí hay cien reales que le dedica.

— ¡Ah, señorita!—exclamó la pobre mujer besando la mano con que yo le presentaba el bolsillo.—¡Cien reales! ¡Qué riqueza para mí! ¡Con ellos podré pagar el alquiler de esta casita! ¡Me tenía tan apurada el no poderlo reunir con mi costura! Porque á pesar de trabajar día y noche, ¡la aguja da tan poco! ¡Ah, señorita! ¡Dios la bendiga á usted y la libre de los males que me afligen, y que usted acaba de aliviar con tanta generosidad!

— ¿Ha estado usted siempre impedida? —le pregunté.

— No, señorita—me contestó:—yo tenía mis dos buenas piernas sanas y derechas. Era hija de un honrado labrador, adorada de mis buenos padres y feliz; pero tan indómita, que sólo quería andar saltando por los cotos, y no podía sujetarme á labor ninguna que fuese formal, y desesperaba á mi pobre madre. Un día creció el arroyo que cruzaba una viña de mi padre: éste puso una tabla para que pasásemos mi madre y yo al ir á llevarle la comida. Yo me empeñé en saltar, á pesar de los avisos de mi madre, y caí al fondo, dándome un golpe en el tronco de un árbol que había cruzado é hiriéndome en ambas piernas; me sacaron de allí y me llevaron á casa privada de sentido. Mis heridas se enconaron, y al cabo de ocho días hubo que cortarme las piernas: mi padre murió de pesar al poco tiempo. Un pleito injusto nos arruinó á mi madre y á mí, al vernos solas y desamparadas, y el pesar me arrebató también el único apoyo que en el mundo me quedaba. Murió mi madre, y la miseria no ha abandonado ya estos umbrales. ¡Ah, señorita! ¡No sea usted jamás rebelde á los consejos de su madre, pues los padres son la imagen de Dios!

Salimos de allí, yo muy llena de pena al ver el cruel castigo de aquella pobre mujer, y al mismo tiempo muy contenta por haberla aliviado algún tanto.