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Dos personas, desde una terraza aragonesa, contemplan la noche primaveral. Son Bibiana de Megía y su hija Aurora, que se llevan pésimo. En eso aparece Isabel, la sobrina de la señora, a quien esta trata todavía peor. Las veremos crecer y encontrarse con otros personajes, en una de las novelas más tristes de María del Pilar Sinués, donde solo una redención jalonada por la bondad de algunas almas podría quizás hacer frente a la sordidez rampante.
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Seitenzahl: 325
Veröffentlichungsjahr: 2021
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María del Pilar Sinués
Saga
Isabel
Copyright © 1877, 2021 SAGA Egmont
All rights reserved
ISBN: 9788726882209
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
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La primavera del amor trae á la memoria el esplendor caprichoso de un dia de Abril, en el que el sol nace con toda su hermosura, para ocultarse despues detràs de una nube negra!...
(Shakespeare : Los dos nobles de Verona.)
Qué bellas, qué apacibles, qué puras y tran quilas son las noches del estío en el campo!
Toda la naturaleza parece que vela y que descansa de los rigores del calor, en aquellas horas silenciosas: el pajarillo canta en la copa de los árboles: las flores entonan un himno suave y melodioso sobre su tallo: las ranas sacan su parda cabeza de las aguas del arroyo: miran con ojos atónitos en derredor suyo, y dejan oir su chirrido seco y burlon: las estrellas brillan silenciosamente al rededor de la luna, que luce como una inmensa perla en el azul del firmamento.
Este bello espectáculo miraban, en una calurosa noche, dos personas sentadas en la azotea ó terrado de una hermosa casa de campo situada en el término de Montañana en el reino de Aragon, y no muy lejos del camino real que lleva á Barcelona.
La una de estas dos personas parecia más ocupada en respirar el aire fresco de la noche, que dilataba sus pulmones, que en contemplar el espectáculo de la apacible naturaleza: la otra, por el contrario, no separaba sus ojos de las aguas de un estanque que ocupaba el centro del jardin, á donde daba el terrado, y en cuyas aguas reflejaban las estrellas.
Serian como las once: la casa de campo, propiedad de la señora viuda de Megía, no podia ser más bella: grandes olivares y viñedos, todos propiedad suya, la circundaban: y en medio de aquel verdor y de aquella exuberante naturaleza, se levantaba el lindo y pequeño palacio, como una tórtola de su nido.
La señora de Megía tenia una hija llamada Aurora y un hijo nombrado German. Madre é hija eran las que se hallaban sentadas en la azotea de su casa.
Tenia Doña Bibiana cincuenta y ocho años, y el genio más violento y dominante de la tierra.
Su marido, no pudiéndola sufrir, tomó el partido de dejarla como Sócrates á Xantipa: pero aquella señora, que no podia vivir sin regañar, discurrió tantos motivos de rencillas, que al cabo el esposo murió de una afeccion al corazon, promovida por sus contínuos disgustos.
Aurora se quedó sola á sufrir todo el peso de la cólera materna, cuando contaba diez yseis años, pues su hermano apenas estaba en casa.
Viendo que con la humildad sacaba poco partido, y que su madre, cuanto más sufria, se irritaba más, tomó la determinacion de encolerizarse y de responderle ásperamente, para ver si la intimidaba, ó quizá por exigirlo así su propio irascible carácter.
No hablaba la hija una palabra, á la que la madre no hallase un torrente de injurias que oponer: y no sentaba la madre una proposicion, á la que la hija, con un atrevimiento muy digno de reprension, no motejase amargamente.
— Vete á acostar, Aurora, dijo con aspereza Doña Bibiana á su hija.
—No tengo sueño, respondió ésta bruscamente.
—Vete, pues, sin sueño.
—¿Acaso incomodo á Vd. aquí?
La madre, distraida sin duda poralgun otro pensamiento, no respondió nada, y la hija siguió contemplando las estrellas.
El ruido de un timbre, que tocaba su madre, le hizo volver la cabeza.
Una criada se presentó al punto.
—Llama á la señorita Isabel, dijo Doña Bibiana.
—¿Para qué la quiere Vd.? preguntó Aurora.
—Porque me hace falta.
—¿No estoy yo aquí?
—No te necesito á tí.
—¿Quiere Vd. incomodarla á ella, no es cierto?
—¿No te callarás?
La llegada de Isabel interrumpió la disputa.
La oscuridad de la noche no dejó ver las facciones de la recien llegada: pero su figura hubiera parecido esbelta y bonita al que hubiera fijado en ella la atencion.
—Tráeme el chocolote, le dijo ásperamente la señora.
—Tía, respondió la llamada Isabel con suavidad, aún no está hecho; pero lo haré al instante.
—¡Cómo aún no está hecho!
—No, señora: como á Vd. le gusta muy claro, le dije á Joaquina que no lo hiciera.
—Pero ¿quién te mete á tí...
—Perdon querida tia, dijo Isabel con acento, sumiso, pero muy sereno.
—¡Qué perdon, perdon! ¡y luego haces todo lo que quieres, sin cuidarte de que me incomode ó no!
—Desde que la está Vd. entreteniendo, ya podia estar aquí el chocolate, observó Aurora.
—¡Reventabas si hubieras callado! repuso su madre.
—Pues tengo razon.
—Es fuerte cosa que en todo has de meter tu cucharada.
—Ya sé yo desde hace tiempo que las verdades amargan áVd.
—Pues cállalas.
—No sé.
—¡Calla por Dios prima mia! murmuró Isabel con acento suplicante.
—¿Por qué he de callar? repuso la indómita jóven. ¡Callaré para que me ponga mi madre como un trapo, cuando ni aun hablándole récio me deja vivir!
—¡A ver si vuelas por el chocolate! gritó Doña Bibiana á su sobrina: ¿aún estás aquí con esa calma?
Isabel salió sin replicar una palabra.
Luego que hubo desaparecido, la viuda se volvió á su hija con airado semblante, y le dijo:
—Un dia no me voy á poder contener y te estrello por insolente.
—¿Quiere Vd. que aguante cuanto le dé la gana de decirme?
—Sí, por cierto; porque ese es tu deber.
—¿Por qué no me deja Vd. en paz?
—¡Sin huesos te dejaré yo!
—¡Qué bonito y qué fino es eso! dijo irónicamente Aurora: ¡amenazar con golpes!
—No son amenazas, sino realidades, gritó la viuda: y arrojándose hácia su hija, descargó sobre su mejilla una tremenda bofetada.
Aurora, en vez de llorar, gritar ó quejarse, guardó silencio, y permaneció inmóvil durante algunos instantes buscando sin duda el modo de mortificar más á su madre.
Conoció que este era el de darle á entender que despreciaba su correccion, y se hechó á reir.
—¡Ah! ¡ah! exclamó: ¿creerá Vd. que me ha hecho daño, verdad? ¡pues el daño se lo ha hecho Vd. á sí misma, porque se ha rebajado á mis ojos más de lo que estaba!
—¿Y qué me importa á mí de eso?
—¡Tanto mejor para Vd.: á mí me importa ménos: pero tenga Vd. entendido que si no la respeto, es porque no la estimo, y que cuanto ménos la estime, ménos la respetaré!
En aquel momento la doncella de la casa é Isabel, entraron en el terrado.
Joaquina llevaba un plato en cada mano.
El uno contenía una tacita de cristal llena de dulce de almíbar.
El otro una jícara de chocolate con un bollo.
Isabel traía una pequeña lámpara en una mano, y en la otra, otro plato con algunas servilletas.
Las últimas palabras de la atrevida respuesta de Aurora á su madre, las pronunció estando ya las dos jóvenes que traian la colacion dentro de la azotea; al oir á su hija, fué tal la cólera que se apoderó de Doña Bibiana, que tomó la jicara de chocolate, y la arrojó al rostro de Aurora.
Esta, deseando volver ultraje con ultraje, y no atreviéndose á tirarla á su madre, arrojó contra la pared la tacilla que le habian servido con el dulce.
Despues de estas dos hazañas, Doña Bibiana salió de la azotea sofocada de ira.
Aurora fué á apoyarse despechada en la barandilla de piedra.
Su traje, de muselina de la India, estaba horrorosamente manchado de chocolate.
—¡Otra tacita de cristal de roca, y otra jícara de porcelana de ménos! dijo suspirando Joaquina, en tanto que recogia los fragmentos del destrozo.
Y luego añadió mentalmente:
—Y otro lindo traje el que lleva la señorita, que arreglaré para mí; con ese son cuatro, en quince dias los inutilizados por la misma causa: adelante, y á vivir, tropa.
—¿Te ha hecho daño tía, Aurora? preguntó Isabel acercándose cariñosamente á su prima.
—No, respondió la jóven con ira: déjame.
—¿Te ha dado en la cara?
—No.
—Conozco que te molesto y lo siento, dijo Isabel: ¿pero nada puedo hacer para consolarte?
—Nada: déjame; pronto se acabará todo.
—¿Qué quieres decir?
—Que me casaré.
—¿Con el guardia?
Si, para dar en la cabeza á mi madre.
—¿Pero no ves que no es á ella á quien le das, sino á tí misma? Tú sola eres quien le ha de sufrir.
—Pues le sufriré, que más sufro ahora.
—Calla, que oigo á German subir la escalera.
En efecto: un instante despues entró en el terrado un jóven de gallarda presencia, pero con las trazas de calavera más acabadas que se pueden ver en un hombre.
Tenia cerca de treinta años: un elegante traje de campo, de hilo, compuesto de pantalon y casaquilla inglesa, formaba su atavío; una corbata de seda, color de cereza, hacia parecer más animados sus negros ojos y su tez morena: en sus mejillas se ensortijaba un fino bigote negro: un gorrillo hecho de seda oriental, y trabajado con muchísimo primor al crochet, sujetaba mal sus cabellos, que eran espesos y rizados. Era alto y de graciosa figura, pero esta gracia se eclipsaba bajo un aire de vulgaridad casi grosera.
—Buenas noches, dijo al entrar; ¿qué viento corre por aquí? muy malo, segun costumbre, ¿no es verdad?
Al mismo tiempo que pronunciaba estas palabras, se tendió en un cómodo divan que habia en la azotea, y se puso á sacudir sus piés que traia llenos de polvo.
Aurora, que no queria sufrir las bromas de su hermano, muy importunas para ella, ni esponer su vestido manchado á las miradas de German, salió del terrado seguida de Joaquina, que no quería perder de vista el vestido.
Isabel quedó sola con su primo.
—¿Hubo borrasca? preguntó éste.
—Se han incomodado un poco, respondió Isabel.
—¿Un poco, eh? algun poco de los de costumbre.
—Sí...
—¿Y por qué ha sido?
—Por casi nada: ni me acuerdo!
—Primita, dijo German mirando con sorna á Isabel: eres lo más disimulado que he conocido; con más reserva que tú, no hubo ningun inquisidor.
—¿Y qué quieres que te diga?
—Nada, nada; en boca cerrada no entran moscas: tú estás bien con todos.
—¿Y qué conseguiria con estar mal?
—Poca cosa, está claro: así consigues mucho más.
—Vivir en paz.
—Y lo que no dices.
—No te entiendo, repuso Isabel: y como no tengo ganas de descifrar logogrifos, me voy á acostar.
—Oyeme antes.
—Habla, pero pronto.
—¿Tanto sueño tienes?
—Mucho.
—No me sucede á mí lo mismo: que no duermo pensando en tí.
—¿Y es eso todo lo que querias decirme?
—Eso; y que te quiero cada dia más.
—Buenas noches, dijo Isabel.
Y salió de la azotea dejando solo á su primo.
—¡Cáscaras! se dijo éste: ¡es más dura que una roca! ¡quién lo habia de decir, de una chiquilla de diez y siete años! Nada, ¿la regalo? no quiere admitirme ni un dulce: ¿la hablo? no me responde: ¿le echo flores? no hace caso: ¿qué haré para ablandarla?
German, pensando en ésto, se levantó del divan chupando con furor un cigarro puro, y empezó á pasearse por la azotea sériamente preocupado.
Dos ó tres minutos hacia que la cruzaba á grandes pasos, cuando se acercó al timbre, y llamó, presentándose al instante la doncella.
—A ver tú, cara de rosa, si me traes café, dijo German á Joaquina, que lejos de tener cara de rosa, era bastante fea.
—Voy allá, respondió la jóven dando una media, vuelta que enseñó con arte un pié pequeñito y la entrada de una bonita pierna.
German vió ambas cosas, y cuando ya iba á salir Joaquina, le dijo:
—Oye.
—¿Qué manda Vd.? repuso esta.
—Que oigas, acércate.
—Aquí estoy.
—Trae café para tí y para mí, y le tomaremos juntos.
—¿Qué dice Vd.? preguntó haciendo remilgos Joaquina, que sabia mucho y podia dar muchas lecciones á su señorito.
—Que traigas dos tazas de café.
—¿Y si la señora lo sabe? ¡con su génio!...
—¿Qué ha de saber? Ya duerme.
Y German añadió para sí:
—Si no hubiera habido jarana, no me atreveria yo á convidar á esta buena alhaja para que me hiciese compañía: pero ya que mi madre no está, ruede la bola, y que tome tambien café.
A las dos de la mañana aun estaban German y Joaquina tomando café y bebiendo algunas copitas de rom de Jamaica y marrasquino, pues de ambas cosas habia buena provision en casa de la viuda de Megía.
Mientras los dos jóvenes se solozaban en alegre conversacion á la luz de la luna y de la lámpara colocada en el velador donde ellos tomaban el café, en una salita contigua donde hacian labor la camarera é Isabel, se hallaban reunidos los demás criados murmurando de lo que sucedia en el terrado.
—¡Qué desórden! ¡Qué escándalo! decia Martina la vieja cocinera.
—La verdad, que se me resiste guardar la cortesía á esa desvergonzada de Joaquina, decia un criado.
—De todo esto tiene la culpa la señora, añadió Doña Ursula, el ama de llaves, mujer formal y de entendimiento despejado.
—¿La señora? repitió el jardinero: ¿por qué?
—¿No vé Vd., Antonio, que con su mal génio está la casa en un perpétuo desórden?
—La señorita es la que la incomoda.
—Y ella la que se incomoda por todo.
—Vaya, vaya, Doña Ursula, que raya en manía el empeño de Vd. de defender á la señorita contra viento y marea, observó el ayuda de cámara de German: y todos, y Vd. la primera, conocemos que le falta al respeto á su madre á cada dos por tres, y una madre no debe consentir eso á su hija.
—Por eso la señora no lo consiente, observó el jardinero.
—Es el resultado que aquí la una se falta á la otra, y de este desórden nace el que tiene lugar en la azotea: si reinase armonía, buen órden y miramientos, no sucederian más de cuatro cosas... porque la verdad es que tambien nosotros tiramos un poco.
—Cuidado, observó Doña Ursula, que yo no tiro...
—Ya lo vemos, señora, dijo el jardinero; pero concluirá Vd. por tirar, que á rio revuelto...
En aquel momento salió German tambaleándose—habia bebido diez ó doce copas—y dijo con ronca voz:
—¡Una luz... pronto! ¡tunantes!
Su ayuda de cámara le dió una bugía.
—No llevas tú mala luz en el cuerpo, dijo á media voz al verle alejarse con paso vacilante.
Joaquina, temiendo las pullas de los demás criados, se quedó haciendo como que recogia el servicio del café.
Luego tomó la lámpara, que habia estado alumbrando, y se metió en su cuarto.
A la mañana siguiente y á las seis de la misma, ya se hallaba en pié Doña Bibiana.
Su primera diligencia fué tirar del cordon de la campanilla: pero nadie acudió á su llamamiento.
Volvió á llamar más fuerte, y se presentó doña Ursula toda azorada.
—Señora, dijo, acabo de llegar de misa, que fui á la iglesia de Villamayor, y subiendo por la escalera la oí llamar á Vd. por la primera vez: dispense Vd.
—No es á Vd. á quien llamo, dijo Doña Bibiana incomodada: es á Joaquina.
—Creo que no se ha levantado todavia, murmuró Doña Ursula.
—¿Cómo? preguntó Doña Bibiana no pudiendo dar crédito á lo que oía.
—Que no se ha levantado aún...
—¡Señora, Vd. está sin juicio como de costumbre! Si son las seis y media, y tengo mandado que á las cinco estén á la labor ella y mi sobrina!
—La señorita Isabel está cosiendo.
—¡Vaya Vd. á ver donde está la otra, y que venga enseguida!
Doña Ursula salió, y fué á la cocina á preguntar por Joaquina.
—No le hemos visto el pelo, respondió Martina: estará durmiendo la trasnochada y las copitas.
—¡Santo cielo! ¡cómo se va á poner la señora! exclamó el ama de llaves: voy á llamarla.
—La tonta es Vd., en meterse á redentora, repuso el jardinero, que andaba regando el patio: el que la hace que la pague.
—¡Pero hombre, si la va á despedir!
—Que la despida: ¿le hemos de estar haciendo la capa los demás?
—Es que, despidiéndola á ella, la carga viene sobre mí: porque vaya Vd. á buscar camarera que se quiera venir á esta soledad.
—No diga Vd. eso: la carga mayor irá sobre la pobre señorita Isabel, que pasa aquí el purgatorio.
—No digo que no: pero algo me tocará á mí.
—Y vamos á ver, Doña Ursula, preguntó la cocinera saliendo al patio y tomando parte en la conversacion: ¿cómo es que la señora está rica y la señorita Isabel está recogida aquí por caridad?
—¡Toma! respondió Doña Ursula: por una razon muy sencilla: miren Vds.: el marido de la señora, D. Francisco Megía, y el padre de la Isabelita, D. Cárlos, eran hermanos: ¿lo entienden Vds?
—Poco tiene que entender, porque ya lo sabíamos.
—¡Buena cosa nos dice Vd.!
—Paciencia, y sigan oyendo con atencion: los dos eran militares: pero D. Francisco, á los cuarenta años, se retiró de la guerra con una mano de ménos y se casó con la señora, mucho más jóven que él, y además hija sola de un contratista del ejército, que habia hecho más doblones que pesaban el padre y la hija: la señora era además una real moza: alta, gruesa, fresca: algo ordinaria, sí, para su marido, que era fino y elegante como el que más: ¿pero qué no allana el dinero? Novia buena moza, con doblones y como una Venus, no era regular que la esperase un Capitan retirado y manco.
—Ciertamente.
—Se casaron, pues; D. Cárlos siguió en el ojército: era más jóven que su hermano, y murió con el grado de Capitan, dejando á Isabel de solo ocho años de edad y sin más amparo que seis reales de orfandad y una madre muy fina y bonita, pero que iba para tísica á pasos de gigante, y que adelantó mucho terreno para el cementerio con el disgusto de la muerte de su esposo. A los nueve años, vino la niña al lado de su tía: y en tanto vivió D. Francisco, éste, aunque acobardado con el genio de su mujer, consiguió que se mirase á la niña como cosa propia, á pesar de que servía como de criada á Aurorita, que tenía un año más que ella, y era como un sol: pero desde que murió Don Francisco, la pobre huérfana pasa la pena negra.
—¡Trabajando noche y dia, y nunca se les figura que hace bastante!
—Yo deseo que se case.
— Y yo: aqui no será fácil: pero si vamos á Barcelona al invierno, como dice la señora, allí hallará pronto un marido.
—Yo creo que la quiere el señorito.
—Pues no era mala boda para ella.
—¿Qué habia de ser mala? le debía admitir á piés juntillos.
—¡Pero si es mas calavera! él juega, él bebe, él está lleno de belenes!... ¡si su padre viviera!
—Pues su madre, con ese génio de hierro que tiene, ya le podia sujetar.
—Esos génios de hierro no sirven para los muchachos calaveras.
—¿Qué dice Vd., señora?
—Que no sirven para los chicos calaveras: ¿y sabe Vd. por qué? porque éstos, ó se ríen de las furias contínuas que ocasionan, ó gritan más ellos: y es sabido que á un carácter alborotado, le domina otro que alborote más: lo que necesitan los chicos como el de casa, es una firmeza con apariencia de suavidad y siempre igual: y además hacer la vista larga á ciertas cosas de poca importancia que á veces, por tirar demasiado de las riendas, saltan...
—¿Quédemonios de carnicerías tienenVds. que arrendar? gritó Doña Bibiana, desde lo alto de la escalera: ¡pues me gusta!
—¡Jesús, qué ordinaria es la señora! dijo detras del grupo la voz de Joaquina, que bajaba coquetamente vestida de mañana.
—¡Mujer, pues si por tí está así! exclamó Doña Ursula.
—¿Por mí?
—Es claro: ¡te ha llamado dos veces y sabes que debias estar cosiendo desde las cinco!
—¡Bah, bah! muchos deben y no pagan.
—Pues ya verás que contenta la tienes.
—¿Y cuándo lo está? con estos génios, tanto pones tanto pierdes.
—¿Subirás, desvergonzada? gritó Doña Bibiana dirigiéndose á su camarera.
—Voy en este instante, señora, replicó Joaquina empezando á subir la escalera con lentitud, y empleando el lenguaje altisonante y redicho, como vulgarmente se llama el que se emplea con una ridícula afectacion.
—¡Si no tienes sentido! gritó Doña Bibiana: ¡nada te importa el incomodarme! ¿ahora te levantas?
—En este momento, señora.
—¿Y no te da vergüenza de confesarlo?
—La vergüenza debia padecerla el sueño, que me dominó de un modo tan imperioso.
—¡No me vengas con tus letanías, gazmoña! gritó furiosa la viuda.
—¿Y qué quiere la señora que le diga?
—¡Nada, quiero que te calles! y ten entendido que si vuelves á hacer lo que hoy, te despido.
Doña Bibiana y Joaquina entraron en la habitacion de la primera, que se sentó delante de un espejo y entregó su cabeza á las manos de la doncella.
—¿Dónde está mi hija? preguntó la viuda.
—Lo ignoro, señora.
—¿No te he dicho que no quiero oir palabrotas retumbantes?
—¿Pues cómo he de responder?
—No lo sé: y se acabó.
—Sin embargo, señora, yo he servido dos años á la señora Marquesa de C... y siempre le oia responder, hasta cuando se dirigia al señor Marqués: lo ignoro.
—Pues yo no quiero hablar como las marquesas estamos? yo estoy muy bien y muy contenta con ser Bibiana Lopez, y con tener buenas pesetas: esas señoras no tienen mas que bambolla y trampa.
Joaquina se mordió los labios para no soltar la risa: su ama la vió por el espejo, y le dijo:
—¿Y á qué viene ponerte gorrita al levantarte como si fueras una señorita de forma?
—¿Pues qué, no tengo yo formas? preguntó Joaquina remilgándose y mirándose al espejo.
—¡Sí, como un palo!
—¡Pues señora, las formas abultadas son muy ordinarias! exclamó picada la camarera.
—Eso lo decís las que pareceis lagartijas.
—¡Qué, señora, si la señora Marquesa por que le parecia que empezaba á engordar, se bebia todos los dias un vaso de agua tibia detras de la comida!
—¿Y enflaquecía?
—Sí señora: ¡vaya!
—¡Qué majadería! ¡No hay mejor espejo que la carne sobre el hueso!
—Pues mire Vd., yo estoy consternada de no tener la misma opinion que Vd., pero...
—¡Déjate de palabrotas, te digo, y revienta con el pero ó la manzana!
—¡Pues bien, señora: á mí me parece un elogio aplastante para una mujer el llamarle buena moza!
—¿De veras, bachillera? exclamó la señora, herida en lo más vivo de sus pretensiones de belleza.
—¡Uf ya lo creo! buena moza! eso es sinónimo de ordinaria, de tosca, de grande.
—¿Cómo has dicho? ¿simónímo?
—¡Sinónimo señora, sinónimo!
—¿Y qué significa eso?
—Significa que el decir buena moza, es decir, mujer gigante, ordinaria, colorada, tosca!
—Mira, chica, me vas reventando con tus pullas y tus bachillerías, dijo la viuda, que no era tonta: ¡Canastos! ¡aunque solo vieras que soy alta y gorda!...
—Señora, no puedo ser hipócrita.
—¿Cómo?
—Que no sé hablar al revés de lo que siento.
—Pues mira, al buen callar llaman Sancho.
—¡Qué ordinaria cosa es decir refranes, señora!
—¡Dále con la ordinariez! cuida de lo que haces, y pónme el pelo más alto; ya sabes que me carga llevarlo bajo, porque se manchan los vestidos, los mantones y todo.
—¡Pues el pelo alto hace unas cabezas de huevera, que ya está bonito!
—¿Qué tiene que ver una huevera con una cabeza?
—Quiero decir, que el pelo alto hace parecer á las que lo usan vendedoras de huevos, no hueveras de loza.
—¡Acaba y vete con mil de á caballo! gritó la viuda poniéndose carmesí de cólera: y á coser, que hoy se han de acabar esas sábanas que haceis mi sobrina y tú.
Joaquina, no atreviendose ya á proseguir con sus desvergüenzas, salió de la habitacion, riéndose solapadamente.
Cuando ya se hallaba cerca de la puerta, volvió á llamarla su ama.
—Cuando bajes, le dijo, encarga á mi hijo que suba al momento.
—Está muy bien, respondió la camarera.
Y muy contenta, porque podía sin temor de ser regañada por su ama, gastar un rato de conversacion con German, se dirigió presurosa á su cuarto.
Pero en la puerta y como un centinela formidable, se halló al ayuda de cámara, Gregorio, que le cerró el paso.
—Quítese Vd. de ahí grosero, dijo Joaquina muy enfadada.
—Váyase Vd., señora relamida, porque no pienso dejarla entrar en la habitacion del señorito, respondió Gregorio.
—¿Y por qué? ¿se puede saber?
—Porque si hago la vista larga á ciertos escándalos, no quiero ni puedo autorizar otros.
—¿Qué dice Vd?
—La verdad, y Dios me entiende, yo me entiendo y Vd. tambien.
—Déjeme Vd. entrar para dar al señorito un recado de la señora.
—Démelo Vd. á mí.
—No me da la gana.
—¡Mire Vd. la que se la echa de fina!
—¡Si Vd. es capaz de sacar de sus casillas á un santo!
—¡Miren la santa! canonizada á pedradas.
—¡Deslenguado!
—¡Poca vergüenza! ¿no se le pone á Vd. la cara como un tomate delante de mí?
—¿Por qué?
—Porque sé muy bien lo que pasa con el señorito.
—¿Qué pasa?
—Que le está Vd. esplotando de una manera escandalosa.
—¿Es envidia ó caridad?
—Cómo se entiende...
—¿Qué es eso? ¿Qué sucede? preguntó una voz dulce y femenil asomándose á una puerta cercana á donde se hallaban los dos contendientes.
—¿Qué ha de ser, señorita Isabel? respondió el criado; que esta graja se empeña en entrar al cuarto del señorito.
—Porque me lo ha mandado la señora, observó Joaquina.
—¡Mentira! la señora no ha podido mandar eso, dijo Gregorio: y si lo ha mandado, es porque no sabe de la misa la mitad.
—Gregorio, dijo Isabel: no está bien que sea Vd. insolente con una mujer: el hombre se rebaja abusando de su fuerza. Joaquina debe dar á Vd. el recado de mi tía, y Vd. debe respetarla, y oirla con buen modo cuando le hable.
—Yo no le daré á él el recado, dijo Joaquina con fiereza.
—Pues aquí no entrará Vd., añadió Gregorio.
—Dígame Vd. á mí lo que quiere, Joaquina, opinó Isabel.
—¿Para decírselo Vd. al señorito? preguntó la camarera mirando con rencor á la jóven, de la que estaba no poco celosa: no, señora: ó se lo digo yo, ó no se lo dice nadie.
Isabel, ante aquella insolente negativa, no respondió una palabra, y se entró de nuevo en la sala de labor.
—No haga Vd. que salga la señora y le cuente yo ciertas cosas... murmuró Gregorio, dirigiéndose á la camarera.
—Ya está aquí la señora, dijo la voz de bajo de Doña Bibiana: ¿qué sucede?
—Vamos á ver, señora, ¿es justo que yo la deje entrar en el cuarto del señorito? ¿Es decente, hallándose él acostado, y durmiendo? preguntó Gregorio.
—¿Qué ha de ser decente? ¡que se pruebe á ello! gritó la viuda: ¡pues me gusta la desfachatez!
—¡Ahí tiene Vd! exclamó Gregorio envalentonado: ¿pues querrá Vd. creer, señora, que le dijo la señorita Isabel que le diera á ella el recado, y respondió que no quería? Pero no tiene ella la culpa, sino el señorito, que es demasiado bueno: ¡si no le diera franquezas!
—¿Qué franquezas son esas? preguntó Doña Bibiana.
—¡Franquezas! repuso éste: anoche estuvo tomando café con él.
—¿Tomando café con mi hijo?
—En la azotea, despues que Vd. se fué á la cama.
—¡Si no hablase Vd., reventaba! dijo Joaquina: pero no importa: yo desde este momento me doy por despedida: no quiero nada con gente chismosa.
—¡Qué vergüenza! exclamó Doña Bibiana: ¡qué escándalo! ¡y que esto pase en mi casa sin saberlo yo! ¡German, German!
—¿Quién me llama? respondió la voz del jóven desde la cama.
—¡Levántate al momento, al momento! y tú, pícara...
—Abur, dijo Joaquina con su natural frescura é insolencia: dentro de poco me voy para alcanzar el tren de Barcelona.
La criada dió media vuelta, y se metió en su cuarto.
—German, dijo Doña Bibiana, levántate en segida y sube á mi cuarto que te quiero hablar.
—Allá voy, respondió el jóven volviéndose del otro lado: espéreme Vd. sentada: ahora voy yo á esperar la borrasca con la cabeza baja.
—Tú, Gregorio, prosiguió la viuda, dirás al ma de llaves que ajuste la cuenta á esa buena alhaja.
Y se subió, con la majestad de una Juno, para esperar á su hijo y preparar la rociada de injurias con que pensaba regalarle.
Daban las siete en el reloj colocado en el comedor de la casa de campo de Doña Bibiana, cuando Isabel entró en la habitacion de Aurora y abrió las maderas del balcon, para que su prima despertarse.
La jóven dormia con el sueño apacible de su edad: su lujoso lecho de acero y bronce estaba adornado con bellas colgaduras y ropas de gran precio.
Aurora era muy linda; pero la costumbre contínua de irritarse, habia señalado en su frente algunas arrugas prematuras y esparcido en sus facoiones una expresion dura y violenta.
Su cuarto estaba ricamente amueblado, pero con el gusto recargado que regularmente ostentan todas las gentes que, nacidas en pobre y humilde cuna, llegan á poseer grandes riquezas.
No era propio, por ejemplo, de un lecho de soltera el ostentar una coloha de terciopelo granate, y ricos encajes en las sábanas y almohadas.
La chambra y gorro de cama de Aurora eran asimismo de gran valor: en sus orejas, pequeñas y blancas como el marfil, reian locamente dos gruesos brillantes, que no habia tenido humor de quitarse, y con los que se habia acostado, despues de su disputa con su madre.
Un mechon de sus cabellos negros, desprendido de su peinado, bajaba en espiral por su garganta, formando un grueso rizo.
Aurora tenia muy hermosos ojos negros, segun podia conocerse aun estando cerrados: guarnecíales una franja de pobladas pestañas negras tambien: su tez era blanca y rosada: su boca pequeña y del color del coral: su nariz bonita y delicada.
El mueblaje del aposento, que consistia en una sala bastante grande, era dorado, con tapicería de seda carmesí: un enorme espejo de cuerpo entero, asimismo con marco y pié dorados, se encontraba colocado delante del balcon.
Una mesa con tocador adornada de muselina blanca de la India, un elegante velador y un costurero maqueado completaban el adorno de aquella habitacion.
El aspecto de Isabel hacía oon aquel lujo el contraste más extraño.
La jóven era el tipo más opuesto que pudiera buscarse de su prima.
Era rubia, pero sus cabellos tenian un color tostado bastante oscuro para quitar de su rostro el aspecto helado de las mujeres excesivamente blondas, y bastante claro, para ostentar un armonioso matiz con reflejos dorados y brillantes.
Eran sus ojos azules, pero tampoco tenian el color apagado y casi blanco de la porcelana, sino un matiz oscuro y dulce, á la par que abrillantado.
Largas pestañas de seda casi negra y cejas del mismo color les adornaban.
Su tez era tan blanca, que se descubría en ella con facilidad el lindo tejido de sus venas azules.
Tenia la frente despejada, sin que ostentase una deforme anchura: la nariz, algo roma y levantada, era, quizá por ésto, la más linda faccion de su rostro.
Su barba redonda y suave, sus megillas que ostentaban la frescura de los diez y siete años, su talle derecho y gracioso, su esbelta figura, su bonita mano y su pequeño pié, hacian de Isabel, si no una belleza, una de las más encantadoras muchachas que se pudieran imaginar.
Su traje era pobre más que modesto: un vestido de percal de fondo blanco sembrado de pequeñas violetas: un delantal de tafetan del color de las flores, y una corbatita de encaje negro que sujetaba un cuello de tela de hilo liso, componian su atavío, que parecia hecho expresamente para su figura cándida y poética.
—¿Aurora? dijo moviendo suavemente á su prima.
—¡Déjame! respondió la dormida sin abrir los ojos y volviéndose al otro lado con muy mal humor.
—Mira que son las siete: la hora en que me encargaste que te llamase, observó con dulzura Isabel.
—Bien, déjame: ahora tengo más sueño.
—¡Pero ya sabes que tu mamá quiere que te levantes á las siete!
—¡Déjame con mi mamá! ¡Contenta me tiene!
—Así se incomodará otra vez: ¡si vieras hoy de qué mal temple está! ha regañado tanto con Joaquina, que ésta se marcha.
—¡Cielos! ¿qué dices? exclamó Aurora, que se incorporó en la cama al oir esta noticia: ¿qué se va Joaquina?
—Sí: eso ha dicho: ahora le está ajustando la cuenta Doña Ursula.
—¡Y llevamos en dos meses siete doncellas! exclamó Aurora con ira: es claro, no quiere estar ninguna en este desierto: y ésta, que duraba...
—Ésta duraba por una razon bastante mala, observó Isabel: ya lo sabes.
—¿Qué sé? lo que tú me has dicho: ¿que le hacía cocos mi hermano? ¡vaya un mal muy grande!
—Ya pasaba de cocos.
—¿Por qué no le haces tú caso? Es capaz de casarse con ella por vengarse de tí.
—Hará muy mal, porque él será quien lo pague, y no yo, que viviré lejos de él.
—¿Pero no te gusta mi hermano?
—Para marido, no.
—¿Pero qué faltas tiene? posee un capital regular, es jóven y buen mozo, ¿qué más quieres, y qué puedes tú esperar?
—Quiero algo más que eso, y espero conseguirlo.
—Tú te las prometes siempre muy felices.
—No tal; pero no me casaré si no hallo lo que deseo y creo merecer.
—¿Y qué es ello?
—Tal vez no me comprenderás aunque te lo diga.
—¿Me tienes por tan tonta?
—¡Nada de eso; pero pensamos las dos de tan diferente manera...
—No importa; dilo.
—Alla vá pues; quiero casarme con un hombre laborioso y bien educado.
—Mi hermano no es lo primero, porque no necesita serlo; pero en cuanto á lo segundo...
—No lo es tampoco, y lo necesita mucho.
—¿Y á qué llamas tu tener buena educacion? preguntó Aurora, cuyo entrecejo se iba frunciendo como el de Júpiter Tonante.
—Llamo buena educacion, respondió Isabel con calma y dulce gravedad, á lo que debe llamarse; á la cultura en los modales, la compostura en el traje, la dulce cortesía en el trato; nada de eso tiene German; y tal vez yo no sabria conocerlo á no ser porque viví algun tiempo entre gentes de educacion perfecta y esmerada.
—¿Dónde?
—Cuando tú pasaste una temporada en un colegio en Madrid, y tu mamá y hermano vivian allí, y yo con ellos, había en el cuarto principal unos vecinos, á los que por niña pequeña hacía gracia, y que siempre querian tenerme á su lado; eran padre, madre y dos hijas, la una de doce años y la otra de diez y seis; no te puedes imaginar dos jóvenes más amables y más encantadoras; la mayor tenía novio, y se casó; recuerdo tambien á aquel jóven, que no podia ser más galante y más amable; yo creo que aquella gente tenía tambien sangre y nervios; pero su sangre y sus nervios estaban subordinados á las reglas de la buena educacion. Cuando volvia al lado de tu mamá y de tu hermano, y les oia disputar entre ellos y con los criados, me parecia que una sombra fúnebre me iba envolviendo poco á poco, y mi corazon se oprimia y ansiaba que llegase la ho ra de volver á ver á los vecinos; como ves, no puedo por mi modo de pensar corresponder á La afeccion que tu hermano me manifiesta; lo siento, pero no me es posible remediarlo.
—¿De modo que todos nosotros te somos antipáticos, no es esto? preguntó Aurora con ironía; ¡buen modo de agradecer el pan que comes!
—Prima mia, repuso Isabel con entereza, el pan que como, es mio; tengo seis reales diarios de pension que cobra tu madre, y seis reales dan para pan por mucho que comiese, y ya sabes que yo como muy poco; no me sois antipáticos, sino muy queridos; ¿dónde írá el alma á refugiarse si desdeña los afectos de la familia? Yo quiero estar al lado de la mia; lo que sí me sucede, es que sufro, y mucho, al ver que tu madre y tú estais en continuo disgusto, por no tener cada una un poco de tolerancia, con la que todo se podría arreglar.
—Mira, repuso Aurora; déjame detolerancias; lo que voy á hacer, es casarme cuanto antes.
—¿Con Agustin?
—¿Con quién ha de ser?
—Pero Aurora, observó la jóven, ¿qué prisa te corre casarte? ¿acaso eres vieja, acaso te han de faltar otros partidos?
—No lo sé; solo sé que quiero salir lo antes posible del lado de mi madre, cuyo génio no puedo sufrir.
—¿Y si te toca un marido que lo tenga peor?
—No puede ser.
—Tal vez si podrá ser; y aquello es mas duro, porque no deja esperanza; al paso que ahora tienes la de salir un dia ú otro de esa tutela; además, Agustin es calavera, jugador, y criado en una villa que, aunque grande y rica como lo es Egea de los Caballeros, al fin es un lugaron.
—Mejor, así no sabrá de mundo.
—¡Ay, prima mia, el hombre debe conocer el mundo! exclamó Isabel: bueno es que la mujer lo ignore todo; pero ¿y si lo ignoran los dos, si no saben manejarse ni manejar á su familia?
—En la ocasion se aprende.
—No lo creas, no se aprende en la ocasion: á lo ménos á mí así me lo parece.
—Tú todo lo quieres saber: pero ¿por qué discurres tanto en aconsejar á los demás y tan poco en tu propio interés? ¿por qué no te casas con mi hermano?
—Ya te he dicho que no me conviene.
—¡Siendo rico!
—Espero ser más feliz con un pobre.
—¡Qué disparates!
—No son sino verdades, ó mejor dicho, la expresion de lo que siento: ya sabes que siempre he vivido en la pobreza: así es que la amo como á una amiga, segun diria mi madre: me parece que la opulencia me estorbaria y que solo me seria grata una tranquila prosperidad, á la que yo misma contribuyese.
—Pues yo no pienso así: una de las razones por lo que me gusta mucho Agustin, es porque es rico y dueño de su fortuna.
—Te equivocas: aún vive su padre.
—¿Y qué? él la maneja toda.
—Pero no toda es suya: dicen que su padre le pide cuentas, y si él se las da, ya ves...
—Ya veo que es porque quiere, y que no debia dárselas.
—¿Qué dices!
—¿No es mayor de edad?
—Jamás lo debe ser un hijo para su padre.
En aquel instante, una voz aguda y burlona dijo á la puerta de la habitacion de Aurora: