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En La abuela, María del Pilar Sinués rinde homenaje a la suya propia, a quien apenas conoció. Se nos presenta a una mujer entrada en los cuarenta, dentro de su casa finamente decorada. Ahora esta mujer conversa con su hijo de veintitantos, pero en los capítulos que siguen veremos cómo gira alrededor de ella parte importante de la atención su familia, beneficiada por la bondad y sabiduría que ella fue cosechando en una vida bien vivida.
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Seitenzahl: 484
Veröffentlichungsjahr: 2021
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María del Pilar Sinués
Saga
La abuela
Copyright © 1899, 2021 SAGA Egmont
All rights reserved
ISBN: 9788726882216
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
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This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.
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DOÑA MANUELA YOLDI DE SINUÉS
Sirva este libro, abuela mía, de público homenaje á tu adorado recuerdo; sea una prueba de lo fija que está en mi alma la memoria del amor que me tuviste, amor que á ningún otro puede ser comparado; y desde el ciclo donde moras, inspira mi pluma para enaltecer en la familia á la que es dos veces madre.
Apenas te he conocido: tu noble y bella figura se me aparece alguna vez como entre las nieblas de un sueño; pero tanto he sabido acerca de tus altas prendas y del cariño que me profesabas, que para pintar la virtud, la bondad y la abnegación, sólo necesito recordar lo que tú eras.
Si te es grata la pobre ofrenda de este libro, alcanza de Dios que haga tanto bien como desea tu amantísima hija
Pilar.
Madrid 8 de Noviembre de 1877.
El hombre ha sido hecho en el campo, como los demás animales. La mujer fué hecha en el Paraiso.
(Cornelio Agrippa.)
Las dos de la mañana daban en el reloj del Ministerio de la Guerra, y el calor, que había sido sofocante todo el día, seguía lo mismo, mientras algunas nubes cruzaban la atmósfera azulada.
En un elegante hotel del paseo de la Castellana había alguno que no podía ó no queria entregarse al sueño. En el piso bajo, una gran ventana abierta dejaba escapar, al través de dos ricas cortinas de muselina bordada, un resplandor no muy vivo, pero condensado, y, por decirlo así, elegante, pues hasta en el modo de graduar la luz hay bueno ó mal gusto.
Atravesaba de vez en cuando la penumbra iluminada la sombra esbelta y elegante de un hombre, joven á no dudar, por lo que se descubría de su apostura y movimientos.
Dos ó tres personas que se hallaban sentadas y tomando el fresco en los bancos del paseo, miraban á la ventana iluminada y se decían:
—En esa casa hay alguno que padece ó que es muy feliz.
Precedía á la elegante habitación, cuyos balcones de calada piedra estaban todos cerrados, un bonito parque á la inglesa, plantado de árboles y de flores, y alegrado por una fuente; muchas macetas, cargadas de flores y hierbas olorosas, guarnecían el pilón de mármol; la enredadera con campanillas de colores, los rosales, la madreselva, las clavellinas, exhalaban un dulce y penetrante perfume, que decía cuán bello debía ser el aspecto del parque á la salida del sol.
El hotel constaba de piso bajo, principal y segundo, todos bastante bajos y de elegante estilo arquitectónico; á cada lado del cuerpo principal del edificio se elevaba un pabellón, al que se subía por una bella escalinata.
Asomémonos á la ventaua abierta para ver qué es lo que sucedía en el aposento iluminado.
Era, á no dudar, la habitación de una mujer, porque todo en ella respiraba buen gusto y delicada elegancia: el lecho de maderas finas, bajo y estrecho, colocado á la francesa en un ángulo de la estancia; el armario cerrado por un gran espejo; la sillería bordada á mano y con armadura de palo-santo; los cuadros, que se reducían á cuatro medallones, copias excelentes del estilo pastoril de Watteau; el tocador, lleno de cajas de marfil, laca y sándalo; los jarrones de bronce y porcelana cargados de flores; el reclinatorio que coronaba un bellísimo cuadro de Nuestra Señora de los Dolores, y un no sé qué que se advertía en todos los detalles, decían bien claro que aquel aposento estaba ocupado por una dama de gusto delicado y perfecta educación.
En efecto, allí se hallaba la propietaria del elegante aposento, sentada, ó más bien reclinada lánguidamente en un sillón.
Era una mujer que estaba ya avanzada en el otoño de la vida, y que distaba mucho de ser hermosa, ni aun bonita: de estatura algo más que mediana, lo que se conocía en la estructura de su esbelto busto, era delgada, pero con la amplitud de formas que traen los años como fe de bautismo innegable. Una mujer de menos de treinta años tiene siempre cierta gracia indecisa en los contornos, aunque sea corpulenta y alta; pero en cumpliendo los cuarenta, hay pocas mujeres que conserven el privilegio de un busto juvenil y de una elegancia elástica en sus movimientos.
La dama que nos ocupa aparentaba de cuarenta y dos á cuarenta y cinco años, y ésta era en realidad la edad que tenía: su tez, de una blancura pálida y mate, era limpia y pura; su nariz, un poco grande, era ligeramente levantada, y daba á su fisonomía cierta gracia espiritual y alegre; su frente, ancha y noblemente abovedada, demostraba un gran talento; su boca, pequeña, de labios gruesos (sobre todo el inferior), aseguraba la bondad de su alma; pero lo más notable de su fisonomía eran sus grandes y luminosos ojos, casi siempre cargados de ternura, pero rodeados de surcos obscuros, que hablaban de largas horas de dolor y de lágrimas.
Eran unos ojos pardos, rasgados, dulces, llenos de pensamientos; coronábanlos dos sedosas y finas cejas color de castaña, y los guarnecían largas y corvas pestañas del mismo color.
Vestia un traje de granadina con listas de seda color de castaña, de hechura elegante, aunque muy sencilla; la falda llevaba algunos volantes: la túnica dibujaba su talle, y ceñía su figura con una gracia y sencillez extremadamente distinguidas; encajes en el cuello y mangas, y dos sortijas en el dedo anular de su mano izquierda, completaban el atavío de aquella dama; en cada una de sus pequeñas orejas reía locamente un hermoso brillante.
Sobre los cabellos castaños de la persona que nos ocupa no se veía aún ninguna hebra de plata: eran hermosos, sedosos, abundantes, y se rizaban sobre la frente en ondas naturales; los llevaba trenzados sin pretensiones y doblados con una gracia completamente sencilla.
Por la estancia paseaba el individuo del sexo fuerte que se veía desde afuera convertido en sombra: dentro de la habitación era un hermoso y elegante joven, que podría contar veinticuatro años de edad.
Aún se hallaba vestido con frac y corbata blanca, lo que probaba que acababa de llegar de algún baile ó sarao; tenía en la mano derecha un par de guantes color de lila claro, que retorcía por un movimiento convulso é inconsciente, con los que se azotaba la mano izquierda de vez en cuando.
La señora que ocupaba el sillón le miró durante algún tiempo con profunda tristeza; quedóse después pensativa, y, por último, dejando su asiento, llegóse por detrás al que paseaba, le detuvo dulcemente y le dijo con ternura:
—Vamos, cálmate y ven á hablar conmigo.
El joven la miró indeciso, deteniendo al instante su paseo; sólo en aquella mirada se comprendía que eran madre é hijo: tal era la semejanza que había en los ojos de los dos.
Como la brisa calma instantáneamente los rugidos del mar, la voz de aquella mujer apaciguó la tempestad que rugía en el alma del joven, y las negras nubes de su frente se aclararon para dar lugar á alguna calma.
Mas aquel inmenso poder moral, invisible y desconocido para las personas vulgares, hubiera sido comprensible al instante para una naturaleza privilegiada.—No era aquella mujer de las que á primera vista admiran ó seducen, ni tal lo había sido sin duda en los días más hermosos de su juventud; pero después de mirarla, ya no se podían separar de ella los ojos ni el corazón.
La sensibilidad, la dulzura, el talento, la pureza del alma y la gran ternura del corazón, estaban impresas en toda su figura, y unían su encanto al de una voz de un metal deliciosamente timbrado, que era como el eco de un himno interior; y de noble y elegante figura, de rostro simpático y expresivo, se conocía al verla que no necesita ser bella una mujer para inspirar grandes pasiones, y que no es la hermosura lo que hay de más cautivador en la tierra.
Durante un segundo el joven se detuvo, miró al suelo, luego á su madre, y después de nuevo al suelo; pero no continuó su paseo.
—Vamos, hijo mío, siéntate aquí, junto á mí— insistió la dama con voz dulce:—¿quién como tu madre te comprende y te ama? ¿Quién sufre más con tu dolor? Hablemos: dime tus penas y verás cómo les hallamos remedio.
Y asiéndole suavemente por la mano, le condujo á una silla, situada junto al lado de la butaca que ella había ocupado antes; volvió á sentarse, y sin dejar la mano de su hijo, la puso entre las suyas y la guardó amorosamente en ellas.
Era el joven notablemente gentil y agraciado, de estatura alta y esbelta, correctas facciones y cabello castaño claro; toda su persona denotaba distinción de maneras y cultura del espíritu, porque es cosa evidente que la costumbre de pensar y de aprender comunica á la persona una dulce y templada gravedad.
Y no obstante, á través de todas estas señales exteriores de un espíritu elevado, se veían en aquel joven señales infalibles de una debilidad casi femenina: su mirada indecisa, la suave corrección de sus facciones, la blancura de su tez, las largas y sedosas pestañas que guarnecían sus ojos grandes de altivo mirar, estaban muy lejos de acusar un carácter varonil, sino una naturaleza suave y dócil á veces, y otras terca é irascible.
—Vamos, Daniel—dijo la madre con voz dulce;—vamos, cálmate; ¿crees que yo te contrarío sólo por el placer de hacerte sufrir? No, hijo mío; demasiado seguro estás de mi amor para suponerlo siquiera: si me opongo á tu casamiento con esa joven, es porque creo que has de ser infeliz...
—No, madre, no—repuso el llamado Daniel.— ¡Te opones á que me case por lo que se oponen todas las madres de los hijos únicos: por emulación, porque temes que deje de quererte!... ¿Qué sé yo? ¡Para hacer alarde de autoridad!
La Condesa del Villar, que así se llamaba la madre de Daniel, iba á contestar; pero aunque abrió la boca, de sus labios no salió ningún sonido: así el silencio reinó durante algunos instantes, y fué Daniel quien lo rompió de nuevo.
—¿Sabes algo de Adriana y me lo ocultas?— preguntó mirando ansiosamente á su madre.
—No, hijo mío—respondió ésta;—nada sé de esa joven que pueda perjudicarla; y antes bien, lo que deploro es saber tan poco: nacida en España, pero educada en París, donde ha vivido desde niña, á nadie conocemos más que á su madre, la que, te lo confieso, me es menos simpática que Adriana.
—A mí también; ¿pero que culpa tiene ella de tener esa madre petulante y vulgar?
—¿Y crees que yo la culpo? Nada de eso; creo que la pobre niña en nada se parece á la que le dió el sér: es bonita, acaso con exceso; parece buena...
—Y lo es. ¡Ah, madre mía! ¡Adriana es un ángel!—exclamó el joven con exaltación.—¡Si la conocieras bien, verías cómo tus temores son injustos!
—Pero ha tenido á la vista ejemplos constantes de una vida loca y disipada: ya sabes que su padre era un banquero español que perdió cuanto tenía y se marchó á Francia; su memoria está acusada de quiebra supuesta y fraudulenta, y muchos desdichados quedaron á consecuencia de esto sumergidos para siempre en la miseria; la viuda ha vivido después muchos años con la más grande esplendidez, sin quererse volver á casar, y dedicada á educar á su hija de la manera más á propósito para brillar... Delante de mí ha dicho hace pocos días que las mujeres no necesitan saber más que una cosa: agradar.
—Adriana no piensa como su madre.
—Entonces no es buena hija, ni puede serlo, porque la despreciará.
Daniel dejó su asiento, y empezó de nuevo su paseo con muestras visibles, no sólo de irritación, sino de una extrema angustia moral.
—Madre mía—dijo,—¿quieres que una niña de diez y siete años sea reposada y sensata como tú? ¿Lo eras acaso tú á la edad de Adriana? ¡No es posible, ni lo creo! Ya adquirirá juicio; basta con que me ame para que te imite, y ella me quiere, sí; no puedo dudarlo, y si lo dudara me moriría.
—Concédeme una cosa, hijo mío—dijo la Condesa con voz suplicante:—espera un año para casarte con la señorita de Torres.
—¿Para mientras convencerme de que debo casarme con mi prima Cristina?
—No, Daniel, no; ya he perdido acerca de eso toda esperanza: veo que tu prima es antipática para tí, y no insistiré más.
—¿De veras?
—Te doy mi palabra: lo que deseo, ante todo, es tu dicha.
Daniel se sentó de nuevo al lado de su madre, pasó alrededor del cuello de ésta su brazo izquierdo, le tomó la mano con su derecha, y besándola en la frente, le dijo con ternura:
—¿Vamos á capitular, madre mía?
—No deseo otra cosa.
—Y yo: por tanto, te doy mi palabra de no hablarte de mi boda con Adriana antes de seis meses.
—¡Gracias, hijo mío! —exclamó la Condesa, en cuyos ojos brilló la alegría al ver que tenía seis meses de tranquilidad.
—Y tú—continuó Daniel—no me hablarás de mi prima.
—No te hablaré.
—Ni aun indirectamente.
—Ni aun así.
—Y yo procuraré olvidar á Adriana.
—Y si no puedes olvidarla, yo no me opondré ya, hijo mío, á que te cases con ella.
—¿De veras, mamá?
—Te lo prometo.
—¡Ah, mamá mía, tu eres la mejor de las madres!—exclamó Daniel con una explosión de alegría tan grande, que demostraba hasta qué punto amaba á Adriana.—Para corresponder á tu bondad, madre mía, te prometo una cosa que me será muy cruel de cumplir.
—Veamos.
—Te ofrezco no ver á Adriana todos los días, é ir á su casa solamente cada tres.
—Convenido; y ahora, mi amado Daniel, vete á dormir un rato: creo que tu diversión en el baile de la Embajada de Austria ha sido mucho menor que las agitaciones que has sufrido.
—¡He sufrido en ese baile una verdadera tortura... todos los tormentos del infierno!—exclamó el joven.—Adriana estaba allí... Como á todas las fiestas, estaba convidada con su madre, y rodeada de aduladores más que ninguna otra joven de su edad; y enterada sin duda de tu oposición á que me case con ella, me ha castigado cruelmente con su desvío, afectando una indiferencia helada é insultante.
—¿Y qué culpa tienes tú de mi oposición?
—Ella me culpa, sin embargo, duramente: dice que es vergonzosa la debilidad de mi carácter, y que soy á tu lado como un niño de la escuela.
— ¿Eso dice?—exclamó la Condesa, reprimiendo un movimiento de indignación.
—Si, madre mía, eso dice.
—Apelo á tu corazón y á tu conciencia, hijo mío—dijo la Condesa;—eres un hombre, y sabes pensar y sentir: ¿crees sinceramente que yo trato de ejercer un dominio tiránico sobre ti? ¿Crees que mi cariño es egoísta?
—¡Oh mi adorada madre!—exclamó Daniel con una explosión de ternura. — Yo creo que si quieres dominarme, que si eres egoísta, es á causa de tu inmenso amor hacia mí, y no por otro motivo.
—¿Pero me hallas egoísta y dominante?—exclamó la pobre madre palideciendo.
—Un poco; pero te lo perdono y te lo agradezco, madre mía.
La Condesa inclinó la cabeza con inequívoca expresión de dolor y desaliento, y permaneció callada por espacio de algunos instantes; cuando la levantó, sus ojos estaban llenos de lágrimas, que secó con su pañuelo de batista.
—Hijo mío—dijo con voz reposada y dulce, pero profundamente triste,—veo que influencias malévolas quieren robarme tu confianza, tu ciega fe en mi amor; no es empresa fácil, y, por tanto, el trabajo tiene que sor lento; pero como es también inteligente y pertinaz, este trabajo funesto alcanzará su fin, y llegará á minar lo que yo creía inatacable; sin embargo, suceda loque quiera, dígante de mí lo que te digan, acuérdate de lo que voy á decirte: te juro por el alma de tu padre, por aquella alma noble y grande identificada con la mía en la tierra, te juro que sólo deseo tu dicha, que sólo en ella pienso; que la que ha pasado su juventud entre la tumba de tu padre y tu cuna, es porque ha consagrado su vida entera y todo su corazón á un recuerdo y á una esperanza; si ese enlace te hace feliz ó crees serlo en él, hágase, porque por ahorrarte un día de dolor, yo añadiré un pesar más á los míos.
—¿Crees acaso, madre mía, que las señoras de Torres me hablan mal de tí?—exclamó el joven.— ¿Y crees que yo lo soportaría?
—Dejemos eso, hijo mío—repuso la Condesa con un ademán que no estaba exento de desdén:— la maledicencia no puede alcanzarme, y, por tanto, no puede herirme; tranquilízate y procura dormir; nuestro convenio está en pie: si dentro de seis meses amas á Adriana como hoy, te casarás con ella.
La Condesa alargó la mano á su hijo; éste la llevó á sus labios, y salió de la estancia.
Era un nido de seda y encajes.
Damascos blancos y celestes; encaje blanco y faya rosa; bustos de mármol y bronces florentinos; jarritas de barro cocido rojo, esmaltados por la mano de Bernardo de Palissy; bomboneras de oro calado; cuadros de los primeros maestros; estatuitas de pórfido y de marfil; un piano de Erard; un arpa de plata sobredorada; todo esto contenia el budoir de la señora de Torres, madre de aquella Adriana tan adorada de Daniel Villar.
Esta joven madre se llamaba Leocadia, y era acaso más hermosa que su hija: alta y esbelta, con treinta y cuatro años de edad, cabellos de un armonioso color castaño, ojos garzos, orlados de largas pestañas; busto digno del cincel de Fidias; cara ovalada, del color de la camelia blanca: boca de coral y perlas, y nariz delicada y de la más pura forma griega, la señora de Torres despertaba más admiraciones y más pasiones que su hija, que sólo contaba diez y siete primaveras.
Cuando el lector conozca á las dos, no le parecerá esto extraño.
Era la una de la tarde. Leocadia, de pie delante de un armario de palo-santo, cuya puerta era un espejo, anudaba en su garganta una corbata de encaje blanco, cuyo precio no bajaría de sesenta pesos.
Una bata de cachemir blanco, bastante ancha, la envolvía; aunque su hechura era holgada, dejaba adivinar la graciosa perfección de su talle y de todas sus formas; dicha bata estaba bordada en la parte inferior de la falda y en toda la delantera con grandes palmas de soutache de seda blanca y cerrada en todo su largo con botones de nácar: la hechura princesa y bastante holgada, según se ha dicho, señalaba el talle sin ajustarlo, y presentaba una forma de suma elegancia y distinción.
Su peinado tenia la misma gracia negligente y estudiada de todo su traje; agrupábanse sus abundosos cabellos castaños en la parte superior de la cabeza, y formaban un retorcido, que mordían, sujetándolo mal, los dientes de un peine de concha de color claro, que contrastaba con el color de sus cabellos, más bien obscuro que dorado.
Aspirábase en el gabinete un delicado, pero fuerte perfume; las cortinas de la alcoba, levantadas, permitían ver un lecho muy bajo de palo-santo con embutidos de bronce, una mesita igual á la cabecera, y dos ó tres cómodos sillones, guarnecidos de damasco pajizo, como las colgaduras del lecho; la alcoba tenía una gran ventana que la daba luz.
El mueblaje del gabinete tenía la tapicería azul celeste, con madera dorada, exquisitamente trabajada y de subido precio; además, se veían por todas partes sillas volantes de laca, almohadones de raso recamados de sedas y perlas; allá un puf bordado de tapicería, con largos flecos de cordones torcidos; allí, delante de la chimenea, una pantalla con un país á la aguada, engastado en marfil; un conjunto, en fin, de preciosidades, en cuyo centro se movía una mujer parecida á una hada.
Después de ponerse la corbata, la señora de Torres tiró de un cordón de seda azul, que remataba en una borla colosal y que se hallaba al lado de la chimenea; pero nadie acudió al llamamiento.
Una viva expresión de contrariedad y de impaciencia se dibujó en su semblante; se acercó á un velador, é hizo sonar un timbre, cuyo eco fuerte y vigoroso debía llegar hasta el más apartado aposento de la casa.
Con efecto, poco tardó en aparecer una camarera francesa, coquetamente vestida.
—¿Ha llamado la señora?—preguntó dulcemente.
—Dos veces—contestó con frialdad, pero sin enojo, la señora de Torres.—¿Se ha levantado mi hija?
—En este instante.
—Dígale usted que la espero aquí antes de ir al comedor.
La camarera se inclinó y salió; podía tomársela fácilmente por una señorita hija de una familia distinguida, al verla con su vestido de muselina de fondo blanco con cuadritos azules, su gola de tul plegado, la bonita cadena de oro que sostenía su reloj, y su peinado sencillo y elegante.
En tanto que ella salía para obedecer las órdenes de su ama, ésta se recostó en un pequeño diván, y pareció meditar profundamente, permaneciendo inmóvil hasta que oyó acercarse un paso ligero.
Pero en vez de su hija, á quien esperaba, vió aparecer de nuevo á la camarera.
—La señorita—dijo ésta—se hallaba ya casi vestida; pero se sintió aún con sueño y ha vuelto á acostarse.
—¡Cómo! ¡A la una de la tarde!—exclamó la hermosa viuda.—¿Y por qué se lo ha permitido usted, Lucía?
—Señora, yo no podía contrariar á la señorita.
—Esta indolencia perjudica ya á su salud—dijo Leocadia.—Váyase usted, y diga que tengan dispuesto el almuerzo para servirlo al instante: voy al cuarto de mi hija.
En efecto, un segundo después, la misma Lucia le abría la puerta del cuarto de la joven.
Esta había vuelto á acostarse: su cuerpo, esbelto y delgado, se dibujaba á través de la sábana de batista guarnecida de encajes y de la colcha de raso color de amatista; de lo mismo era la colgadura del lecho, de bronce dorado y calado como un encaje.
La blancura del rostro de Adriana era tal, que apenas se distinguía de la batista de las almohadas; dos gruesas trenzas rubias dejaban ver sus pesadas ondulaciones sobre las ropas del lecho; no llevaba gorra de dormir, y un bosque de cabellos espesos y sedosos, pero recortados y rizados á medias, caía sobre su frente, estrecha como la de las estatuas griegas, y cortada por dos cejas obscuras, tan finas y delicadas que parecía haberlas dibujado la mano de un gran artista: el rubio de sus cabellos era como el de las espigas; sus grandes ojos azules, lánguidos, dulces, estaban cargados de pereza; su nariz era recta y delicada; su cara, alargada, pálida y blanca como una camelia; una chambra de muselina bordada, adornada de Valenciennes, se abrochaba en el nacimiento de su garganta y en sus delicadas muñecas, dejando salir sus manos largas y estrechas de entre las olas de espumoso encaje.
El gabinete estaba colgado y tapizado de muselina bordada y de raso amatista; la viuda había elegido este color, porque se aliaba de una manera encantadora á los cabellos rubios de su hija.
La sillería era de madera de limonero, tallada delicadamente con la tapicería lila claro ó color de amatista; la chimenea, de mármol blanco, con juego de reloj y con candelabros pequeños de bronce dorado, de gran precio y exquisito gusto; una lámpara de alabastro ardía aún, pendiente del techo de la alcoba por medio de tres gruesos cordones de seda lila y blanca.
La perezosa niña llevaba aún en sus diminutas y ebúrneas orejas dos esmeraldas gruesas, guarnecidas de brillantes, que el sueño no le había permitido quitarse la noche anterior; aunque los polvos y el blanquete se habían quedado adheridos á la almohada, aún conservaban sus labios un carmín demasiado subido para ser natural; y sus ojos, guarnecidos de pestañas obscuras, conservaban también algunas rayas negras, que los hacían más grandes y más hermosos.
—¿No piensas levantarte hoy, indolente?—dijo la joven madre, inclinándose para besar á su hija. —¿Sabes la hora que es?
—Si lo sé, mamá—contestó Adriana, echando un brazo al cuello de la viuda:—es la una y media, según me ha dicho Lucía.
—¿Y te vuelves á acostar?
—Tengo sueño todavía: me acosté á las tres.
—Hoy te acostarás más temprano.
—¿Hoy, mamá? ¿Pues no vamos al baile de la Marquesa de Paredes?
— Sí, pero nos vendremos á la una; vamos, vístete, que me canso de estar sola, y vamos á salir.
—¿A dónde?
—A tiendas.
Adriana se sentó en el lecho, y su camarera la echó un peinador de seda rayado de azul y blanco.
—¡Verdaderamente, mamá, que es enojoso el andar en tiendas!...—dijo la joven, metiendo sus pequeños y blancos pies en unas pantuflas de raso azul.—¡Me fatiga ya el ver telas y encajes!... ¡Tenemos la casa llena!
—Se venderán—dijo la viuda;—es preciso: si no sacamos de casa lo usado ya, no va á caber lo nuevo. Lucía, que sirvan el almuerzo.
Un cuarto de hora después madre é hija estaban sentadas ante una mesa suntuosamente servida: el chocolate y el café humeaban en el centro; las terrinas de foie-gras; las fuentes alargadas de porcelana cubiertas de salmón, de jamón en dulce con huevos hilados; dos pollos asados y fríos, y multitud de pastas, frutas secas y conservas, cubrían el mantel adamascado, con las cifras de la señora de la casa bordadas en ambas cabeceras, de gran tamaño y en colores vivos.
Adriana comió poco; pero su madre, cuya distinción existía sólo en la superficie, dió muestras de un buen apetito, comiendo de todos los platos y bebiendo copiosamente de todos los vinos.
Adriana, con la mano en la mejilla, la miraba y guardaba silencio: su pensamiento, poco movible, se hallaba lejos de allí; acaso pensaba en Daniel, porque por fría que sea el alma de una joven, se lanza hacia el objeto de su primer amor con fuerza incomparable.
Cuando su madre se hubo servido la segunda taza de café, Adriana dijo suavemente:
—Mamá, yo quisiera quedarme en casa.
—¡Ni lo pienses!—contestó la hermosa viuda. —¡Si sigues con la vida que haces, hija mía, vas á ponerte monstruosamente gruesa!
Adriana enseñó sonriendo, y con un gesto encantador, su delgada muñeca, su mano un poco larga, que podía desaparecer dentro de cualquiera mano regular.
—Eso no quiere decir nada, hija de mi alma— observó Leocadia;—eres aún muy joven, eres una niña; pero no lo dudes: la grosura vendrá en breve si no haces una vida más activa.
Y separando su silla de la mesa, se levantó y fué á sentarse al lado de su hija.
—Escucha—le dijo,—y permite á tu madre que te hable con franqueza y verdad: á no ser por mí, estabas perdida, porque desgraciadamente no tienes absolutamente nada del sentido práctico de la vida; jamás serias nada por tí misma; abandonas la más poderosa, acaso la única arma que poseemos las mujeres, y ya es hora que aprendas á ser virte de ella.
—¿Y cuál es esa arma, madre mía?—preguntó Adriana;—¿la que me has dicho otras veces?
—La misma.
—¿El saber agradar?
—Precisamente.
—¡A mi edad se agrada sin esfuerzo!—dijo la niña con una sonrisa mimosa, que enseñó treinta y dos perlitas aposentadas en su boca.
—No, hija mía, no: á todas las edades hay que estudiar algo; además, deberías pensar un poco más de lo que lo haces en el porvenir.
—¡Ah, mamá! ¿Vas á hablarme de mi casamiento con el Duque?—exclamó Adriana con una especie de terror.
—¿Y por qué no? Te dobla la edad; pero tiene por junto treinta y cuatro años. Es feo y cargado de espaldas, pero es millonario; es violento y agresivo, pero te adora; es ignorante y casi estúpido, pero tiene palacio propio en las primeras capitales de Europa; ya ves que ni desconozco sus defectos, ni quiero ocultártelos. ¿Qué harás casándote con Daniel, mi pobre ángel? ¿Qué porvenir es el tuyo? ¿No sabes que tiene una madre perfecta, que es la mayor de las calamidades para una joven casada? ¿No sabes que Daniel dista mucho de ser rico? ¿Que el título de su padre ha pasado á su hermano mayor? ¿Que él es un segundón, con tres mil duros de renta? ¿Qué es eso para tí, acostumbrada á todos los goces que da el lujo y la opulencia?
—Mamá—contestó Adriana dulcemente,—¡yo amo á Daniel! ¡Sólo esto sé responderte! Espero á su lado la felicidad; y en cuanto á las privaciones, ¿no somos nosotras muy ricas?
—¡No, mi pobre Adriana—contestó la señora de Torres:—he gastado cuanto tu padre pudo salvar de sus desgracias y me dejó, y ya debo más de cinco mil duros! Es, pues, urgente que te cases, y yo volveré á Francia.
—¡Cómo! ¿Me abandonarás?
—¡Es forzoso!
—¿Qué harás en París? ¡porque supongo que es allí donde irás!
—¿Y dónde había de ir? Allí es donde únicamente podré hallar elementos de vida.
— ¿Pero qué elementos?
—Aún no lo sé... veremos; lo esencial, lo primero para mí, es que te cases...
—Pues, mamá, entonces deja que me case con Daniel, porque con el Duque no lo haré jamás.
—¿Estás decidida?
—Completamente.
—Vamos, me tomo aún quince días para convencerte, y en ese tiempo lo pensarás mejor; ahora vístete, y saldremos á hacer algunas compras, pues necesitamos vestidos para ir siquiera por quince días al Norte: el estío va pasando, y es de pésimo gusto el no haberse movido de Madrid.
No es posible hallar bajo la bóveda del cielo dos criaturas más terribles que la viuda de Torres y su hija: la primera tenía todos los vicios y todos los caprichos; el ejemplo de un marido depravado la había ido pervirtiendo insensiblemente, y su naturaleza impresionable había tomado cuantas formas había querido darle aquel esposo: el pudor del alma es una flor delicada que se aja con cualquier contacto, y que, una vez agostada, no revive jamás.
Al ver los fraudes, la mentira, la estafa, la trampa cercarles por todos lados, Leocadia había empezado por admirarse dolorosamente; hija de un padre lleno de probidad y de honradez, y que había ganado en el ejército el grado de coronel, se había quedado desde muy joven sin madre; pero su adolescencia había sido amparada por el amor de aquel anciano militar, que miraba en ella su tesoro, su delicia, su gloria en la tierra.
D. Francisco de Paula Torres vió á Leocadia en Lisboa, donde la llevó su padre en los últimos días de un estío, y se enamoró ciegamente de su beldad. Contaba ya el banquero cuarenta años; pero era de bella presencia y maneras elegantes; su casa tenía sólido crédito, y según se decía, contaba con grandes caudales en sus arcas.
Leocadia casó, pues, con el banquero, y dos años después su padre salió de este mundo, trasladándose al siguiente á París ambos esposos, donde fijaron su residencia.
Leocadia amaba á su esposo, y éste la adoraba; poco á poco le fué dejando conocer sus fraudes y los preparativos que hacía para huir con muchos millones.
—Todo es mentira menos el dinero—le decia este esposo modelo á su mujer:—con el dinero se alcanza todo, y, por tanto, no debe repararse gran cosa en los medios de obtenerlo; yo no digo que se robe ni se asesine; pero tomar algo de lo que sobra á los otros, no es un gran delito, y menos delito aún si uno lo necesita.
Estas terribles máximas iban unidas á un cuidado incansable de rodear á Leocadia de todos los refinamientos del lujo y de la molicie, para embotar su conciencia y aniquilar la energía con que hubiera podido oponerse á sus designios: así la débil, la flexible y algo viciosa naturaleza de Leocadia, llegó á hacer su ídolo del oro y del lujo su religión, y en estos principios colocó á su hija desde su más tierna edad, cuando, muerto su esposo en los Estados Unidos, quedó ella dueña de los grandes capitales que aquél había arrebatado á los qué se los habían confiado.
Pero la viuda del banquero no tenía el genio de los negocios, ni sabía hacer más que agradar; esto era lo que había dicho su marido, y esto es lo que ella, dotada de una naturaleza esencialmente artística y amante de lo bello, había aprendido con toda perfección.
Adriana no abrigaba la profunda corrupción de su madre ni su absoluta falta de creencias; era muy joven, y aunque su madre había procurado infiltrar en su alma el veneno del materialismo, áun habia en ella ilusiones, y lo prueba el que prefería á Daniel Villar, sin ser rico, al opulento Duque millonario.
Adriana estaba dotada de una hermosura extrema y de un carácter verdaderamente seductor; había en ella más de ninfa que de mujer: la melodiosa dulzura de su acento asustaba algunas veces, pues se conocía que era un lazo y no una cualidad natural. Soberbia, vana, altanera, era una Minerva de orgullo, y se asemejaba á la más dulce y á la más joven de las Gracias, y estaba adornada con toda clase de defectos, que la hacían insoportable para cualquiera otra persona que no fuera su madre, que la amaba locamente.
Como esta madre funesta, Adriana era voluntariosa, embustera, coqueta, rencorosa y estaba llena de caprichos; su pereza era invencible, y nada sabía hacer, á no ser tocar en el piano con muy buen gusto algunas piececitas ligeras; y no porque su organismo fuese prosáico ó poco artístico: había en Adriana tal poesía natural y tal propensión á lo bello, que sus mismos defectos tomaban la forma de cualidades agradables.
El amor había iluminado aquella joven alma con su celeste luz. Daniel era pobre, pero ella no había pensado en que podía ser rico; no sabía lo que era, ni quién era, y, sin embargo, le amaba con toda su alma, y le parecía que vivía sólo desde que le había conocido.
En Vichy fué donde se habían visto por la primera vez, y en la mesa redonda del Hôtel de Frailee, donde ambos se hospedaban. Daniel Villar había ido allí con su madre á pasar el mes de Agosto, y la viuda de Torres había ido también con su hija algunos días después.
Al sentarse un día á la mesa á la hora del almuerzo, la Condesa fué la primera que reparó en ellas.
—Mira qué dos mujeres tan lindas,—dijo á Daniel, que comía y no miraba á nadie.
Este alzó la vista, y sintió como un golpe en el corazón: sus ojos se habían encontrado con los azules de Adriana, que no tenían más defecto que el ser demasiadamente grandes.
—Son españolas—dijo á su madre,—y, en efecto, las encuentro encantadoras.
En los hoteles del extranjero los viajeros ocupan en la mesa los sitios que corresponden á la fecha de su llegada, y siendo los últimos que habían llegado las dos señoras, con dos días de diferencia de la Condesa y su hijo, se hallaban colocados muy cerca unos de otros. Por esta razón la conversación no tardó en entablarse, y se habló de España con entusiasmo, porque al ver la patria de lejos, siempre la vemos embellecida.
—Es tanto el amor que tengo á España—dijo la hermosa viuda,—que hubiera sido para mí una pena inconsolable el que mi hija naciese en el extranjero; felizmente, en un viaje que hice para ver á mi padre, nació en Madrid.
—Esta señorita parece más bien una adorable miss inglesa,—observó la Condesa.
—Tal vez en el exterior; pero si usted la tratase, señora, vería que se alberga en ella el gran corazón de una española y la ardiente imaginación de una italiana: se ha educado en París, pero ha tenido á su lado una aya española.
En tanto que las dos madres hablaban, Daniel miraba á la hija, cuyas blancas mejillas se habían cubierto del color de las rosas de Bengala: todo en ella enamoraba á Daniel, y, sobre todo, su aspecto dulce é inocente.
«La gracia modesta es la que más cautiva,» ha dicho un ilustre novelista francés. «Las mujeres lo olvidan con frecuencia; los hombres nos acordamos siempre.»
Tenía demasiado mundo la hermosa y astuta viuda para no saber esto: así, su aspecto y el de su hija eran irreprochables de decencia y de dignidad, y aunque el método de vida que hacían era el de dos personas millonarias, los trajes de Adriana eran tan sencillos como de exquisito gusto.
Cinco ó seis días antes de terminar Daniel y su madre su temporada en Vichy, salieron para París Leocadia y su hija. El joven quedó como sin luz: Adriana era la seducción misma bajo todas las formas halagüeñas que puede tomar, y él impresionable, apasionado y sujeto á una vida tranquila y desprovista de emociones.
Perdió el sueño y el apetito, é interrogado por su madre, le abrió su corazón.
—¿Y por qué te pones triste?—respondió la Condesa abrazándole.—Lo que yo deseo es tu dicha: si esa joven es digna de tí, y eso lo veremos en breve, cásate con ella.
— ¡Ah, madre mía! Es muy rica, y su madre no me aceptará.
—Su madre la adora, y su riqueza puede ser menor de lo que suponemos; tú has acabado con brillantez tu carrera, y tienes algo con que contar.
— ¡Es tan poco!
—Son cuarenta mil reales de renta.
—¿Y qué vale eso para Adriana? Su madre gasta doble en una joya, y lo gasta con bastante frecuencia.
—Hijo mío—repuso la Condesa,—si Adriana te ama, se contentará con lo que tengas; si le parece poco, es que no te quiere; ¿no te casarías tú con ella siendo pobre?
— ¡Ojalá que lo fuera!
—¿Y por qué no exigirle lo que tu harías? Tranquilízate; nosotros volveremos á Madrid, y cuando ellas regresen de París, han quedado en avisarnos para ir á verlas.
—¿A tí, madre mía, no te gustan las condiciones de la señorita de Torres para esposa mía?
—Te confieso que no.
Una nube de tristeza cubrió el expresivo rostro de Daniel: tenía en tanto precio la opinión de su madre, y se había acostumbrado á contar tanto con ella, que era para él una pena cruel el que ésta no amase todo lo que él amaba.
—¿Qué es, pues, lo que en ella te desagrada?— preguntó con voz conmovida.
—¿Me pides mi opinión franca y leal?
—Te suplico que me la des.
—No te enfades entonces por lo que vas á oir.
—¿Tan duro es?
—Para quien ama, sí.
—Dilo, sin embargo.
—Sea, ya que lo quieres. En Adriana me desagrada todo para esposa tuya: su carácter, su educación y hasta su hermosura.
—¿Quisieras, pues, que me casara con una mujer fea? ¡Con mi prima, por ejemplo!
—Sólo á tí te parece fea Cristina, y es porque estás preocupado con la imagen de una belleza perfecta; esta belleza, sin embargo, es un gran mal para el matrimonio, hijo mío.
—¿Por qué?
—Porque agrada á todos, y es notable para todos los que la ven de vez en cuando; mas para el marido es del todo inútil, porque se acostumbra á ella; además, Adriana se ha educado y vivido tan adorada por su madre, que todo tu amor le parecerá frío y tibio, acostumbrada á las exageraciones de esa madre un poco cómica y mucho romántica.
—¡Oh, madre mía, esas pobres mujeres te son antipáticas!
—No, Daniel, no—respondió la Condesa:—si es verdad que no me son muy simpáticas, no lo es menos el que no tengo hacia ellas ninguna prevención particular. Tu dicha es para mí tan cara, tan indispensable, que moriría si te viera infeliz; pero tranquilicémonos; pronto trataremos más de cerca á esas señoras, y si es preciso para tu ventura el que seas el esposo de Adriana, lo serás, y yo me resignaré á todas las dificultades, y hasta amaré sin esfuerzo á la que te haga dichoso.
No disipó el trato con las señoras de Torres las inquietudes de la Condesa de Villar; desde que regresaron á Madrid de su expedición á París, á mediados de invierno, Daniel fué á visitarlas, y no había llegado el fin de la semana, cuando la viuda del banquero fué á visitar á la madre de Daniel.
Presentóse con el lujo de una princesa y toda vestida de terciopelo negro; su landó estaba forrado en raso azul, y el tronco de yeguas que lo conducía era digno de una emperatriz. Con el buen gusto supremo que la distinguía, había proscrito de su atavío todas las joyas, y llevaba solamente en las orejas dos brillantes que valían mil duros; jamás sombrero de terciopelo negro ha encuadrado semblante más seductor que el de la viuda del banquero, conjunto raro y encantador de languidez dulce, de gracia y de inteligencia.
La Condesa ofrecía con la viuda el más perfecto contraste: era una mujer digna, sencilla en sus modales y en su traje, y ajena á toda especie de coquetería, hasta á la permitida á la decadencia de la vida, la inteligencia de aquellas dos mujeres era grande; pero en cada una de las dos tenía carácter totalmente distinto. La Condesa era una hermana de la caridad moral; la viuda del banquero era una aventurera, una alegre hija del siglo, más peligrosa entonces que lo había sido en los días de su juventud; la primera era una criatura noble, santa; la segunda era demonio bajo la forma más culta y más bella.
Como sucede siempre, el demonio engañó al ángel, y la Condesa, si no prendada, quedó á lo menos admirada de aquella mujer tan inteligente y tan amable.
Sin embargo, una voz interior le gritaba que su hijo iba á ser desgraciado en aquellos amores, y más aún si se llegaba al matrimonio que él deseaba como la suma mayor de felicidad que pudiera obtener en este mundo; y asustada por sus propios temores, empezó á oponerse, lo que exasperó de tal modo el amor del joven, que en vez de aminorarse, llegó al ultimo grado de exaltación.
El hermano mayor de Daniel era el que había heredado el título y bienes de Conde del Villar, con la obligación de dar alimentos ó pensión á la Condesa viuda y á su hermano menor. Daniel y el Conde eran sólo hermanos de padre, pues éste había estado casado antes con una señorita perteneciente á una opulenta familia de Galicia: así elactual Conde del Villar era muy rico, en tanto que su hermano Daniel y la madre de éste sólo poseían, aquél cuarenta mil reales de renta, y ésta veinte mil, ó sean tres mil duros entre los dos.
La Condesa no había podido amar de pronto al hijo que su marido llevaba ya al casarse con ella: es verdad que éste, que ya contaba diez y seis años, le manifestó desde el primer día el mayor despego y una animosidad á toda prueba. Educado en el centro de la Galicia, era un muchachón rudo, corpulento y casi bestial; nada sabía y nada quería aprender; la caza era su única ocupación, y lo mismo merendaba y bebía grandes vasos de vino con los criados de su padre, que cazaba conejos en el monte, y aun algún lobo que aparecía en los bosques, arrojado de su guarida por las inclemencias del invierno.
El Conde amaba á su hijo tal como era. No era él mucho más civilizado: hijo de un infanzón de Asturias, y descendiente de uno de los valoreaos guerreros que acompañaron á D. Pelayo, el Conde tenía más de labriego que de cortesano, y mejor le hubiera estado la loriga que el gabán ó frac.
Y sin embargo, en un viaje que hizo á Madrid, vió á la señorita María de Guzmán, encantadora y delicada joven, hija de un benemérito general, y se enamoró perdidamente de ella, acaso por el contraste que ofrecía con su primera y robusta esposa y con su terrible hijo Marcelo.
María halló al Conde, si bien bastante rudo, honrado, leal, caballeroso; cansada de oir insípidos requiebros de los jóvenes que la rodeaban, sintió que poco á poco la unía al Conde un afecto serio y profundo y una gran simpatía.
—Señorita—le dijo éste en presencia de su padre,—yo soy muy basto y muy ordinario, lo sé: así eran mi padre y mi abuelo y todos mis ilustres antepasados; venimos en línea recta de aquellos labriegos que restablecieron los restos de la Monarquía goda en Covadonga, y ninguno hemos sido hijos de aquellas selvas virgenes. Pero tal como soy, sé querer, más que el mozalbete más culto y almibarado. Usted me educará, y yo la adoraré; viviremos en Madrid en tanto que Dios tenga al General en el mundo, excepto los veranos, que nos iremos todos á mi viejo castillo, que parece un nido de águilas. Tengo un hijo de mi primer matrimonio; es rudo como yo y como su madre, que tampoco era muy fina; pero en nada la incomodará á usted. Él hará su gusto, y cuando sea hombre, tiene sus rentas y dispondrá de ellas; hay bienes bastantes para que en nada la moleste á usted: con que casémonos lo antes posible, porque la vida es corta, y con la dicha no se puede jugar ni se debe desdeñar.
Dos meses después de estas declaraciones, María de Guzmán era la Condesa del Villar. Su delicada figura, que sin ser muy bella era seductora y atrayente por demás; la delicadeza de sus mañeras, su elegancia y su noble carácter, encantaron á su esposo, que aunque rudo en la apariencia, tenía un gran fondo de sensibilidad y un bello corazón.
Pero Marcelo halló tan antipática á la nueva esposa de su padre, que no la podía sufrir; la verdad es que cada acto de la Condesa era una muda acusación de la rusticidad del joven Nemrod. María era delicada, elegante, distinguida, y estas bellas cualidades de carácter y de educación habían parecido tan seductoras á los ojos de su marido, que creía renacer á una nueva vida; la adoraba cada día con más verdad, y se educaba insensiblemente al lado suyo, porque es incalculable paralos espectadores indiferentes y fríos el ascendiente que ejerce una mujer distinguida en las costumbres en los pensamientos, en el modo de ser completo del hombre con quien vive.
María de Guzmán era, en efecto, una criatura maravillosa, una mujer perfecta, que ejercia ese ascendiente irresistible de los escasos seres que en la tierra se le parecen; su alma, amante y enamorada de todo lo bueno, poseía una elevación y una firmeza para cumplir con su deber que nada podía quebrantar; como consecuencia de estas nobilisimas cualidades, y quizá á causa de ellas mismas, su carácter, dulce hasta el extremo, era bondadoso, pero no débil; esta última condición le sirvió de invulnerable escudo contra las agresiones de Marcelo, que, brutal y descortés, procuraba mortificar y herir á la esposa de su padre por todos los medios que estaban en su mano.
El Conde hubiera castigado severamente las demasías de su hijo si las hubiera sabido; pero la Condesa, á la vez que se las ocultaba cuidadosamente, las reprimía con la sola fuerza de su dignidad ó de su desprecio, y cuando no, las soportaba con silencioso desdén.
Muchas veces se hallaban de frente en el jardín ó en una galería: entonces Marcelo se ponía á silbar, y pasaba por delante de la Condesa sin saludar y con el sombrero puesto. María proseguía su camino, saludaba cortesmente con una sonrisa de lástima, y pasaba.
A sus duras respuestas, á sus faltas de atención en la mesa, María oponía la moderación y la indiferencia; y en cambio, cuando veía á Marcelo amenazado por la cólera paternal, calmaba al Conde, le hacía ver la extrema juventud de su hijo, y conseguía que le perdonase, porque era padre al fin y lo amaba tiernamente.
La Condesa tenía también un poderoso apoyo en el amor de su padre: el General la veía sufrir algunas veces; pero conociendo el temple de alma de su hija, presumía, y con razón, que vencería todos los obstáculos; sabía que María contaba con la mayor de las ventajas, con el amor, con la estimación, con la admiración de su marido, que ya no hubiera podido vivir sin ella.
—Ten calma, hija mía—le decía el bondadosísimo anciano;—ten paciencia, que tú vencerás.
El anuncio de estar en cinta la Condesa llenó de alegría á su marido y á su padre, y de enojo á Marcelo; pero éste pensó que el recién llegado al mundo no podría quitarle nada, y que él era de derecho el heredero de su padre, salvo una pensión de alimentos, que él reduciría todo lo posible, y recibió al hermano á quien llevaba diez y siete años con indiferencia completa.
Mas cuando Daniel vino á la vida, ya el corazón del heredero se había ablandado algún tanto al dulce influjo de la dicha doméstica, al dulce contacto de lo bello y lo bueno. Su padre, que lo amaba siempre, y lo amaba mejor desde que había vuelto á casarse; su madrastra, hermosa joven casi de su edad, imagen de la virtud más suave y más pura; el General, veterano lleno de gloriosas heridas, intransigente en materias de honor; todos sus criados, respetuosos y agradecidos; todos sus colonos, dichosos y tranquilos por la munificencia y la caridad de los dos ancianos y de la joven Condesa; la cultura, la distinción, la elegancia que ésta esparcía en torno suyo; los buenos libros, que como al descuido dejaba María sobre las mesas, y que Marcelo leía, al principio para matar el tedio, después por afición y luego por placer; todos estos distintos y bienhechores elementos labraron la dura índole de Marcelo, descuidada antes por su padre, que era tan ignorante como él mismo de las dichas de la vida y del manantial de ventura y bienestar que Dios ha puesto en el alma de cada uno de sus hijos.
María sabía perfectamente la música, y cantaba con gusto y sentimiento exquisitos; como Orfeo á las fieras, así encantaba ella con sus melodías favoritas los oídos de Marcelo, sólo abiertos al ruido del torrente cercano y al rumor triste de las hojas de los árboles; la ruda corteza en que el alma del adolescente se hallaba envuelta fué cayendo, y quedó bella, radiosa y propicia á recibir todas las im presiones nobles y dulces que hacen al hombre bueno y amado.
Una noche en que María, sentada al piano, cantaba el Aria di Chiessa, de Stradella, se levantó al terminar, y vió á Marcelo sentado en un canapé y con el pañuelo en los ojos.
—¿Qué tienes?—preguntó la joven separando la mano de aquél.
Mas al caer la mano sobre la rodilla, vió deslizarse dos lágrimas por las mejillas de Marcelo.
María se sentó al lado suyo, tomó el pañuelo que aún tenía aquél asido, estrechó la mano, y con el pañuelo secó las lágrimas del pobre salvaje, que nacía á la vida del corazón y de la inteligencia.
—¿Quieres que te enseñe yo la música, Marcelo?—le preguntó dulcemente.—Tú serás un gran artista.
— ¡Señora, antes de todo, permítame usted que le repita las palabras que su divino acento pronuncia ahora mismo en esa sublime melodía.—¡Piedad, piedad de mi!—murmuró el joven con voz alterada por una emoción profunda.
—Advierte, amigo mío, que la melodía de Stradella se dirige á Dios, y dice:—¡Pietà, pietà, Signor!
—Yo quiero que la tenga usted de mí.
—¿Necesitas tú de mi piedad? ¿Para qué?
—¡Para que me perdone!
—¿Y qué has hecho contra mí?
— ¡La aborrecía!
—¿Y ahora?
—Ahora la admiro á usted y la amo...
—Como á una madre, ¿verdad?—interrumpió la Condesa con dignidad y dulzura.
Marcelo no contestó más que con un silencio que tenía mucho de extraño; la Condesa, en cuyos grandes ojos se pintó una expresión de terror, prosiguió:
—Quiéreme como á tu madre, Marcelo, y así seremos dichosos los dos.
—Señora—repuso el joven con tristeza,—yo no puedo amar á usted como á mi madre, porque usted es joven y bella.
—Entonces ámame como á tu hermana.
—¡No puede ser!
—¿Cómo me quieres entonces?—preguntó la Condesa, cuya sonrisa era alegre, pero cuyo corazón estaba traspasado de dolor.
— ¡Como á lo más hermoso y sublime que conozco!
A la mañana siguiente, y no bien se levantó, el Conde hizo llamar á su hijo; le mandó sentar á su lado, tomó una de sus manos, y le dijo:
—¿Es verdad, Marcelo, que deseas viajar?
—¿Yo, padre?—repuso sorprendido el joven.
—María me ha dicho que le habías manifestado deseo de visitar Francia, Alemania é Inglaterra. Si ese es tu gusto, hijo mío, cúmplelo: irás con un preceptor, con un amigo más bien, que te acompañe y te guie á la vez, y llevarás cartas de crédito para los mejores banqueros; un año de viajes te educará y compensará el descuido en que te he dejado, y de que hoy me acuso con dolor.
Marcelo se inclinó con una respetuosa cortesía que su padre no le había conocido jamás.
—Saldrás dentro de dos días—dijo el Conde,—y da las gracias, por lo mucho bueno que vas á ver, á María.
Marcelo, al salir del cuarto de su padre, se fue al suyo, y allí lloró largo rato, y sollozó desesperadamente, ocultando el semblante entre las manos.
Al entrar en el salón, halló en él á María, que bordaba tranquilamente sentada al lado de una ventana; á pesar de su actitud reposada, la joven estaba mortalmente pálida, y el círculo obscuro que rodeaba sus ojos decía que no había probado el descanso del sueño.
—¿Qué ha hecho usted?—exclamó dolorosamente Marcelo acercándose á ella.
—¡Salvarte!—contestó María con una mirada luminosa y llena de entereza;—¡salvar tu honor, tu conciencia, tu vida! ¡Vete de aquí, niño desgraciado, y vuelve hombre digno de tu padre, digno de mí, digno de tí mismo!
—¡Pero yo la amo!... ¡yo la...!
María abrió con ímpetu la ventana; puso en el antepecho, que era bajo, un pie, y subió con un movimiento rápido y casi desesperado: allí se volvió, y fijando en Marcelo los ojos, en los que brillaba una decisión terrible, le dijo en voz baja:
—¡Si dices una palabra más, si das forma á un pensamiento que es una injuria mortal á mi honor y al de tu padre, me arrojo al parque desde aquí!
Marcelo juntó las manos en silencio, y dió dos pasos para salir; después se volvió, y dijo con los ojos y la voz llenos de lágrimas:
— ¡Adiós, hermana, amiga mía, adiós! ¡Vive dichosa, sé como hasta hoy la fiel guardadora del honor de mi padre; yo volveré curado... ó no volveré jamás!
Y abriendo la puerta se precipitó fuera del salón, donde María lloraba aún una hora después.
Daniel llenó desde su inocente cuna el vacío que dejó en la casa la ausencia de su hermano.
Marcelo, aun sin merecerlo hasta entonces, era amado de todos; hay en la juventud una plenitud de vida que parece da fuerzas y belleza á cuanto la rodea, y hay á la vez en ella tanto de bello y de simpático, que se hace amar sin ningún esfuerzo de su parte.
Como si el cielo hubiera destinado al hijo de María todas las adoraciones de la familia, no tuvo hermano alguno; y así, el Conde, como su esposa y como el padre de ésta, concentraron en aquella criatura todo el amor de sus corazones.
Daniel era hermoso é inteligente desde que empezó á despuntar la clara luz de su razón: por el contrarió que su hermano, tenia una distinción nativa y exquisita, porque los hijos heredan en el seno de sus madres las cualidades de éstas, que les transmiten con su propia vida en tanto los guardan en su seno.
Marcelo escribía de vez en cuando y daba cuenta á su padre de sus estudios y de sus distracciones: mencionaba todo lo notable de los países que visitaba; pero se advertía que había recaido en su rudeza y en su misantropía. Lejos de la mujer inteligente y dulce que había alumbrado durante un breve espacio su camino, la obscuridad le rodeaba de nuevo, y su preceptor, que era un hombre joven aún, ilustrado, y más que preceptor amigo suyo, se lo decía también á su padre. Pero el Conde jamás sospechó ni adivinó la profunda pasión que Marcelo había concebido por su segunda esposa; y cuando después de dos años de ausencia volvió el joven al techo paternal, nada le dijo su extrema palidez al estrechar la blanca mano de la Condesa.
Ésta pretextó un viaje á la capital para hacer algunas compras, y en tanto estaba ausente escribió á su marido una carta, de la que citaremos un solo párrafo: