La amiga íntima - María del Pilar Sinués - E-Book

La amiga íntima E-Book

María del Pilar Sinués

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Beschreibung

La narradora conoce a Margarita, de diecinueve años como ella, en un pueblo costero durante un verano. Ambas se encuentran casadas. Congenian rápido, y ese es el comienzo de una bonita amistad que será puesta a prueba por las curvas que les depara la vida. Ocupa un último tramo de este volumen el primer libro de poemas de Sinués, El palacio de los sueños, inédito hasta entonces. Se trata de un largo canto romántico al genio, a los espíritus poéticos que habitan en los recodos de la naturaleza y la humanidad.

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Seitenzahl: 226

Veröffentlichungsjahr: 2021

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María del Pilar Sinués

La amiga íntima

 

Saga

La amiga íntima

 

Copyright © 1908, 2021 SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788726882223

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.

 

www.sagaegmont.com

Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

Ya lo ves, hija mía: nada es

más peligroso que una amiga

íntima para una mujer casada.

(La Condesa de Basanville. )

I

Conocí á los pocos meses de casarme y en las deliciosas playas de las Provincias Vascongadas á una bella joven, digna de ser la más felìz de las mujeres, y sobre quien empezaba á pesar la desgracia de una manera aterradora.

Tenía la inexperiencia hija de sus cortos años, y un carácter poco previsor; no era grande tampoco su talento: vivaz é impresionable, se dejaba llevar de sus sensaciones, y cedía casi siempre al primer movimiento, sin pensar en lo que pudiera suceder después.

Dotes son éstas muy fatales para una mujer casada. He creído siempre que, para hacer la dicha de una familia, se necesita juicio sólido y reflexión, y que hace falta, más que un corazón tierno, una cabeza bien organizada.

Margarita—que éste era el nombre de aquella joven—tenía, á través de estos defectos, que debían hacerla desgraciada, mil recomendables cualidades: educada en un convento, hasta el día en que se casó, por ser huérfana de padre y madre, su candor era extremado, y su fe religiosa tan sincera como tierna; veraz, amorosa, dulce, modesta, no se la conocía sin amarla verdadera y profundamente.

Así me sucedió á mí. En una reunión musical que hubo en la pequeña población de baños donde aquel estío nos hallábamos, estaba colocada á mi lado, y su belleza no pudo menos de llamar mi atención, como asimismo el gusto encantador de su traje.

Margarita era de mi misma edad, y ni ella ni yo habíamos cumplido todavía diez y nueve años. Sus hermosos ojos obscuros hacían resaltar la blancura delicada de su tez; tenía el cabello cortado, y se rizaba en copiosos rizos, de un castaño brillante, alrededor de su frente y de sus mejillas, levemente sonrosadas.

Una pequeña boca, una nariz delicada, una sonrisa angelical, un aire dulce y modesto, completaban el conjunto de aquella linda criatura, aún más simpática que hermosa.

Vestía, como conviene á las estaciones de baños, un traje de muselina blanca, con un cinturón color de rosa, y una flor prendida entre los bucles de sus cabellos: con tan sencillo atavío, parecía más hermosa que todas las demás jóvenes adornadas con galas costosas y recortadas.

— ¿Ha llegado usted hace poco, señorita? — me dijo en una pausa que tuvo lugar en el espacio de una pieza de canto á otra de piano.

— He llegado hace sólo dos días, — le respondí.

— ¿Está usted enferma?

— Mi salud es delicada, señorita — repuse; — pero vengo á estas playas, más bien por huir del calor, que por curar ninguna dolencia.

— Así me sucede á mí — dijo ella: — hace cinco meses que me casé, y á mi marido le agrada mucho este país.

— Yo me he casado hace ocho meses.

— De modo que las dos nos hemos dado el título de señorita, y las dos nos hemos equivocado, — dijo Margarita.

— Justamente — repuse yo. — Aquí viene mi marido.

Acercóse el Barón, y saludó á la joven con quien yo estaba hablando; luego que cambió algunas palabras conmigo, y se informó de si me divertía y si estaba bien, volvió con los demás caballeros á la sala anterior á la del concierto, donde hablaban y fumaban.

Margarita miró hacia la puerta é hizo una señal á un joven de hermosa presencia, que se acercó con la sonrisa en los labios.

— Presento á usted á mi marido — me dijo ella con una especie de cándido orgullo: — es agente de Bolsa en Madrid y vivimos en la calle del Prado.

— Luciano Hinestrosa — añadió el joven, inclinándose con una política llena de gracia — tiene mucho placer en ofrecerse á las órdenes de la señora Baronesa de Clavieres, de cuyo esposo es ya amigo.

Saludó otra vez, y se retiró después de dirigir á su esposa una nueva y tierna sonrisa.

Yo le seguí con los ojos, pues es imposible imaginar una figura más hermosa y más simpatico.

Era un hombre alto y como de unos veintiocho años de edad; su color moreno y sus negras cejas decían muy claro que su carácter era fuerte y enérgico; pero la suprema dulzura de su mirada y su inteligente sonrisa templaban aquella expresión un poco dura.

Sus grandes ojos negros estaban llenos de luz; su bigote, negro también y muy fino, se ensortijaba en sus mejillas; leíase el talento en su ancha frente, y todo anunciaba en Luciano la más perfecta y delicada distinción de hábitos y de maneras.

— Creo que también nosotras seremos muy amigas — me dijo Margarita estrechándome la mano, — ya que lo son nuestros esposos, ¿no es verdad?

— Sin duda, y esto es para mí una bella esperanza — le dije: — cuente usted con mi afecto y mi adhesión.

II

Durante la estancia que mi marido y yo hicimos en aquellas deliciosas playas, ví todos los días y casi á todas horas á Margarita; ella se aficionó á mí, con toda la vehemencia de su carácter apasionado é impresionable, y yo llegué á amarla con todo mi corazón.

Supe por ella toda su inocente vida. Huérfana de madre al nacer, quedó también sin padre, cuando apenas contaba seis años de edad, y en poder de un tutor que la colocó en el Monasterio de las Salesas Reales de Madrid, para que recibiese una sólida y cristiana educación.

Ella era rica, y su matrimonia fué tratado, sin darle conocimiento del asunto, con un joven hijo de una dama que, á pesar de su edad avanzada, aún brillaba en los círculos de la aristocracia por su ilustre familia y su pingüe fortuna; su hijo había comprado una agencia de Bolsa, y había reunido á la arìstocracia de la sangre la no menos apreciable en este siglo del dinero.

Felizmente para Margarita, el amor había venido á sancionar la elección de su tutor, y se enamoró apasionadamente de su marido.

Este, á su vez, parecía enajenado de poseerla; sólo había una persona que hubiera deseado para Luciano un partido más brillante, y esta persona era su madre.

— ¡Ay! — añadió Margarita el día que me dió estos pormenores de su vida. — La sombra negra que hay en mi destino es mi suegra... me detesta, y yo, la verdad... le profeso también no poca antipatía. Sé que reconviene á su hijo por haber accedido á casarse conmigo, y que, desde que mi tutor arregló el casamiento, no ha querido volver á verle, á pesar de ser el mejor amigo de su esposo cuando éste vivía. ¿Cómo amar á una mujer que me detesta y que casi me desprecia?

— Querida mía — le dije, — es preciso que usted trate, no de alimentar esta antipatía, sino de destruirla, captándose la voluntad de la madre de su esposo.

— ¡Imposible! — me respondió. — Todo en ella me es molesto: su presencia, su conversación y hasta sus hipócritas caricias, si alguna vez procura hacérmelas.

— No hay imposible para una firme voluntad, querida Margarita — repuse: — vénzase usted, que el vencerse á sí mismo es la más bella de las victorias. No puede usted figurarse lo importante que es para su porvenir el captarse la voluntad de su suegra: al fin ella triunfará sobre usted en el corazón de su hijo.

— ¡Oh! ¡eso sería horrible! — exclamó la joven palideciendo. — El es ahora mi único defensor contra las injusticias de su madre, y sólo por alejarme de ella me ha traído aquí.

— Puede suceder, pues, amiga mía, que dentro de poco tiempo se ponga de parte de su madre.

— ¡Oh, calle usted, calle! ¡No quiero ni puedo creer eso!...

No quise insistir por aquel día, y aun me pareció que Margarita había quedado algún tanto resentida de mi franqueza y de mis consejos.

Aquella noche, por hallarme algo indispuesta, no salí de mi cuarto, á pesar de que se había preparado una pequeña fiesta en el salón.

A la mañana siguiente fuí á la playa con mi marido para dirigirnos al sitio donde se hallaban los baños, y hallé á casi todas las bañistàs reunidas en un mismo lado y hablando con mucho calor y animación.

Una de las señoras, á quien yo trataba más, me vió y me llamó con la mano. Yo me acerqué al instante.

— Ah, Baronesa! — exclamaron dos ó tres, aun antes de preguntarme si me hallaba más aliviada, — ¡qué lástima que no pudiera usted bajar anoche al salón!

— ¿Estuvo animada la tertulia? — pregunté; — ¿se divirtieron ustedes mucho?

— Pasamos la noche muy divertidas, en efecto, contemplando á la mujer más extraordinaria que usted se puede imaginar.

— ¿Alguna recién llegada?

— Sí: llegó ayer tarde.

— ¿Y en qué consiste el que sea extraordinaria?

— ¿En qué? ¡En todo! En su belleza admirable, en su elegancia, en el lujo que ha desplegado.

— ¿Es extranjera?

— Nació en España; pero viene de París, donde se ha casado hace dos años: se llama la Condesa de Louviers, y su marido está agregado á la Embajada francesa.

— ¿Y dónde se halla ese portento?— pregunté yo, deseando conocer á la Condesa.

— Todavía no se ha levantado — respondió una de las señoras: — su doncella ha dicho á la mía que hasta las dos no deja la cama.

— ¡Bello método para disfrutar de la estación de baños! — exclamé sonriéndome.— ¿Y á qué hora se bañará?

— Por la tarde sin duda — repuso otra de las señoras; — y desde mañana voy yo á hacer lo mismo, porque debe ser de muy mal tono el levantarse á las siete y bañarse al instante.

— Ciertamente — opinó otra: — la Condesa debe estar bien enterada de lo que es el gran tono.

Y todas aquellas señoras se separaron de mí, como ofendidas de que hubiera dedicado á la extranjera una sonrisa burlona. Ya me retiraba con mi marido, que se reía como yo, cuando ví llegar á Margarita.

— ¡Ah! — exclamó corriendo hacía mí,— ¡qué deslumbramiento, querida Baronesa! ¡qué mujer!

— ¿Habla usted de la Condesa de Louviers, querida Margarita?— le pregunté.

— ¿Qué? ¿usted la conoce?

— Sólo por los elogios que he oído de ella.

— Y todos son menos que la realidad... ¡Qué belleza! ¡qué elegancia! ¡qué distinción tan perfectal

— ¿Es muy joven?

— ¡Qué sé yo! Las mujeres como esa no tienen edad... Bástele á usted saber que puede pasar por la reina del buen tono y por la diosa de la hermosura.

Llegamos á la playa, y en vano traté de hablar de alguna otra cosa que no fuese la extranjera: nadie me oía, ni nadie escuchaba ni acogía otra idea.

Confieso que se avivó mi deseo de conocer á la Condesa, y esperé con impaciencia la hora de comer.

Aquel día se adornó el comedor más que de costumbre: se pusieron en la mesa ramilletes de flores; las damas se vistieron con esmero; los caballeros dejaron la levita habitual por el ceremonioso frac, y aun hubo quien habló de corbata blanca; sin embargo, mi marido y el mismo Hinestrosa opinaron que eso tocaba ya en una exageración ridícula, tratándose de una época de baños, y que la misma Condesa hallaría extremada tan extraña deferencia.

La gran dama hizo esperar para comer hasta las ocho de la noche, y ni sonó la campana hasta que se oyó abrir la puerta de su habitación, ni nadie se sentó á la mesa.

Por fin, uno de los que se hallaban apostados llegó corriendo á avisar que ya había oído su voz, y una agitación indefinible recorrió la asamblea.

Yo misma no pude impedirme el participar de la emoción general, y sentí como un temblor nervioso al mirar hacia la puerta.

Precedida del rumor elegante de un traje de seda, que arrastraba mucho por el suelo, apareció la Condesa, apoyada negligentemente en el brazo de su marido.

Todos los hombres se inclinaron ante ella.

Todas las mujeres se levantaron, mirándola con esa especie de ansiedad que la envidia dedica á lo que todavía no conoce.

Ella se adelantó, siempre apoyada en el brazo del Conde; saludó con la cabeza á uno y otro lado, y tomó la cabecera, que se le cedía, sin rehusar esta distinción ni parecer admirarse de ella.

Blanca de Louviers era realmente una mujer deslumbradora.

Alta, tanto como permiten las reglas de la belleza; blanca como el nácar y algo pálida, su rostro, que formaba un óvalo prolongado, tenía la pureza y hermosura de un camafeo antiguo.

Gruesas trenzas de cabellos negros parecían oprimir y estrechar su frente como una pesada diadema de azabache; sus ojos, los más grandes y más negros que yo he visto, se hallaban coronados por dos cejas que cualquiera diría que estaban dibujadas con tinta china: tal era su figura y perfección; largas pestañas negras, sedosas y algo convexas, sombreaban sus mejillas; pero lo más admirable de aquellos ojos era que se hallaban rodeados de ojeras obscuras, como si la pupila, demasiado grande para el hueco que había destinado la naturaleza, palpitase bajo la epidermis.

En su modo de mirar había además alguna cosa extraña, que explicaba la fascinación que ejercía sobre todos los que la veían una sola vez: era una mezcla de ternura, de melancolía y de altivez, que atraía, interesaba y subyugaba de una manera extraordinaria.

Su nariz y su boca tenían un corte en extremo delicado; sus dientes se parecían á una doble sarta de menudas perlas entre dos cintas de coral rosa.

En cuanto á su talle de ninfa, á sus manos de niña, á su cuello de cisne y á todas las demás perfecciones que sobresalían en ella, sería tan largo enumerarlas, que me contentaré con decir que jamás había yo visto una mujer más perfecta.

¡Cosa extraña, sin embargo! A la primera mirada suya que se chocó con la mía, sentí en el corazón el frío mortal que se experimenta á la vista de una serpiente, cuando se la halla en medio de un florido jardín.

Después de aquella primera sensación, noté algo que me hablaba de desprecio hacia la Condesa, algo que me separaba de ella.

Su traje era de la mayor magnificencia posible en un comedor de estación de baños, y al mismo tiempo de un gusto sencillo y perfecto.

Se componía de un vestido de raso azul, con ricos volantes de encaje Chantilly negros, que arrastraba por el suelo como una media vara; el cuerpo era una caprichosa casaca de corte á la antigua, que se abría por el pecho y dejaba ver una camisola de batista adornada de preciosos encajes blancos.

En aquel tiempo, en que imperaba el traje corte, el de la Condesa, tan largo y tan espléndido, se parecía al de una reina carlovingia.

Sus cabellos, que, como ya he dicho, coronaban su frente en trenzas, caían por la espalda en gruesos rizos, negros como el azabache.

No llevaba más joyas que dos diamantes en las orejas, de muchísimo valor, y una sortija de rubíes, con otro grueso brillante en el centro, que deslumbraba con sus luminosas facetas.

Su marido era alto, rubio y de facciones muy bellas, pero frías y faltas de expresión; vestía también con una elegancia completa, pero á la vez llena de estudio, y saludaba y hablaba en francés con bastante afectación.

III

La Condesa comió poco, y esto haciendo muchos mimos y muchas coqueterías. Su voz era suave y dulce; su acento, ligeramente extranjero, encantador, y la expresión de sus ojos era tan benigna con los hombres, como dura y desdeñosa con las mujeres.

La sencilla y afectuosa Margarita estaba como arrobada contemplando á Blanca. Educada en el silencio y el retiro de un convento, nunca había visto el gran mundo, ni conocido á una de sus damas; pero ella misma tenía el instinto del buen tono, y al ver que no se equivocaba en todos sus presentimientos, se asemejaba á un niño que durmiendo ve á las hadas y se sonríe con inefable placer.

Sorprendí dos ó tres veces una mirada de su marido, fija en la Condesa con una expresión extraña; pero ella no se apercibió de nada.

Observando bien á aquella mujer, me pareció que no era tan joven como se la creía, y que ya estaba próxima al otoño de la vida: cierta arruga imperceptible en el ángulo de los ojos, cierta dureza en la mirada cuando no estaba muy sobre sí, y en particular la exquisita maestría de sus movimientos y de sus maneras, estudiadas con extremo cuidado, decían muy claro que la frescura é impremeditación risueña de la juventud no residían ya en Blanca de Louviers.

Menos edad, sin duda, tenía su marido, en el que se notaba más naturalidad, á pesar de su mucha afectación.

Un anciano, distinguido por su clase y educación, vino á saludarme, al levantarnos de la mesa, y me dijo á media voz:

— ¿Qué le parece á usted, Baronesa, de este astro que ha caído en medio de nosotros?

— Muy bello es, — le respondí.

— Sin embargo, esa mujer está muy pintada: si su belleza fuese natural, sería cosa admirable.

— Pero el arrebol no cambia la forma de las facciones.

— Ciertamente, y no niego yo la belleza de las suyas; pero hay mucho efecto de tocador. ¿No le parece á usted extraño también que esta brillante extranjera haya venido á buscar solaz en la estación del calor á estas modestas playas? Su sitio debía ser Baden, Dieppe ó Boulogne, es decir, una de esas reuniones de elevados personajes y de inmensas fortunas.

Otras gentes, que se aproximaron, me impidieron contestar; pero quedé meditabunda, pensandoen las observaciones de mi anciano amigo.

Todas encerraban una gran verdad: la belleza de aquella mujer era, en su mayor parte, artificial; su llegada allí extraña, y empecé á hallarle algo de siniestro que me asustaba.

Después de la comida, pasamos al salón, para tomar el café; luego se cantaron algunas piezas, y habiendo dicho el Conde que cantaba su mujer, fueron algunas personas á rogarle que se dejase oir.

Pretextó que se hallaba mal de voz; pero, después de muchas súplicas, se avino á cantar una romanza francesa, que Margarita le acompañó al piano. Su voz era dulce, aunque algo fatigada y de poca extensión; en cambio, el estilo era encantador y sabía manejarla con la maestría que ella empleaba para todo.

Una salva de aplausos llenó el salón, y casi todos los jóvenes le ofrecieron el brazo, tomando ella el del que se hallaba más próximo.

Algunas señoras se acercaron también á cumplimentarla, siendo Margarita una de las primeras.

Como yo estaba sentada algo lejos de ella, y además no me inspiraba ninguna simpatía, no me moví de mi sitio ni le hice ningún cumplido. Ella me dirigió una mirada rencorosa, y se volvió hacia Margarita, á quien estrechó ccn afecto la mano, diciendo á los que la llenaban de elogios que, si había agradado su canción, se debía sólo á la perfección con que había sido acompañada.

Margarita se sintió transportada al décimo cielo al oir aquella muestra de deferencia, y ya no se apartó del lado de la Condesa.

Poco después, y antes de que ninguno de los concurrentes pensara en retirarse, se levantó ésta; saludó afectuosamente á Margarita, y le preguntó con su voz dulce y un poco débil:

— Querida mía, ¿querrá usted almorzar mañana conmigo en mi cuarto?

— Sin duda — contestó la joven: — iré así que me levante; — y luego, corrigiéndose, añadió: — pero no... yo me levanto temprano...

— A las diez ya estoy yo despierta — dijo la Condesa; — pero aunque esté yo todavía en la cama, no importa: puede usted entrar en mi alcoba.

Dicho esto, saludó con la cabeza y se retiró del brazo de su marido, que parecía enteramente sometido á todos sus caprichos.

Margarita se acercó á mí radiante de alegría.

— ¿Ha oído usted? — me preguntó. — Me ha dicho que vaya mañana á almorzar con ella.

— En efecto — respondí; — pero ándese usted con cuidado.

— ¿Qué quiere usted decir?

— Que no sabemos quién es esa mujer.

— ¿Quién es? La Condesa de Louviers.

— Según ella dice; y aunque lleve ese título, no se sabe aún cuáles son sus costumbres, su carácter y su educación.

— Creo que ésta demuestra ser perfecta, — repuso Margarita algún tanto resentida.

— Pero ¿acaso basta eso para conceder á una persona todo nuestro afecto y amistad? ¿Y si es mala? ¿Y si en vez de un sér adicto hallamos en ella una enemiga?

— ¡Enemiga mía la Condesa! — exclamó dolorosamente sorprendida Margarita. — ¿Cómo puede ser eso, ó qué le he hecho yo para que me aborrezca?

— Nada, amiga mía — repuse: — es usted demasiado buena, demasiado angelical para ofender á ella ni á nadie; pero una mujer, y una mujer joven y casada, debe elegir con mucho tacto sus amistades.

— Soy del mismo parecer que la Baroneṡa — observó el esposo de Margarita, que se había acercado á nosotras: — tú eres muy niña, muy inocente y puedes ser engañada.

Margarita inclinó la cabeza sin contestar, pero visiblemente afligida y contrariada.

Poco después se terminó la reunión, retirándose cada uno á su cuarto.

IV

Al día siguiente, por la tarde, mi marido y yo debíamos salir para pasar un mes en París; ya habíamos cumplido la época de los baños, que me habían sido prescritos, y nnestra estancia allí no tenía ningún objeto.

Margarita debía detenerse aún quince días en aquella pequeña población de la frontera, y á mi llegada á la gran ciudad le escribí, llevada del verdadero interés que por esta joven sentía.

Yo le hablaba de lo bello y suntuoso que me parecía París, de mis diversiones y de mi vivo deseo de volver á abrazarla, añadiendo cuánto sería mi gusto si pudiese lograrlo en el mismo París, caso de que ella alcanzase de su marido el que la llevase á verle.

La contestación se hizo esperar muchos días. Yo creí que Margarita había vuelto á Madrid, ó que se hallaba enferma, ó bien que ya no se acordaba de mí, cuando recibí una carta suya que me llenó á la vez de pena y alegría.

La carta decía así:

Mi querida Baronesa: Sin duda habrá usted extrañado mi largo silencio; pero comprenderá mi tardanza en escribirle, cuando le diga que las fiestas y placeres se suceden aquí sin interrupción ni descanso: las comidas de campo, los bailes, los conciertos, tienen ocupado todo mi tiempo, y apenas puedo darme cuenta de mí.

»Blanca es mi amiga íntima y el alma de todas estas fiestas: ella reina como soberana en medio de esta multitud, que la acata de rodillas, y yo tengo mucho orgullo en llamarme su primer ministro, Es una mujer encantadora, y no comprendo por qué le tiene usted antipatía: ella es la misma bondad, y todos los que la conocen la adoran; mi marido es uno de sus mayores apasionados: se batiría á muerte con cualquiera que la faltase, y yo le aplaudiría por ello.

»Volveremos juntas á Madrid; buscaremos dos casas muy próximas, ó por mejor decir, buscará ella una, pues nosotros tenemos que vivir en la de mi marido, habitada ya por su madre.

»¡Oh, querida Baronesa! ¡cuánta falta me hacía una amiga! Yo tengo dolores domésticos que usted sabrá algún día, y que necesitan de un constante é inmediato consuelo... Dios me lo envía en la Condesa... ¡Bendito sea!

» Ya no temeré tanto como antes á las sinrazones de mi suegra; ya tengo el apoyo de Blanca, quien, aun sin saber la mayor parte de lo que me sucede, me dice que la debilidad no es buena para nada, y que debo hacerme fuerte contra toda clase de persecuciones: tiene razón; ya se acabó el inclinar la cabeza como una culpable, el callar, el llorar amarga, pero silenciosamente; abora haré ver á esa orgullosa anciana que yo soy el ama de mi casa, y que, si ella quiere imperar, tendrá que irse á la suya.

» Adiós, querida Baronesa: espero que nos veremos en Madrid, y que seguirá dispensándome su amistad y cariño; también quiero que sea usted amiga de Blanca, y no le negará su afecto cuando vea que es tan bondadosa como bella.

» Mi marido sigue siendo bueno y amable para mí, tanto, que algunas veces me fastidia un poco. Blanca dice que el estarse haciendo siempre cariños es de mal tono, y voy conociendo que dice bien: por eso he prohibido á Luciano que me dirija ni aun una mirada tierna delante de extraños, y esto le cuesta algún trabajo, porque es naturalmente muy afectuoso.

» Adiós otra vez, amiga mía: diviértase usted mucho en ese hermoso París, que tanto deseo ver, y reciba un tierno abrazo de quien la ama y es su apasionada

Margarita.»

Debo confesarlo: esta carta me asustó por Margarita. Hallé en ella muchos gérmenes de desgracia para ella, de dolores profundos, de disgustos sin remedio.

¿Qué fatales semillas sembraba la mujer de mundo en aquella alma virgen y cándida? Ya se descubrían los aprestos de la guerra doméstica, el menosprecio y rebelión de Margarita hacia la madre de su esposo, su despego é ingratitud para el mismo esposo que la amaba con tanta ternura, la loca ambición de brillar.

¡Ah, hijas mías, y vosotras, jóvenes todas que leéis esta triste narración! ¡No os dejéis llevar de las primeras impresiones, y elegid con cuidado vuestras amistades! Sobre todo, no hagáis vuestra amiga íntima á ninguna otra mujer hasta saber si lo merece; y aun así, poned á esta intimidad ciertos límites, porque la mujer casada debe hallar en su esposo su mejor amigo y el único confidente íntimo de sus pensamientos.

Contesté á Margarita afectuosamente, y sin darle parte de ninguno de los dolorosos pensamientos que su carta había despertado en mí; tampoco combatía sus perniciosas ideas acerca de lo que me hablaba: todo esto lo dejé para cuando volviésemos á vernos, y me contenté con ponderarle los encantos de aquel París que ella deseaba ver.