La hija del rey dragón - Colectivo de autores - E-Book

La hija del rey dragón E-Book

Colectivo de Autores

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"La hija del rey dragón" agrupa diez relatos escritos durante la dinastía Tang, la cual reinó en China entre los años 618 y 907, y se conoce como la edad de oro de la literatura de ese país. Algo que hace peculiar estas narraciones es su origen, ya que surgieron como parte de los exámenes que debían aprobar los aspirantes a cargos públicos. Conmovedoras historias de amor con hermosas princesas, aventuras fantásticas, sucesos sobrenaturales, pero también historias marcadas por la crítica social, e incluso, la sátira política, son solo parte del amplio diapasón de temáticas aquí reunidas. Aun cuando han transcurrido varios siglos, y tras la aparente sencillez estructural de los relatos, el lector contemporáneo se sorprenderá de la pericia e intuición de estos seres para explicarse el origen y las complejidades de la vida misma.

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Seitenzahl: 168

Veröffentlichungsjahr: 2022

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LA HIJA DEL REY DRAGÓN

CUENTOS DE LA DINASTÍA TANG

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

LA HIJA DEL REY DRAGÓN

CUENTOS DE LA DINASTÍA TANG

Traducción

José Zacarías Tallet

 

Título del original en inglés: The Dragon King’s Daughter

Edición y corrección: Mónica Gómez López Composición

computarizada: Ofelia Gavilán Pedroso Diseño de cubierta: Lisvette Monnar Bolaños

Versión Ebook: Rubiel A. González Labarta

Primera edición, 1988

Segunda edición, 2007

© Sobre la presente edición:

Editorial Arte y Literatura, 2017

ISBN 9789590308468

Colección HURACÁN

Editorial Arte y Literatura

Instituto Cubano del Libro

Obispo no. 302, esq. a Aguiar, Habana Vieja

CP 10 100, La Habana, Cuba e-mail: [email protected]

Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del Copyright, bajo la sanción establecida en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo público. Si precisa obtener licencia de reproducción para algún fragmento en formato digital diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) o entre la web www.conlicencia.com EDHASA C/ Diputació, 262, 2º 1ª, 08007 Barcelona. Tel. 93 494 97 20 España.

 

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AL LECTOR

L

a extensa y valiosa historia de la literatura china está integrada por diversos textos, pioneros en el campo de las ideas, y poseedores de profundo sentido investi-

gativo y didáctico.

La literatura es aquella forma del arte que refleja la vida por medio de imágenes artísticamente escritas. A través de la palabra, expresada con singularidad especial, se describe o fija una situación, una época o simplemente la belleza circundante. La historia de la literatura de los viejos siglos sirve para comprender más claramente el presente. Y la dinastía Tang, la décimotercera que reinó en China (618-907), fue una de las más desarrolladas; suele denominársele como la edad de oro de la literatura de ese lejano país.

Cientos de relatos de la dinastía Tang, todavía hoy, siguen haciéndose notar, pues el inagotable caudal de sabiduría, cultura y patrimonio literario que ellos trasmiten es difícil de obviar, a pesar de los siglos transcurridos.

Durante la dinastía Tang se producen cambios económicos y políticos importantes. Entre ellos resaltan, el declinar de los terratenientes hereditarios y su condicionamiento, como clase, a un mayor centralismo político, el surgimiento de agudos conflictos entre los campesinos explotados y los terratenientes, así como la creciente prosperidad desarrollada por las industrias artesanales y el comercio. Este último cambio daría nacimiento a grupos urbanos con sus propias perspectivas, propiciadoras de un desarrollo literario futuro.

También son frecuentes en este período las invasiones a China por tribus provenientes del norte, que provocan resistencia popular y antagonismos de clase vinculados a la lucha por la independencia nacional.

En los finales de la dinastía Sui (561-618) ocurre una importante revuelta campesina. Precisamente a continuación de esa revuelta queda establecida la dinastía Tang. Ya a comienzos del siglo vii el primer emperador de los Tang, Li Yuan, y su hijo Li Shimin, aprovechando la sublevación campesina, ocupan Chang’an y completan la unificación de su país. Terminan así cuatro siglos de separatismo local, de invasión extranjera y de caos imperante, hasta entonces, en la China medieval.

Todos estos factores tienen una profunda influencia en la literatura, ya que posibilitan un amplio abanico temático y contribuyen a la creación de nuevas formas, diversificadoras de los intereses vitales de los escritores y, por consiguiente, de los géneros literarios. Un ejemplo de ello son los chuanqui o cuentos de la dinastía Tang, que implican un importante desarrollo en esos tiempos. Vistos en su totalidad llenan un gran espacio literario dentro de la citada dinastía, ya que abarcan tres períodos. Uno comprendido entre los inicios del siglo vii y principios del viii, cuando aparecen los primeros relatos. El otro incluido en la mitad del siglo viii y que llega hasta los años iniciales del siglo ix, etapa en la que se escriben relatos de gran estima. Y el tercer período que se inaugura en las primicias del siglo ix.

No obstante, la vida de estos hombres medievales era dura y sus perspectivas, en relación con nuestros días, limitadas, por carecer de una explicación científica de los fenómenos naturales y sociales que los rodeaban.

Cielo, tierra, sol, luna, montañas, ríos, viento, lluvia, truenos, relámpagos, animales, plantas, la invención de los instrumentos y su utilización, así como el origen de la vida misma se convierten en magia, mito y leyenda, en la mayoría de las situaciones planteadas en los diez relatos pertenecientes a La hija del rey dragón, narrados desde la visión de aquellos aspirantes a engrosar las clases poderosas —mediante un complicado sistema de exámenes—, pero siempre con un trasfondo de sabiduría popular e intuición, que los hace valiosos, a la luz de cualquier óptica actual, precisamente por lo que de tradición e historia conllevan. Así como porque —en unos relatos más que en otros— proporcionan un vivaz y fantasmagórico cuadro de una sociedad orientada hacia la decadencia y las sucias disputas por el poder, en detrimento de las grandes mayorías sojuzgadas.

Chang’an —actualmente Xi’an—, lugar floreciente donde se daban cita comerciantes, sacerdotes y profesores extranjeros, devino, rápidamente, centro de promoción cultural. Es una de las grandes ciudades chinas descrita en muchos de estos relatos, en los cuales vemos transcurrir y desenvolverse historias sobrenaturales, de tema político, de aventuras y de amor, escritas con lenguaje fluido y estilo sorprendentemente sencillo. Cuentos como «La zorra encantada», «La hija del rey dragón» y «El botarate y el alquimista» pueden considerarse entre los sobrenaturales. De sátira política y de aventuras, «El gobernador del Estado Tributario del Sur», «El mono blanco», «El hombre de la barba rizada» y «El esclavo Kunlun». Y como fascinantes cuentos de amor, «La hija del príncipe Huo», «Historia de una cortesana» y «Wushuang, la incomparable».

Esta edición cubana de La hija del rey dragón posee la peculiaridad de haber sido traducida del inglés por el destacadísimo poeta cubano, ya fallecido, José Zacarías Tallet. Circunstancia que imprime un innegable toque de poesía y creatividad a esta publicación.

Dania Pérez rubio

EL MONO BLANCO1

Anónimo

 

 

E

n el año 545, durante la dinastía Liang, el emperador envió al general Lin Qin con una expedición al sur. En Guilín aniquiló las fuerzas rebeldes de Li Shigu y Chen Che. Al mismo tiempo, su lugarteniente Ouyang Ge, en el combate, se abrió paso hasta Changle, venció a todos sus enemigos y condujo su ejército hacia un territorio difícil.

La esposa de Ouyang era muy hermosa y delicada, y poseía un cutis muy blanco.

—No debiste haber traído a esta mujer tan bella —dijeron sus hombres—. Por estos contornos anda un dios que rapta a las mujeres jóvenes, especialmente a las bien parecidas. Convendría que la cuidaras como es debido.

Ouyang se asustó. Al anochecer situó guardias en torno a la casa, y ocultó a su esposa en una cámara interior muy bien custodiada por una decena de criados vigilantes. Durante la noche se presentó un fuerte viento y se ensombreció el cielo, pero, aparentemente, no pasó nada adverso; poco antes del alba, los exhaustos guardianes pudieron conciliar el sueño. Mas, de repente, despertaron alarmados y descubrieron que la esposa de Ouyang había desaparecido. La puerta seguía con llave, y nadie sabía cómo pudo abandonar la pieza. Se pusieron a buscar por la empinada ladera, pero una espesa niebla borraba todo a una gran distancia, lo que hacía imposible continuar la búsqueda. Al amanecer seguían sin encontrar el menor rastro de la muchacha.

Lleno de cólera y pesar, Ouyang juró que no regresaría solo. Pretextando una enfermedad, se detuvo allí con sus tropas, y todos los días ordenaba registrar valles y lomas, en todas direcciones. Pasado un mes, después de haber recorrido unas treinta millas, encontraron uno de los zapatos bordados de la joven, empapado por la lluvia pero reconocible.

Loco de dolor, Ouyang intensificó la búsqueda. Con treinta hombres escogidos, muy bien armados y con alimento suficiente, se dirigió hacia el lomerío. Transcurridos diez días más llegaron a un lugar situado a unas setenta millas del campamento, desde donde acertaron a distinguir, hacia el sur, una montaña verde, cubierta de árboles que sobresalían. Emprendieron el ascenso y ya en la cima notaron que estaba rodeada por una profunda corriente de agua. Para cruzar tuvieron que construir un pequeño puente. Más adelante, entre los precipicios y la esmeralda de los bambúes, vislumbraron trajes de colores y oyeron conversación y risas de mujeres. Cuando subieron por los riscos con ayuda de enredaderas y cuerdas, encontraron avenidas plantadas de árboles, raras flores y un verde prado, fresco y blando como una alfombra. Era un retiro campestre apacible, sobrenatural. Hacia el este había una puerta, incrustada en la roca, y a través de ella podía verse a varias docenas de mujeres, ataviadas con trajes de vivos colores, que cantaban y reían mientras paseaban. Al ver a los extraños, se detuvieron a mirarlos. Cuando los hombres se acercaron, ellas preguntaron qué los había llevado hasta allí.

Después que Ouyang contó su historia, las mujeres se miraron y suspiraron.

—Tu esposa está aquí desde hace más de un mes —le informaron—. Ahora precisamente se halla enferma. Puedes entrar a verla.

Después de pasar por una puerta de madera empotrada en la piedra, Ouyang advirtió tres espaciosos recintos donde se veían unos canapés adornados con cojines de seda, que estaban pegados a las paredes. Su esposa yacía en un lecho cubierto de esteras y mantas, con ricos manjares colocados ante ella. Al acercarse Ouyang, se volvió y lo miró, pero con señales le indicó que se marchara.

—Algunas de nosotras hace ya diez años que estamos en este lugar —dijeron las otras mujeres— mientras que tu esposa acaba de llegar. Aquí es donde vive el monstruo. Es un homicida que puede enfrentarse a cien guerreros. Es mejor que te vayas con cautela antes de que regrese. Si nos consigues cuarenta galones de vino fuerte, diez perros para que se los coma, y varias docenas de catis de cáñamo, podremos eliminarlo. Ven al mediodía, no más temprano, de hoy en diez días. —Así lo instaron a que se marchara rápidamente.

Ouyang regresó el día fijado, con el licor fuerte, el cáñamo y los perros.

—El monstruo es un gran bebedor —dijeron las mujeres—, y le gusta tomar hasta quedarse atolondrado; después desea siempre probar su fuerza, y nos ordena que le atemos brazos y piernas con cuerdas de seda mientras yace tendido en el lecho. De inmediato se suelta de un solo tirón. No obstante, en cierta oportunidad lo amarramos con tres cuerdas juntas y no pudo romperlas. Por eso, si ahora torcemos cáñamo con la seda, estamos seguras de que no podrá cortar las cuerdas. Todo su cuerpo es como el hierro, pero se protege, invariablemente, unas pocas pulgadas de vientre debajo del ombligo; debe ser su punto vulnerable. —Luego, señalando para un precipicio cercano, añadieron—: En ese sitio es donde guarda su alimento. Pueden ocultarse ahí. Manténganse en silencio y esperen. Coloquen el vino junto a las flores y los perros en el bosque. Si nuestro plan triunfa, los llamaremos.

Ouyang y sus hombres hicieron lo que se les dijo, y aguardaron con el aliento entrecortado. Ya bien entrada la tarde, algo así como una larga pieza de seda blanca cayó como si volara de lo alto de una loma distante al fondo de la cueva; poco después, salía de ella un hombre de seis pies con una magnífica barba. Vestido de blanco y con un bastón en la mano, iba atendido por dos mujeres. Dio un suspiro al ver a los perros y enseguida saltó hacia ellos, los agarró y comenzó a devorar miembro por miembro, de modo increíble, hasta quedar satisfecho. Las mujeres le ofrecieron el vino en copas de jade, y juntos bromeaban y reían alegremente. Después de beber varios azumbres de vino, lo ayudaron a entrar. Desde afuera se escuchaba el alborozo.

Transcurrido un largo tiempo, las mujeres salieron para llamar a Ouyang y sus hombres, quienes entraron portando sus armas. Dentro estaba un gigantesco mono blanco amarrado al lecho por sus cuatro extremidades. Cuando vio a los hombres se retorció, pugnó inútilmente por desatarse, y sus ojos furiosos despedían destellos como relámpagos. Ouyang y su gente cayeron sobre él solo para encontrarse con que su cuerpo era como de hierro o piedra. Pero cuando lo apuñalaron en el vientre por debajo del ombligo, sus espadas se hundieron en la carne y brotó sangre. El mono blanco exhaló un largo suspiro y le dijo a Ouyang:

—Esta debe ser la voluntad del cielo, porque de otra suerte no habrías podido matarme. Tu esposa ha concebido. No des muerte a la criatura que nazca de ella, porque crecerá para servir a un gran monarca y tu familia prosperará. —Y con estas palabras expiró.

Registraron sus posesiones, y hallaron gran cantidad de piezas preciosas así como abundancia de sabrosos manjares sobre las mesas. Estaban todos los tesoros conocidos del mundo, incluyendo varios galones de raras esencias y un par de espadas, finamente labradas. Las mujeres, más o menos en número de treinta, eran todas bellezas exquisitas; algunas ya llevaban diez años en ese lugar. Ellas explicaron que cuando envejecían eran sacadas de allí, y no se sabía la suerte que les estaba reservada. El mono blanco era su dueño único, pues no tenía secuaces.

Todas las mañanas, tanto en invierno como en verano, el mono se lavaba, se ponía un sombrero y un traje de seda blanca. Tenía una pelambre también blanca, de varias pulgadas de largo. Cuando se quedaba en casa leía unas tablillas de madera inscriptas con jeroglíficos que nadie más sabía descifrar; al concluir las colocaba debajo de un escalón de piedra. Cuando hacía buen tiempo, solía practicar el juego de las dos espadas que lo envolvían como destellos de relámpagos, formando un halo semejante a la luna en derredor suyo. Comía y bebía los alimentos más diversos, particularmente nueces, y gustaba también mucho de los perros, cuya sangre le agradaba beber. Al mediodía se iba volando a recorrer millas y millas, y retornaba por la noche. Tenía la costumbre de volver a casa todas las noches.

Cada vez que se antojaba de algo no descansaba hasta conseguirlo. De noche se privaba del sueño para retozar por todas las camas, aprovechándose de las mujeres. Sabía conversar elocuentemente, a pesar de su forma simiesca.

Un día, a principios de otoño de ese año, cuando comenzaban a caer las hojas, el mono blanco pareció abatido y dijo:

—Las deidades de las montañas me han acusado y condenado a muerte. Pero si solicito la ayuda de otros espíritus, puede que logre escapar.

Inmediatamente, después de la luna llena, se produjo un fuego bajo el escalón de piedra, que consumió sus tablillas.

—He vivido mil años —comentó desalentado—. Ahora esta mujer está encinta, y ello significa que mi muerte se acerca. —Recorrió con la vista a todas las mujeres y lloró un rato.

—A esta montaña apartada y empinada ningún hombre ha podido llegar hasta ahora. —Y prosiguió—: Desde las cimas he visto manadas de lobos, tigres y otras bestias feroces al pie de la montaña, y ni siquiera un leñador ha aparecido aquí en las alturas. Si no fuera la voluntad del cielo, ¿cómo podrían los hombres venir hasta aquí?

Ouyang regresó a su campamento y se llevó el jade, las piedras preciosas y los bellos tesoros, así como las mujeres, incluso algunas de ellas lograron volver a sus hogares.

Antes del año, la esposa de Ouyang tuvo un hijo idéntico al mono. Más tarde Ouyang fue condenado por el emperador Wu de la dinastía Chen. Pero un viejo amigo suyo, Jiang Zong, se aficionó al hijo de Ouyang a causa de su sobresaliente inteligencia y se lo llevó a su casa. Así escapó el muchacho a la muerte. Y creció para ser un buen escritor y calígrafo y una conocidísima figura de su época.

LA ZORRA ENCANTADA

Shen Jiji2

 

 

U

n señor llamado Wei Ying, noveno descendiente de la hija del príncipe de Xin’an, había sido en su juventud un tanto alocado y gran bebedor. El marido de su prima, de apellido Zheng, cuyo nombre personal no se conoce, y solo se sabe que era el sexto hijo de su familia, había estudiado las artes militares y era también aficionado a la bebida y a las mujeres. Como era pobre y no tenía casa propia, vivía con la familia de su mujer. Zheng y Wei entablaron una inseparable amistad.

En el sexto mes del noveno año del período Tianlao (año 752) paseaban juntos por la capital. Se dirigían hacia una francachela en el barrio de Chang’an, cuando Zheng, motivado por unos asuntos privados que debía atender, dejó a Wei al sur del barrio de Xuanping y le dijo que más tarde se reunirían en la fiesta. Después partió Wei hacia el este en su caballo blanco, mientras que Zheng cabalgó rumbo al sur, en su asno, a través de la puerta septentrional del barrio de Shengping.

En el camino, Zheng se encontró con tres mozas; una de ellas vestía un traje blanco y era excesivamente bella. Ante esa agradable sorpresa, fustigó a su asno para dar la vuelta alrededor de las jóvenes, pero le faltó valor para abordarlas. Como la joven vestida de blanco no cesaba de mirarlo en forma al parecer alentadora, Zheng, riendo, preguntó:

—¿Por qué unas muchachas tan lindas como ustedes andan a pie?

La joven de blanco respondió sonriente:

—Si los hombres que van montados no son corteses para ofrecernos su cabalgadura, ¿qué podemos hacer?

—Mi pobre borrico no es lo suficientemente bueno para damas tan bellas como ustedes —protestó Zheng—. Pero está a su disposición, y yo tendré mucho gusto en seguirlas a pie.

Ambos jóvenes se miraron y rieron, y con las bromas de las otras dos doncellas pronto llegaron a tratarse con familiaridad. Se dirigieron todos al este, al parque de Loyu. Al oscurecer llegaron a una magnífica mansión con macizas paredes y una puerta imponente. La joven de blanco entró, no sin antes decir: «¡Aguarden un momento!».

Una de las doncellas se quedó en la puerta y preguntó su nombre a Zheng. Cuando este se lo dijo, indagó por el de la muchacha y se enteró de que se llamaba Ren y pertenecía a una familia muy numerosa.

Al poco rato lo invitaron a entrar en la mansión. Cuando Zheng ató su asno a la puerta y colocó su sombrero en la albarda, la hermana de la muchacha —mujer de unos treinta años— salió a saludarlo. Se encendieron luces y pusieron la mesa. Después de beber varias copas de vino, la muchacha, ya cambiada de traje, se unió a ellos. Siguieron tomando mucho y divirtiéndose. A la hora de dormir fueron a la cama juntos. La coquetería de la joven, su encanto, el modo como cantaba, reía y se movía, todo era exquisito y sobrenatural. Poco antes del amanecer Ren dijo:

—Ahora es mejor que te vayas. Mi hermano es miembro del Real Conservatorio de Música y presta servicio en la Guardia Real. Llegará a casa al romper el día y no debe verte.

Persuadido por la muchacha y después de convenir el regreso, Zheng partió.

Cuando llegó al extremo de la calle, la puerta de la muralla estaba todavía cerrada. Mas había allí cerca una panadería extranjera en la que ardía una luz y estaba encendido el horno. Zheng, sentado bajo el toldo, y aguardando el toque de tambor de la mañana, comenzó a charlar con el tendero. Le señaló donde había pasado la noche, y le preguntó:

—Cuando desde aquí se toma hacia el este se da con una casa grande. ¿A quién pertenece?

—Todo ahí no es más que ruinas —repuso el tendero—.

No queda casa ninguna.

—Pero si yo estuve allí —insistió Zheng—. ¿Cómo puedes decir que no hay casa alguna?

El tendero comprendió al punto lo sucedido.

—¡Ah, ya veo! —exclamó el tendero—. Hay allí una zorra encantada que a menudo tienta a los hombres para que pasen una noche con ella. Se le ha visto tres veces. ¿De modo que tú también la viste, eh?