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La ley de Dios junta relatos que María del Pilar Sinués escribió para niñas y niños basándose en los Diez Mandamientos. Un intento de endulzarles la medicina indicada para entrar en el Reino de Dios, dice ella misma, palabras más o menos, en el prólogo. Para cada mandamiento hay una historia, con la extensión de un cuento largo, que involucra a protagonistas infantiles y adolescentes en lugares como Zaragoza, Burgos y Burdeos. Algunas ambientadas en el presente de cuando fueron escritas (mediados del siglo XIX), otras en el tiempo inmemorial de las leyendas. Con estos ejemplos la autora maña buscaba ilustrar que los contenidos de la ley divina son, en realidad, fáciles de cumplir. E ilustrar, sobre todo, que reportan beneficios en la existencia y elevan hacia una vida ultraterrena dichosa.
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Seitenzahl: 372
Veröffentlichungsjahr: 2021
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María del Pilar Sinués
COLECCION DE LEYENDAS BASADAS EN LOS PRECEPTOS DEL DECἈLOGO,
Saga
La ley de Dios
Copyright © 1858, 2021 SAGA Egmont
All rights reserved
ISBN: 9788726882247
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
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This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.
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A LA INFANCIA.
El propósito que me ha guiado al escribir esta obra, mis amados niños, ha sido enseñaros la observancia de la Ley Divina, encerrada en los preceptos del Decálogo, que el Señor dió á Moisés en el Monte Sinaí para que los trasmitiera á su pueblo.
Vuestra felicidad eterna depende de que observeis escrupulosamente estos preceptos. El Señor ha dicho: El que no guarde mi ley no entrará en el reino de mi Padre; y yo he querido ayudaros á conquistar ese hermoso reino de gloria, poniendo los santos preceptos de la ley de Dios al alcance de vuestra tierna comprension, para que podais guardarlos sin esfuerzo y sin violencia.
He procurado ademas que mis lecciones, léjos de seros enfadosas, os agraden y entretengan, porque la moral árida, mis queridos niños, os hastiaria quizá sin que la comprendieseis.
Aprended á ser buenos hijos, en José y Agustín; á amar á Dios sobre todas las cosas, en el honrado arrendador Pedro; á huir de la ira y de los chismes, en D. Fermín y su hermana, la perversa viuda; á ser moderados en vuestros deseos y de condicion apacible, en Ventura; y vosotras, mis amables niñas; vosotras, en quienes la prudencia y la modestia son los mayores atractivos que puede ofrecer vuestro sexo, tomad ejemplo de la angelical Blanca, de la inocente y dulce Margarita, de la sensible y preciosa Delfina, de la graciosa y dócil Sofía, de la aplicada Cármen; huid de la costumbre de hablar inoportunamente y de mentir de Violante, é imitad á su hermana Amparo, á esta niña tan buena, generosa y amante.
Si la virtud os ha amedrentado alguna vez, ha sido porque no os la han presentado bajo su forma verdadera; nada hay mas dulce, amable y precioso que ella; es fácil de practicar, y da tantas satisfacciones y placeres, que, aunque impusiera muy grandes sacrificios, siempre serian estos muy inferiores á la recompensa que proporciona á quien la ama.
Yo me propongo con mi pluma hacérosla conocer y apreciar; esta obra es la primera que publico de las que han de componer un curso de educacion completo, y por eso he querido poner al frente de ella el augusto nombre de la excelsa Hija de nuestra amada Reina; de esa niña, que ha sembrado el camino de su corta vida de incesantes é inolvidables beneficios.
Vosotros, niños mios, sois mis amigos, porque la infancia y la juventud están unidas con un lazo de flores; una irresistible simpatía me arrastra hácia vosotros, pero sé que el amor que no produce beneficios, es como una hermosa planta sin aroma, y por eso he tomado á mi cargo la árdua, pero hermosa, tarea de demostraros el mio, haciéndoos dignos del aprecio de vuestros semejantes, y procurando al mismo tiempo enseñaros el camino del cielo.
¡Feliz yo si lo consigo! Y mas dichosa todavia si, al verme alguno de vosotros, me dice, abrazándome:
—Tus libros me divierten y me hacen bueno y venturoso.
La Autora.
Amarás á Dios sobre todas las cosas.
Yo soy el Señor, tu Dios, que te saqué de la tierra de Egipto, de la casa de la servidumbre.
Yo soy el Señor, tu Dios, fuerte, celoso, que castigo la iniquidad de los padres sobre los hijos, hasta la tercera y cuarta generacion de aquellos que me aborrecen.
Y que hago misericordia sobre millares, con los que me aman y guardan mis preceptos.
( Exodo, cap. xx.)
HÉCTOR Y JOSÉ.
Años hace que en un lugarcillo de mi provincia ( 1 ) vivia una modesta familia, compuesta de un hombre honrado, llamado Pedro, de su esposa y de un niño de doce años, fuerte, gallardo y hermoso, y á quien los padres amaban como á la luz de sus ojos.
Genoveva, la esposa de Pedro, era una buena madre y una excelente ama de su casa; desde su mas tierna edad habia estado sirviendo al conde de Torreverde, señor de la aldea donde vivian; su salario, muy corlo en un principio, pues entró en la casa del Conde solo para limpiar los bronces de la escalera, fué creciendo, merced á la perfeccion con que desempeñaba su cometido, y á los pequeños servicios que continuamente prestaba á todos los demás criados; sabíase además que llevaba integro todo cuanto ganaba á su pobre padre, anciano y enfermo.
A los veinte años, y siendo la doncella mas gentil de la aldea, casó con Pedro, hijo de un labrador regularmente acomodado; la jóven Genoveva quiso llevarse consigo á su padre, de acuerdo con su esposo. La condesa de Torreverde le habia dado un ajuar, envidiable en su clase, y cincuenta duros, como regalo de boda, lo que unido á lo que producian las tierras que labraba Pedro, — propiedad todas ellas del Conde, — le permitian proporcionar á su padre alguna comodidad.
Pero el anciano, apegado á su hogar como un caracol á su concha, y padre además de otros dos niños, no quiso ir á vivir con su hija, á pesar de los ruegos de esta y de su esposo.
Pronto la prosperidad visitó la casita de Pedro: Genoveva se levantaba de noche, preparaba el almuerzo de su esposo, que salia antes del alba á trabajar; á las doce iba á buscarle y comia con él, volviendo en seguida á casa, donde se ponia á hilar, á coser ó á lavar.
Bien presto sus tareas domésticas fueron insuficientes para su actividad, y como sabia que Dios prohibe y castiga la ociosidad, pidió trabajo á las ricas arrendadoras de la aldea; su primor y habilidad agradaron mucho, y no habia pasado un año, cuando todas las vistosas calzillas ( 2 ) de estambre, color de plata y cargadas de labores, que lucian los mozos mas lujosos del lugar en los dias de fiesta durante la misa mayor, eran obra de las lindas y morenas manos de Genoveva.
Al dar á luz á su hijo José, se encontró preparada para él una bonita, aunque muy sencilla cuna de mimbres, cuyo colchoncito tenia un vellon blanco y suave, y cuyas sábanas y almohadas habia bordado primorosamente su madre.
José creció hermoso y robusto; era un niño de frente morena y negros ojos, velados por rizadas pestañas, que daban á su mirada una dulzura inexplicable; su natural, apasionado y dócil, le conquistó el cariño del señor cura de la aldea, el cual encargó á Pedro que se le enviase todos los dias para enseñarle á leer y á escribir.
No obstante, José era tan bueno, que, desde que cumplió seis años, pidió á su padre que le llevase en su compañía al campo, hasta la hora del mediodía siquiera, que se volveria con su madre para dar sus lecciones con don Lorenzo, el virtuoso párroco.
— Pero, hijo mio, dijo Pedro, al oir la peticion de José, ¿qué puedes tú hacer conmigo? ¡Eres aun muy pequeño!.....
— Padre, contestó el niño, acompañaré á V. y le cantaré la oracion del niño perdido ( 3 ), que me enseña madre, para que se le haga el trabajo menos penoso.
Pedro accedió á los ruegos de su hijo, y desde el dia siguiente el pequeño José, que despertaba el primero, le llamaba al asomar el alba.
Genoveva le vestia, y montándole Pedro en la vieja borrica blanca, llamada Fortuna, que llevaba sus aperos de labranza, se encaminaban padre é hijo al campo, hablando como dos buenos amigos.
Cuando á la una de la tarde se volvia Genoveva al lugar, despues de haber comido, Pedro montaba de nuevo á su hijo en la burra.
— Pero, hombre, decia Genoveva, ¿vas á andar á pié despues la legua de camino que hay hasta casa?
— ¿Y qué he de hacer, mujer?
— No te traigas mas á José, y de este modo no tendrás que privarte de los servicios de Fortuna.
— Eso no, contestaba Pedro; ya que Dios ha dado á nuestro hijo aficion al trabajo, no seré yo quien se la quite por gozar de una pequeña comodidad; véte con José y Fortuna; yo dejaré el trabajo media hora antes, y los piés me llevarán á casa; que todavía no me son inútiles.
Y Pedro se ponia á trabajar de nuevo, tan satisfecho, mientras José hacia andar á la vieja Fortuna, seguido de Genoveva, que dirigia al cielo una mirada de elocuente gratitud.
––––––––––
José, desde los seis á los siete años, no hizo otra cosa en el campo que cantar, correr tras de alguna mariposa, y dormirse con la cabeza apoyada en el lomo de Piston, perrazo de largo pelo y de raza indefinible, pero que guardaba y defendia valerosamente los aperos de labor, la chaqueta y el calañés de su amo; sabia transformarse además en una almohada deliciosa para José, al cual lamia la cara suavemente, en tanto que sostenia su cabeza, casi sin respirar, para no despertarle.
José hizo rápidos progresos en casa de don Lorenzo; el dia que cumplió seis años leyó con perfeccion en un Ejercicio cuotidiano, que le presentó abierto el buen sacerdote, quien regaló á su discípulo un lindo vestido nuevo de cotonía azul y una bonita gorra de terciopelo color de pasa.
A los ocho años sabia escribir y la doctrina, y ya ayudaba mucho á su padre en el campo; quitaba las yerbas malas con una azadilla y regaba dos rosales, un jazmin y algunas matas de alhelíes y almoraduj, que á ruegos suyos habia plantado su padre al extremo de un tablar ( 4 ) de maíz, á fin de tener—estas eran las palabras de José—flores para regalar á mi madre y á don Lorenzo.
Cuando cumplió doce años era casi un hombre, y su índole era tan bella, como piadosa su alma y sensible su corazon; trabajaba tanto como su padre; llevaba á su madre el agua de la fuente, la leña de la leñera. Cuando Genoveva estaba de lavado, José era quien la conducia la ropa al rio, y despues á casa; tambien cuidaba de los bueyes, de Fortuna y de Piston; y para divertir á su madre,—como él decia, — habia construido delante de la puerta de su casita un jardinillo, el cual estaba lleno de verduras y flores; cuatro manzanillos enanos, plantados en los cuatro ángulos, daban alguna fruta, y el arroyo que cruzaba la aldea dejaba allí un hilo de agua clara como el cristal.
Por las tardes, volvia José del campo al caer el sol, pero ya no era sobre el vetusto lomo de la cana Fortuna; venia á pié, cantando alegre y trayendo en una mano una cesta de doradas frutas, y en la otra un ramo de flores.
Sin entrar en su casa, pero sin dejar de saludar cariñosamente á su madre, que le aguardaba en la puerta, se dirigia á la de don Lorenzo, en cuya mesa dejaba las frutas y las flores.
El anciano le daba á besar su mano, y le hacia algunas preguntas de doctrina, conversando con él un rato y dándole siempre alguna saludable leccion de moral evangélica.
Al anochecer volvia José á su casa; por lo general, llegaba su padre al mismo tiempo, y despues de descargar á Fortuna y arreglar las herramientas de la labor, cenaban todos con gran apetito.
José desocupaba su plato, lleno dos veces por la mano de su padre, y hacia honor al pan amasado por su madre, engulléndose con placer indecible sendas rebanadas.
Pedro le contemplaba con una delicia colmada de ternura, y despues de apurar su vaso de vino, líquido que jamás probaba José, levantaba Genoveva los manteles, tomaba su rueca, se colocaba junto á su esposo, y abriendo José la Biblia, leia algunas de sus bellísimas páginas con dulce y reposada voz, en tanto que su madre le escuchaba embelesada, y su padre, haciéndose todo oídos, fumaba su tabaco negro.
Otros dias, despues de leer varios pasajes del libro santo, abria el jóven otro volúmen, escogido de entre los que le prestaba don Lorenzo, y que eran, por lo regular, La Historia de las Cruzadas, Pablo y Virginia ó Los Huérfanos de la aldea.
Todas las noches á las diez se rezaba el rosario en casa de Pedro, y se acostaban los padres y el hijo, quedando los tres dormidos muy pronto con un sueño apacible y reparador.
––––––––––
Las doce del dia daba el reloj de la torre de la iglesia parroquial de la pequeña aldea de….. cuando Genoveva salia de su casita á llevar la comida á su marido y á su hijo, que estaban en el campo.
Era julio, y la siega habia empezado ya; apenas se veia un hombre en todo el lugar, y las mujeres recogian dentro de sus casas á sus hijuelos, cerrando cuidadosamente las puertas, para que no penetrase el sol en las habitaciones.
— Pero, hija, ¿á qué sales tú al campo con este sol de justicia? exclamó, viendo á Genoveva, una anciana vecina, que hacia calceta á la sombra en el patio de su casa.
— Voy á llevar la comida á Pedro y á José, señora Juana, contestó Genoveva.
— Y ¿por qué no haces que se la lleven ellos?
— ¡Buena la comerian los pobrecitos de mi alma!..... ¡Tan detenida!..... Ya se llevan el almuerzo, que lo comen á las ocho.
— Pero ¿no reflexionas que vas á coger un tabardillo?
— ¡Ca, señora Juana! me acuerdo de que, cuando era yo pequeñuela, veia á mi madre que todos los dias iba al campo, como yo, á llevar la comida á su marido, y que cantaba:
Isabelita me llamo,
Soy hija de labrador,
Y aunque voy y vengo al campo,
No le tengo miedo al sol.
Y Genoveva, despues de cantar con voz fresca y sonora esta copla, muy popular entre los labradores de Aragon, hizo un ademan afectuoso de despedida á la señora Juana, y dejando entornada la puerta, cogió su cesta, cubierta con una blanca servilleta de lino grueso, y echó á andar ligeramente.
— ¡Qué buena y hacendosa es! pensó la señora Juana, asomándose á la puerta, y contemplando con delicia á Genoveva mientras pudo columbrarla su cansada vista.
Mas no bien habia vuelto á sentarse, oyó el ruido de los pasos de un hombre, que se acercaba á su casa.
La señora Juana se asomó de nuevo á la puerta; el rumor de aquellos pasos era sumamente extraño para ella, porque los piés que le producian estaban calzados, no con las alpargatas que usaban los aldeanos, sino con resonantes y finos zapatos.
— ¡Ah! exclamó la anciana, que se habia hecho una visera con la mano á fin de que el resplandor del sol no la impidiese ver al que se acercaba; es el señor Fabricio, el ayuda de cámara del señor Conde….. ¿qué le traerá por aquí?
En aquel momento pasó el señor Fabricio por delante de su puerta, y llamó con fuerza á la inmediata, que era la de la casa de Pedro.
— No hay nadie, señor Fabricio, dijo la señora Juana; Pedro se fué al alba con su hijo, y Genoveva acaba de irse á llevarles…..
— ¡Eh, basta! gritó brutalmente el colosal criado, que vestia un calzon azul, un casacon del mismo color, galoneado de oro, y unas elegantes medias de seda blanca; nada me importa averiguar dónde están; el caso es ¡voto á los diablos! que he echado á perder inútilmente mis zapatos de charol con el polvo del camino….. Y ¿cuándo volverán?
— Genoveva tardará un par de horas, contestó amedrentada la buena anciana.
— ¡Llévela el diablo!...... ¿Y el arrendador?
— Pedro vuelve muy tarde.
Pues, aunque venga á media noche, que eche á andar listo hácia el palacio; el señor Conde quiere hablarle….. ¿Lo ha oido V.? ¡Cuidado con que se le olvide darle el recado!
Y el ayuda de cámara se alejó, murmurando por lo bajo y sin decir ni siquiera adios á la señora Juana.
— ¡Jesus, qué hombre! exclamó santiguándose la anciana; y entrando en su cocina, cubrió una mesilla, que acercó á la ventana, y se puso á comer, meditabunda y confusa.
––––––––––
Cerca del anochecer era cuando volvieron juntos Pedro, Genoveva y José; el buen arrendador habia detenido á su esposa, temiendo que el sol abrasador de aquel dia le hiciese daño, y para preservarla de él en el campo arregláronle entre padre é hijo un asiento cubierto de sombra, para lo cual colgaron de un árbol la piel de cabra que servia de cama á Piston, el delantal de Genoveva y la servilleta con que iba cubierta la cesta de la comida.
Genoveva, que,—como he dicho,—sabia que la ociosidad es un gran pecado á los ojos de Dios, que nos ha dado en el tiempo un precioso tesoro, se puso á deshojar flor de malva, á falta de otra cosa que hacer.
Cuando volvieron á casa, la señora Juana les esperaba á la puerta de la suya.
— ¡Cómo, señora Juana! ¿No ha ido V. al rosario hoy? preguntó admirada Genoveva.
— Antes es la obligacion que la devocion, hija, contestó la anciana; y como yo me considero en obligacion de mirar por vosotros, porque os quiero mucho…..
— Pues ¿qué ha sucedido? exclamó sobresaltada Genoveva.
— Que el señor Conde ha enviado á buscar á Pedro, contestó la señora Juana.
— ¡El señor Conde….. á mí! Habrá sido su administrador.
— No, el señor Conde; el recado que me han dejado de su parte ha sido que vayas al palacio en seguida.
— ¡Es extraño! dijo Pedro; ¡á palacio yo!..... en fin, no quiero perder tiempo….. ¡me voy!
— ¿Sin cenar? preguntó su mujer.
— Cenad vosotros; que yo lo haré cuando vuelva.
— ¡No faltaba mas! exclamó José; ni madre ni yo podriamos cenar sin V., padre mio.
— Te esperarémos, Pedro, dijo Genoveva, en tanto que sacaba de un gran arcon el vestido de los dias de fiesta de su marido, que exhalaba un delicioso olor á membrillo.
Pedro se lavó con esmero, se puso una gruesa, pero blanquísima, camisa, calzon de pana azul, chaqueta de la misma tela con botones de plata, chaleco encarnado y amarillo y faja de seda morada; sus calzillas llamaban la atencion por la belleza de sus labores, y sus alpargatas no se habian estrenado todavía.
Así que acabó de vestirse, pasó un peine por sus negros cabellos, que formaban un grupo ensortijado en cada oreja, y ató al rededor de su cabeza un pañuelo de seda anaranjada, con cuyas puntas formó un lindo y complicado lazo.
— Ea, hasta la vista; dijo tomando una gruesa vara de acebo, que bien tendria seis palmos de larga y que es el baston obligado de los labradores de Aragon; y á la luz del candil, que Genoveva acababa de encender, se dirigió presuroso á la puerta, y desapareció.
No bien volvió Genoveva á la cocina, acercó la cena á la lumbre, cubrió la mesa, y lo preparó todo para la vuelta de su esposo.
— ¿No vas hoy á ver al señor Vicario, hijo mio? preguntó á José, que permaneció inmóvil desde la salida de su padre.
— Madre, no habia pensado en eso, contestó el niño levantando la cabeza; y luego añadió sentándose en el arca-guarda-ropa; yo no sé por qué me he puesto triste desde que padre se ha ido….. me da el corazon que nos va á suceder alguna desgracia.
— Vamos, José, no seas tonto; ¿qué nos puede suceder? los amos nos estiman…..
— ¡Hum!..... balbuceó el muchacho.
— ¿Qué motivos tenemos para dudarlo?
— Madre, desde ayer tengo yo uno muy poderoso para creer que me aborrecen de muerte.
— ¿A tí, hijo mio?
— A mí, y por mí, á mis padres tambien.
— Pero ¿por qué?
— Oiga V. madre, y se lo contaré todo, dijo José, haciendo sentar junto á él á Genoveva, que le contemplaba asustada. Ayer, prosiguió el hijo de Pedro, trabajaba yo en un tablar algo apartado del en que estaba padre; á eso de las seis de la tarde oí un gran ruido de caballos y voces, y los ladridos de muchos perros; me asomé á la arboleda, y vi llegar al señor Conde con todos los convidados de Madrid, que han venido á pasar el verano á su palacio; cruzaban el bosque cazando volatería, y cada cazador, además de sus perros, llevaba un criado que hacia el mismo oficio que estos animales, pues corrian guiados por ellos á buscar las piezas para ponerlas en la mano de sus amos; el señorito Héctor iba á la cabeza de todos con otros dos jóvenes de su edad, y me divisó en seguida.
— ¡Hola, gandul! ven acá, me dijo haciéndome una seña para que me acercase.
Yo dejé mi hoz, y me dirigí hácia él quitándome el pañuelo de la cabeza, segun debia.
— Vas á servirme de primer perro, continuó el señorito señalándome sus cuatro sabuesos que, poco ganosos de correr, marchaban pausadamente delante de su amo: ea, anímalos y parte con ellos.
— ¡Pero, Hector!..... ¡Ja! ja! ja! ¿Cómo quieres que ese pobre muchacho palurdo corra tanto como nuestros ojeadores? exclamó soltando una carcajada uno de los dos jóvenes que iban con el señorito.
— ¿Por qué no? Vamos, en marcha; repuso este echándose al hombro la escopeta; anda delante, zopenco.
— Perdone V. E., contesté yo confuso y avergonzado; no puedo servirle de perro, porque jamás he pensado en dedicarme á ese oficio; me vuelvo á trabajar.
Y di dos pasos para meterme de nuevo en el campo donde antes estaba segando.
— ¡Acá, tunante! gritó el señorito con rabia; pero yo, por toda respuesta, tomé mi hoz y me puse á trabajar.
Entonces, el señorito se me acercó hecho un tigre y cogió una rama de árbol, que levantó con furia para azotarme el rostro; pero yo me abalancé á él y se la arranqué de la mano con tal fuerza, que le llevé la piel detrás, saltando al momento algunas gotas de sangre.
En seguida, y para evitar que me insultase mas, me salí del campo, en tanto que á él le sujetaban sus amigos.
— ¡Tú y los tuyos me la pagaréis! rugió el señorito Héctor con furor, y se marchó.
Yo permanecí todo el resto de la tarde con padre, á quien nada dije del lance, y como mi semblante estaba muy sereno, porque creí haber obrado bien, no le di ocasion tampoco para que concibiese la menor sospecha.
La pobre Genoveva habia escuchado muda y palpitante la ingénua relacion de su hijo; en su hermosa y expresiva fisonomía se habian ido pintando alternativamente la indignacion, el espanto, la ternura, y por último, un profundo abatimiento al escuchar que su hijo, aunque en defensa propia, habia herido al hijo de su señor.
— ¡Hijo mio! ¡José de mi vida! ¿qué has hecho? exclamó cruzando desolada sus manos y mirando al pobre muchacho con los ojos preñados de lágrimas. ¿No sabes hasta qué extremo idolatran los señores á su hijo? ¡Ah! ¡No podia habernos sucedido una desgracia mayor!
— Pero, madre, ¿qué habia de hacer yo? ¿Servirle de perro? Ni el ejemplo de mis padres, ni mi carácter, me aconsejaron que me humillase á tanto. ¿Dejar que me hiriese la cara? Como dice padre, el hombre que soporta esa ofensa la merece desde el instante que la recibe.
— Mas, hijo mio, tú no eres hombre, eres un niño de doce años.
— Madre, contestó noblemente José; mis padres no me han pegado jamás, á pesar de que son los únicos séres de quienes yo toleraria los golpes; y ¿habia de sufrir?...... Además, ¡si mi cuerpo es de niño, mi corazon es de hombre!
— Quizás, hijo mio, tengas mas razon que yo, dijo Genoveva; mira, corre á casa del señor Vicario, cuéntale el caso tal como ha pasado, y él te dirá si obraste mal ó bien; yo entre tanto rezaré el rosario á la Vírgen Santísima para que nos libre de toda desgracia.
Y esto diciendo, encendió una vela delante de un cuadro que contenia una imágen de la Virgen de los Dolores, y sacó su rosario del bolsillo.
— Hasta luego, madre; dijo José abrazando á Genoveva, y cerrando tras sí la puerta, se encaminó á casa de don Lorenzo.
––––––––––
El anciano Vicario de la aldea, sentado en su ancha poltrona de cuero oscuro, miraba algunas macetas de flores, regalo de José, y cuidadas esmeradamente por él, que tenia colocadas con simetría delante del balcon.
En el centro de la estancia estaba cubriendo la mesa para cenar, una anciana de alegre fisonomía, y pobre, pero aseado traje; era tan parecida á la señora Juana la buena vecina de Pedro y Genoveva, que fácilmente se adivinaba que las unia algun parentesco muy cercano.
En efecto, la señora Juana y el ama de gobierno de don Lorenzo eran hermanas gemelas, y se amaban tiernamente; las dos se habian casado en el mismo dia y habian perdido á sus esposos casi al mismo tiempo; quedóse Juana en su casa con María, hasta que, viendo esta que don Lorenzo estaba enfermo y mal cuidado, se fué á asistirle.
En el momento en que entró José, acababa la señora María de poner en la mesa el cubierto antiguo y abollado de plata de don Lorenzo, y dos platos de loza blanca, con flores azules, que brillaban de limpieza.
— ¡Bien llegado sea mi José! exclamó alegremente la señora María al ver al niño, que triste con la afliccion de su madre, entró en la salita con aire abatido.
— Otro cubierto para él, señora María; dijo el Vicario alargando á José su mano para que la besara.
— Gracias, señor cura, contestó el hijo de Pedro; no puedo cenar aquí porque me espera madre que está sola.
— ¿Cómo sola? ¿Y tu padre?
— Está en el palacio adonde le ha mandado ir el señor Conde.
Y al decir estas palabras, bajó José la cabeza con aire abatido y echó a llorar amargamente.
— ¿Qué es lo que tienes, José? exclamó asustado el buen don Lorenzo, atrayendo hácia sí al pobre muchacho, mientras este lloraba cada instante con mayor afliccion.
— ¿Está tu madre enferma? preguntó la señora María.
José hizo un esfuerzo para serenarse, y refirió cuanto le habia sucedido, pintando además con colores muy vivos el pesar y las tiernas reconvenciones de su madre.
— Vamos, consuélate, hijo mio; dijo don Lorenzo cuando José concluyó de hablar; el mayor mal que podiais temer, era que el señor Conde, indignado por haber faltado tú al respeto que debes á su hijo, os echase de su casa y os quitase el arriendo de sus tierras…..
— ¡Es decir, exclamó dolorosamente José, que la soberbia del señorito nos ha expuesto á perder el pan y el abrigo!
— Así es, José, así es; pero al hablar de la soberbia del hijo del Conde, te olvidas de la tuya; humíllate y yo te ensalzaré, dice el Señor; tú, hijo mio, debiste obedecerle porque ha nacido tu superior.
— ¡Pero lo que me pedia era indigno!
— A Jesucristo le pidieron que muriese entre tormentos afrentosos por salvarnos, y no lo rehusó ni se quejó de ello, no obstante que era todo un Dios.
— ¡Es verdad! repuso el niño bajando humildemente su frente: ¡Es verdad! ¡No pensé en eso!
— Y ¿qué prueba mayor podemos dar de amar sobre todas las cosas á ese Dios tan bueno, que el tomarle por ejemplo en todos los sacrificios que nos imponga? observó el Vicario con acento dulce y persuasivo; no te olvides, hijo mio, en las mas duras pruebas de tu vida, de que debemos amar á Dios sobre todas las cosas, porque él mismo lo ordenó así á nuestros primeros padres; Dios nos encarga obedecer á nuestros superiores; si preferimos satisfacer nuestro orgullo á cumplir su mandato, amamos mas á nuestro orgullo que á él, porque á Dios debemos hasta el sacrificio de la razon. Si el Arzobispo de esta diócesis me mandase ir de rodillas á su palacio, te juro, José, que iria; no solo sin vergüenza, sino con placer indecible, porque sabia que hacia un acto meritorio á los ojos de Dios; y léjos de quejarme, agradeceria con el alma á mi superior que me proporcionase la ocasion de obedecer uno de los preceptos de la santa ley del Hacedor Supremo.
— No sabia yo, dijo José, que el primer mandamiento de la ley de Dios tuviese tambien ese significado.
— Tiene ese y otros muchos que voy á explicarte, hijo mio, observó don Lorenzo con bondad.
— Antes de todo, señor Vicario, exclamó José angustiado, antes de todo, dígame V. por Dios si hay algun peligro de que nos despida el señor Conde.
— No, tranquilízate, José; si el señor Conde intentara hacerlo, hubiera enviado á su administrador con una órden para que dejáseis inmediatamente la casa de su pertenencia que ocupais; al llamar á tu padre, quizás quiera reprenderle tu desobediencia y encargarle que la castigue.
— ¡Dios mio!..... ¡Reconvenir por causa mia á mi buen padre!
— A eso te has expuesto por no saber bien el primero de los preceptos del decálogo.
— ¡Oh! Explíquemelo V. ahora, por favor, señor Vicario, dijo José aproximando su silla á la del ministro de Dios.
— El primer precepto, hijo mio, observó don Lorenzo, nos obliga á cuatro virtudes que son fe, esperanza, caridad y religion, y para amar á Dios sobre todas las cosas, no basta el rezar todos los dias un número fijo de oraciones, aunque este número sea muy crecido; no basta tampoco oir misa todos los dias; Dios, todo verdad, necesita otros testimonios internos y sinceros de nuestro cariño.
Amar á Dios, mi querido José, es evitar cuantas ocasiones se nos presenten de ofenderle, no por temor al castigo que puede imponernos, sino por ser quien es, por su bondad suprema é infinita.
Amar á Dios, es creer ciegamente todos los misterios de la fe que la iglesia cree y reverencia.
Amar á Dios, es tener una ilimitada confianza en su misericordia y en su bondad, aunque se hayan cometido grandes faltas, pues todas las borra un verdadero dolor de haberle ofendido.
Amar á Dios es, como há poco te dije, obedecerle en la persona de nuestros padres y superiores, domando nuestra altivez con el ejemplo de su pasion y muerte.
Amar á Dios, finalmente, es preferir su ley y sus preceptos á todos los honores del mundo, y sufrir toda clase de dolores y privaciones por guardarlos.
Solo el que obre así, podrá decir que cumple el primero de los santos preceptos, ama á dios sobre todas las cosas.
— ¡Ah! exclamó José, ¡ojalá hubiera yo sabido antes lo que significa ese mandamiento! Yo me hubiera humillado delante del hijo de mi señor, y no tendria que sufrir ahora tanto al pensar lo que podrá sucedernos.
— Casi siempre tenemos nosotros la culpa de nuestras propias desventuras, hijo mio, contestó el ministro del Señor; los que acusan de sus desgracias al destino, á la fatalidad, á la suerte, ofenden á Dios.
Vamos, continuó don Lorenzo; basta por hoy de leccion; vete, José, á acompañar á tu madre, y yo rogaré al Señor que aparte la desgracia de vuestras cabezas; pero si os llega á afligir, aquí me teneis para socorreros y consolaros.
José besó llorando de gratitud la mano del santo sacerdote, y se encaminó á su casa mucho mas tranquilo.
––––––––––
El palacio del conde de Torreverde deslumbró al honrado y sencillo Pedro; de tal modo le habian embellecido para recibir á los convidados de la córte.
La escalera, cuyo pasamanos de bronce habia limpiado Genoveva por espacio de tantos años, estaba alfombrada é iluminada suntuosamente, y en cada una de sus muchas columnas de mármol habia una maceta de flores; paseábanse en el patio algunos lacayos vestidos de gala que, al ver á Pedro, empezaron á hacerse burlonas señas y á reir solapadamente.
— Vengo á ver lo que me ordena el señor Conde, señor Francisco, dijo el arrendador dirigiéndose á uno de los lacayos.
— Vendrá V. á ver al administrador, contestó Francisco con orgullo; aquella es su habitacion, continuó señalando una puerta situada debajo de la escalera.
— El señor Conde ha enviado á decirme que queria verme, repuso Pedro con firmeza.
En aquel momento se asomó á lo alto de la escalera el ayuda de cámara, Fabricio, y preguntó con estentórea voz:
— ¿Ha venido el arrendador Pedro Fernandez?
— Sí, contestó Francisco.
— Pues que suba al instante; el señor Conde le espera.
Al oir estas últimas palabras se apartaron los criados, para dar paso á Pedro, que subió sin temor ni precipitacion la alfombrada escalera.
Despues de atravesar cuatro ó cinco suntuosas salas, precedido por Fabricio, levantó este una portière de terciopelo granate, y anunció:
— El arrendador Pedro Fernandez.
Luego hizo una seña á este de que pasara, y desapareció echando la portière y dejándole frente á frente con el Conde.
El aspecto de su señor llenó de cortedad á Pedro, segun le habia sucedido en las tres ó cuatro veces que le habia visto durante su vida; acostumbrado á entenderse para los pagos y demás negocios de las tierras con el administrador de la casa, hombre honrado y muy afable, siempre que habia visto al Conde habia sentido una invencible timidez que aumentaba entonces el aspecto altanero é iracundo con que le recibia.
Frisaba el conde de Torreverde en los cincuenta años; padre de ocho hijos, de los cuales habia visto morir á siete uno despues de otro, los pesares habian agriado su carácter altivo y duro de suyo hasta el último extremo; su corazon, empedernido por el pesar, no comprendia ni daba entrada á la compasion; cuando veia á algun desgraciado, por mas digno que fuese de ella, su primer pensamiento era este:
— ¡Mas desgraciado soy yo!
Este doloroso egoismo le hacia cruel, violento é irascible: en vano se lanzaba en medio de los tumultuosos placeres de la vida, tanto en Madrid durante los inviernos, como en su risueña aldea durante los veranos; su salud, arruinada por penas incurables, decaia de dia en dia, minada rápidamente por el recuerdo de sus hijos y, sobre todo, por el de su primogénito, al cual habia preferido con la mayor pasion.
Su único consuelo, su solo placer entonces, era amar con idolatría al hijo que le quedaba, niño de trece años, y que, por una casualidad muy comun, se asemejaba muchísimo á su hermano mayor; esta era una razon mas para que su padre le adorase con locura y con preferencia á todo.
La educacion del jóven Héctor se resintió de este ciego cariño; su madre, que era una buena y caritativa señora, pero que no tomaba parte alguna en los asuntos de su casa, contribuyó á viciar su carácter, pues solo sabia acariciarle y rodearle de los mas tiernos y solícitos cuidados; habia nacido desaplicado, y á los trece años no sabia mas que leer mal y escribir mucho peor; su hermosura era extrema, y habiendo podido ser un ángel, no era otra cosa que una criatura llena de orgullo, de altivez y de mala intencion.
Pasaba casi todo el dia en la plaza de la aldea, seguido de un criado, y arrojando piedras á los pobres muchachos que volvian del campo cargados de leña ó conduciendo los aperos de la labranza de sus padres; sus mayores diversiones se reducian á dar de palos á los perros y á echar agua desde sus balcones á las ancianas que iban á rezar á la iglesia.
Héctor, sin embargo, no hubiera sido inaccesible á la correccion, pues, por sus pocos años, era capaz todavía de una variacion provechosa; pero sus travesuras, léjos de ser castigadas severamente, eran aplaudidas ú olvidadas con una indulgencia muy culpable.
¡Ah, mis queridos niños! ¡Qué tesoro tan precioso son unos buenos y prudentes padres! ¡Nunca os quejeis del rigor que usen con vosotros! Decid solamente: cuando me castigan es porque lo merezco; nunca os equivocareis pensando así, pues los padres son la imágen fiel de Dios, y solo desean vuestro bien.
La indulgencia de los padres en algunas circunstancias de la vida es muy perjudicial; el Señor mismo ordena á los padres que corrijan y castiguen severamente las faltas de sus hijos, y á los padres pide cuenta de todas las que aquellos cometan, castigando en su justicia la mala educacion; el ejemplo del Conde y de su hijo os convencerá de esta verdad saludable.
Héctor era á la edad en que os le presento, un conjunto de perversidad y malicia que nadie, mas que sus padres, podia sufrir; pero estos, obcecados con su apasionado cariño, hubieran deseado para él todas las felicidades imaginables, mirando sus defectos como ligerezas de sus pocos años, y olvidando que solo reside la dicha en la virtud.
Cuando Pedro entró en el lindo gabinete donde se hallaba el Conde, estaba este sentado en una ancha butaca con el semblante alterado por una cólera profunda y concentrada. Héctor, sentado en otro sillon, mecia sus piernas con el mismo respeto que si su padre fuese su ayuda de cámara.
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— Si no me contuviese el pensamiento de que vas á morir de hambre, como un perro abandonado, esta misma noche te arrojaba de la casa que ocupas y te despojaba del arriendo de mis tierras; gritó con voz iracunda el Conde, no bien vió á Pedro, que con aire humilde no se atrevia á mirarle; pero da gracias, continuó, á la bondad de mi corazon, que me obliga á perdonar la ofensa que ha hecho al mio tu malvado hijo.
— ¡Mi hijo! ….. ¡Una ofensa ….. al señorito!..... balbuceó asombrado el pobre Pedro.
— ¡Tu hijo ha herido al mio, villano!...... gritó el Conde, cuyo carácter violento é iracundo habia llegado al último grado de exasperacion.
Pedro quedó mudo de sorpresa, mientras que Héctor, dejando su sillon, fué acercándose á él poco á poco y le colocó su mano, envuelta en un pañuelo de batista, junto á los ojos.
— Tu hijo me desgarró ayer esta mano, dijo con voz seca é incisiva; despues añadió rechinando los dientes;
¡si mi padre no se cobra esta injuria, yo la cobraré!
— Pero ¡José!..... ¡tan bueno!..... ¿Cuándo ha hecho eso, señor Conde?
— ¡Basta de preguntas! contestó este, cuyo semblante se enrojeció como la púrpura: ¡Basta de réplicas en mi presencia! Y puesto que no sabes enseñar á tu hijo á que respete á sus señores, ¡se acabó mi bondad para siempre! Mañana se cumple el segundo plazo de tu arriendo, y te he llamado para advertirte — hasta tal punto llegan las consideraciones que te guardo — que, al traer á mi administrador los cuatro mil reales á que asciende, no te olvides de traerle tambien el importe del primero, lo cual no has hecho, ni pensabas hacer sin duda, porque creerias que podrias seguir abusando de mi generosidad sin límites.
— ¡Pero, señor!..... tartamudeó Pedro; considere V. E. que el año ha sido muy malo…..
— Yo, nada tengo que ver con eso.
— Al cumplirse el primer plazo, viendo que no podia pagar á V. E., tuvo la bondad de decirme que no me apurara, y que…..
— De lo cual estoy altamente arrepentido.
— Pero, señor, mañana mismo traeré á V. E. cuatro mil reales y la semana que viene….. — Nada, nada; mañana entregarás á mi administrador los ocho mil reales que me debes; de lo contrario, saldrás de mi casa y dejarás mis tierras, que no ha de faltarme quien las quiera tomar en arrendamiento y me pague con mas puntualidad que tú.
— ¿Y es ese todo el castigo que V. le da? exclamó entre una carcajada Héctor; ¡bravo castigo, por vida mia, despues de haberme roto su hijo una mano!
El Conde, herido en su orgullo por el tono insultante de su hijo, clavó en él una mirada severa por la primera vez de su vida; pero Héctor la sostuvo con serenidad y altanería, y salió de la estancia silbando una cancion de caza.
— ¡Vete! dijo bruscamente el Conde dirigiéndose á Pedro, ¡nada tienes ya que hacer aquí!
El pobre padre no aventuró una súplica; inclinóse ante su inhumano señor, y se marchó abatido y con el desaliento pintado en sus tostadas facciones.
Al llegar á su casa y al ver la puerta entornada, imaginó que su mujer y su hijo estarian en la de la anciana vecina, y entró en ella.
Efectivamente, Genoveva, afectada profundamente por el relato de su hijo, estaba sentada junto á la ventana; José, en pié y á su lado, espiaba la llegada de su padre, mientras la señora Juana consolaba á la arrendadora.
Al ver entrar á Pedro, tan pálido, tan abatido, los tres corrieron hacia él.
Pedro se dejó caer en una silla.
— ¡Hijo! ¿Qué es lo que has hecho? ¡Yo necesito saberlo! exclamó el honrado labrador.
José bajó la cabeza confundido.
— ¿Te han quitado el arriendo, Pedro? preguntó la señora Juana con ansiedad.
Pedro no contestó á esta pregunta; volvió á mirar á José, y exclamó de nuevo:
— ¡Ya te he dicho que necesito saber lo que has hecho!
El pobre muchacho, por toda respuesta, echó á llorar amargamente, y Genoveva contó con voz trémula cuanto habia sucedido.
— ¡Ah! ¡Bendito sea Dios! gritó Pedro elevando al cielo una mirada de gratitud infinita y abrazando á José; ¡lo que hiciste, hijo mio, fué en defensa propia y no con ánimo de ofender al hijo de tu señor! ¡No eres tan culpable como yo creí en el primer momento de mi amarga pena!
— ¿Pero podrémos saber lo que te ha dicho el Conde? preguntó la señora Juana.
— Lo primero para mí era averiguar si mi hijo habia cometido una mala accion, contestó Pedro; ahora, añadió con el semblante radiante de alegría, ahora que estoy seguro de que no, todo lo demás me importa poco.
Pero de repente se nubló su franca y noble fisonomía, y su desgracia apareció de nuevo ante sus ojos.
— El señor Conde me ha dicho que mañana mismo le he de entregar ocho mil reales; balbuceó Pedro, en voz tan baja, que se hubiera dicho que él mismo temia oir el eco de sus palabras.
— ¡Ocho mil reales! exclamó Genoveva.
— Sí, cuatro mil del primer plazo y otros cuatro mil del segundo, dijo Pedro sin atreverse á levantar los ojos del suelo.
— ¿Pues no le ofreció esperar hasta Navidad?..... observó Genoveva.
— Ciertamente; pero hoy me ha dicho que entregue á su administrador los ocho mil reales del arriendo que vence mañana, ó de lo contrario, que le deje la casa y las tierras.
Un grito se escapó del pecho de Genoveva.
— ¿Y tienes tú ese dinero? preguntó esta á Pedro despues de una breve pausa.
— No tengo mas que la mitad, que es lo que ha producido la venta del trigo, contestó el arrendador.
— ¡Oh, Dios mio! exclamó Genoveva; ¡es decir que nos aguarda la miseria, porque tenemos que vender el ajuar de nuestra casa, nuestras ropas, hasta nuestra cama, y gracias que aun así consigamos reunir la suma que nos falta!
Genoveva se interrumpió en sus amargas quejas al ver vacilar á José; el desgraciado niño no pudo resistir mas el exceso de su dolor al considerarse causa de todos los males de sus padres, y cayó en los brazos de estos sin sentido.
La señora Juana se dirigió á un viejo arcon que se veia junto á su lecho; le abrió, y tomando de él un pequeño paquete y una cajita, volvió cerca de Pedro y Genoveva.
— Mirad, les dijo abriendo la caja, y mostrándoles unos pendientes muy grandes, una hermosa cruz de labradora y una sortija; estas alhajillas son de oro, pesan seis onzas, y por lo tanto valen cerca de dos mil reales, sin contar las hechuras; vendedlas en la ciudad á la madrugada, y para completar la suma que necesitais tomad cien duros contantes y sonantes; mis joyas de novia y mis ahorros de viuda jamás podrian tener mejor destino.
— ¡Dios mio, señora Juana, yo no puedo admitir tan enorme sacrificio! exclamó Pedro llorando de gratitud, mientras Genoveva no pensaba mas que en hacer volver en sí á su hijo.
— Yo quiero que lo admitas, Pedro, repuso la generosa anciana, poniendo en las manos de Pedro las joyas y el dinero; ¿qué falta me hacen ya mis arracadas y mi cruz? ¿Crees acaso que pienso en volverme á casar? Además, Dios ha dicho: los que socorran á los necesitados serán mis elegidos; vamos, vamos, continuó, llevad á José á su cama y entre tanto iré yo á buscar al médico.
Pedro tomó en sus robustos brazos el cuerpo de su hijo, y le condujo á su casa.
Genoveva le siguió llorando.
La buena viuda fué en busca del médico.
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No bien apareció la aurora, se encaminó Pedro á la ciudad próxima para vender las alhajas de la señora Juana y completar con su importe los ocho mil reales del arriendo, y llevarlos antes de acabarse el dia al administrador del Conde.
Cabalgaba en Fortuna