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La mujer en nuestros días, novela redactada en la madurez de la autora, vuelve sobre un tema constante de su obra –la educación de las mujeres– y revisita el formato de la ficción epistolar para desplegar sus ideas. Felicia, la madrina que ha quedado a cargo de la joven Julia desde que esta era pequeña, le escribe en respuesta a su solicitud de consejos. Preocupada por las tentaciones que la vida contemporánea (promediaba el siglo XIX) pueda imprimir sobre el carácter de Julia, irá explicándole en varias misivas sus conceptos acerca de lo que tiene que hacer una buena esposa, una buena madre, una buena mujer para ser feliz.
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Seitenzahl: 199
Veröffentlichungsjahr: 2021
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María del Pilar Sinués
Saga
La mujer en nuestros días
Copyright © 1878, 2021 SAGA Egmont
All rights reserved
ISBN: 9788726882254
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
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This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.
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Al leer la primera carta de la coleccion que publicaba en Le Moniteur des Dames una ilustre señora francesa, comprendí cuán útil es este método para tratar el importantísimo asunto de la educacion de la mujer, y cuán bien se graban con él en su alma las sanas lecciones de la moral.
Sin que tenga el mérito de la autorizada pluma de la señora Condesa de Bassanville, que es la dama á que aludo, mi pluma ha procurado tratar algunas cuestiones importantes para la sociedad en general y para la familia en particular, descubriendo llagas que parecen pequeñas á primera vista, pero que son en realidad grandes y dolorosas.
Para mi sexo he escrito siempre desde el principio de mi vida literaria; he procurado hacerle ver que la virtud es amable, que el camino recto es el más fácil y el más dulce, y que la tranquilidad de una conciencia pura es la sola dicha positiva de la tierra.
Si este libro enseña alguna consoladora verdad á mis lectoras; si las entretiene en sus horas de soledad; si las consuela en sus dias de dolor, esa será la más dulce, la más preciosa recompensa que por él pueda alcanzar.
La autora.
Madrid 6 de Julio de 1875.
Madrid De 18....
Con el corazon aún oprimido del dolor que me ha causado el tener que separarme de tí, te escribo, Julia mia, para asegurarte de mi afecto y de mi ternura: yo habia creido poder terminar mi existencia á tu lado; deseaba cumplir el sagrado encargo de tu madre moribunda, que te puso en mis brazos cuando apenas contabas dos años, y me exigió que velase por tí y ocupase su sitio para contigo; pero la muerte de mi hermana, que ha dejado dos huerfanitas, me arrancó de ahí y me envió á esta gran poblacion donde hay muchas cosas bellas, pero donde no estás tú.
Me dices que vendrás conmigo, ya que yo no puedo dejar á mis pobres niñas; mas eso es imposible, hija mia; tu sitio se halla al lado de tu padre, al lado de tus hermanitos; Octavia y Fernando te necesitan; tu padre merece todo tu amor y todo tu respeto; ¿quién cuidará de ese hogar si tú le abandonas? ¡Cuán triste se pondria tu madre en la sagrada mansion que habita, al ver que así faltabas á todos tus deberes! ¿Y yo cumpliria con el mio, separándote de lo que más debes amar en la tierra por un sentimiento personal y egoista? Hija mía, llenemos cada una nuestro deber, y cree que en su cumplimiento reside la única dicha de este mundo; todo es efímero, todo pasa, todo se gasta y fenece; solo vive la paz del alma y la tranquilidad de la conciencia, que no nos dejan hasta la tumba, y que nos sirven de dulce compañía en el trayecto de la vida.
El afecto que te consagré desde el dia que te tuve en la pila bautismal, no te faltará jamás, mi querida Julia; yo te diré en mis cartas de qué modo debes conducirte en esa pequeña pero agradable poblacion en que vives, y así sentiremos ambas mucho menor el vacío doloroso de la ausencia: consúltame cuanto quieras sin temor, y del mismo modo que lo harias á tu madre.
El solo fin de mi vida es la felicidad de las huérfanas de mi pobre hermana, y la tuya; he perdido á mi esposo y á mis hijos y solo vosotras me quedais; yo quiero preparar y asegurar tu dicha, en tanto cuanto esto pueda depender de mí: «la dicha, dicen algunos, es una quimera que se persigue en la juventud, con el fin de alcanzarla para nosotros mismos, y que se anhela en la madurez de la vida para las personas que amamos;» esto es un sofisma que se convierte en una verdad, solo cuando se busca la dicha donde no puede encontrarse; es decir, fuera cada uno de sí mismo, y en combinacion de acontecimientos y de intereses que engañan siempre; la felicidad está con nosotros y depende absolutamente de nosotros, de nuestro carácter, de nuestra educacion y de nuestra fuerza moral. ¡Pobre niña! eres muy jóven y ya pesan sobre tí muy sérios y muy graves deberes: consolar á tu padre, educar á tus hermanos y velar por ellos, sostener las relaciones de la casa y de la familia del mismo modo, con la misma cortesía, exactitud y buen tono que eran en tu madre proverbiales y que la conquistaban tantas y tan verdaderas simpatías; ¡y todo esto á los diez y seis años!
Por eso, cuando me pides consejo, debo yo darte cuanto está en mi mano ofrecerte; mi experiencia y el afecto que desde la cuna te profeso.
El programa que al separarme de tí me trazaste, es, sin embargo, bastante extenso; le he repasado sonriendo y he visto que me impones un trabajo asíduo y difícil; quieres que te hable de la sociedad y de sus costumbres; que te indique el modo de vivir en buena inteligencia con tus parientes, tus amigos, tus conocidos, tus criados, con todos en fin; que te guie en tus amistades, en tus lecturas, en tus buenas obras; que te señale los escollos que es preciso evitar y los buenos hábitos que debes adquirir; quieres, en fin, un código completo de moral y de buena educacion.
¡Ay, hija mia! yo no estoy á la altura de tan grande tarea; es verdad que he vivido en medio de la sociedad; que tenia una de las más elegantes casas de París y de Madrid, pues vivia en ambas capitales alternativamente; que tenia carruajes, criados, y un régimen, á la vez, espléndido y económico; pero no es menos cierto que mi buena hermana, viuda ya, vivia á mí lado y me aliviaba de una parte de los cuidados de la casa.
Luego perdí á mi escelente y querido esposo; á la gran opulencia sucedió ya la medianía; mi hermana perdió tambien toda su fortuna y compartió lo que á mí me quedaba, siguiendo en aliviarme de casi todos los cuidados materiales.
¿Qué mucho que yo ahora me dedique á los hijos de aquella hermana tan buena, tan amable, tan dulce, tan llena de abnegacion? Solo para pagar esta deuda sagrada de mi corazon, te he dejado, hija mia; y aunque como ya te he dicho, sea árdua la tarea, yo pongo á tu servicio, no solo lo que mi propia experiencia me ha enseñado, sino todo lo que aprendí al lado de mi hermana, todo cuanto recuerdo que ella hacia; mi adorable Elena fué la más grande señora, la más perfecta dama que he conocido, y á la vez la criatura más dulce, más ejemplar y más amable; no es incompatible lo uno con lo otro, sino que se puede unir muy bien.
Deseas, desde luego, que te diga de qué modo debes hacer las visitas ahora que ya tu padre quiere que le acompañes, despues de haberte presentado en casa del general, llevándote al baile que vá á dar; el baile desde luego, y las visitas despues, te tienen inquieta y preocupada: tranquilízate, el baile y la manera con que te has de presentar en él, serán el objeto de alguna de mis cartas, y tambien te hablaré de las visitas; no te asustes, no te preocupes demasiado de los placeres; piensa más en los deberes, y luego disfrutarás de aquellos con mayor alegría y serenidad de espíritu.
Adios, mi querida Julia; yo te sigo á través de esa campiña riente y bajo el azul y puro cielo de esa bonita ciudad; mejor me hallaba ahí que en este bullicioso centro; pero mis pobres niñas me necesitan, y pronto tendré yo tambien que ir al mundo para presentarlas en él.
Hasta muy pronto, te abraza con el alma tu madrina
Felicia.
Tu última carta, mi querida Julia, expresa el deseo de que te dé algunos consejos para saber conducirte en sociedad, respecto de la conversacion, como lo exigen, no solo el buen tono, sino el respeto que merecen las personas que tratamos: voy á dártelos, hija mia, y no segun mi parecer, si no teniendo presente el de otras personas de superior talento, de gran distincion y de reconocido buen trato.
La Bruyére, cuyo testimonio no puede ser sospechoso, dice lo siguiente:
«Si mirásemos con una séria atencion todo lo que se dice de vano y de pueril en las conversaciones ordinarias, tendríamos vergüenza igualmente de hablar que de escuchar, y nos condenaríamos quizá á un silencio perpétuo.»
Este juicio me parece demasiado severo, y la opinion del ilustre escritor y moralista, no puede aceptarse en absoluto: el silencio perpétuo solo lo guardaban, solo podian guardarlo los solitarios de los desiertos; en nuestros dias, y sobre todo en nuestra sociedad, es preciso, no solo oir, sino decir tambien algunas veces cosas ligeras.
La conversacion debe tener tres frenos que la conduzcan y arreglen; la bondad, la mesura y la discresion; la bondad, y aun pudiera decir tambien la caridad, prohibe en la conversacion todo lo que sea calumnia, murmuracion, burla, palabras injuriosas, contradiccion permanente y perseverante, y todos los defectos, en fin, que ofenden á los demás en su honra y en su reputacion, y pueden alterar la paz y la quietud de su hogar; el evitar todo eso, hija mia, está acorde á la vez, con las leyes de la moral evangélica y con la cortesía y esmerada educacion; porque nada hay tan contrario al buen tono, y nada altera tanto la dignidad y la gracia del lenguaje, como las habladurías, la murmuracion, el espíritu de disputa y la costumbre de contradecir.
En la abundancia de las palabras está el pecado, dice la Santa Escritura: y en efecto, algunas veces, la palabra es un brevaje que embriaga, que aturde y que quita la posibilidad de la reflexion; todo esto lo contiene cierta digna mesura, que debe, como ya te he dicho, ser el regulador de la conversacion: si estimas tu reposo, no hables mucho; si deseas vivir en paz con todos, piensa lo que vas á decir, y cuida de no ofender á nadie en las palabras que vas á pronunciar.
—Hablad poco, dice el dulcísimo San Francisco de Sales: poco y con dulzura: poco y bueno; poco y sencillo; poco, pero con claridad y demostrando afecto á vuestros amigos.
¿No te parece, Julia mia, de gran valía la opinion de este santo, que fué uno de los hombres más corteses, y uno de los más grandes señores de su tiempo?
Suponiendo que la reflexion y la atencion hácia tí misma, te hayan hecho adquirir las cualidades morales que hacen la conversacion inofensiva siempre, y útil algunas veces, deseas tambien saber otros detalles para hacerla agradable, y voy á expresarte acerca de esto mi parecer con toda sinceridad.
Algunas veces he oido decir cuando era jóven como tú:
—¡La señora A... ó la señora C... tienen una conversacion deliciosa, un trato encantador!
Convencida desde temprano, de que la belleza física por sí sola no dá la felicidad, envidiaba sinceramente á las mujeres que se conquistaban simpatías durables y profundas, y procuraba estudiarlas, y observar, no solo sus palabras, sino tambien sus costumbres.
Bien pronto pude notar que las señoras ó señoritas á las que se alababa de tener un trato delicioso y una conversacion encantadora, no eran ni las más instruidas, ni las dotadas de más inteligencia, sino las más benévolas y amables.
No decir á nadie nada que le pueda ser desagradable: hé aquí la gran regla para tener amigos y simpatías.
Si delante de una persona que ha perdido un ojo te burlas de los tuertos, es claro que aquella persona se ofenderá muchísimo, y tendrá razon.
Pues bien, Julia mia: hay tuertos, cojos y jorobados morales, y es preciso cuidar mucho de no zaherirles cuando se hable, en las apreciaciones que podemos hacer.
Cumple los deberes de la cortesía, que es como si dijéramos la bondad social; no murmures, ni oigas murmurar, si te es posible: habla muy poco de tí; oye con atencion y gusto manifiesto á los demás, y es indudable que tu trato se citará como amable y grato.
Hablar de sí mismo, es sobremanera desatento y descortés: el yo es el escollo de la época presente; he oido á personas que no hablan más que de sus triunfos, de sus talentos, de sus trajes, de sí mismas en una palabra, lo que les trae el desprecio y la burla general; pues es un adagio muy sabido y muy verdadero, el que dice que, la alabanza propia envilece.
La pureza y sencillez del lenguaje prestan gran encanto á la cortesía, porque la cortesía huye los términos altisonantes: al pedir, al preguntar, hasta al rehusar, la cortesía busca los términos dulces; dá á cada uno las consideraciones que le son debidas y evita lo que puede herir ó mortificar á los demás, como las alusiones á una desgracia, á una enfermedad; como el ponderar su fortuna en presencia de un desgraciado, ó su salud al lado de una persona que sufre físicamente.
Cuando se habla con personas que llevan títulos ó dignidades, no es de buen gusto el llamarles de continuo con ellos; pero sí lo es, el dárseles de cuando en cuando; esto es como un homenaje debido á su clase y distinto de la adulacion que manifiesta el estarlos repitiendo siempre que se les habla.
Las palabras chistosas, las anécdotas cuando no son nuevas, las calemburs, son cosas que se deben evitar en la conversacion; cualquiera puede hacer un juego de palabras y contar una historia; pero esto no es de buen gusto, y si tiene algun mérito, debe dejársele al sexo fuerte.
Procura no interrumpir nunca á la persona que hable contigo, y sobre todo, no toques ni el brazo ni la mano de la persona con quien hables; esas son costumbres feas que alteran á las personas nerviosas; acostúmbrate á usar un tono de voz moderado, tan lejos de los gritos, como de un diapason que no se entienda.
En fin, hija mia, sé dulce, moderada, benévola, complaciente: escusa siempre, elogia á los ausentes, y cuando esto no te sea posible, guarda silencio; una palabra dicha con ligereza puede herir mortalmente á una persona, convirtiéndola en enemiga tuya, y no hay enemigo despreciable.
Si eres indulgente serás amada: así te lo asegura quien te quiere de todo corazon
Felicia.
Te hablaré hoy, mi querida Julia, de un a cosa muy esencial para la felicidad de la vida: del amor á la buena armonía que debe reinar en la familia.—No hay dicha más pura y más verdadera que la del hogar doméstico, y la familia es la que le presta todo su encanto y toda la alegría que le embellece y le anima.
Yo cuento por familia, en primer lugar, á los padres y á los hermanos, y despues á todos los que nos están unidos por la solidaridad del nombre, y por los lazos estrechos de la sangre.
Abre la Santa Escritura, y verás en ella cuánto eran respetados por nuestros primeros padres los lazos que unian el hermano al hermano, y encadenaban dulcemente entre ellos los miembros de una misma tríbu, es decir, una multitud nacida de un solo padre. Las leyes de Moisés consagran esta afeccion que hizo tan fuerte la pobre y pequeña nacion judía. David esclama con grande entusiasmo:
—¡Qué hermoso, qué dulce es para los hermanos el habitar juntos! ¡Su union se parece á un perfume delicioso!...
La amistad existe y debe existir entre los padres y los hijos, y la cordialidad y la dulzura del carácter les añade nuevos encantos: ama tiernamente á tu padre, y haz de tus jóvenes hermanos los primeros amigos de tu vida; no reserves á estos séres que tan queridos deben ser á tu corazon, la negligé, por decirlo así, de tus maneras: debemos ser atentos para todo el mundo; pero mucho más, para los primeros amigos que nos ha dado el cielo; á estos debemos amarlos y atenderlos sobre todas las cosas.
Hé aquí un bello ejemplo de amor fraternal que la historia ha inmortalizado, y con mucha razon.
Enrique, el más jóven de los hijos de Guillermo el Conquistador, obligó á sus dos hermanos á marchar contra él, á la cabeza de una fuerte armada, á causa de las vejaciones con que les abrumaba.
Mas el jóven príncipe, que en la paz era osado y cruel, se halló muy débil para seguir la campaña, y se encerró en el Monte de San Miguel, siendo en seguida asediado aquel asilo por sus irritados y valerosos hermanos.
Bien pronto el príncipe sitiado se halló falto de agua, y llegando al último apuro, la hizo pedir á los sitiadores: el generoso Roberto, que era el mayor, se la envió al instante, y además un tonel de vino.
Guillermo, el segundo, se mostró muy irritado de aquella condescendencia.
—¡Y qué!—exclamó Roberto:—cualesquiera que sean las culpas de nuestro hermano hácia nosotros, ¿debemos permitir que se muera de sed? Y si se obstina en morir en vez de rendirse, ¿dónde hallaremos otro hermano cuando hayamos perdido éste?
Enrique, enternecido por aquellas palabras que llegaron hasta él, depuso las armas, se arrojó en los brazos de sus hermanos, y fué toda su vida su mejor amigo.
Sobre todo, hija mia, acuérdate de aquella promesa de la Ley de Dios:
El que honra á su padre alcanzará larga vida sobre la tierra.
Este es el único de los mandamientos del Decálogo, al que se ofrece un premio, aun aquí abajo.
No dejes, hija mia, que se debilite en tí el respeto filial: no olvides los testimonios de deferencia y de veneracion, que son como la salvaguardia de este respeto.
—No añadais tristezas,—dice Silvio Pellico,—á las tristezas que ya encorvan las cabezas blanqueadas por los años; que vuestra presencia reanime y alegre á vuestros padres: cada sonrisa que llameis sobre sus lábios, cada movimiento de gozo que desperteis en su corazon, caerá sobre el vuestro como un rocío bienhechor. Dios confirma siempre las bendiciones de los padres.
No esperes, Julia, para probar tu cariño y tu respeto filiales, á las grandes ocasiones, porque se presentan raras veces en la vida; y más de una existencia se desliza sin haber dado prueba alguna de abnegacion y de valor: es preciso aprovechar las pequeñas ocasiones de cada dia, y que trates de pagar tu deuda filial en moneda pequeña, por decirlo así: de lo contrario, corres gran riesgo de morir insolvente.
Conozco hijas capaces de arrojarse á las llamas por salvar á su padre, á su madre ó á cualquiera de sus hermanos, de un incendio; pero como el incendio no tiene lugar, pasan los dias haciéndose desagradables á los mismos á quienes aman con tanta pasion, en todas las pequeñas cosas de la vida: les hablan con tono brusco y grosero, les contradicen, les hacen sufrir una falta contínua de atenciones, y, sin embargo, es indudable que les aman; pero lo es tambien que este amor no alcanza á suavizar su humor desapacible.
Si nos agrada el que los extraños nos tengan por corteses y bien educados; si anhelamos que se cite nuestro trato como amable y distinguido, ¿por qué no hemos de tener estas cualidades con nuestra propia familia? ¿dónde hallamos estimacion más verdadera, cariño más profundo que en nuestros padres y hermanos?
En nadie, Julia mia, y á ellos debes amar sobre todas las cosas de la tierra.
Felicia.
Tu corazon, mi querida Julia, siente la necesidad de tener una amiga, y esto es tan natural á tu edad, que no es para mí extraño que suceda, y lo seria mucho el que dejase de suceder.
Cuando el corazon se anima en la mujer, la necesidad de afectos es imperiosa, y nunca he formado buen concepto de la que veo rodeada solamente de relaciones superficiales, y sin ningun género de intimidad, sin ningun afecto sério, sin ningun cariño en el fondo de su vida, que debe ser en extremo estéril y triste.
Por otra parte, hija mia, la intimidad del pensamiento es tan necesaria para las almas tiernas, que llega á serles imposible vivir sin ella: hasta hoy, te ha bastado la mia; ya necesitas otra más adecuada á tu edad, y mi corazon, que es el de una madre para tí, no puede ofenderse de tan natural deseo.
Desecha, pues, Julia mia, el temor de ofenderme, y cree que te ayudaré con toda mi buena voluntad y mi experiencia para que puedas encontrar la amiga que anhelas.
—¡Y qué!—dirás tú al leer estas líneas: —¿tan difícil es hallar una amiga cuando tantas jóvenes de mi edad me ofrecen su cariño; cuando á tantas les daria yo el mio de buena gana? ¿Para qué necesito los consejos de mi madrina?
Y sin embargo, hija mia, es muy difícil el inspirar y sentir una amistad verdadera, una amistad profunda; una amistad que resista al tiempo y á las pruebas que este trae consigo!
Durante toda mi vida estoy oyendo decir á personas de nuestro sexo que la amistad es un mito, y que ni existe ni ha existido jamás: esto es un error; la amistad existe; lo que sucede es que no se piensa á quién se concede, y que se otorga el afecto y la confianza sin saber si la persona á quien hacemos tan grande don lo merece, y es capaz de estimarlo.
No busques nunca para tu intimidad una persona que te sea muy superior en posicion y en fortuna; porque es probable que solo adquieras su afecto al precio de tu franqueza y de tu libertad: la especie de vasallaje que imponen aquellas ventajas á la que no las posee, no está de acuerdo con la igualdad, con la sinceridad, bases de la verdadera amistad: necesitas una amiga, de la que puedas esperar un buen consejo, pero que consienta tambien en aceptar el tuyo; que no se reserve para sí el derecho de la ruda franqueza, y que permita tambien se emplee con ella; en fin, que desee una amiga á su vez, una compañera, y no una persona que la adule, y abdique la dignidad ante sus deseos.
Dá tu afecto á una jóven dulce, modesta, y dotada sobre todo de dos cosas muy esenciales: de irreprochables costumbres y de perfecta educacion; solo estas dos circunstancias sostienen las amistades sólidas, y las hacen durables; sin ellas, lo que se llama amistad, son solo relaciones pasajeras, que la moda, el gusto de las diversiones y la vanidad, han formado ligeramente y que se rompen con deplorable y ridícula facilidad.
La amistad es la pasion de las almas puras; pero solo es fuerte cuando hay generosidad en el corazon y benevolencia en el carácter.
Porque así como te aconsejo, Julia mia, que no te doblegues para tener una amiga opulenta que lisonjee tu vanidad, á concesiones viles y á rebajamientos continuados, así te aseguro que no se debe exigir demasiado á la amistad y que se le debe dar más de lo que se le pida; nadie nace perfecto, y todos aquellos defectos que no son hijos del corazon se pueden disculpar; te será imposible hallar amistad verdadera, empeñándote en que tu amiga sea irreprochable, y en que cuente entre sus virtudes, la de sufrir las desigualdades de tu carácter, tu displicencia y las injusticias de tu mal humor.
Conozco dos jóvenes unidas hace doce años por la amistad más constante y más inalterable: la una no se ha casado todavía, y su posicion es muy modesta: la otra es viuda ya, y cuenta con una fortuna regular; pues bien, esta se viste tan modestamente como su amiga, siempre que sale con ella, para no deslucirla.