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El Duque de Montenegro, joven, recientemente viudo, se reencuentra con la alocada vida parisina que tanto le gustaba antes de su matrimonio. Mientras tanto Agueda, la nodriza de su pequeña hija, sí tiene presente en el recuerdo a la madre de la criatura. Aparece entonces la figura de Fedora, princesa rusa. Dos niñas, Cristina y Diana, se criarán como hermanas. Si se cae en "la primera falta" –parece decirle a las mujeres de su tiempo María del Pilar Sinués– ya no se podrá evitar el reguero de destrucción y autodestrucción que viene con ella; acaso será posible redimirse en el encuentro de almas que sepan perdonar.
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Seitenzahl: 187
Veröffentlichungsjahr: 2021
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María del Pilar Sinués
Saga
La primera falta
Copyright © 1908, 2021 SAGA Egmont
All rights reserved
ISBN: 9788726882261
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
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This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.
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Aquél de vosotros que esté sin culpa, arrójele la primera piedra.
(Jesucristo.)
Sed compasivas para los extravíos de nuestro sexo, ¡oh jóvenes cristianas! Antes de acusar, pensad que detrás de la falta puede haber una terrible lucha y un profundo dolor, y delante, muchas lágrimas y una muy amarga expiación.
(La autora .—De la obra inédita Un libro para las jóvenes.)
El Duque de Montenegro quedó viudo cuando apenas había cumplido treinta años, con una niña que acababa de cumplir uno.
Amaba apasionadamente á su esposa, y le fué completamente imposible vivir bajo el cielo donde reposaba su cadáver, al menos en tanto que su dolor era vivo y profundo. Salió, pues, de Madrid, y se dirigió á París con su hija, la nodriza de ésta y su ayuda de cámara de confianza.
Se apeó en el gran Hotel del Louvre, y después se ocupó de buscar una casa que encontró en la bella y suntuosa calle de Rívoli; la hizo amueblar con-elegancia, y se instaló en ella, montando su interior con esplendidez y tomando algunos criados más, dos carruajes y dos caballos de silla.
El Duque era rico, ó mejor dicho, opulento; tenía, si no un talento luminoso, el necesario para saber vivir, y un barniz de buena sociedad tan exquisito y delicado, que hacía de él un tipo de la primera y más alta distinción.
Había viajado mucho de soltero y residido en París y en Londres, y era tan admirador de la capital de Francia, que sólo el placer de estar en ella mitigó considerablemente el dolor de su reciente viudez.
En París volvió á encontrar á sus amigas, á sus amigos, el club, los teatros, las carreras de caballos, todo lo que le había encantado en otro tiempo. La Duquesa María, tan joven, tan hermosa, tan buena, tan adorable, que dormía en el cementerio de San Luis de Madrid y en un suntuoso mausoleo de mármol blanco, quedó casi olvidada en el corazón de su marido cuando apenas se cumplían seis meses de la estancia de éste en París. Había, sin embargo, una persona que se acordaba de ella cada día más; y ésta era la nodriza de la niña, que comprendía lo que valía aquella joven angelical.
A cada desorden de los criados, á cada gran comida de hombres solos que daba el Duque, la severa Agueda exclamaba:
—¡Ah! ¡Si viviera la señora!...
—¿Qué haría?—le preguntó un día un criado.—¿Regañaría? ¿Tan huraña era?
—¡Huraña! Era un ángel sin alas—respondió Agueda.—No desplegaría los labios; pero es el caso que tampoco tendría por qué, pues no sucedería lo que sucede: el señor Duque llevaría una vida más arreglada, y vosotros también.
—Y no estaríamos aquí.
—Vendrían otros criados.
—¿Mejores que nosotros? ¡No sería cosa fácil!
—¡Pues no había de ser! Y además, que vosotros seríais mejores al verla y al oirla. Mi marido era un demonio en carne humana: la señora Duquesa nos llevó á los dos á su casa, á él de criado y á mí para criar á su hija. Pues bien: mi marido, con todas sus diabluras, se volvió tan manso como un cordero sin más que oir los buenos consejos que ella le daba. ¡Oh, la señora tenía la miel en los labios y la sabiduría en el alma!
El tierno recuerdo que Agueda guardaba de la Duquesa, fué transmitido á la pequeña Cristina desde que ésta pudo comprenderla, y la niña conservaba de su madre una memoria llena de ternura y de entusiasmo.
Decidido el Duque de Montenegro á no volver á Madrid, vendió todo cuanto tenía y se instaló en París para siempre, proponiéndose, no obstante, pasar algunas temporadas viajando por puro recreo ó para tomar baños.
Entre las mujeres á la moda que trataba, halló por fin una que fijó irrevocablemente su atención y de la que se enamoró con locura.
Era una gran señora rusa, y notorio es que pocas como las rusas saben ser grandes señoras.
La que cautivó al Duque, que no era otra que la Princesa Fedora Kernok, había enviudado hacía ya seis años, y vivía en compañía de una niña encantadora, que nació después de morir su padre; era inmensamente rica y en extremo hermosa: su tez, algo morena, al contrario que la de casi todas sus compatriotas, la hacía parecer, más bien que una mujer del Norte, una hija del Mediodía; sin embargo, tenía los grandes ojos azules de las rusas, su nariz perfecta, su rosada boca y sus dientes de perlas, así como su elegante estatura y sus delicadas manos.
Cejas, pestañas y cabellos negros acababan de dar á la Princesa de Kernok un aspecto deslumbrador y que atraía tanto como encantaba.
La ví por primera vez en un baile que daban los Embajadores de Inglaterra, y fué tal el ascendiente que alcanzó sobre mí, que ya no pude separar de ella los ojos.
Su traje era rico y sencillo: se componía de un vestido de gro de Nápoles, blanco, sin más adorno que un magnífico encaje de Inglaterra, recogido en ondas con broches de perlas; gruesas perlas ceñían su garganta y se enredaban entre sus negros cabellos.
Pero más que su belleza tranquila y, sobre todo, inteligente, me llamó la atención la distinción de sus maneras; distinción tan completa y tan noble, que jamás, ni antes ni después, he visto otra que con ella se pudiera comparar.
Hablaba con el Duque de Montenegro, quien, á pesar de ser hombre de mundo, acostumbrado á vencer sus emociones, no podía ocultar la violenta pasión de que estaba poseído y que se advertía en todas sus acciones.
Fedora contaba ya treinta y cuatro años, porque había estado casada durante doce sin tener ningún hijo: así es que la única hija que le había dado Dios para consuelo de su viudez, era para ella el objeto de una ardiente idolatría.
Tenía un hermano muy joven entonces, que vivía en Londres con un opulento tío suyo, hermano de su madre.
Aquella seductora mujer cautivó al Duque por todas las maneras con que se puede cautivar á un hombre: le era muy superior en talento, instrucción y trato social. Su esposo, gran diplomático, la había hecho frecuentar, desde la época de su casamiento, la sociedad de los hombres más distinguidos de todas las naciones, pues había desempeñado varias veces la Embajada de Rusia en París: así es que Fedora hablaba seis idiomas y estaba al corriente de todas las cuestiones de alta importancia política.
El afecto del Duque pareció interesarle, más por lo profundo y sincero, que porque halagase su vanidad, en razón á que habían sido solicitados su cariño y su mano por los primeros personajes célebres del mundo. Sin embargo, fuerza es decir que en ninguno de éstos había hallado la afección ciega y constante, el culto que le dedicaba Montenegro: el amor de éste era el más verdadero, el más apasionado, el más capaz de sacrificios que ella había hecho sentir en su vida.
El Duque le habló de matrimonio; pero la Princesa meció negativamente la cabeza, y respondió:
—No quiero dar á mi casa un jefe que no sea el padre de mi hija, ni á su hija de usted, amigo mío, una mujer que ejerza autoridad sobre ella sin ser su madre: seré, pues, su amiga de usted, pero no su esposa.
—¡Ah, Fedora! ¡veo claramente que usted no me amal—exclamó el Duque.
—Confieso á usted que no me ha inspirado una pasión ardiente y exclusiva; pero le tengo cariño y aprecio sus buenas cualidades.
—¡Y yo amo á usted como un loco!
—Ya lo sé y se lo agradezco; pero ámeme usted un poco menos para que pueda amar á su hija un poco más; imíteme usted: yo amo á mi Diana un poco más que á usted.
—¿Cree usted que su hija sería conmigo desgraciada?
—No por cierto; pero así será más dichosa.
El Duque tuvo, pues, que contentarse con lo que le concedían, y aunque no era mucho, se consideró tan feliz, que toda su vida fué poca para consagrarla al amor de la Princesa.
Ésta pidió que le llevasen á Cristina, á la que tomó y acarició con ternura, teniéndola en su regazo.
—¡Pobre niña sin madre!—exclamó contemplándola con tristeza.—Si yo no lo fuera, tú serías mi hija; pero no quiero ser madre más que de mi Diana. Sin embargo, quiero que seas su amiga y la compañera de sus juegos; su hermana, en lo posible.
Llevaron, pues, á Cristina á casa de la Princesa todos los días, y á no ser porque cada noche iba á dormir á la de su padre, hubiera podido creerse aquélla al lado de su madre y de su hermana.
Había entre las dos niñas notables diferencias, así físicas como morales.
Cristina era más hermosa que la hija de la Princesa: su tez, blanca como el nácar, hacía un contraste deslumbrador con sus ojos negros y rasgados; no tenía los cabellos negros, sino de un armonioso color castaño; sus cejas y pestañas de color obscuro y el sonrosado de sus mejillas, acababan de dar tal realce á su hermosura, que se quedaban los ojos suspensos al contemplarla.
Diana era blanca y rubia; pero sus facciones carecían de regularidad: el mayor encanto de su fisonomía era una expresión de inalterable y plácida dulzura; su boca era grande, y su dentadura desigual y defectuosa, al paso que la boca de Cristina era una gruta de coral y perlas.
En lo que toca á su parte moral, Cristina era impresionable, soñadora, sensible hasta lo infinito. Altiva é impetuosa, dotada de un alma ardiente, la vista de un día risueño la alegraba, y los días nublados la sumergían en una profunda melancolía; su imaginación era tan viva, que jamás podía estar un instante ociosa; adoraba la lectura y la necesitaba, pues si no alimentaba su cabeza, se consumía con extrañas y quiméricas visiones.
Diana era más dulce, más apacible de carácter, porque sentía con mucha menos vehemencia; más igual y más prosáica, parecía nacida de padres pobres, pues todo le agradaba, todo la divertía, su apetito era inmejorable y su humor el más alegre.
Diana reía á carcajadas por la causa más leve.
Cristina no se reía nunca y sonreía pocas veces, descubriéndose siempre en su sonrisa un tinte de melancolía.
Diana estaba organizada para ser dichosa.
Cristina estaba dotada de un temple de alma el más propio para ser infeliz.
Por lo demás, las dos niñas se amaban tiernamente, y Cristina era amada con pasión por su padre y con verdadero cariño por la Princesa, que era la primera en compadecerla y en procurar calmar su sensibilidad con la prosa de la vida.
Del cariño que Agueda profesaba á la niña no hay más que decir que aquélla se hubiera dejado matar por evitarle un dolor de cabeza, y que miraba con una especie de orgullosa vanidad sobresalir la hermosura de su Cristina al lado de todas las niñas de su edad, como la rosa sobresale entre todas las flores de un jardín.
Cristina creció, pues, entre caricias y cuidados: todos la amaban. Diana no podía estar sin ella, y, por encargo de su madre, le daba el dulce nombre de hermana; vestían iguales, y juntas hicieron la primera Comunión.
El amor del Duque á la Princesa fué degenerando en una apacible amistad. Los años, según costumbre, enfriaron aquel sentimiento tierno, vivo y exclusivo, porque nada es comparable, para el remedio de las pasiones, al transcurso del tiempo; pero el afecto á que se redujo la que el Duque sentía, si bien más puro y más frío, siguió siendo hasta la muerte profundo é inalterable, como no podía menos de suceder tratándose de una mujer tan superior como la Princesa.
Por lo que á ésta toca, su corazón cambió poco respecto al Duque; pues el afecto que le dedicaba jamás había sido otra cosa que una amistad acendrada, pero tranquila.
La vida de las dos niñas era feliz y apacible, y se deslizaba como las aguas azules de un lago. A las ocho de la mañana en el buen tiempo, y á las nueve en la estación más rigurosa, llegaba Cristina acompañada de Agueda á casa de la Princesa, que era uno de los magníficos palacios del Faubourg Saint-Germain; la berlina obscura que las conducía se volvía á la rue Rívoli, y las dos permanecían hasta la noche en casa de la Princesa, pues conociendo ésta el cariño de Agueda por Cristina y sabiendo que nadie podía cuidar mejor á las dos niñas, había ordenado á la nodriza que se quedase allí siempre.
Cristina iba vestida de una bata muy sencilla. Entraba en el dormitorio de Diana, saltaba sobre su lecho y la despertaba con un abrazo y un beso; saltaba aquélla de la cama, se envolvía en un peinador y ambas entraban en el gabinete de tocador, donde las peinaba la camarera de Diana.
El guardarropa de Cristina era igual al de su amiga, y las dos tenían todos sus vestidos en una espaciosa sala, situada dentro del gabinete de tocador. La Princesa mandaba hacer perfectamente iguales los vestidos y sombreros para ambas niñas.
Acabado el tocador iban á desayunarse, y luego entraban á ver á la Princesa, quien, después de vestida, pasaba una hora recostada en un sofá hablando con las niñas; hasta la hora del almuerzo, que era la una, se ocupaba el tiempo con el maestro de inglés, con el de música y el de dibujo; en seguida estudiaban un poco y se dedicaban á alguna labor de aguja hasta la hora del paseo; después de la comida, á la que siempre asistían dos ó tres personas de la intimidad de la Princesa, pasaban al salón para tomar el café, y las jóvenes cantaban acompañándose alternativamente, y se entregaban después á su labor de tapicería.
La noche que la Princesa iba al teatro la pasaban solas, y únicamente las acompañaba un rato á última hora el Duque, que con este fin dejaba la ópera ó la comedia. Estas noches eran las más felices para Diana y Cristina, pues estudiaban, discutían, leían versos en voz alta y hablaban con toda libertad de mil tonterías propias de sus cortos años.
Algunas veces decía Cristina:
—¿Vamos á hacer castillos en el aire, Diana?
—Vamos—respondía ésta.—Yo quiero que mi madre viva siempre, aunque sea muy anciana; que me toque en suerte un buen marido, amable y complaciente, que me compre lindos trajes y me lleve á los bailes, á los teatros, á las corridas de caballos y al bosque; y tú, ¿qué deseas?
—¿Yo? Un castillo solitario á orillas del mar; un esposo amante, enamorado, que se siente á mis pies, á la luz de la luna, y diga versos que componga para mí; quiero también una barca para pasear al pie del castillo con el amado de mi corazón, sola con él y reclinada en su hombro, en tanto que entona una canción de amor.
—¡El mar! ¡Un castillo solitario! ¡Pasear en una barca!—exclamó Diana estupefacta la primera vez que oyó estas cosas; —¡pero eso es muy feo! ¿No vale más tener un espléndido palacio en la avenida de la Emperatriz, que es un sitio tan divertido? ¡Un palacio de esos cerrados con una hermosa verja de hierro, y cuyo parque está lleno de macetas con arbolitos enanos! ¿No vale más que la barca una buena y cómoda berlina, y en vez de un poeta lánguido y amarillo, que suspire versos al oído, un buen mozo que sepa galopar, que ría y que sea divertido?
—No puedo sufrir á los hombres alegres, ni tampoco á los hombres felices.
—Pues ¿cómo los quieres? ¿Desgraciados?
—Sí: desgraciados y tristes. Cuanto más melancólicos, mejor.
—Pero ¿por qué? Un hombre triste sólo puede estarlo, ó por ser muy pobre, en cuyo caso no te lo darán para marido, ó por ser perseguido, lo que indicará que no es muy bueno, y tampoco te convendrá casarte con él.
—Puede ser perseguido é inocente á la par.
—¡Qué tonterías! Desengáñate, que el que sólo atiende á su casa y á los negocios, no es perseguido ni molestado; y luego un hombre preocupado no ama á su mujer como debe.
—Yo no le quiero preocupado, sino triste.
—¿Triste sin motivo? Entonces será un tonto ó un hipocondriaco insoportable. ¡Tal vez te querrá tener encerrada como una monja!
Cristina quedó pensativa y como buscando frases que diesen á entender á su amiga lo que ella quería decir; después, sacudiendo su bella cabeza, le tomó la mano y le dijo con dulzura:
—Yo no sé cómo explicarme, mi amada Diana. Mira: yo no quiero para esposo ni un perdido ni un hipocondriaco, como tú dices, sino un hombre que sea sensible, que tenga mucho talento y que sea poeta, pues así será algo melancólico; quisiera que hubiera sido desgraciado, que hubiera sufrido muchos desengaños, porque de este modo me amaría con locura única y exclusivamente, como al ángel de su redención.
—Vamos—dijo Diana tras de algunos instantes de reflexión,—tú lo que quieres es un romántico, un pollo lánguido y sentimental. Pues, amiga, á mí no me gustan los pollos de ninguna manera, —Ni á mí tampoco—respondió Cristina:—prefiero á un pollo un hombre ya marchito; aunque tenga cuarenta años, no me importa; pero ha de ser de buena figura.
—¡Entonces será un hombre grave, que ya no hará versos! Vamos á ver, ¿te gustaría el Marqués de Montbar?
—¡Sí!—dijo Cristina á media voz y ocultando su semblante, lleno de rubor, en el seno de su amiga.
Esta la miró sorprendida.
—¡Qué! ¿Pensabas en él cuando me hacías la descripción del hombre que te gustaba?
—Sí por cierto.
—¡Pero es viudo! ¡Si tiene una hija casi de nuestra edad! Julia, ya la conoces.
—Lo sé; y sé, además, que fué muy desgraciado con su primera esposa.
—Así lo he oído yo decir también. Ella le detestaba, porque la casaron á la fuerza y amaba á otro; y le detestaba tanto, que se mató arrojándose al estanque de su jardín, á los quince días de haber nacido Julia. ¡Qué espantosa historia!
—Y bien—observó Cristina tomando de nuevo la mano de su amiga,—esa espantosa historia es lo que me hace tan interesante al Marqués de Montbar: yo sabría hacerle olvidar, á fuerza de ternura, el odioso desamor de aquella mujer.
—¡Y tienes quince años y él cuenta ya treinta y ocho! ¡Qué! ¡si nos trata como á niñas y nos trae dulces!
—Y, sin embargo, le amo.
—¡Ay, Dios! ¿Y cómo haremos para que lo sepa?—exclamó Diana.—Díselo á mi mamá y arreglará tu boda.
—¿Yo? ¡Jamás!—repuso Cristina.—¡Qué vergüenza! ¡Antes morir!
—¿Quieres que se lo diga yo?
—Diana—dijo agitada la joven española,—escúchame: si me amas, si en algo tienes mi reposo, nada digas á nadie de la confesión de mi amor. Sea un secreto que se quede entre las dos. ¿Me lo prometes?
—Sí—contestó la joven; —pero ¡qué importaba que lo supiera mi mamá! En quince días arreglaba tu boda.
—Si dijeras una sola palabra, me moriría de vergüenza—exclamó Cristina.—Calla, calla por piedad, ó me arrepentiré de haberte hecho esta triste confidencia.
El Duque, que entró en aquel instante, interrumpió la conversación de las dos niñas, á las cuales abrazó con las mismas señales de ternura.
—¿Se ha tomado ya la colación, señoritas?—preguntó sentándose entre las dos en un canapé.
—Aún no,—dijo Cristina.
—Pues que la traigan. Me daréis algo, y yo, en cambio, os daré una nueva muy agradable.
—¡Qué, Duque! ¿Vas á cenar con nosotras?—exclamó gozosa Diana;—¡qué gusto! Nos contarás un cuento de los que tanto me hacen reir.
Dicho esto, la niña fué á tirar de la campanilla, y Agueda se presentó, pues se hallaba á la puerta, como un cancerbero, para no dejar pasar ni aun á los criados.
—Que nos sirvan —ordenó Diana,—con tres cubiertos y aquí mismo. El señor Duque nos acompaña.
—¡Eh! prepara el cuento—prosiguió la heredera de Kernok, echando sus brazos al cuello de Montenegro,—y que sea bonito.
—Esta noche no hay cuento—repuso el Duque;—pero allá va la noticia: mañana ha decidido tu madre llevaros al teatro; ¡y á qué teatro!... A la Grande Ópera, á su palco y vestidas de gran toilette; es decir, mañana hacemos una semipresentación de vosotras en el gran mundo.
Los criados trajeron una mesita ya servida, en la que había té, dulces, pastas y chocolate á la española para Cristina: era un refrigerio que la Princesa mandaba servir todas las noches á las niñas, pues decía que á la edad en que se crece, se necesita alimento para dormir bien.
El Duque tomó de todo, y cuando hubo acabado, le dijo Diana con su natural alegría:
—Lleva á mamá estos dulces, y dile que esa noticia no nos va á dejar dormir de placer.
—Papá—añadió Cristina,—esta noche me quedaré aquí para que hablemos de nuestros trajes.
—¿Es poco todo el día de mañana?—preguntó sonriendo el Duque.
—Es poco, muy poco—repuso Diana.—Dormirá en mi alcoba, y así hablaremos toda la noche del acontecimiento que nos espera.
—Julia irá también para acompañarnos—advirtió el Duque.—La Princesa se lo ha hecho ofreçer así al Marqués de Montbar.
—¿Y él irá?—preguntó Diana.
—Irá, y con algunos otros amigos. ¡No nos faltarán visitas!
El Duque, después de haber besado de nuevo á las dos jóvenes, salió lleno de alegría y de satisfacción.
Puede suponerse que Diana y Cristina no cerraron los ojos en toda la noche.
A la una volvió la Princesa de la Ópera, y entró á darles un beso, según acostumbraba á hacerlo cada noche con su hija, que jamás la veía, por estar completamente dormida.