La rama de sándalo - María del Pilar Sinués - E-Book

La rama de sándalo E-Book

María del Pilar Sinués

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Beschreibung

En la campiña aragonesa, una abuela y su nieta labran un huerto. La rama de sándalo cuenta la historia de la familia de Margarita e Inés, dos jóvenes hermanas con orígenes y temperamentos diferentes. Dentro de la obra de María del Pilar Sinués, La rama de sándalo se cuenta entre los libros que llevan dentro una elegía de las costumbres sencillas de la vida agreste, de los paisajes en las afueras de su Zaragoza natal y de todas aquellas personas que se mantienen fieles a los afectos primarios.

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Seitenzahl: 194

Veröffentlichungsjahr: 2021

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María del Pilar Sinués

La rama de sándalo

NOVELA ORIGINAL DE

Saga

La rama de sándalo

 

Copyright © 1862, 2021 SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788726882278

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.

 

www.sagaegmont.com

Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

I.

Margarita.

Cerca de la capital de Aragon, y á la falda del elevado Moncayo, se estienden verdes praderas, casi siempre cubiertas de flores, y estensos bosques de árboles seculares, que solo durante dos meses del año se despojan de su ropaje de verdor: tal es la fuerza de su pomposo ramaje, que resiste á las escarchas de noviembre, y ya en los primeros dias de febrero vuelven á brotar en ellos la sávia y la vida, depositada en sus nudosos troncos.

Los molinos, las alquerías y alguna ermita dan animacion á aquellos vastos y riquísimos campos que prodigiosamente recompensan los afanes de los labradores: los olivares con su eterno verdor y su abundante fruto, los inmensos viñedos, los huertos llenos de frutales, los tablares de verdura, de trigo, de cebada y de maiz, sembrados de rojas amapolas, forman tal espectáculo en cuanto alcanza la vista, que el corazon mas gastado y el espíritu mas atéo se dilatan y bendicen al Criador de tanta riqueza y hermosura.

A la caidita de una tarde del mes de abril, dos personas se veian sentadas bajo un enorme castaño situado en el centro de un hermoso huerto no lejos de un molino.

Este huerto, como todos los que se descubrian, no tenia tapias, ni puerta: una cerca de cañas secas le rodeaba, y la abertura que se habia practicado para que pudiesen entrar cómodamente dos personas de frente, se cerraba, cuando se quedaba solo, con un gran tejido de cañas tambien, pero frescas y unidas, á lo cual se dá en el pais el nombre de cañizo.

El huerto era muy hermoso: lo cruzaban algunos hilos de agua fresca y cristalina y rodeábanlo hermosas parras, que subiendo hasta una armazon de madera, entoldaban la calle del centro con una cortina de verdor, siempre fresco y luciente, que servia de salon de baile á multitud de pajarillos.

Sin órden alguno, pero con bastante profusion, se veian plantados muchos árboles frutales, que habiendo perdido ya sus blancas flores, se ostentaban adornados de copudas hojas entre las cuales asomaban racimos de fruta de diminuto tamaño, pero en tanta abundancia, que prometian una rica recoleccion.

El suelo estaba cubierto de verduras: allá un tablar de lechugas ostentaba su brillante frescura, con mucha coquetería, por estar recien regado; mas lejos se veian las odoríferas tomateras, formando un cuadro mejor nivelado que todos los que formar pudiera un hábil general: por otro lado las juiciosas patatas, con sus anchas é inmóviles hojas, despreciando las galanuras de la flor, y como diciendo con prosopopeya:

—Nosotras guardamos en nuestras entrañas un fruto mas sabroso y nutritivo, que las coquetas lechugas y las casquivanas y perfumadas habas.

Estas, en efecto, se levantaban ufanas con sus frescas flores, queriendo desafiar á un reducido cuadro de rosas, claveles, alelíes y jacintos, que una mano cuidadosa mantenia limpio, hermoso, y rodeado de manzanillos enanos, que ya ostentaban un fruto apetitoso y del tamaño de una nuez.

Las dos personas que se hallaban en el huerto eran de edad muy diferente: la una presentaba el tipo de la ancianidad, serena, honrada, respetable, de la persona nacida, criada y envejecida en los campos; era una mujer, cuyas blancas y espesas trenzas y venerable semblante vendian á lo menos setenta años: sus ojos garzos eran aun brillantes y alegres, sin que la edad hubiera amortiguado su cariñosa espresion: su tez, muy morena, hacia un estraño contraste con la nieve de sus cabellos, sin que por eso fuera desagradable á la vista.

Toda su dentadura pequeña, sana y limpia, se lucia, al desplegar su grata risa la boca de aquella anciana: su nariz aguileña conservaba la forma de una rara belleza, y sus cabellos recogidos hácia atrás dejaban descubierta su espaciosa y serena frente.

Conocíase á primera vista que aquella mujer no habia sentido nunca las bramadoras pasiones que son el azote de la existencia; que jamás habia respirado el hálito impuro de las grandes ciudades, y que toda su vida se habia ocupado en rezar, y en amar á su esposo y á sus hijos.

Su traje era el de las labradoras de Aragon, tan sencillo, como limpio y esmerado: una falda algo corta y muy ancha de indiana de fondo azul con florecitas encarnadas; un jubon de cúbica negra con manga plegada en el hombro y en el puño, y un pañuelo de cachemira blanca con grandes ramos de rosas, que debia haber lucido en su juventud en los bailes de los domingos en la plaza de su aldea, componian su atavío: sus cabellos blancos completamente y muy espesos, formaban detras de su cabeza pequeña é inteligente un gran moño de los llamados de picaporte.

Esta anciana tan aseada, tan simpática, estaba sentada cómodamente debajo del castaño, y se entretenia en trabajar en una calceta de estambre azul, con rara agilidad.

A su lado y deshojando una gran cantidad de fior de malva que tenia en la falda, se veia á una jovencita que podia tener diez y seis años: nada puede imaginarse mas poéticamente sencillo, gracioso y virginal que aquella encantadora criatura.

Era blanca, rosada, y sus grandes y límpidos ojos tenian un azul mas puro que la aterciopelada flor de la clemátide: una madeja de sedosos y espesos cabellos rubios se enlazaba detrás de su cabeza con una ancha cinta del color de sus pupilas, sirviendo como de corona á su hermosa y tersa frente.

Sus dientes, mas bien de nácar que de marfil, hacian resaltar la púrpura de su pequeña boca, cuyo lábio inferior, algo grueso, le imprimia una adorable espresion de gracia y de bondad.

A pesar de estar sentada, se conocia que su talla era mas que mediana, aunque esbelta y flexible como una caña, en atencion á su poca edad: sus manos largas y afiladas y su delgada garganta ceñida con un collar de ambar, estaban blancas como si jamás las hubiese herido el sol de los campos.

Llevaba una basquiña de rico percal inglés de fondo anaranjado con ramos azules: un jubon de palla de cuadritos lila y blancos de igual hechura que el de la anciana, y un pañuelo blanco de rica muselina bordada, prendido graciosamente, y que dejaba ver su delgado y elegante talle, redondo como un junco.

A causa de lo corto de su falda, y de su indolenté postura, se descubrian sus piececillos de niña, corvos y estrechos como los de una dama del gran tono, y ricamente calzados con medias de estambre color de plata, fino como la seda, y con unos zapatitos muy bajos de raso negro.

—Margarita, decia la anciana con voz dulce y algo cascada, ¿has dado de comer á los pollos?

—No me he acordado, contestó la niña haciendo un mohin de mal humor.

—Pero hija ¿en qué piensas? esclamó la buena mujer dejando su calceta en la falda y cruzando las manos con profundo y afligido asombro.

Margarita no contestó, ni dió mas señal de haber oido aquella pregunta que la de deshojar mas de prisa y con mas impaciencia los frescos cogollos de la flor de malva.

—Yo no sé lo que te pasa desde hace un mes, Margarita, continuó la anciana; de nada te acuerdas, mas que de componerte, y te pones para todos los dias tus vestidos de los domingos: todo lo que antes se hallaba á tu cuidado está abandonado por tí: las palomas, el gallinero, el recosido de la ropa, los quesos y la limpieza de la casa, y á no ser por la pobre Inés.....

—¡Eso sí.....! ¡siempre es Inés la buena.....! murmuró Margarita que hacia ya algunos instantes que se ahogaba en ese llanto, que el despecho arranca de los ojos de las niñas mimadas, á la mas leve y aun á la mas merecida reconvencion.

—Vamos, hija, no llores, se apresuró á decir la anciana al ver correr dos lágrimas por las mejillas de Margarita: tu eres buena tambien: ¿quién lo puede dudar? el que no lo crea que se entienda conmigo..... ¡No faltaba mas! ¡Mi Margarita es la perla de estos valles!

La anciana terminó estas palabras estampando un tierno beso en la frente de la niña.

—Lo cual no impide, abuela, que me esté usted regañando siempre. ¡Ah, sin duda que me parezco muy poco á mi madre!

—¡Calla, hija mia! no me nombres á tu madre, y sobre todo no te aflijas, porque al verte llorar, creo que es á ella á qúien hago sufrir. ¿Qué no te pareces á ella? Te pareces lo mismo que esas dos palomas que han parado su vuelo en la copa de ese cerezo.

La anciana señaló al pronunciar estas palabras á una pareja de palomas enteramente iguales en su hermoso plumaje, color de cielo tempestuoso y en sus collares blancos.

—Pues entonces ¿por qué me regaña Vd. tanto, abuela? preguntó Margarita tomando las manos de su interlocutora entre las suyas, al mismo tiempo que la flor de malva se desparramaba por el suelo; ¡he oido decir que jamás regañaba Vd. á mi madre!

La astuta niña preveia sin duda el efecto que debian producir sus palabras y redobló su llanto.

Su abuela le enjugó los ojos con la punta de su delantal de cotonia azul, tosió, y despues de una pausa, respondió con voz mal segura:

—Yo te diré, hija mia, es preciso conocer que soy tan blanda contigo, como dura con la pobre Inés.

—¿Dura con Inés, abuela? ¡Pues si siempre la está Vd. alabando!

—¿Impide eso que la deje estar trabajando como una negra todo el dia? ¿No es ella la que amasa, la que lava, la que guisa, y la que limpia la casa?

—Obligacion suya es hacerlo, que para eso la tiene Vd. de favor.

—No, hija mia, no: Inés es tan nieta mia como tú.

—Bien, pero su padre.....

—Su padre fué un mal hijo, es verdad, repuso la anciana, á cuyos ojos volvieron á asomar lágrimas que su nieta arrancaba á su corazon desapiadadamente: me robó casi todos los recursos que mi marido me habia dejado al morir, y huyó con una mujer á quien yo aborrecia por su mala vida: pero el infeliz murió malamente en un camino, y su mujer espiró poco tiempo despues en una cárcel: la pobrecita Inés fué recogida en un hospicio á la edad de seis años, y era obligacion mia reclamarla y cuidarla.

—Ya verá Vd. qué pago le dá, abuela: hija de unos padres tan malos.....

La pobre anciana calló entristecida, durante algunos instantes, y enjugó de nuevo sus ojos: luego alzándolos hácia Margarita, y mostrando á esta una espesa zarza que brotaba á su derecha, le dijo:

—Acércate á ese zarzal, ábrelo y mira hácia dentro.

Margarita obedeció, y al cabo de un instante, gritó admirada:

—¡Ah, qué rosa tan bella!

—Ahora, continuó la sencilla y anciana madre, ve á registrar el fondo de aquel rosal de pasion.

Aproximóse la jóven al arbusto, cargado de preciosas flores y retrocedió vivamente sacudiendo sus dedos, en uno de los cuales brillaba, como un grano de coral, una gota de sangre.

— ¡Hay un cardo dentro de él; y tiene tantas espinas que me he herido!

—Hija mia, respondió la anciana; en medio de esa zarza ha nacido una bella rosa, llena de aroma y de frescura, del mismo modo que nuestra buena Inés ha nacido de unos padres ingratos y de duro corazon. ¡Quiera Dios que no seas tu el cardo amargo é hiriente, que haya brotado del seno de aquel rosal del cielo, á quien llamé tambien con el dulce nombre de Margarita!

II.

Reprensiones.

Reinó el silencio despues de pronunciar la anciana estas palabras, tan sábias en su misma sencillez, tan tiernas á pesar de su misma severidad: Margarita, con los ojos fijos en el cielo, parecia buscar en él la sombra de su madre, en tanto que la abuela, oprimida por la solemnidad de su propio razonamiento, volvia á tomar su labor en la cual trabajaba casi maquinalmente.

Cantaban los pájaros en la copa del castaño, y las ranas asomaban sus pardas cabezas en la márgen del arroyo, para mirar la luna, que ya se levantaba á lo lejos detras de la parda loma del Moncayo.

—¡Madre! gritó de repente y á alguna distancia la robusta voz de un hombre.

Palideció la jòven al escuchar aquel acento, y dijo echándose en los brazos de su abuela:

—¡Mi padre!

—¡Aquí estamos, Benito! respondió la anciana debajo del castaño: y luego, dirigiéndose á Margarita que se habia vuelto á sentar á su lado, añadió:

—¿Es posible que ha de darte miedo tu padre? ¡Eso es una vergüenza!

—¿No vé Vd. que me está regañando continuamente, abuela?

—Cuando hay razon en las reprensiones, se tienen presentes para enmendar nuestras faltas: cuando son injustas, se oyen con paciencia y en silencio, y se sufren por Dios.

Al acabar de pronunciar la anciana estas palabras, apareció un hombre en la calle de árboles entoldada de parras.

Era alto, robusto y atezado, no podiendo pasar su edad de los cuarenta y cinco años: sus facciones muy pronunciadas eran duras y enérgicas: llevaba unos calzones de lino, muy blancos, y sobre estos, otros de pana azul, como su chaqueta, adornada con botones de plata ennegrecidos por el uso.

Un pañuelo enrollado de seda carmesí, con flores negras, rodeaba su cabeza, cubierta de cabellos entrecanos.

Este signo prematuro de vejez y la espresion amarga y melancólica de las facciones de aquel hombre anunciaban que habia sufrido algun terrible dolor de corazon, que habia dejado, así en su cuerpo como en su alma, profundas é indestructibles huellas.

—Buenas tardes, madre, dijo cuando estuvo cerca de la anciana: buenas tardes, hija mia.

Y la ruda fisonomía de aquel hombre se dulcificó como por encanto.

—Bien venido, hijo, contestó la anciana: ¿se ha trabajado mucho?

—Bastante, madre: he llevado diez talegas de trigo desde casa al molino.

—¡Pero Benito! ¿no tenemos dos criados que hagan todo eso? ¿Cuándo querrás descansar un poco?

—Madre, contestó Benito enjugándose la frente bañada en sudor con un pañuelo de cuadros azules que sacó de su faja de seda morada: los criados trabajan tambien, porque nuestra labranza cada dia prospera mas, á Dios gracias, y hay que hacer para todos.

—Nuestra labranza prospera, gracias á tí, Benito, y ya que la has puesto en tan buen estado, es muy justo que descanses un poco: busca mas peones ó toma, si es necesario, mas criados.

—No, no, madre, contestó Benito: yo necesito trabajar: bien sabe Vd. que lo he hecho desde niño, y hoy me es provechosa, indispensable, la ocupacion contínua, porque..... con ella olvido.....!

El honrado labrador, al decir estas palabras, enjugó una lágrima que asomaba á sus ojos con el dorso de su callosa mano. Despues, como si su pensamiento se hubiera vuelto naturalmente hácia su hija, fijó en ella los ojos.

La jóven parecia absorta en una contemplacion profunda, y dejaba vagar sus miradas hácia su izquierda, donde, á través de las blancas chimeneas de la cercana aldea y de las alquerías vecinas, se destacaban las torrecillas de un antiguo y soberbio castillo señorial.

Los ojos de Benito siguieron la direccion de las miradas de Margarita, y bien pronto adquirieron aquellos una severa espresion.

—¿Hasta cuando pensarás darte la vida de una señorita? dijo con voz de trueno y dirigiéndose á su hija.

Volvióse esta sobresaltada, y sus mejillas se cubrieron de púrpura, como si la hubiese ruborizado que la sorprendieran en medio de su estática contemplacion.

—Benito, le mandé yo que deshojara flor de malva, dijo la abuela.

—Mas valiera, madre, que le mandara Vd. hilar ó recoser la ropa de la familia: su madre lo hacia, y tenia, como ella, las manos blancas y el talle delicado.

—Es verdad, hijo mio: pero ahora está Inés, á quien le gustan todas las faenas pesadas y es mas apropósito para ellas.

—¿Y por qué se pone mi hija todos los dias la ropa de los domingos? ¿Qué dirán de mí que lo consiento, cuando no soy mas que un pobre labrador, dueño solo de dos tablares de tierra, y de la mitad de un molino?

—Saben que la abuela Cecilia es rica, hijo mio, que vivis conmigo, y que todo lo suyo es tuyo y de tu hija mientras viva, y despues de muerta.

—Madre, contestó Benito, por mas que usted diga, me irrito de ver á mi hija con zapatos de raso, medias de estambre fino, y cintas en el pelo, cuando Vd. calza cordoban y algodon basto, siendo la dueña de la casa: ella, además, no sirve para nada: si Inés está de lavado, tiene usted que hacer el almuerzo para los peones y para mí, en tanto que ella se pasa el dia haciendo ramos de rosas: no hila, no cose, no limpia la casa, no quiere hacer queso, ni batir manteca, ni aderezar embutidos. Madre, esto no puede seguir así, porque si Miguel, su prometido, llega á conocer lo que vale esta muchacha, rehusará casarse con ella, y lo mismo harán todos los mozos de la aldea.

—Eso no, hijo mio, repuso la anciana Cecilia herida en lo mas vivo de su amor maternal: no hay un jóven en cuatro leguas á la redonda que no se tuviera por muy dichoso en casarse con Margarita, y tu eres injusto con decir que no vale para nada: yo sé lo bien que cuida el gallinero y el corral: además, me peina á las mil maravillas, y ayer mismo acabó de bordarme un pañuelo blanco, lo mas primorosamente que te puedes figurar.

La cariñosa madre pidió perdon á Dios interiormente de esta piadosa mentira, que evitaba á Margarita las reprensiones de su padre, y á este un disgusto mortal.

—Si eso es verdad, repuso Benito, menos mal: quiero que Margarita sea lo que fué su madre, una buena hija y una jóven honrada, primero: una buena esposa, y una madre ejemplar despues: y le ruego que, desde mañana, la obligue usted á vestir de cúbica y cotonía como viste usted: esos humos de señorita me son odiosos; pues debe contentarse con estar prometida á Miguel, el mejor mozo y el hombre mas trabajador y pundonoroso de la aldea.

—¡Madre Cecilia, la cena está en la mesa! gritó á la puerta del huerto una voz atiplada.

—Allá vamos, Marianillo, respondió la anciana.

—Ven acá, dijo á su vez Benito.

La persona, á quien se dirigia este mandato, obedeció algo mohina, porque se oyó el ruido de unos pasos arrastrados lentamente por entre los tablares de verduras.

A pesar de su poco deseo de llegar, bien pronto apareciò un muchacho como de unos catorce años, bajo de estatura, pero gordo, y rubio como unas candelas.

—¡Anda listo, mandria! dijo Benito con voz fuerte y severa.

El muchacho apresuró el paso con visibles muestras de temor.

—Allí hay roscaderos ( 1 ), continuó el labrador, y al fin del tablar de lechugas encontrarás muchas arrancadas: media un cesto y llévalas á casa, con eso no perderás el viaje.

Benito vió ir al muchacho al sitio indicado: en seguida tomó él el mismo camino, cogió otro roscadero, y llegando á las lechugas empezó á llenarle tambien, cargándoselo al hombro, así que estuvo colmado.

Entonces reparó que Marianillo llevaba el suyo igualmente lleno.

—Descárgate de la mitad, le dijo parándose junto á él.

—Puedo con todo, contestó el muchacho con despecho.

—Y yo no quiero que puedas. ¡Oiga! A mí me gusta que cada uno trabaje segun sus fuerzas, y para eso soy el primero en dar el ejemplo: pero no quiero que nadie se mate ni padezca: echa al suelo la mitad de las lechugas.

Marianillo obedeció: é inmediatamente despues él y su amo alcanzaron á Margarita y á su abuela que se dirigian hácia la alqueria.

—Apretad el paso, hijo mio, que llevais carga, dijo la anciana á su yerno; nosotras tambien iremos mas de prisa para no hacerte esperar la cena.

Benito pasó, en efecto, muy delante, seguido de Marianillo, cuya carga era muy pequeña á pesar de su remolonería.

—Hija, por el amor de Dios, no des disgustos á tu padre, dijo á media voz la anciana dirigiéndose á su nieta: hazte cargo de lo bueno que es: mas que yerno es un escelente hijo para mí: para dejarte mejorada mi hacienda, para hacerte rica trabaja como un negro. No le apesadumbres, Margarita, y aplícate; mira que los hijos rebeldes no alcanzan bien de Dios.

Dos gruesas lágrimas se deslizaron por las mejillas de la jóven, quien, á pesar de todo, no contestó: y ella triste y su abuela pesarosa llegaron á las puertas de su hermosa alquería.

III.

La alqueria de los álamos.

La casa de campo, alquería ó torre, como se llama en Aragon, que habitaba la anciana Cecilia con su yerno, sus dos nietas y sus criados, no podia ser mas hermosa.

Situada hácia un lado del camino real, y á un cuarto de legua del vecino pueblo de Villamayor, tenia delante una especie de plazoleta, plantada de álamos blancos, antiguos, altos, y en estremo frondosos.

En diez leguas á la redonda, se conocia y amaba á la señora Cecilia y á su yerno Benito, tan dulce y caritativa aquella, tan honrado y laborioso este, y ambos tan piadosos y buenos cristianos.

Cuando en las noches de verano, pasaba un pobre peregrino, estenuado de fatiga y de necesidad, por los campos en que dormian los segadores y pedia algun socorro, estos le respondian:

—Buen hombre, tome Vd. de nuestro pan y de nuestra agua, cuanto quiera: mas para dormir en buena cama y cenar bien, siga Vd. un poquito mas abajo, hasta la torre de los álamos.

Los peregrinos y los viajeros seguian el consejo, y la vieja Cecilia no defraudaba las esperanzas que les habian hecho concebir los segadores.

Abierta la puerta de la alquería, se veia un gran patio empedrado, y al rededor del cual estaban limpios con esmero, y colgados simétricamente todos los útiles de labranza.

Debajo de aquellos trofeos del trabajo, y rodeando tambien el cuadrado patio, se veian las puertas de los cuartos de los criados.

Enfrente de la puerta de entrada, habia otra no menor que daba paso á la huerta.

Ya fuera de esta puerta, habia un ancho soportal, y allí tenian su cuarto Benito, y su casilla de madera Turco y Pantera, matrimonio corpulento de mastines, casi tan altos como borricos, y de hermosas pieles leonadas y blancas.

Aquel soportal era un verdadero jardin: circuíale un arriate de jacintos y alelíes; y enormes jazmines y rosales trepadores vestian las tapias de verde follaje, estrellado de flores.