Las alas de Ícaro - María del Pilar Sinués - E-Book

Las alas de Ícaro E-Book

María del Pilar Sinués

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Beschreibung

Situada inicialmente en las afueras campestres de París, esta novela de María del Pilar Sinués traza un paralelismo con el mito griego protagonizado por el hijo del constructor del laberinto de Creta. Es el comienzo de la primavera. Emma, de diecisiete años, lee un libro que le prestó su prima Isolina, para preocupación de su madre. Con el correr del tiempo veremos despertarse amores tórridos y vocaciones dispuestas a cambiar los rumbos que todavía pueden cambiarse.

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Seitenzahl: 195

Veröffentlichungsjahr: 2021

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María del Pilar Sinués

Las alas de Ícaro

 

Saga

Las alas de Ícaro

 

Copyright © 1872, 2021 SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788726882308

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.

 

www.sagaegmont.com

Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

Ícaro, devorado de ambición y anhelando habitar el Olimpo entre los Dioses, se fabricó unas alas de cera y quiso volar hacia la altura; pero el sol derritió aquéllas y cayó al abismo, donde halló la muerte en castigo de su soberbia.

(Mitología.)

CAPÍTULO PRIMERO

Nada hay comparable á la poderosa influencia que los primeros días de la primavera ejerce en las naturalezas nerviosas.

Cuando se levanta de la creación el himno universal en honor del Soberano Hacedor de cielo y tierra; cuando el aire es tibio y embalsamado y el sol cálido y esplendente; cuando las flores se abren y los pájaros cantan en el bosque sus endechas de amor; cuando los árboles se visten su ropaje de verdura, la sangre parece que adquiere nuevo calor, suena en el alma el mismo concierto que se eleva de la Naturaleza, y se desean sensaciones nuevas como las flores desean las caricias de la brisa.

El radioso sol de un día de Abril acaricia con amor, desde las primeras horas de la mañana, una casita blanca situada en el pueblecillo de Passy, nido de verdura que bien puede considerarse como un arrabal del espléndido y bullicioso París.

La casa constaba de dos pisos, y era sin duda la de apariencia más modesta de todas las del pueblo: la puerta era pequeña, y á cada lado había un cuadro de flores y cuatro árboles vestidos también con el bello y perfumado ropaje de la primavera; eran dos espinos blancos y dos adelfas cargadas de racimos color de púrpura; las flores que crecían en el suelo eran jacintos, lirios azules, alelies dorados y jazmines.

Una madreselva adornaba la puerta con sus festones y la hermoseaba con sus flexibles guirnaldas.

El llamador era de bronce dorado, y la puerta estaba finamente barnizada; en el piso principal había un balcón con dos ventanas á cada lado, todo adornado con cortinillas blancas de muselina recogidas con lazos rosa.

En el cuarto segundo eran todas ventanas, y las cortinas estaban caídas, como si aquellas habitaciones fuesen los dormitorios ó las destinadas á las ocupaciones domésticas.

Un no sé qué de primoroso, de delicado, decía que aquella mansión estaba habitada por mujeres; y en efecto, los transeuntes veían una linda cabeza rubia en una de las ventanas del primer piso, siempre inclinada sobre un bastidor ó sobre un libro.

Parecíase aquel edificio á una casita alemana: por la mañana, el sol, como ya queda dicho, fiel á su misión, la doraba dulcemente, como para despertarla con una caricia; las persianas se abrían entonces, y el radioso visitador entraba lleno de confianza y tomaba el sitio de un amigo.

Esto era el exterior de la casita; y por cierto que el viajero que pasaba por allí, á menos que no fuera de náturaleza muy prosàica, debía desear, aunque sólo fuese por un minuto, hallar en ella el término de su viaje, y el paisaje que se extendía ante sus ojos, por límite al horizonte de su vida.

La masa inmensa de los edificios do París se alzaba orgullosamente enfrente de la modesta casa, como para atemorizarla con su imponente aspecto; mas la casita enseñaba sonriendo á la moderna Babilonia, sus cuadros de flores, sus ventanas adornadas de muselina y lazos rosa y su apacible tranquilidad.

Después de París, se adelantaban hacia Passy los altos árboles de la Avenida de la Emperatriz, las masas inmensas de verdor del bosque de Bolonia, y á entrambos costados los deliciosos jardines de las casas de campo de Passy, retiro de tantos genios, y entre ellos de Rossini, el rey de la melodía.

Los cuadros de flores y la casa estaban cercados por una verja de hierro de poca altura, que de día permanecía constantemente abierta, y de nocho se cerraba con llave.

Ahora, si quereis resumir en un solo sér la poesía del paisaje; si queréis encontrar ese calor dulce y ese tono dorado de los primeros días del otoño en una mirada y unos cabellos; esa sonrisa de la naturaleza en una boca, esa serenidad en una sonrisa, esa pureza del ambiento en una tez; si queréis, en fin, hallar toda esa naturaleza llena de poesía y de expansión casta, con sus armonías, sus perfumes, su luz y hasta sus sombras, en una criatura humana, seguidme al primer piso de esta casa, entrad en una linda habitación, y mirad esa joven que lee en un volumen abierto sobre sus rodillas, en tanto que sus manos se apoyan en un bastidor que contiene una bella obra de tapicería.

CAPÍTULO II

ERAN LAS TRES DE LA TARDE

El sol, que aún acariciaba las verdes persianas de la ventana, y las macetas de porcelana blanca que se ostentaban en ella, enviaba un vívido reflejo sobre la opulenta cabellera rubia de la joven que leía, y hacía resaltar la deliciosa sombra que sus largas pestañas obscuras enviaban á sus mejillas, un poco pálidas.

Shakespeare, el poeta que más ha idealizado la belleza de la mujer, no soñó jamás un tipo de una pureza más delicada y más dulce: un peinador de merino blanco, cerrado con lazos de cinta color de lila, armonizaba á la perfección con aquella bella tarde de primavera y con la graciosa criatura que en volvía entre sus pliegues suaves y ondulantes, que dejaban adivinar adorables contornos, sin señalar ninguno; otra cinta color de lila sujetaba su espesa cabellera; un desorden de un encanto extremo reinaba en aquella cabeza, porque era tal la asombrosa cantidad de sus cabellos, que un peinado regular hubiera sido imposible.

Aquella niña, pues no contaría más de diez y siete años, era delgada y de estatura que pasaba algo de la mediana; parecía hallarse siempre cansada como si le hubiera sido preciso toda su vida para reposar del camino que había hecho viniendo del cielo.

Era su apariencia la de una de esas vírgenes rubias que los pintores cristianos colocaban en los vidrios de las catedrales, entre la luz del sol y el fuego de los incensarios, para que los alumbrasen ambas cosas, y no tocando á la tierra pareciesen estar siempre en el camino del cielo; al verla, el pensamiento la adornaba con un largo traje azul con bordados de oro, la coronaba de rosas blancas, y la colocaba en una actitud modesta y dulce de clemencia y de perdón, esperando á los peregrinos, que deben, de vuelta de sus penosos viajes, arrodillarse ante todas las imágenes sagradas.

Era su cutis como ese mármol blanco ligeramente teñido de rosa, del cual sólo la Grecia posee el secreto; bajo sus cejas finas, y que parecían dibujadas por una mano maestra, sus grandes ojos de un matiz celeste se asemejaban á dos flores de aciano abiertas en nieve; en su boca color de rosa, era fácil la sonrisa, esa sonrisa triste que entreabre los labios para dejar exhalar un poco del alma.

Si se hubiera preguntado á esta niña la causa de la melancolía repartida en todo su semblanteno hubiera sabido decirla, porque ella misma la ignoraba: era pensativa, pálida y melancólica, porque el cielo la había formado así, del mismo modo que es triste el canto del pastor en el crepúsculo, como es triste la flor que se abre en la aridez de la roca; las almas escogidas están, por otra parte, tan aisladas en el mundo, como la flor perdida en la montaña desierta.

Sus manos eran finas y blancas, delgadas, cruzadas de venas azules, y un poco largas, como las de toda mujer cuya naturaleza es perfectamente distinguida.

La estancia era espaciosa, cómoda y elegante en medio de su modesta sencillez: muebles de palosanto y tapicería do reps verde la adornaban; un armario antiguo de encina tallada, demostraba el talento del gran artista que lo había esculpido, y decía claro que una opulencia grande y positiva había en otro tiempo sonreído á las personas que ocupaban aquella casa, entonces abrigo, á no dudarlo, de la medianía.

Un piano do Pleyel y dos mesas de elegante y sencilla forma, acababan de amueblar el salón; sobre la chimenea de jaspe obscuro, un reloj de bronce señalaba las horas, y á cada lado alzaba su enhiesta forma una copa también de bronce y del más puro dibujo griego.

Entre las dos cortinas de cada ventana y sobre un velador redondo y pequeño, se veía una gran maceta de porcelana adornada de un medallón esmaltado, y fabricadas en Sèvres: cada una estaba ocupada por un arbolito cargado de camelias blancas, con lustroso follaje verde, y aquéllas flores, mecidas en el aire entre blancas cortinas agitadas por la brisa de la tarde, prestaban á las estancia una elegancia difícil de describir.

Delante de las puertas caían grandes cortinas de reps verde.

La joven, atenta á la lectura, conservaba, no obstante, puesto el dedal en su pequeño dedo, como si leyese á hurtadillas y estuviese dispuesta á tomar de nuevo la aguja al oir el rumor más leve; de repente la cortina de la puerta de entrada del salón se separó un poco, y una cabeza de mujer asomó en ella. Era una cabeza joven aún, bella, y que ofrecía una extrema semejanza con la de la pálida niña que leía: la misma dulzura en las líneas, la misma gracia en los contornos, la misma expresión dulce y pensativa.

Para hermana parecía muy grande la diferencia de edad; para madre era demasiado joven.

No obstante, madre era á no dudar, si había de juzgarse por la tierna expresión de sus ojos al mirar á la joven.

Atravesó la estancia sobre las puntas de los pies, y fué á apoyarse sobre el respaldo de la silla que ocupaba la lectora, con tan poco ruido como podría hacer un pájaro al fijarse en una rama.

No obstante, al sentirla, ó más bien al adivinarla junto á ella, la joven dejó escapar á la vez un pequeño grito, y el libro que tenía en las manos.

—¿Por qué ese temor, hija mía?—preguntó cariñosamente la recién llegada;—¿y por qué no lees en vez de bordar, si tal es tu gusto?

— ¡Perdón, mamá!—dijo la joven:—no debía dejar la labor, porque ya sé que tienes gusto en que la termine en esta semana para regalar este almohadón á nuestra amiga; pero este libro es tan interesante, que...

—Veamos qué libro es—dijo la dama tomando el volumen.— Un artista y una mujer.... Conozco bien esta obra: es de gran mérito literario, pero una de las más perniciosas para tu edad... ¿Quién te ha prestado este libro?

—Isolina, mamá.

— Me lo figuraba. ¿Y quién, por otra parte, más que tu prima puede proporcionarte esos libros?

—Mamá, yo no veo que tenga hasta ahora nada de inmoral.

—Lo creo: encierra grandes verdades, y por lo mismo dejará en tu alma una gran desolación; hija mía, créeme, tú no debes leer esos libros: conozco el original francés.

—¿Qué no conoces tú, mamá?—exclamó la joven;—¡qué instrucción tan vasta y tan variada es la tuya!

—He leído mucho, en efecto—dijo la madre,—y el saber varios idiomas me ha proporcionado extensos conocimientos en literatura; así puedo dirigir tus lecturas, y siento en el alma que antes de admitir libros do tu prima, no me consultes á mí.

Estas palabras fueron pronunciadas con mucha tristeza, pero sin reproche ni amargura; la rubia niña se arrojó al cuello de su madre, y le dijo dándola un beso:

—Nada volveré á leer sin que tú lo apruebes, madre mía.

—A no ser Isolina hija de la hermana de tu padre, no consentiría yo en que la vieras—dijo aquélla, devolviendo á su hija dos besos por uno. —Emma querida, sin que tu prima sea mala, hay en su cabeza ideas que yo no quisiera ver en tí jamás; y sin embargo...

—Y sin embargo, si Isolina se casara con mi hermano, ¡qué dichosos seríamos todos! — exclamó Emma con emoción.

—Otra desgracia, y no pequeña, es que tu hermano se haya enamorado de Isolina—suspiró la madre.—La gravedad española de Octavio no le permite mirar á su prima como ésta debería serlo, y temo que la ame de veras: con pasión seria y profunda.

—Así es como la ama, madre mía.

—Niña, ¿qué entiendes tú de eso?—exclamó la madre besando con ternura la frente do su hija;— ¿qué sabes tú lo que es amar?

—Te amo á tí, mamá.

—¡Pluguiese á Dios que sólo á mí amaras en este mundo, hija mía!—repuso la madre con emoción, y estrechando entre sus manos una de las de su hija que había guardado.—Pero—añadió—eso no es posible: la carrera de la mujer, hija mía, es casarse. Y á propósito: ven, Emma, y hablaremos; hace días que trato de tener contigo una conversación seria, y hasta ahora la había dilatado porque me asaltaba un vago temor de levantar en tu mente ideas aún desconocidas; mas hoy creo que es llegada la ocasión.

Emma se levantó de la silla en que se hallaba sentada, y siguió á su madre á un canapé cercano, donde ambas se sentaron la una al lado de la otra.

—Hija mía—dijo la madre con ternura,—tengo que hablarte de cosas pasadas, para hablarte después del presente y del porvenir: préstame un poco do atención.

Ya sabes que yo soy española y que en Madrid me casé con tu padre, natural de París, á donde me trajo después del nacimiento de tu hermano Octavio y cuando ya contaba éste siete años; á poco de llegar aquí, naciste tú, y casi al mismo tiempo tu padre hubo de encargarse de la tutela del hijo de un amigo suyo que arrebató el cólera en pocas horas. Gustavo Marillac tiene la edad de tu hermano; ambos se han educado juntos, y á la muerte de tu buen padre, la fortuna del huérfano había prosperado mucho y había hecho con brillantez sus primeros estudios; estos estudios se han continuado siempre con el mismo lucimiento, y hoy viste la toga de abogado. Gustavo se ha criado contigo y se ha acostumbrado á quererte; ya sabes que aunque por decoro no vive ya con nosotros desde que á la muerte de tu padre salimos de París, viene á vernos todos los días: ¿qué opinión tienes de Gustavo, hija mía? ¿No ha pensado nunca la señorita Emma de Blarú en que podía llamarse Mme. Marillac?

—No, mamá—repuso Emma, en tanto que un bello color de rosa cubría sus blancas mejillas:— jamás he pensado en tal cosa.

—¿Pensarás alguna vez desde hoy?

—Quizá no; me has dicho que tu mayor deseo sería el que sólo te amase á tí toda mi vida: ese es el mío también.

—Pero, ángel mío, ¿y cuando yo muera?—preguntó Mme. Blarú.

—Aún eres muy joven.

—Ya he cumplido cuarenta y dos años.

—Algunas mujeres se casan á esa edad.

La frente de Mme. Blarú se vistió, al oir las palabras de su hija, de una súbita palidez, y luego un viso sonrosado dió á sus facciones una expresión, asombrosa por lo inesperada, de juventud y de belleza.

Era aún, en efecto, una mujer encantadora. Fany, en el bello libro de Feydean, sabía enamorar á los treinta y cinco años, aún debía tener restos de belleza y de elegancia siete años más tarde, y Constanza Blarú hacía pensar en aquélla al mirarla.

Sus cabellos, de un armonioso color castaño claro, se partían con suavidad sobre su frente estrecha, blanca y pura; dos ojos garzos, grandes y llenos de dulzura y de inteligencia, alumbraban su cara de un óvalo perfecto; la boca era la facción más dulce de su rostro: el labio inferior, un poco avanzado, se redondeaba con una gracia exquisita, é impregnaba la sonrisa de una voluptuosidad inocente; la nariz recta y delgada, y el tinto suave de su tez, que tenía la pureza de las rosas blancas, daban todavía á la madre de Emma una belleza poco notable á los ojos prosáicos, pero exquisita para los inteligentes.

Su estatura, un poco menor que la de su hija, estaba modelada con una gracia extraordinaria: era másmujer que Emma, si así puede decirse; pero la naturaleza completamente angelical de aquélla, consistía también en que jamás había amado.

—¿De modo, Emma mía, que no te gustaría Gustavo para esposo?—preguntó Constanza á su hija.

—Yo no sé, mamá—repuso ésta;—mas hoy no pienso ni en casarme ni en querer más que á tí, y compadezco los cuidados y las cavilaciones de Isolina.

—¿Isolina tiene cuidados?

—Sí, mamá: dice que sólo se casará con un marqués ó un príncipe ruso.

—¿Nada más?—preguntó Mme. Blarú soltando una sonora carcajada. —Pues ella es pobre aunque muy bonita.

—Si me dieras palabra de guardar secreto, te diría una cosa.

—Habla.

—¿No dirás nada? ¿no insinuarás nada siquiera?

—Nada.

—Pues bien: mi prima confía en su voz.

—¡En su voz!

—¿No sabes que canta muy bien?

—Sí; pero...

—Dice que será artista, que cantará en el teatro.

—¡Ella! está loca: su madre no se lo permitirá jamás.

—Eso le digo yo.

—¿Y ella qué responde?

—Nada: so calla.

—Esas ideas son absurdas—repuso gravemente Mme. Blarú,—y tu prima es una loca: ¿cómo ha de hacer caso á nuestro pobre Octavio, si tiene la cabeza llena de esos sueños? Pero vamos, hija mía: justamente tenemos que ir á su casa, pues ya sabes que tu tía se halla un poco indispuesta; he enviado á buscar un carruaje que nos lleve. Vístete, pues estará aquí dentro de media hora; yo también voy á disponerme.

Madre é hija, enlazadas del brazo, dejaron el salón, y luego cada una se dirigió á su cuarto: Mme. Blarú llevaba en la mano la traducción española que su hija leía, del bello pero desconsolador libro de Carlos Bernard que lleva por titulo Ferfaud.

Emma sabía la lengua maternal con perfección, y la escribía con gran facilidad.

CAPÍTULO III

Cuando Emma estuvo vestida y fué á buscar á su madre, halló á ésta vestida también y esperándola.

Aquellas personas que pretenden que la elegancia es el lujo, hubiesen cambiado de parecer al contemplar el sencillísimo atavío de la madre y de la hija, lleno, sin embargo, de exquisita elegancia.

Un traje de seda azul turquí con manteleta de la misma tela ataviaba á Constanza, y sus cabellos sedosos y ondeados lucían toda su hermosura bajo un pequeño sombrero de encaje negro, adornado de una rosa con follaje verde; el corte de su guante, su calzado irreprochable, la finura de su cuello de tela lisa de hilo, lo mismo que los puños, la linda sombrilla que llevaba en la mano, y el delicado perfume que se exhalaba de su persona, decían claramente toda la distinción natural que residía en la madre de Emma.

Esta llevaba un traje de foulard, de fondo color de paja, sembrado de lunares muy pequeños color de lila; un sombrerito de tul blanco adornado de ramas de lilas, realzaba la gracia original y cándida de su rostro.

Ambas subieron al carruaje de alquiler que las esperaba, y se dirigieron á París, contentas y hablando alegremente.

—Mamá, ¿por qué tiene Isolina tal ansia de ser rica y envidiada?—exclamó la joven mirando tiernamente á Mme. Blarú.—Casi pobres somos nosotras, y nada tenemos que pedir al cielo, á no ser que nos conserve la felicidad.

La madre respondió sólo á estas dulces palabras estampando un beso en la frente de su hija.

Detúvose el carruaje en la callo de Flelder y ante una de esas casas que en el año 1848, época de esta historia, y desde muchos antes, llamaban la atención por su extraordinaria altura, pero que eran también de una elegante apariencia; madre é hija subieron hasta el tercer piso, y Emma tiró de la campanilla, viniendo á abrir la puerta un criado con la cabeza blanca.

—Buenas tardes, Cristóbal,—dijo afectuosamente Mme. Blarú, en tanto que el criado las precedía abriendo puertas.

Abrió por fin la de un gabinete octógono y amueblado con elegancia, donde se hallaban tres personas, que á la vista de la madre y de la hija se levantaron.

Concediendo á la edad su privilegio, empezaremos por el retrato de la que aparentaba mayor número de años, y que ya se acercaba á los sesenta. Era una dama muydelgada, con los cabellos rubios, que ya empezaban á teñirse de blanco, y una expresión en el rostro á la vez dura y fría; la severidad había abierto un profundo pliegue entre sus dos cejas, y su boca de labios delgados apenas dejaba nunca paso á una leve sonrisa; una nariz algún tanto larga y encorvada, una frente alta y majestuosa, y una expresión inalterable de seriedad, daban á aquella mujer un aspecto imponente, y por lo mismo poco simpático; su traje era negro de seda, de elegante y sencilla hechura y rica tela; una papalina blanca, con cintas grises, ocultaba á medias su peinado muy sencillo y un tanto monacal.

Como contraste de aquella helada figura, había á su lado una que era todo juventud, gracia y petulancia: era Isolina. Un cutis de raso, pero un poco morena, porque se iluminaba con la llama de la juventud; unos grandes ojos negros, unos cabellos del mismo color, una boca de coral y perlas, una nariz derecha y pequeña, una estatura regular y admirablemente formada, y sobre todo esto una gracia española, viva y un tanto osada: he aquí los rasgos salientes de aquella hermosa criatura.

El tercer personaje era un joven elegante y de aspecto sentimental y dulce, que, á pesar de la diferencia de sus fisonomías, un observador medianamente inteligente hubiera reconocido por hijo y hermano respectivamente de Mme. y Mlle. Blarú.

Era, en efecto, Octavio Blarú.

Isolina Herrera era española é hija de español; se había casado antes que su hermano con un joven de Cádiz, y el aprecio que de su cuñado había hecho M. Blarú había contribuído mucho á que se casara con Constanza: así, pues, Emma era francesa é hija de padre francés y de madre española. Octavio había nacido en España y también Isolina, cuya madre era francesa y cuyo padre era español.

Mas á la muerte de su marido, ocurrida en Madrid hacía ocho años, la viuda de Herrara se había vuelto á su patria con su hija.

Su fortuna regular y consistente en una cantidad de dinero que su esposo había ganado en el comercio, les proporcionaba vivir con holgura, y la viuda de Herrera hubiera sido dichosa si hubiera abrigado la esperanza de ver un día unida á su hija con su primo Octavio, que era á su parecer lo mejor, ó lo único bueno de su familia.

Esto bastará para hacer comprender que la viuda de Herrera no profesaba las mayores simpatías á su cuñada, á la que acusaba de educar muy mal á su hija, así como acusaba á ésta de niña tonta y mimada.