Los cuentos, si breves… - Colectivo de autores - E-Book

Los cuentos, si breves… E-Book

Colectivo de Autores

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  • Herausgeber: RUTH
  • Kategorie: Krimi
  • Sprache: Spanisch
  • Veröffentlichungsjahr: 2021
Beschreibung

En esta obra descubrirá doce cuentos, de diferentes autores cubanos,que han dejado huellas a través del tiempo, en la literatura policiaca escrita en la Isla durante la década del noventa, en pequeñisimos libros de la Colección Breve de la Editorial Capitán San Luis.

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Seitenzahl: 232

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Amigo lector:

Nuestra Editorial agradecería que si usted conservara algún título de la Colección Breve, y estviera dispuesto a donarlo, nos lo hiciera llegar para nutrir así nuestro patrimonio.

Los contactos los encontrará al pasar dos páginas más del libro que ya casi comienza a leer.

Página Legal

Edición: Carla Otero Muñoz

Diseño de cubierta: Osvaldo R. López Ravelo

Diseño de Colección: María Elena Cicard

Ilustraciones: Raúl A. García Valdés

Miriam González Giménez

Roberto A. Iglesias González

© Colectivo de autores, 2020

©Sobre la presente edición:

Editorial Capitán San Luis, 2020

ISBN: 9789592115651

Editorial Capitán San Luis, calle 38 no. 4717, entre 40 y 47, Kohly, Playa, La Habana, Cuba.

Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del Copyright, bajo la sanción establecida en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo público. Si precisa obtener licencia de reproducción para algún fragmento en formato digital diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) o entre la web www.conlicencia.com EDHASA C/ Diputació, 262, 2º 1ª, 08007 Barcelona. Tel. 93 494 97 20 España.

Email: [email protected]

Web: www.capitansanluis.cu

https://www.facebook.com/editorialcapitansanluis

Sin la autorización previa de esta Editorial, queda terminantemente prohibida la reproducción parcial o total de esta obra, incluido el diseño de cubierta, o su trasmisión de cualquier forma o por cualquier medio.

Los cuentos, si breves...

No más de trece centímetros de largo por diez centímetros de ancho medían aquellos libritos en cuyo interior se hallaban breves relatos policiales. Carlos E. Morales Quevedo, entonces director de nuestra casi apenas creada Editorial, persiguió el papel en que se imprimirían, desde Matanzas hasta Sancti Spíritus. Al llegar a su destino, Carlos E. Morales encontró las cajas con la materia prima a punto de ser depreciada. De regreso a La Habana, esperaban por ellas las manos de los hombres y mujeres que manejaban las rudimentarias máquinas de Belascoaín no. 452, para convertir en libro las historias policiales que diez pisos más arriba, primero, y luego en 25 no. 3406, en Playa, se editaban.

Pronto los lectores de un país que sufría el Período Especial podrían aprovechar la fatídica espera de un transporte o “matar el tiempo” durante un apagón, leyendo alguna de aquellas breves narraciones, llevadas tal vez en el bolsillo de una prenda de vestir. Poco a poco, además, los lectores desarrollarían una afición por coleccionar aquellos pequeños libros.

En 1972 el Ministerio del Interior había lanzado, solo para sus miembros y los de las Fuerzas Armadas Revolucionarias, la primera convocatoria del Concurso de Literatura Policial “Aniversario del Triunfo de la Revolución”. Un año más tarde, en 1973, la extiende a todos los escritores residentes en la Isla. Desde entonces, este certamen ha sido vital en el desarrollo de la literatura policial revolucionaria en Cuba.

Las obras ganadoras del concurso debían ser publicadas, y con ese propósito se funda la Editorial Capitán San Luis en 1989. Más tarde llegaría la Colección Breve.

De los veintiún breves que aún atesora nuestra Editorial, han sido seleccionados doce autores, entre ellos, Olga Rodríguez Colón, Juan Carlos Rodríguez Cruz, Carlos Raúl Pérez, Miguel A. López Escobar, José A. Grillo Longoria, María del Carmen Muzio y José Lamadrid Vega. Este último, con cuya novela La justicia por su mano (1973) se inicia la narrativa policial revolucionaria, al decir del intelectual cubano José Antonio Portuondo en el prólogo a esta pieza, galardonada en el Concurso “Aniversario del Triunfo de la Revolución”.

Los relatos que integran este libro han sido ilustrados por reconocidos artistas de entonces. Raúl A. García Valdés ofreció su lectura a través del lápiz en la mayoría de las ilustraciones. Por su parte, Roberto A. Iglesias lo hizo en “Dositeo y yo”, y Miriam González Giménez, en “La osamenta de un cadáver”.

Lo dijo el filósofo español del Siglo de Oro Baltasar Gracián y Morales, en su Oráculo manual y arte de prudencia(1647): “Lo bueno, si breve, dos veces bueno”.Los cuentos, si breves… –que ahora integra la Colección Policiaco– desea, sobre todo, salvar nuestra memoria editorial.

La Editorial

El panteón del amor

OLGA RODRÍGUEZ COLÓN

Encontrar muertos en el cementerio no es disparatado. ¿Dónde mejor van a estar? Y si se trata de un panteón, resulta totalmente lógico. Es el lugar adecuado. Dichosos los que disponen de uno confortable aunque, a fin de cuentas, ni se enteran a la hora de la verdad.

Pero algo no rimaba, y no era porque se tratara de personas de diferentes sexos y estuvieran abrazados como Romeo y Julieta, uniendo la sangre que brotaba de dos feos orificios provocados por la penetración de certeras balas. La muerte había sido súbita en ambos casos y la rigidez cadavérica señalaba a simple vista que databa aproximadamente de veinticuatro horas.

Tampoco tenía mayor importancia que se hallaran desnudos y sus ropas aparecieran “dobladitas” en un rincón del panteón. Lo singular –eso lo afirmaron a la Policía los empleados que los descubrieron–, fue que en vez de encontrarse en un nicho sellado, aparecieron sobre un canapé que no presentaba signos ostensibles de deterioro, pero sí muestras de haber sido usado profusamente.

El enterrador, Anselmo Pérez, viejo y tartamudo, explicó:

—Mire, se…ñor policía, desde ha…ce cuarenta años trabajo en el cemen… cementerio. Me… me lo conozco co... como la palma de la mano. En ese panteón no han enterrado a naiden desde hace más de vein… veinte años. Además, tengo en… entendido que la familia García Mesa se jue del país ha… hace mucho tiempo. Por lo menos, si queda alguno, ja… jamás ha venido a darle una vueltecita a sus muertos y habrá vendido el panteón.

Se pasó la mano por la barba canosa. El viejo era hablador a pesar de su dificultad. Prosiguió en su tartamudeo sin que le preguntaran:

—He… he visto algunas veces entrar a un jo… joven, pero no es de la familia. Es un mu… mulato fuerte, alto, me… medio indio… bien ves…tido. Ese… ese mismo que está allá. Parecía un… un ti… tipo chévere, jo… jodedor. Me saludaba. Era sim… simpático. En oca… ocasiones venía acompañado por una mu… mujer jo… joven o… medio tiem… po… po. No sé, en eso sí que no me… me fijé, quizás ni sea la… la misma. Siempre llevaban ramos con losss que se ta… tapaban parte de la cara.

—Todo el que viene al cementerio trae flores, digo, especialmente las mujeres —intervino el jardinero.

—Pero es que…

—¿Qué sucede? —preguntó el policía.

—Es que… —continuó el enterrador—. Me… me parece que no… se trata de la misma… pero él… sí… estoy seguro… es el mis… mismo hombre. Lo conozco bien por… porque lo… lo vi muchas veces… Ella… ¡Coño! A ella no la había vis… visto antes.

—¿Venían otros hombres?

El viejo guiñó los arrugados ojillos y explicó con el desenfado característico del pueblo:

—Pue… puede ser, pe… pero lo que sucede es que no me fijo en los hom… hombres. Cla… claro, en él sí, porque us… usté sabe, a veces me daba alguna pro… propinita pa’ que limpiara por fuera de vez en cuan…do el pan… panteón cuan… cuando él no estaba… ¡Pobre tip…po! ¡Mírelo ahora!

El carro patrullero condujo hasta el panteón a los dos empleados. Se detuvieron a la entrada. Acordonaron el lugar de inmediato. Los curiosos pasaban y se detenían sin que se les permitiese acercarse. Al poco rato llegaron los trazólogos y el forense.

El panteón tenía una capilla adornada con valiosos vitrales, un altar con reclinatorio y flores aún frescas en sus macetas; además de los nichos donde reposaban desde tiempos pretéritos los huesos de la familia García Mesa.

Justamente a un costado de la puerta, ocultos por un biombo que aún conservaba cierta prestancia, aparecieron un ventilador Sanyo, una casetera con audífonos, dos botellas de Matusalén, y ropas de hombre y de mujer muy bien ordenadas. En una discreta esquina, un funcional canapé. Sobre él, tendidos uno encima del otro, los cuerpos desnudos de la pareja, sorprendida por la muerte en un instante de éxtasis amoroso.

—¿Cómo se dieron cuenta de esto? —preguntó el capitán Álvarez, oficial investigador.

—Mire, compañero Capitán —respondió el viejo Anselmo—, regresábamos de atender un entierro cuando nos dimos cuenta de que la puer… puerta estaba abier… abierta. A mí me… me llamó la atención por… porque desde afue… afuera no se veía naiden. Nosotros te… tenemos la respon… responsa… responsabilidad de cuidar to…do esto. Es pa… patrimonio nacio…nal, asegún di… dice el di… director.

—Comprendo —respondió lacónicamente el investigador deseando detener la hemorragia verbal del testigo—. ¿Quién más tiene la llave de aquí?

Los dos hombres se miraron. El joven respondió:

—Yo la tuve. Estaba encargado de limpiar ese panteón, pues además de jardinero atiendo algunas tumbas. Los antiguos dueños me… me habían contratado, pero…

Cerró los labios como si temiera hablar más de lo debido. El oficial aguardó paciente. El empleado rehuyó la mirada. Cuando el investigador le puso la mano sobre el hombro, se sobresaltó.

—Dígame, creo que usted iba a agregar algo.

—¿Yo? —tembló el joven ligeramente.

—Sí —dijo el Capitán—. Usted tenía la llave, limpiaba, pero… ¿qué?

—¡Ah!, es que hace tiempo me la pidieron. No sé… creo que la familia vendió el panteón. Desde entonces no volví a entrar hasta ahora.

—¿Quién lo compró?

—Ese…

El hombre señaló con mano temblorosa el cadáver que continuaba abrazado a la mujer. Por lo visto, los disparos, en vez de separarlos, habían consagrado su unión. A su alrededor, la sangre era una rosa seca.

—¿Ustedes escucharon alguna detonación?

—Los dos negaron con la cabeza. El viejo aclaró:

—El… el cemen… cementerio es muy… muy grande. A veces es… estamos en el o… otro extre…mo trabajando. Además… es… está rodeado de calles con mucho mo… movimiento. Pue…de ser que oyé…ramos tiros, pero debemos haber…los con… confundido con el es…cape de algún… algún carro.

—Acompáñenme a las oficinas. Allí debe estar asentado el nombre del actual dueño del panteón —se dirigió a sus subordinados—. Busquen especialmente los carnés de identidad.

Luego de revisar los libros, se supo que el panteón de la familia García Mesa había sido vendido cuatro años antes a Carlos Gómez. Aparecían asentados su dirección y el centro de trabajo. Era taxista, esto fue corroborado por el carné de identidad.

El capitán Álvarez se trasladó al domicilio del hombre asesinado. Una mujer de mediana edad abrió la puerta. El rostro serio y las ojeras que lo desfiguraban impresionaron al oficial.

—¿Es la casa de Carlos Gómez?

—Sí —confirmó la mujer.

Una niña de diez años asomó su carita fina. Miró al policía con curiosidad. Hizo un gesto afirmativo. Sus labios apenas se entreabrieron.

El inspector contempló la sala-comedor modesta. Sobre la mesita de la sala, un retrato de bodas dentro de un marco de bronce resultaba discordante en relación con el resto de los deteriorados muebles. En la juvenil novia de la fotografía apenas reconocía a la mujer que tenía delante.

Ella siguió la mirada del capitán Álvarez.

—¿Le ha sucedido algo a mi esposo? —murmuró y contuvo el aliento.

Ese siempre era un momento duro para Álvarez. Afirmó:

—Ha muerto.

La mujer se echó a llorar. Lo hacía con un quejido lento, monótono, como si no tuviera fuerzas para mayores sufrimientos. La niña se le abrazó sollozando.

—Por favor, señora, cálmese. Es necesario que vaya a reconocer el cuerpo.

—¿Tuvo un accidente?

—No. Murió como consecuencia de un disparo.

—¿Quién lo mató? Abrió los ojos alelada.

—Aún no podemos decirlo. Estamos investigando.

—¿Había una mujer de por medio?

El investigador asintió.

—Me lo imaginé —dijo con acento despechado.

—¿Usted conocía la existencia de otra mujer en la vida de su esposo?

—¿Otra? —expresó sarcásticamente secándose las lágrimas de un manotazo—. Era un mujeriego.

Aquella mujer estaba pasando por un mal momento. Atormentada por los celos, resultaba una sospechosa en potencia.

Una hora después reconoció el cadáver. A la joven no la conocía, pero el oficial ya sabía su dirección. Se trataba de una mujer casada: Orquídea Benítez Pérez.

Su esposo también fue interrogado. Lloraba como un chiquillo negando ser el asesino. No obstante, podía considerarse igualmente entre los sospechosos. Aparentaba unos cuarenta años, casi calvo. Su figura contrastaba con la hermosa mujer, Orquídea.

—Ayer, a las cinco de la tarde, ¿dónde se encontraba?

—Salí del trabajo, Capitán. Fui para la casa. Los niños estaban al llegar de la escuela.

—¿Usted sabía que lo engañaba?

—Sí —la voz era un hilo a punto de quebrarse.

—¿Los siguió hasta el cementerio?

—Ayer no… se lo juro. Estaba en mi casa.

—¿Hay alguien que pueda confirmarlo?

—¡No sé! ¡No sé…! —hizo una pausa—.

—Ahora no recuerdo. Perdóneme. ¡Estoy tan nervioso…!

Se encontraba al borde de un ataque de histeria.

—Procure dominar sus nervios. Está en un aprieto. Según sean sus declaraciones, así le será más fácil aclarar la situación.

—Me van a echar la culpa, pero lo juro por mis hijitos que no la maté —gritó.

—Entonces hable sin la menor reserva. Si es inocente, no tiene nada que temer.

—Yo sabía que me engañaba. Hace tiempo lo sospechaba. Se aparecía con regalos de ropa extranjera. Tenía que haber un hombre…

—¿Conocía al amante de su mujer?

—Era un descarado. Seguramente compró el panteón para usarlo de posada. Un día seguí a Orquídea. Cuando vi el camino que seguía, me extrañé… Eso de ir al cementerio… No tiene ningún familiar enterrado allí. Su familia es del interior y, que yo sepa, los más allegados están vivos; por eso la vigilé y comprobé que tenía una cita con ese hombre. Los vi entrar juntos a un panteón.

—¿Qué hizo usted? —Álvarez le clavó la mirada.

—¿Qué podía hacer…? Tengo hijos. No me iba a desgraciar por una puta. Lo siento porque es la madre de mis hijos… —su voz se hizo densa, como si le costara trabajo declararlo—. La quería…

—¿Se conformó con eso?

—No. Me di a la tarea de investigar quién era él. Un loco. Un enfermo sexual. Andaba con veinte mujeres que llevaba al cementerio. No sé cómo lograba convencerlas… quizás les ofrecía cosas y la atracción de la aventura. Además, el tipo tenía labia y… aunque me duela decirlo, era todo lo que yo no soy… gustaba mucho a las mujeres.

—Y se convirtió usted en el vengador de todos los maridos engañados, ¿no?

—Le juro que no lo hice, Capitán. Tuvimos grandes peleas. Un día hasta le pegué, pero soy incapaz de asesinar a alguien.

—¿Me puede decir qué hacía ayer a las cinco de la tarde? —le volvió a preguntar lentamente.

—Estaba en mi casa… ya se lo dije.

—¿Alguien puede testificarlo?

El hombre, angustiado, se agarró la cabeza con las manos. De pronto su rostro se iluminó.

—¡Espere! ¡Sí! La señora que vive en los bajos me llamó para darme café y me preguntó por Orquídea.

Al día siguiente uno de los agentes que participaba en la investigación del caso apareció con su informe. Habían ido a la base de taxis donde trabajaba Carlos Gómez. Las opiniones estaban divididas: algunos consideraban que era “chévere”, compartidor con los “socios”. Vestía bien, con ropa extranjera. Sabían que era mujeriego. Gustaba derrochar dinero y simpatía. El administrador hizo un buen informe. Cumplía y hasta sobrecumplía las normas. Tenía pocas ausencias. No obstante, varios trabajadores coincidieron en sus reservas, también señalaron un disgusto entre él y uno de los compañeros más apreciados, apellidado Carvajal.

—Carvajal estaba casado con una muchacha bastante joven —dijo uno—. Él pasa de los cincuenta. Ella se enamoró de Carlos. El problema terminó con la separación, aunque según se sabe, no consiguió pruebas de infidelidad. Oiga, es muy duro que un compañero le levante a la mujer.

Carvajal quedó en la lista de los sospechosos, aunque era absurdo que asesinara a otra mujer que no fuera la suya, ese era un punto a su favor. Cuando supo el final de su rival, solamente dijo con amargo acento:

—¡Ah, carajo! —¡Conque en el cementerio!

Después de realizadas las autopsias, los cadáveres fueron entregados a sus respectivos familiares.

La esposa de Carlos se negó a que lo enterraran en el panteón que perteneciera a su esposo:

—Si ese lugar lo tenía como cuarto para sus cochinadas, ha de estar lleno de esos recuerdos. ¡Que lo entierren en la tierra! Venderé el panteón.

Pasaron los días. El jefe del Departamento de Homicidios llamó al capitán Álvarez.

—¿Qué sucede, Álvarez? ¿No avanza el trabajo?

—Estoy empantanado, Coronel. Hay varios sospechosos. El occiso era mujeriego, pero tenía, hasta cierto punto, una fachada de trabajador decente y padre de familia. Sin embargo, con su muerte se ha descubierto que hasta era bisnero. Posiblemente utilizara también el cementerio para sus negocios sucios. Como usted sabe, encontramos algunos artículos escondidos dentro de los nichos. Los huesos habían sido trasladados para uno solo. ¡Qué gente! ¿Quién iba a pensar que cogería una tumba para verse con mujeres?

—No me sorprende que fuera bisnero.

—Como le informé, a las mujeres que conquistaba les ofrecía la seguridad y la reserva —hizo una pausa reflexiva—. Dirán que estoy loco, pero si usted supiera que cuando estoy muy cargado de trabajo me gusta ir al cementerio, sin embargo, jamás se me ocurrió que pudiera servir para otra cosa que para enterrar a los muertos y para tener un rato de paz y soledad.

—No me explico cómo aguantaba el calor, porque lo que hay allí, con tanto mármol, es candela viva.

—¿Qué calor, Coronel? El hombre tenía hasta un ventilador de pie. Estaba cómodo y tranquilo. Había buenos tragos de ron, ropa moderna y varias chucherías de esas por las que la gente se mata.

—¡Ah!, por cierto, también una grabadora de primera con música capaz de hacer bailar a los muertos.

—¡Ah! ¿Qué cuentas? —el Coronel se llevó los dedos a la frente en un gesto elocuente—. ¿Piensas que entre los coronados puede encontrarse el culpable?

—La mujer me parece incapaz. Es un ser sufrido, de poco carácter. Además, hicimos un registro en la casa. No apareció nada comprometedor. Pero sí hay algo que me da vueltas en la cabeza: encontramos una libretica con una serie de nombres…, bisneros y… hasta un extranjero.

—Eso complica las cosas —golpeó rítmicamente el buró con el casquillo del bolígrafo—. Entregaremos el caso a Seguridad. Yo llamaré… Mantente al tanto para lo que nos corresponde.

Al día siguiente, Álvarez informó a su jefe:

—Ayer apareció una chiquita por el panteón. Un caramelo. Fue detenida. Le sacamos que había sido citada por el occiso desde la semana anterior. Es una loquita. Anda con extranjeros.

—¿Qué hiciste?

—Fue puesta a disposición de los compañeros de Seguridad. Ellos piensan que este caso puede vincularse con el tráfico de divisas.

El Coronel se echó hacia atrás en la butaca.

—Era un tipo listo. Lástima que utilizara esa inteligencia para la maldad.

En ese momento, la voz de la secretaria se escuchó por el intercomunicador.

—Al capitán Álvarez lo solicitan por teléfono.

Momentos después Álvarez se dirigía al cementerio. El viejo Anselmo dijo haber encontrado una pistola detrás de unas macetas. Estaba asustado. Se citaron frente a La Pelota, pero el viejo no apareció.

Se dirigió a la oficina del cementerio.

—Hoy han estado preparando muchas tumbas —replicó el empleado.

—Indíqueme los lugares —solicitó el Capitán.

Recorrieron las tumbas que como bocas hambrientas esperaban los féretros. En la cuarta, encontraron la pala del enterrador tirada al suelo, se inclinaron hacia el hueco abierto y un vaho de humedad les hirió la pituitaria.

—Mire, Capitán. En el fondo… ¡en aquella esquina…!

Las sombras del atardecer no permitían observar con claridad, pero cuando los ojos se acostumbraron, distinguieron a una persona tendida. Había sido cubierta en parte por la tierra, pero un brazo y un pie eran visibles.

—¡Corra! ¡Busque una soga! —dijo el policía.

Con grandes esfuerzos, el cuerpo sin vida de Anselmo Pérez fue extraído de la fosa. Presentaba varias contusiones y un golpe muy fuerte en la parte posterior de la cabeza.

Al hacer las indagaciones policiales se supo que habían visto a Anselmo discutiendo con Emilio Suárez, el hombre con quien el viejo había encontrado aquellos cadáveres en el todavía inquietante panteón.

Luego de poner el caso en manos del forense y de los especialistas en Dactiloscopía, el Capitán se dirigió a la casa de Emilio, en el reparto Buenavista.

La familia no sabía de él. Llegó temprano y sin dar explicaciones metió alguna ropa en un maletín de lona y se fue. La madre argumentó:

—Acostumbraba a desaparecer de vez en cuando. Es divorciado, pero seguro debe andar con una amiguita.

—¿Tiene idea de dónde puede encontrarse?

—No sé. Quizás en Varadero. ¿Ha hecho algo malo?

—Solo necesitamos hacerle algunas preguntas. Cosa de rutina…

Se circularon las señas de Emilio, especialmente en la terminal de ómnibus. La joven que vendía los boletos dijo haber visto a una persona con esas características. Le vendió un pasaje para el ómnibus que acababa de salir rumbo a Varadero. Le llamó la atención por un tic nervioso y por haber causado molestias al colarse entre los viajantes. La gente protestó, pero ella ya le había vendido el boleto.

Se le comunicó esta información al Departamento de la Policía de Varadero. Cuando llegó el ómnibus a su destino, el pasajero no estaba. El chofer indicó que un hombre con esas señas se había bajado en Boca de Camarioca.

Efectuaron un peine por la zona señalada y en una antigua casa de madera fue detenido. En la bolsa de lona se le encontraron veinte mil dólares, bastante dinero cubano y una libreta con nombres y direcciones, los cuales coincidían con la lista que apareciera en casa del taxista.

Emilio Suárez negó todo, pero las pruebas eran concluyentes; además, en el mango de la pala que sirviera para asesinar al enterrador, junto a otras huellas desconocidas, aparecieron, nítidas, sus huellas.

—Yo tenía negocios con Carlos Gómez —declaró al fin—. Por eso compró el panteón. Me enteré de que los dueños se habían ido del país y quedaba una viejita que pensaba irse también. Se lo dije. La convenció para que le vendiera el panteón. Al principio todo iba bien… muy bien…

—¿En el panteón recepcionaban mercancías?

Emilio asintió con un gesto. Era inútil querer negar la evidencia.

—¿Quiénes son las personas que aparecen en su libreta?

—Gente del negocio. Socios…

—Explíqueme bien. ¿Qué clase de negocios?

Emilio se pasó la mano por el pelo y aspiró profundamente entreabriendo la boca, como si toda la atmósfera le fuera poca.

—Le voy a decir la verdad. Nosotros estábamos metidos en un lío de dólares. Carlos hacía el contacto con las jebas que después le traían la plata. Usted sabe, como era chofer tenía más oportunidad de ligarlas y hasta presentarles a algunos extranjeros.

—Aquí aparece el nombre de uno.

—Ese es uno que viene a cada rato a Cuba. Nos vendía cosas de la shopping y nosotros las colocábamos más adelante.

—¿Está en el país?

—Sí.

—¿Dónde acostumbra a parar?

—En hoteles… los mejores… Riviera, Habana Libre… No sé… Ahora fue Carlos quien lo atendió.

El oficial se levantó de la butaca y se situó a las espaldas del detenido. Su voz, de tono profundo, se hizo cortante.

—¿Cuál es la verdad de todo esto? ¡Dígalo! —suavizó la aspereza del tono—. Recuerde que pesan sobre usted tres homicidios.

Al escuchar esto, el hombre se desesperó a la vez que negaba. Su cuerpo se convulsionó espasmódicamente, de repente tenía consciencia del alcance de su responsabilidad.

—Yo no los maté —gritó desesperado, aferrándose a los brazos de la butaca.

—Entonces, ¿quién fue? —le habló bajo, casi tiernamente—. Lo siento. Si no aparece otro culpable usted cargará con todo, pues hasta ahora las pruebas lo señalan como responsable de negocios ilícitos, canje ilegal de divisas y homicidio culposo en la persona de Anselmo Pérez. Aparecen huellas suyas en el mango de la pala con que asesinaron a su compañero.

—Yo no fui… yo no fui… Esa pala yo la usaba también, por eso están mis huellas… No maté a nadie… —se derrumbó sollozando como un niño. De pronto levantó el rostro desfigurado por una expresión ansiosa—. ¡Fue él… fue él… lo juro!

El capitán Camejo, sobre quien había recaído la responsabilidad del caso, orientó la investigación sobre el extranjero de apellido Lambert, visitante asiduo del país. Con rapidez fue localizado como huésped del hotel Deauville. Según los informes dados por los empleados y la administración, era un hombre tranquilo, solvente, muy familiar y simpático, atento con las atractivas empleadas, aunque nadie podía decir que se hubiera extralimitado en sus piropos y atenciones. En definitiva, solo se recibieron buenas referencias.

—En efecto, realiza algunas compras en la tienda para extranjeros, pero nada de exceso. Solo lo normal —explicó la responsable de la tienda.

Se ordenó un chequeo por distintas tiendas turísticas y se pudo comprobar su paso por muchas de ellas. En ese viaje sus gastos sumaban ya unos quince mil dólares, cifra que, sin ser excesiva, indicaba una entrada bastante notable. Se investigó sobre sus últimos viajes y se comprobó que eran bianuales. También supieron que en sus visitas anteriores, en los momentos de retornar a su país, había realizado compras mucho más costosas, aduciendo que deseaba llevar regalos a sus amigos y familiares.

Lieva, empleada de una tienda turística del casco histórico, comentó su extrañeza:

—Normalmente los turistas extranjeros compran una mayor cantidad de artículos de artesanía que de efectos eléctricos o ropas.

En efecto, ¿por qué pagar sobrepeso encareciendo el artículo? No hay lógica. La única: que esos artículos quedaban en el país para ser vendidos en bolsa negra. Para eso estaban personas poco escrupulosas, como Emilio Suárez y el difunto Carlos Gómez.

A partir de ese análisis se tuvo una visión mucho más clara de la razón y consecuencia de lo que había comenzado, al parecer, como un asesinato pasional de características singulares.

Se ordenó seguir con discreción los movimientos del señor Lambert. No apareció en todo el día por el hotel. Como turista independiente tenía la posibilidad en Havanatur de alquilar un carro que él mismo conducía. Se orientó su localización en cualquier lugar del territorio nacional, especialmente en lugares turísticos.

—El hombre se mueve como una guinea —señaló Camejo—. Pero no lo dejaremos escapar…

Por fin se tuvo una pista. El señor Lambert había sido localizado en la dársena de Varadero. Intentó alquilar una lancha de paseo. Se le hizo saber que de inmediato no había posibilidad de entregársela, pues se encontraban comprometidas con otros turistas, y la única que estaba libre debía ser equipada convenientemente. Lambert mostró contrariedad, y le ofreció al responsable una gratificación extra. Hizo, además, un comentario amistoso.

—Conocí una girl, very very beautiful —dijo sonriendo—. Ofrecí paseo por el mar…

—Si es cubana deberá presentar una autorización del ministerio del Interior —explicó cortés el empleado.

—No haber problema, mi amigo —dijo en su mal español—. Ser señora canadiense. Turista. Estar aburrida de su marido —lanzó una carcajada que sonó falsa a los diestros oídos del cubano, y agregó—: No tener relaciones con cubanas. Muchachas cubanas ser beautiful, but pensar en matrimonio. Yo ser libre… No casar… Solo querer gozar.

Quedaron en que a las cinco de la madrugada estaría dispuesta la lancha con abundantes provisiones de bocadillos, latería y bebidas finas. Pagó de antemano para asegurar la reservación. Dijo estar localizado en Arenas Blancas, aunque quizás tuviera que hacer un viaje hacia La Habana.

—Tropicana, mi amigo. Prometí llevar señora a Tropicana. Usted saber… yo ser complaciente con damas hermosas.

Tan pronto se recibió en la dársena el aviso para localizar al extranjero Dan Lambert, el empleado informó al Departamento de Inmigración el contacto que tuviera con el sospechoso. Se le ordenó desactivar cualquier embarcación que pudiera servir para su fuga.

—Tenga mucho cuidado, se le busca por sospecha de asesinato. Pudiera ocurrir cualquier cosa —le advirtieron.

Fueron enviados algunos combatientes para controlar la situación. Existía la posibilidad de que el hombre quedara rondando por el lugar, pues no apareció a la hora convenida para hacerse cargo de la embarcación.

—Debe tener algún contacto que le brinde abrigo. Este asunto tiene mayor alcance del que pensábamos. Hay que actuar con efectividad, pero con extrema discreción para evitar un escándalo que pueda tener repercusión internacional —señaló el Coronel Alfredo Eiriz de la Seguridad.

—Pero no podemos dejarlo escapar, Coronel —Camejo se rebelaba contra esta posibilidad.