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Segundo tomo de esta serie de biografías noveladas que María del Pilar Sinués preparó para sus lectoras en el Madrid de mediados del siglo XIX. Aquí se trata de las historias de Catalina Gabrielli, aristócrata del siglo XVIII cuyas inclinaciones cambiaron drásticamente entre la juventud y sus últimos días; de Agripina, la noble romana, esposa de Calígula y madre de Nerón, iluminada con suma simpatía por Sinués; por último, de Bianca Cappello, Reina de Chipre y Gran Duquesa de Toscana, intrigante figura de los palacios florentinos durante el Renacimiento. El común denominador pareciera ser la voluntad de rescatar a estas mujeres de la condena fácil, reponiendo sus contextos y las tensiones internas que las impulsaron.
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Seitenzahl: 304
Veröffentlichungsjahr: 2021
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María del Pilar Sinués
NARRACIONES HISTÓRICO – BIOGRÁFICAS
CATALINA GABRIELLI AGRIPINA PRINOESA ROMANA BLANCA CAPELO REINA DE CHIPRE Y GRAN DUQUESA DE TOSCANA
Saga
Mujeres ilustres. Tomo II
Copyright © 1884, 2021 SAGA Egmont
All rights reserved
ISBN: 9788726882353
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
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This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.
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Roma se ha envanecido siempre, y con razón, de sus palacios.
Roma, la cuna y patria de la arquitectura; Roma donde ha respirado, vivido y padecido el inmortal Miguel Angel, es la que ha ostentado en los edificios más riqueza y mayor magnificencia.
Hacia el año de 1740 sobresalía, entre aquella multitud de gallardos y elegantes edificios de mármol y jaspe, el palacio del príncipe Gabrielli, gran señor romano, alegre, bebedor y, sobre todo, el más famoso gastrónomo que por entonces se conocía en Italia.
El príncipe, viudo ya de algunos años, no había querido volver á casarse; su esposa había sido un ángel de belleza y virtudes, pero él había sabido hacerla bastante infeliz; era uno de esos hombres que, muy jóvenes aun, ven en el matrimonio el paraíso del amor, pero que tardan muy poco en fastidiarse de él; é incapaces de dominarse en sus ligerezas, obran del mismo modo que si aun conservasen su libertad de solteros.
La princesa, dulce, modesta y débil mujer, sufrió mucho; pero sin quejarse jamás.
Su marido aparentaba creerla muy dichosa, y así se entregaba, más á gusto suyo, á todos los placeres que le proporcionaban su inmensa fortuna y la libertad de sus inclinaciones.
Adquirió el carácter de la princesa, que jamás habia sido muy alegre, una melancolía mortal, producida, además de los excesos de su esposo, por la muerte de su hijo único, y poco tardó en morir también, dejando á su marido más libre que jamás lo había estado.
Este no se halló mejor ni peor con su viudez, pues nunca había pensado, para hacer su gusto en todo y por todo, en que tenía esposa.
Siguió jugando, dejando gran parte de su fortuna entre las manos de las bailarinas y mujeres de vida dudosa, y de esta suerte llegó á los cuarenta años, poniéndose excesivamente gordo y siendo muy estimado por su carácter, en extremo alegre y propio para toda clase de diversiones.
Algunas damas romanas quisieron hacerle inclinar de nuevo la frente al yugo conyugal; pero él se horrorizaba sólo de escuchar semejante proposición.
—Señoras, respondía; pedidme bailes, comidas, cuanto queráis, menos que me case; mandad en mi casa todas, en vez de traerme á ella una sola soberana. ¿Qué más puedo hacer? ¿qué más queréis? Disponed de mis rentas, de mi persona; ¿os complace un baile magnífico? Disponedlo; ahí está mi tesorero, que nada os negará.
Aprovecháronse las damas jóvenes y elegantes de aquel permiso, é hicieron del palacio Gabrielli el centro de sus diversiones.
Todos los días había en él convites.
Todas las noches el resplandor de las luces, que se escapaba por los balcones, y los ecos de una numerosa orquesta, decían que había baile.
El príncipe gastaba sus cuantiosas rentas con el mayor gusto en aquellas fiestas; había sabido conservar dos cosas, que regularmente perecen entre la vida borrascosa á que él se había entregado; la galantería y la esplendidez.
Así pasaron cuatro años y llegó el de 1744.
Una noche de otoño daba el príncipe una de sus soberbias fiestas.
Lo más escogido de la nobleza italiana poblaba sus salones, que resplandecían con el oro, las luces y las flores.
La sala de la cena, sobre todo, era una deslumbradora maravilla; en el centro había dos largas mesas llenas de luces, de plata y oro; el vino centelleaba en ampollas de cristal de roca con los colores del topacio y del rubí; grandes estatuas de plata sostenían en la cabeza canastillos de filigrana llenos de flores, de las que salían candelabros de oro cargados de bujías perfumadas de cera color de rosa.
Multitud de criados discurría por el salón adivinando los deseos más pequeños de los convidados, y los gritos y las risas llenaban los ámbitos de aquel suntuoso comedor.
Veíanse allí las damas más elegantes y más coquetas de la nobleza romana; el príncipe, al cambiar de edad había cambiado de hábitos; sus cabebellos empezaban á encanecer y las bellezas vulgares y mercenarias empezaban también á gustarle menos que las mujeres distinguidas que, con sus esposos, padres ó hermanos, embellecerían su soledad.
En medio del alegre rumor de las risas y de las varias conversaciones que se agitaban en torno de la mesa, se oyó un canto melodioso y varonil.
—Callad y escuchemos, dijo uno de los convidados; es una hermosa voz.
—¡Bah! repuso la joven y bella condesa de Soranzo; es uno de tantos cantos del pueblo; algun cicerone ó pescador.
—Pero eso no impide que la voz sea hermosa y dulce, objetó otra dama.
—¿Y acaso, amiga mía, no estáis escuchando cada día bellos cantos? Con ellos nos mecen, y oyéndolos nacemos y morimos en nuestra bella Italia.
El silencio siguió á estas palabras.
Todos escucharon hasta que el canto cesó; era, en efecto, una bellísima voz; pero la canción era uno de esos cantares comunes que entonan los hijos del pueblo, como había dicho la condesa de Soranzo.
—Eso, dijo el príncipe, no vale nada; y menos para mis oídos, acostumbrados á escuchar á un ruiseñor.
—¿A un ruiseñor hembra? preguntó con malicia uno de los convidados.
—Precisamente, á un ruiseñor hembra, repuso el príncipe.
—Volvemos á las andadas, dijo la princesa Adriani amenazándole con el dedo.
—Señoras y señores, interrumpió el príncípe: no hay que pensar mal: mi ruiseñor es la hija de mi cocinero.
—¡Hum! un ruiseñor crecido entre cacerolas.
—¡Un ruiseñor de cocina!
—Pero es un ruiseñor encantador, observó el príncipe sonriéndose.
—Yo desearía verle, dijo la duquesa de Strozzi.
—Y yo.
—Y yo.
—Y yo también.
—Nada más fácil, señoras, dijo el príncipe: vé, añadió dirigiéndose á uno de los criados que servían, y di á Catalina que suba.
—Señor... observó el criado perplejo y como quien desea presentar un inconveniente que no se atreve á formular.
—Y bien, ¿qué te ocurre? preguntó el príncipe.
—Me ocurre advertiros que el padre de Catalina querrá acompañarla.
—Que suba también, dijo uno de los convidados: con eso le felicitaremos por su habilidad culinaria.
—Sí, sí, que suba! exclamaron en coro casi todos los concurrentes.
—Puesto que estos señores tienen la bondad de permitírselo, que suba, dijo el príncipe.
Un instante después entró un hombre pequeño, grueso y colorado.
Traía sobre su vestido el clásico delantal blanco, y cubría su cabeza un gorro cuya limpieza deslumbraba.
El semblante de aquel hombre era cándido, alegre, bonachon.
Asida de la mano traía una de las criaturas más graciosas que se pueden imaginar.
Era morenita, de fisonomía animada y fina, que alumbraban de una manera espléndida dos hermosos y rasgados ojos negros, que brillaban entre largas y espesas pestañas.
Su nariz algo levantada, su linda boca, su frente graciosa, le hacian un tipo delicioso de malicia, á la vez cándida y picaresca.
Parecía no pasar de los catorce años, aunque era alta y esbelta, con esa desproporción tan seductora de la adolescencia.
Vestía el traje de las jovencitas del pueblo, pero esmerado y bonito: una falda de lana con listas azules y encarnadas, un corpiño negro de seda con mangas ajustadas al brazo, una toquilla de linón blanco, y una cruz de oro al cuello.
Sus medias de algodón á rayas azules y blancas dejaban ver una pierna delgada, pero que prometía tornearse muy pronto, y un pie enano calzado con un zapatito negro.
Era una niña gentil, risueña, encantadora y se asemejaba á la Mignón, que después ha inmortalizado el pincel de Ary Scheffer.
Se llamaba Catalina: el apellido de su padre ha quedado tan sumergido en la oscuridad, que no lo consignan las historias.
—Acércate, Catalina, dijo el príncipe: estas señoras desean oirte cantar.
—Está bien, padrino, respondió la graciosa adolescente: yo sólo deseo complaceros, y si os agrada que cante, estoy pronta á cantar.
Las damas no dejaron de notar que en esta respuesta había un gran fondo de altivez.
Catalina iba á cantar por complacer á su padrino, no por complacer á ellas.
—¿Qué cantaré? preguntó Catalina.
—Lo que tú quieras.
—¿Pero qué os gusta más, padrino?
—Todo me parece bonito cantándolo tú.
Catalina no hizo más observaciones.
Tomó de la mesa del festín un vaso limpio, asió una botella de vino y puso en él como dos dedos: luégo lo llenó de agua y se lo bebió.
—Esto aclara la voz, dijo en seguida, dejando el vaso vacío sobre la mesa.
—Niña, ¿qué estás haciendo? exclamó confundido su padre.
—Ya lo habéis visto, beber; supuesto que he de cantar, debo hacerlo lo mejor que pueda, y hoy temo hacerlo mal.
—¿Mal? Pues entonces no cantes.
—Cantaré por dar gusto á mi padrino: á no ser por él, no abriría la boca.
Catalina tosió, tomó dos cuchillos y dos copas y empezó una melodía acompañándose, tocando en ellas de una manera dulce y extraña.
Era una tonada vaga, sentida y llena de poesía; pero no pertenecía á ninguna ópera conocida.
Su voz, del timbre más puro y más armonioso, era encantadora; la expresión de su canto admirable: y además su cara se embellecía, al cantar, de un modo que arrebataba.
Cuando acabó, una salva de aplausos celebró su talento.
Ella se ruborizó al recibirlos, y los admitió haciendo una ligera cortesía.
—¿Cuándo has aprendido esa tonada, Catalina? preguntó el príncipe.
—La he compuesto ayer, padrino, respondió aquélla.
—¡Cómo! ¿También compones?
—Algunas veces.
—Como que no hace otra cosa que canturrear, dijo el cocinero, atreviéndose á tomar parte en la conversación: con ella no hay que contar ni para que limpie las cacerolas, ni para que cuide una crema, ni para nada de lo que su pobre madre servía.
—Mi madre no sabía cantar, observó Catalina, y yo sí.
—¡Mucho será lo que adelantemos con eso! murmuró con tono afligido el cocinero: ¡cantar! ¡cantar! ¡para qué ha de valerte el saber cantar!
—Para ser feliz siempre, respondió Catalina con entusiasmo: padrino, prosiguió, cuando canto soy tan dichosa que jamás tendría otra ocupación.
—Y la de componerte, añadió el cocinero; yo no he visto muchacha que más le guste ataviarse: cabellos más cuidados que los de mi hija no los hay: manos que más se perfumen y blanqueen, tampoco: lástima que no hayas nacido princesa.
—En efecto, la cocinerita me parece bastante coqueta, observó una de las damas presentes.
—Señora, repuso Catalina con altivez: mi padre acaba de decir que yo no hago nada en la cocina.
—Pero, querida mía, ¡dejaréis por eso de ser la hija del cocinero! replicó la misma señora que parecía hallarse ofendida de las maneras bruscas de Catalina.
—No quiero tampoco dejar de serlo, respondió la joven: lo que quisiera, sería no tener más ocupación que cantar.
—Desde mañana, dijo el príncipe, te voy á buscar un maestro de música.
—¡Ah! ¿será verdad, padrino? exclamó Catalina: ¿me van á enseñar la música, de veras, con formalidad?
—Sin duda: y así que sepas cantar bien, daré conciertos para que te oigan.
—¿Queréis acaso hacer una cantatriz de esta chiquilla? preguntó al príncipe uno de los convidados.
—¡Ojalá fuese así! respondió Gabrielli; la pobre criatura no ha nacido para cocinera, y de esta suerte le abriría un porvenir honroso y lucrativo.
Todos los presentes lanzaron á Catalina una mirada en la que se traslucía bastante encono; la carrera de cantatriz era ya entonces ilustre en Italia, y la flaqueza humana ha sido en todos tiempos la misma.
Todas aquellas opulentas damas se sentían como lastimadas ante la vida de trabajo, pero sembrada de laureles, que podía obtener aquella oscura y humilde niña.
El príncipe hizo repetir á Catalina algunas otras tonadas, que ésta cantó con la misma perfección, y luégo la despidió con su padre, que no cabía en sí de gozosa vanidad, reiterándole la promesa de encargar un maestro para ella al día siguiente.
—Sois demasiado bueno en tomaros esos cuidados por una chicuela, que seguramente os pagará muy mal, dijo una de las señoras, lo que se podía traducir de esta suerte con toda confianza:
—Sois un necio.
—Su cara da á entender que será una viborilla que muerda el pecho donde halle abrigo y calor.
—¿Quién sabe? observó con gravedad uno de los caballeros; puede que pague con su amor el ardiente y exclusivo que el príncipe parece profesarle.
—No lo niego, respondió Gabrielli; la quiero lo mismo que si fuera mi hija.
—¡Bah! ¡bah! Sois demasiado buen conocedor para eso, y la chica es muy linda, dijo el que había hablado antes.
—¡Y qué, señores! exclamó el príncipe; ¿no habrá nada, por santo y puro que sea, que os merezca el concepto de una sana intención? ¿No se librará ni aun la caridad de vuestras maliciosas sospechas? Os juro, por mi honor, que esa pobre niña sólo me inspira un afecto paternal; mi mujer fué su madrina y al morir me la legó, lo que, á pesar de mi fama de libertino, basta para que yo la respete.
Había hablado el príncipe con tanta autoridad, que nadie se atrevió á contradecirle; pero la reunión careció ya de alegría y de cordialidad, y muy pronto se dispersó, no sin llevar cada uno la firme intención de hablar todo lo mal posible de la cocinerita de Gabrielli, como después se la llamó en toda la Italia.
El príncipe que, no obstante los desórdenes de su vida, era un noble, generoso y espléndido señor, cumplió su palabra, y al día siguiente llamó á Catalina.
Esta salió de las cocinas acompañada de su padre, que, conociendo el entusiasmo de su señor por la belleza, y pareciéndole la de su hija sin rival en el mundo, no se apartaba de ella.
Al lado del príncipe había un anciano pequeño, enjuto, con los cabellos blancos y el aspecto duro y austero.
Era el ilustre maestro Pórpora, gloria de la Italia y del arte musical.
—He aquí á tu maestro, Catalina, dijo el príncipe; si no llegas con sus lecciones á ser una maravilla, será por culpa tuya; es el ilustre y sabio anciano Pórpora, porque de buscarte una enseñanza, he querido que fuera la primera y mejor del mundo; allí, en aquel gabinete, hallarás un magnífico piano que el mismo Pórpora ha elegido para ti por encargo mío; ahora tu padre bajará á la cocina, yo me iré y tú darás tu primera lección.
En efecto, Catalina quedó sola con el maestro.
Era la cara del anciano tan grave, que la pobre niña, alegre y vivaz, se contristó; dió su lección, que consistió en conocer las primeras notas, porque ella nada sabía de música.
Al marcharse, Pórpora le dió un beso en la frente y le dijo:
—¡Tú serás mucho!
El anciano empleó con Catalina aquella severidad que le hizo proverbial; nada le pasaba; al menor descuido, la regañaba y se ponía furioso, la sujetaba á un estudio lento, paciente, eterno, árido; pero á todo esto resistía la pasión de Catalina por el arte.
Dos años después, el príncipe Gabrielli convidó para un suntuoso concierto á sus salones á fin de que la nobleza de Roma oyese cantar á su cocinerita; de esta suerte se expresaban las esquelas.
No hay que decir que, unos por curiosidad y otros por dar pasto á la maledicencia, acudieron muchísimos convidados á los salones del palacio Gabrielli.
Jamás se había visto tan adornada aquella opulenta mansión.
Enormes ramos de flores lucían en vasos de oro; el salón del concierto se hallaba iluminado a giorno; las pedrerías de las damas centelleaban con los colores deslumbrantes del arco iris; las condecoraciones, los bordados uniformes de la corte pontificia y de las embajadas extranjeras daban mayor brillo á aquella espléndida reunión.
Además de los dos motivos expuestos, había otro poderoso para que acudiesen en tropel al palacio Gabrielli; el príncipe, indignado de las hablillas que habían circulado por la ciudad, había cerrado su casa y él mismo se había retirado de todo trato.
Los maldicientes sintieron bastante esta medida; era el príncipe persona de gran influencia, rico, servicial, y además ¡se comía tan bien en su casa!
Así fué que á la primera invitacion todos corrieron á reanudar los hilos rotos de aquella útil amistad.
Hacia las diez de la noche vieron entrar á una joven conducida por un anciano, que le daba el brazo; eran Catalina y su maestro.
Los dos formaban el más extraño contraste que se quede imaginar.
Catalina había crecido; era una joven alta, pero muy delgada, ya por su contextura nerviosa y fina, ya porque sólo contaba dieciseis años.
Los mismos que dos años antes eran sus negros ojos, su boca de coral y perlas, la rica profusión de sus cabellos de ébano, la suelta elgancia de su gracioso talle; la misma altivez se veía en sus facciones, á la que se unía cierto desenfado que no llegaba á ser insolencia, pero que tampoco tenía nada de común con la modestia.
Entraba, no como una pobre niña protegida, que va á tener la honra de ser escuchada por lo más encumbrado de Roma; sino como una joven reinecita que va á dejarse oir de sus vasallos.
Llevaba un traje de seda blanca, de hechura lisa; un collar de perlas de tamaño extraordinario, que había sido de la hermosa princesa Gabrielli, y que había regalado el príncipe á Catalina para aquella solemnidad, y medio perdida entre las magníficas trenzas de sus cabellos negros una rosa blanca.
Vestida de esta suerte, su elegante y rica sencillez le hacía parecer la mejor ataviada de todas las beldades que llenaban el salón.
Pórpora vestía un raído traje de paño negro; el pantalón muy corto, dejaba ver sus zapatos sin lustrar. El chaleco había perdido su primitivo color y presentaba uno indefinible; sobre sus sienes se mecían algunos cabellos blancos que llevaba sin cuidado alguno, y á pesar de un aspecto tan miserable, el genio resplandecía en aquella frente calva.
Pórpora, severo, duro, casi feroz para sus discípulos y enteramente olvidado de su persona, era un tesoro de sensibilidad, y gastaba en socorrer á los artistas pobres las inmensas sumas que ganaba.
Muchas altivas y varoniles frentes se inclinaron al pasar aquel pobre viejo, y desde luégo se auguraron maravillas de la cocinerita cuando su rígido maestro la presentaba en público.
Pórpora se sentó al piano; preludió algunos instantes y luégo se oyó la voz de Catalina, que empezó con serenidad y admirable estilo el aria de la ópera Dido, de Metastasio, son regina e son amante.
Nunca la bella reina de Cartago ha tenido un intérpetre más fiel; Catalina cantaba con un estilo tan terso, tan puro; tan admirable era su fisonomía, tan apasionada y tan hermosa, que toda aquella asamblea, fría y dispuesta á la crítica, se dejó arrebatar por el más ferviente entusiasmo.
Catalina acabó de cantar con calma y serenidad y sin que su triunfo pareciese embriagarla lo más mínimo; luégo arrojó una mirada de soberano desdén á la reunión, como diciendo:—¿qué sois todos vosotros para mí?
Muchos caballeros se acercaron á felicitar á Pórpora por haber sacado aquel prodigio de una muchacha ignorante; pero el gran maestro, que detestaba el incienso y á los nobles, respondió bastante rudamente:
—Nada, nada, señores; es ella quien vale, pues yo solo no podría ni sé hacer un diamante de un guijarro.
Instóse á Catalina para que cantase de nuevo; pero se negó á ello Pórpora con la áspera resolucion que acostumbraba, diciendo que Catalina no podía abusar aún de sus facultades musicales, y que bastaba por aquella noche.
El príncipe no cabía en sí de alegría y vanidad: delante de todos abrazó repetidas veces á Catalina y la besó con la mayor ternura.
—Entre los concurrentes, y retirado en el más oscuro rincón de la estancia, se hallaba el cocinero, medio lelo de orgullo: ¡aquella jóven tan admirada, tan obsequiada, era su hija! Aunque tenía otros hijos, toda su admiración era para Catalina.
Cuando todos se retiraron despues de una espléndida cena, el principe preguntó á Pórpora que cuántas veces al mes podía cantar Catalina en conciertos como aquél.
—Lo más dos, respondió el maestro.
—¡Cómo! ¡Solamente dos!
—Ya os he dicho que eso lo más; pero creedme, y que me crea ella también: lo mejor es que se deje de divertir á necios y maldicientes, y que se ajuste en el teatro; esa es su vocación, y si no, ved cómo le relumbran los ojos sólo de oirlo.
—¿Cuánto tiempo habrá de pasar para eso?
—Tres años.
—¿De estos tres años podré disponer de algún tiempo para dar conciertos?
—De dos años: podéis dar cuarenta y ocho conciertos, lo que no deja de ser una cantidad exorbitante: el otro año lo pasará recogida y estudiando.
Nadie contradijo la omnipotente voluntad de Pórpora. El príncipe, conformándose con ella, daba un concierto cada quince días, y aquel talento, que cada día se desplegaba con facultades más extraordinarias, llevaba al palacio de Gabrielli, no sólo á la nobleza romana, sino también á la de una gran parte de la Italia, donde la música es la reina de las artos.
De muchos puntos acudieron empresarios á proponer á la cocinerita los más ventajosos ajustes, pues era ya conocida la determinación que hahía tomado de dedicarse al teatro.
Contratóse al fin para el de Luca al cumplir los díecisiete años y marchó con Pórpora y un hermano suyo menor.
En la escritura firmó, para complacer á su padrino, Catalina Gabrielli, y desde entonces, es decir, desde su aparición en el mundo musical, sólo se la conocía con este apellido.
—¿Por qué habéis hecho eso? preguntaban al príncipe sus amigos: ¿no era bastante ya la protección que le habéis dado, que ahora le dais también vuestro apellido?
—¿Y quién mejor que ella puede cubrirle de gloria? respondía entusiasmado el príncipe: ¿qué hago yo con mi apellido? Ella sí que le hará ilustre con su talento y su fama.
El príncipe partió para Luca, porque no quería perder el espectáculo del primer triunfo de su protegida.
Catalina había sido ajustada de primera bufa, según antes se llamaba.
Hizo su salida en la ópera Sofonisba, del maestro Galupi, y fué extraordinariamente aplaudida; las gracias de sus maneras, que se habían formado en la elegante sociedad del palacio Gabrielli: la belleza de su rostro y de su voz, arrebataron á la concurrencia, que la llamó repetidas veces entre aplausos y bravos.
A la siguiente noche se cubrió el escenario de corones y ramilletes.
Entonces Pórpora exigió para ella más crecidos honorarios: y negándolos la empresa, le hizo romper la escritura y la llevó á Padua, donde acabó la temporada teatral de 1747.
Durante otros dos años, Catalina Gabrielli recorrió otros varios teatros de Italia, siendo en ellos aplaudida, aunque no con el calor que en Luca: algunas veces lloró acordándose de aquel entusiasmo, que ya no había vuelto á encontrar; pero era tal el respetuoso temor que le inspiraba Pórpora, que no se atrevía á manifertarle su pena ni la desconfianza que se iba apoderando de su ánimo en lo que respectaba á su talento.
Sin embargo, el sabio artista leía en su alma con tanta más facilidad cuanto que él sufría también: sabía que no se engañaba, y no obstante, Catalina hacía poco efecto y él se desesperaba más que la joven.
Llegaron por fin á Nápoles en 1750; no precedía á la joven cantatriz más que un nombre muy mediano, y la noche de su salida estaba el teatro casi vacío.
Eligió para su estreno la ópera Dido, de Metastasio, cuya aria son regina e son amante tanto entusiasmo había excitado en Roma.
Desde que pisó la escena, comprendió que allí había más calor y más propensión al entusiasmo que en ninguno de los otros públicos que la habían escuchado: cautivado el auditorio por su bella figura y su lindo y expresivo rostro, fué saludada, al salir, con una salva de aplausos.
Catalina, animada y enternecida por una acogida tan favorable, empezó á cantar con seguridad y valentía, cosa tan necesaria en los artistas.
En efecto, nada hay que perjudique tanto al talento como la timidez; nada hay que lo haga sobresalir como la tranquilidad del ánimo.
El público comprendió lo que valía aquella joven de veinte años, y la animaba aplaudiéndola en todas las piezas en que lo merecía: acostumbrado á cantatrices viejas—pues es cosa probada que sólo á la edad madura se acercan los artistas á la perfección—aquel talento precoz, y que al contrario del de todas las demás artistas eminentes prometía largos años de vida, le admiraba hasta un extremo increible.
Al llegar á la famosa aria, el entusiasmo rayó on delirio; el público se levantaba de sus asientos, gritaba, palmoteaba y expresaba de mil maneras su frenesí.
Algunos de los más entusiastas se fueron apresuradamente á comprar flores, alhajas y palomas blancas, que arrojaron al escenario en medio de un delirio indescribible.
Terminada la representación fué llamada á la escena diecisiete veces, y al retirarse fatigada ya de tantas ovaciones, era tanta la gente que llenaba los pasillos y habitaciones que conducían á su cuarto, que creyó imposible penetrar en él.
De aquella noche data la alta reputación de la Gabrielli, como se llamaba á Catalina; al llegar ésta á su cuarto, lo encontró lleno de personajes de la primera grandeza y vió las mesas cubiertas de joyas de gran valor; otras muchas había atadas á los ramilletes que le habían arrojado y que ocupaban todos los asientos de la habitación.
Entonces se abrieron para Catalina Gabrielli las puertas de la vida galante que hasta aquella época ni aun había columbrado.
Los personajes más ricos, más distinguidos y más encumbrados de Nápoles solicitaron su amor; pero de todas las solicitudes la libró el cariño paternal y severo de Pórpora.
—La artista se debo á su arte, le decía; tú no debes amar más que á la gloria, ó á lo ménos, espera á conquistarla para escuchar á tu corazón.
Metastasio hizo entonces empeñó en llevársela á Viena y en presentarla al emperador Francisco.
El único emperador á quien necesita ser presentada es el teatro, dijo el severo Pórpora; conseguidle un ajuste, vos que sois omnipotente, é irá.
Metastasio salió prometiendo conseguirlo; y, en efecto, un mes despues escribió á la Gabrielli anunciándole que estaba ajustada en el teatro imperial como prima donna absoluta y que el emperador le había ofrecido, si realmente valía lo que le habían dicho, que la nombraría su cantora de cámara.
Catalina tenía un carácter que estaba muy lejos de valer lo que su talento.
Era dominante, burlona, voluble, y no respetaba ninguna jerarquía ni consideración social.
Confiando en su mérito, quizá con exceso, no guardaba á nadie consideraciones y las exigía todas.
A vueltas de estos defectos, era caritativa y amaba tiernamente á su joven hermano, á quien daba la educación más brillante, y que jamás se separó de ella.
Catalina salió para Viena, y su maestro y amigo Pórpora se despidió para Roma el mismo día.
—Adiós, hija mía, le dijo el anciano, en tanto que una gruesa lágrima asomaba á sus ojos; ya dejo asegurado tu porvenir, la gloria te abre sus puertas y para nada necesitas ya á tu viejo amigo.
—¡Ah! ¿por qué me habláis así? exclamó Catalina sollozando; ¡vos sois preciso para mi felicidad, maestro mío! ¿No os lo debe todo vuestra cocinerita? ¿Qué sería yo sin vos? ¡Aun estaría entre las cacerolas de mi pobre padre! ¿Por qué no os quedáis á mi lado? ¡Siempre seréis lo primero del mundo para mí!
—Otros cuidados me llaman, repuso el austero anciano sacudiendo melancólicamente la cabeza y enjugando aquella lágrima, que rara vez acudía á sus ojos; me llaman mi arte y mis discípulos. Catalina, escríbeme y entérame de tus triunfos.
—¡Ah! ¿Podéis dudar de que lo haré? exclamó la joven; otra cosa os prometo además; os ofrezco ir á pasar mis primeras vacaciones en vuestra compañía y á estudiar á vuestro lado.
—¡No olvides, hija mía, esa promesa! exclamó el maestro; ven tu, dulce ruiseñor, á alegrar mi solitario y oscuro nido, despojado de todas sus flores por las borrascas de la vida: te espero!
Catalina se acercó á su maestro trémula y ruborizada; algo quería decirle que no se atrevían sus labios á expresar; su angustia eran tan visible que llamó la atención del anciano.
—¿Qué quieres? le dijo; ¿deseas que lleve algo á tu padre? Habla.
—Ya os diré eso después, respondió la joven tomando tiernamente las arrugadas manos del viejo Pórpora; otra cosa es la que deseo ahora, y de la que os quiero hablar... maestro... ¡mirad!
Catalina señaló al anciano el cajon de su gaveta, casi lleno de oro y de bonos del Estado.
El maestro miró á su discípula sin comprenderla.
En la noble pobreza de aquel sabio maestro, la palabra dinero apenas tenía significado alguno.
—Maestro, prosiguió Catalina; todo lo que una hija posee es de su padre, ¿no es verdad?
—Sin duda, respondió Pórpora; por eso debes dar al tuyo el descanso y la comodidad.
—Sí, sí, tenéis razón; ¡pero vos sois mi padre también, el padre de mi inteligencia, y yo sería mil veces dichosa aliviando la pobreza en que vivís!
—Hija mía, respondió Pórpora; yo nada necesito; pobre he vivido y pobre seguiré viviendo, porque no tongo necesidades, ni más amor que mi arte; todos mis discípulos son muy ricos, ya lo sabes, y todos me han dicho lo que tú; pero el viejo Pórpora nada necesita, nada más que ver el cielo y el sol á través de la ventanita de su cuarto.
—¿Pero no socorréis á los artistas pobres?
—Sí por cierto.
—Tomad, al menos para ellos, observó Catalina llenando las manos en el cajón y presentando su contenido á Pórpora.
—Venga, dijo el anciano, y que Dios te recompense con la gloria, hija mía; á nadie le ha ocurrido eso más que á ti; tengo discípulas reinas y princesas que me dicen:—¿qué queréis, maestro? pedid para vos;—pero jamás me han dicho:—¡tomad esto para los artistas desgraciados!—¡Venga, venga, hija mía! Con esto y otro tanto que yo podré reunir, hay para fundar un hospital donde puedan acogerse en sus enfermedades. ¡Y lo fundaré!
—Tomad más, dijo Catalina, vertiendo abundantes lágrimas; maestro mío, tomad cuanto gustéis!
Y viendo que Pórpora no quería acercarse al cajón, tomó con trabajo todo su contenido, lo encerró en una bolsa y exclamó con entusiasmo, presentándola á Porpora:
—¡Tomad para mis pobres hermanos que sufren! ¡Que no se muera en flor ningun genio por carecer de recursos para el estudio! ¡Que no lloren ni padezcan en tanto que yo lo pueda remediar, y para eso, padre mío, acordaos siempre de Catalina, de vuestra cocinerita!
Pórpora lloraba á raudales; ahogado por la emoción, se dejó caer sobre una silla. Catalina enjugó las lágrimas del anciano con su pañuelo de batista, y luégo, tomándole de la mano, le hizo ir adonde estaban reunidas todas las joyas.
—Ahora, dijo, no me neguéis la gracia de llevaros una memoria mía.
—Esta, exclamó Pórpora tomando la más sencilla de las muchas sortijas que allí se veían, y que sólo tenía en el centro un brillante muy pequeño:
—¡No, esta! dijo Catalina.
Y colocó en el dedo del maestro un magnífico solitario que le había arrojado un príncipe napolitano, y que valía un caudal.
—Es una sola piedra, dijo, pero digna de vos, y su procedencia es noble, porque la ha ganado el talento; y ahora, maestro, oid lo que os encargo; así que lleguéis á Roma, enviadme á mi pobre padre. ¡No sabéis cuánto me acuerdo de él! ¡Quiero que sea dichoso y feliz al lado mío, donde quiera que vaya!
Esta fué la última súplica de Catalina.
Aquella noche salió para Viena acompañada de Metastasio y de su hermano, que sólo tenía doce años y al que amaba con ternura.
Pórpora se volvió á Roma.
Tres días después de su llegada, debutó la Gabrielli en el teatro imperial de Viena en presencia del emperador y de toda la corte, causando más entusiasmo, si cabe, que en Nápoles.
Estaba entonces tan bella que no era posible tuviese competidoras.
Su estatura, más bien alta que baja, era esbelta y estaba á la vez llena de gracia y de majestad; sus negros ojos eran rasgados, hermosos y lucientes; sus cabellos caían en gruesos y lustrosos rizos negros al rededor de su cuello con una gracia indecible; su boca de coral se hallaba guarnecida de perlas; era incomparable el dibujo de su garganta, de sus hombros y de sus brazos.
En el primer entreacto fueron á llamarla de parte del emperador.
—Decidle que estoy muy cansada, respondió al chambelán con la mayor naturalidad; más regular me parece que S. M. venga aquí.
Todos se miraron asombrados de aquella ruda franqueza.
—Querida mía, dijo Metastasio, es imposible responder eso al emperador.
—¿Por qué?
—Porque es una irreverencia.
—¿El estar yo cansada?
—El enviárselo á decir: tenéis que ir, bija mía, ú os exponéis á caer en su desgracia.
Catalina hizo un gesto de desdén que traducía hasta qué punto era indomable para los poderosos aquel carácter tan tierno con los débiles y tan amante para los suyos; pero se contuvo, por la mucha gente que había en su cuarto, y por las miradas en extremo suplicantes que le dirigía Metastasio.
Echó sobre su traje una capa de terciopelo y subió con él al palco imperial.
El emperador y la emperatriz se sorprendieron á su vista, pues de cerca les pareció la cantatriz más hermosa que en la escena.
—Habéis cantado admirablemente, le dijo la emperatriz, que creía deber animarla.
—Ya lo sé, respodió bruscamente Catalina: si hubiera cantado mal, señora, á buen seguro que no me hubieran aplaudido.
—Sin embargo, repuso el emperador frunciendo el ceño, creo que convendréis conmigo, señorita, en que el público de Viena es muy galante.
—No, señor, respondió Catalina: si me ha aplaudido es porque lo merezco; he hecho lo que sabía y no por afán de gustarle, que de sobra sé yo que en algunas ocasiones le gusta lo malo y le cansa lo bueno: sino porque al ver un teatro grande, bello, y tan bien alumbrado, me entusiasmé yo misma.
—Y á esto contribuyó el saber que sus majestades habían venido á escucharos, dijo Metastasio, que estaba en ascuas al oir las insolencias de Catalina.
—Ni por cinco segundos he pensado en semejante cosa, respondió la rebelde joven: y además, lo mismo canto para todo el mundo. En Nápoles había una pobre ciega que deseaba oirme: me ló dijeron, fuí á su casa y estuve cantando por complacerla más de tres horas lo mejor que sabía, y ciertamente mejor que esta noche, pues al final del acto me moría de calor y de cansancio, porque la obra es de prueba: si yo cantara lo que me diera la gana, otra cosa sería; pero eso de cantar uno lo que le mandan, apura la paciencia de un santo.
Aquella ruda franqueza contrastaba de tal suerte con la adulación y continua lisonja á que estaban acostumbrados los emperadores, que éstos miraban á Catalina sin poder comprender apenas lo que oían.
—Iréis mañana por la noche á palacio, dijo la emperatriz, y cantaréis lo que gustéis para mí y para toda la corte, á la que convidaremos: ahora admitid esta muestra de la satisfacción con que el emperador y yo os hemos oído, y retiraos ya á descansar hasta que empiece el acto segundo de la ópera.
Y la emperatriz, al decir estas palabras, se quitó de su brazo izquierdo una rica cinta de pedrería y la puso en las manos de la Gabrielli, que no pareció admirada de semejante dón y que acabó de cantar la ópera con el gusto más exquisito y la más fácil bravura.
Al salir, terminada la representación, se halló con un inmenso público que la esperaba, la hizo subir en un carruaje abierto y la escoltó hasta su casa con la música del teatro y alumbrando con hachas de cera.