Mujeres ilustres. Tomo III - María del Pilar Sinués - E-Book

Mujeres ilustres. Tomo III E-Book

María del Pilar Sinués

0,0

Beschreibung

El tercer y último tomo de Mujeres ilustres, ciclo de "narraciones histórico-biográficas" pergeñado por María del Pilar Sinués, se encarga primero de Josefina de Beauhearnais, la conocidísima emperatriz de Francia, pareja de Napoleón, cuyo derrotero responde a la pregunta ¿es posible separarse con generosidad del hombre más poderoso del mundo, al que se sigue amando? Luego se retoman las biografías de Juana de Arco, Duquesa de Orleans, que para Sinués simboliza maravillosamente la pureza del fervor religioso cristiano, y de Luisa Maximiliana Stolberg, princesa de Estuardo y Condesa de Albany.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern
Kindle™-E-Readern
(für ausgewählte Pakete)

Seitenzahl: 326

Veröffentlichungsjahr: 2021

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



María del Pilar Sinués

Mujeres ilustres. Tomo III

NARRACIONES HISTÓRICO-BIOGRÁFICAS

Saga

Mujeres ilustres. Tomo III

 

Copyright © 1885, 2021 SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788726882360

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.

 

www.sagaegmont.com

Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

MARÍA JOSEFINA

TASCHER DE LA PAGERIE VIZCONDESA DE BEAUHARNAIS Y EMPERATRIZ DE FRANCIA

I.

El sol iba lentamente á hundirse en el mar que lame las extensas sábanas que forman la rica colonia de San Pedro en la Martinica, y la brisa de la tarde mecía dulcemente las palmeras, los cocoteros y los colosales arbustos cargados de flores y de aromas, cuando una joven, ó más bien una niña, salía de una elegante casa, atravesando lentamente un extenso parque que precedía al edificio y que se cerraba con una verja de hierro.

Detrás de la casa, á la derecha, y en una eminencia vecina, se oía el canto de los esclavos, que ganaban en los ingenios el oro con el sudor de su rostro.

El paisaje estaba bañado de luz, y la calma y la tranquilidad le envolvían por todas partes: cantaban los pájaros el himno de la tarde; el espumoso río, guarnecido de cañaverales, murmuraba, besando las flores de la ribera: á lo lejos una campana resonaba con el Angelus, que llamaba á los fieles á la oración y á las alabanzas de María.

La joven que apareció en el umbral de la casa, era casi una niña, y su dulce figura en todo digna de aquel hermoso y tranquilo cuadro.

No se admiraba en ella una gran belleza, ni á primera vista se la hubiera podido llamar bonita; mas si la primera mirada que se la dirigía dejaba el alma tranquila, la segunda ya se detenía en ella con una secreta complacencia, y poco á poco el poderoso encanto que emanaba de su persona iba robando el corazón...

Podía contar catorce años, y su estatura, que apenas llegaba á mediana, era ya la que había de tener, pues en aquel cálido clima el crecimiento de la mujer es tan rápido como prematuro.

Sus formas eran esbeltas, delicadas y llenas de tal armonía, que ninguna de ellas se hubiera deseado más bella ó más perfecta: su talle flexible, sin ser muy delgado, ostentaba tanta gracia, que era difícil no admirarle como el modelo más exquisito: la tabla de su pecho, alta y gallarda, dejaba ver el arranque de una garganta hecha á torno, más bien corta que larga, y adornada con un gracioso hoyuelo; sus hombros redondos é infantiles, sus manos y pies de niña, todo era delicado y noble, casto y voluptuoso á la vez, uniendo la más exquisita gracia francesa, al abandono de la criolla.

Cuando la atención podía separarse de aquella linda figura para pasar al rostro, quedaba allí más cautiva: hallábase con una carita blanca como la azucena, dulcemente ovalada y terminada por una graciosa barba: un bosque de cabellos negros cubría su cabeza, más bien pequeña que grande, y negras también eran sus cejas finas y arqueadas y sus largas y rizadas pestañas.

Por un capricho de la naturaleza, los ojos de aquella joven eran de un azul subido y oscuro, y brillaban como dos grandes zafiros entre sedosas franjas negras.

Tenía la nariz graciosa y ligeramente levantada, y su boca era bonita y delicada, si bien con el defecto de tener muy mala dentadura.

Pero este defecto apenas lo era por la especial configuración de sus rosados labios, que formaban un arco de coral húmedo y brillante, y además se olvidaba fácilmente, fijando la vista en las otras perfecciones de su rostro.

Tenía puesto un traje de muselina blanca, corto hasta dejar ver dos pies diminutos, calzados con botines de raso azul: un cinturón azul ceñía su talle, y otra cinta de raso del mismo color se enredaba cutre los negros bucles de sus cabelllos.

Llevaba unos pendientes de oro muy sencillos, y adornaba su linda y redonda garganta una cadenita de oro también, que sostenía una cruz del mismo metal.

Las mangas del vestido, cortas y huecas, dejaban ver sus torneados brazos, terminados por unas manos de marfil.

La joven se detuvo en el umbral de la puerta de la casa, miró hacia el parque, que abrazó con una mirada melancólica, y luégo volvió sus ojos al camino, como si esperase ver llegar á alguno por entre los corpulentos árboles que le bordeaban.

Una voz de mujer que se oyó á alguna distancia le hizo volver la cabeza.

Aquella voz tenía un eco dulce y cariñoso, y no pronunció más que esta sola palabra:

—¡Josefina!

—Aquí estoy, tía, respondió suavemente la joven.

—¿No vienes á terminar tu lectura? preguntó la misma voz.

—Tía, estoy esperando á Pascuala, dijo la joven con acento algo trémulo: deseo saber de mi madre.

—¡Qué desgraciada imaginación la tuya! dijo más cerca la voz de la dama á quien Josefina había llamado tía; y un innstante después, una señora como de cincuenta años apareció en el umbral de la casa, deteniendose á poca distancia de la joven, á tiempo que ésta enjugaba una lágrima con la yema de su dedo índice.

—¿Por qué has de pensar siempre en lo peor? dijo tomando la mano de Josefina, atrayéndola hacia sí y besándola en la frente con íntima ternura.

—¡Bien sabéis, tía mía, el fatal estado de mi pobre madre! exclamó la niña, que ya no pudo reprimir su llanto: ¡Ya sabéis cuánto la amo! ¡hace ya cuatro días que no la veo, y estoy con una inquietud mortal!

—¿No te envía tu padre noticias suyas tres veces cada día?

—¡Sin duda; pero yo no la veo!

—¿Eso es decirme que quieres ir á verla?

—¡Oh tía mía! exclamó Josefina, tomando la mano de la dama, y llevándola á sus labios:

Y vencida por su timidez, no pudo decir más.

—Hija mía, dijo la buena señora: veo que no eres á mi lado tan felíz como yo desearía, y sin embargo, no puedo resolverme á cederte á tus padres: tú eres para la soledad de mi casa como un bello rayo de sol, que todo lo anima y vivifica; no obstante, el amor de tus padres apenas te deja un lugar en tu corazón libre para mí, ¡y esta certeza me hace desgraciada!

—¡No me habléis así, tía mía! exclamó Josefina echando ambos brazos al cuello de la señora con una profunda expresión de cariño: ¡Que no os amo yo! ¡Que no queda en mi corazón sitio para vos! ¡Para vos, que me habéis educado, que habéis sido para mí, que sois la más tierna de las madres! ¡Ah! ¡Cómo haría yo para abriros mi corazón, y para que vierais en él el sitio que ocupa vuestra querida imagen!

—¡Vamos, cálmate! dijo la buena señora abrazando á su sobrina; somos dos locas y todo lo exageramos en materia de sentimiento; debía yo tener razón por las dos y tengo menos que tú; no llores, hija mía, prosiguió enjugando las lágrimas que, como gotas cristalinas, se deslizaban por las mejillas de la joven: mira, allí viene Pascuala.

Volvióse Josefina y vió llegar, en efecto, á una negra alta, corpulenta y ya de edad avanzada.

Josefina se separó de los brazos de su tía y voló á su encuentro.

—¿Y mi madre? preguntó ansiosa.

—Está mejor, señorita, contestó la interpelada: venía á decíroslo.

—¿Ha preguntado por mí?

—Dos veces.

—¿Y mi padre?

Pascuala bajó la cabeza y nada respondió.

—¿Está malo mi padre? exclamó asustada Josefina, y mirando á la negra con ansiedad.

—No, no, señorita, lo que está es furioso

—¿Furioso? ¿Por qué?

—Se ha incomodado mucho con uno de los esclavos de la casa, y está pensando en el castiga que se le dará esta misma tarde.

¡Santo Dios! exclamó Josefina: ¿y qué esclavo es ese?

—Daniel, el que se iba á casar esta misma semana con la negrita Elisa; como vos, señorita, os interesáis por todos los esclavos, fácilmente recordaréis quién es.

—¡Sí, sí! respondió Josefina; Daniel... lo recuerdo; el que cuidaba de mis macetas: el que me buscó un día un nido de pajaritos azules y rojos... el hujo de la vieja Nineta...

—Ese mismo: ¡ah señorita! bien sabía yo que vos teníais la memoria del corazón!

—¿Y qué ha hecho Daniel?

—Se ha separado del trabajo antes de la hora de costumbre para ir á ver á Elisa.

—¿No tiene otro delito que ese?

—No, señorita: ¡ah! si vos estuvierais en casa...

Y la buena Pascuala enjugó dos lágrimas, pensando en la suelde del pobre negro.

—Vete hasta mañana, dijo madame Renaudín, que este era el nombre de la tía de Josefina; así verás á tu madre, y suavizarás el rigor del castigo que va á sufrir ese desdichado.

—Gracias, tía mía, contestó la joven, abrazando cariñosamente á la buena señora; gracias y hasta mañana.

Y con la ligereza de una cervatilla, salió seguida de Pascuala, que la miraba con aire enternecido.

II.

Josefina andaba con paso rápido, deseando llegar lo antes posible á su casa, á fin de evitar al pobre esclavo el castigo que le amenazaba.

Al dar la vuelta á un cañaveral, que sombreaba la margen del río, salió de entre la espesura una mujer vieja y casi cubierta de andrajos.

Era un sér extraño, medio mulata y medio gitana, que hacia poco había llegado al país, y que habitaba en una especie de caverna al pie de una alta montaña.

Josefina no la había visto nunca, aunque había oído hablar de ella: así es, que al verla se detuvo sorprendida, á pesar de su anhelo por llegar á la casa paternal.

La gitana se puso delante de ella, la míró á su vez con atención, y exclamó con acento enfático.

—¡Gracias sean dadas al que todo lo puede, por haberme puesto en presencia de la hija de la luz, del ángel de la montaña, la que tiene la cara de un serafín y el corazón de una paloma!

—Dejadme pasar, buena mujer, dijo la joven: tengo prisa.

—¡No sin que yo te diga, hermosa niña, la buenaventura! exclamó la maga: dame tu mano.

—Estoy de prisa, repitió Josefina; ya veis que va á hacerse de noche: ¡dejadme que me vaya!

—Poco tiempo podéis estar detenida, aunque oigáis la buenaventura, señorita, dijo Pascuala, que ardía en deseos de saber lo que iba á predecir la gitana: vamos, dadle vuestra mano, para verlo que os espera en la vida.

—¡Tú estás loca, mi buena Pascuala! murmuró Josefina algo confusa; pero antes de que hubiera pensado si debía retirarse ó permanecer allí, la maga se había apoderado de su blanca y pequeña mano, y parecía leer en ella algunos caracteres misteriosos.

—¡Vamos, hablad! exclamó Pascuala, que se moría de impaciencia, por saber pronto la suerte que estaba destinada á Josefina: hablad, porque tenemos prisa.

—¡Escuchad! empezó la maga con voz profética: escuchad, bella niña, dulce como la brisa que corre entre los árboles del bosque: os casaréis con un oficial francés de distinción, y esto será dentro de muy breve tiempo.

Josefina dejó pasar por sus labios una sonrisa. Y no es esto todo, prosiguió la gitana: quedaréis viuda joven aun, y volveréis á casaros con un guerrero, cuya fama llenará el mundo, y que os hará más que reina.

—Vamos, vamos, Pascuala, dijo riendo la joven; da algunas monedas á esta pobre mujer, y apresuremos el paso, pues deseo con impaciencia ver á mi madre.

La negra dió dos monedas de plata á la adivina, y siguió á la joven, que, á pesar de su aparente indiferencia, iba pensando en lo que había oído.

—¿No os ha impresionado lo que esa mujer os ha dicho? preguntó la negra.

—Un poco, respondió Josefina; pero no creo una palabra: ¡Cuánto se va á reir mi madre cuando lo sepa!

Ambas mujeres llegaron muy pronto al ingenio. Josefina, á pesar de la impresión que le habían hecho las palabras de la adivina, pensaba sin cesar en el pobre negro á quien iba á castigar su padre con tanta crueldad, y dirigiéndose al instante á la habitación de su madre, encargó á Pascuala dijese á aquél que necesitaba hablarle.

Madame Tascher de la Pagerie era una señora de edad ya avanzada, y cuya salud estaba minada por una cruel enfermedad: Josefina era la última de sus hijas, y por lo mismo había concentrado en ella toda la ternura de su corazón: sin embargo, mirando por la suerte venidera de aquella hija querida, la había cedido á su hermana madame Renaudín, señora muy rica, viuda sin hijos, y que adoraba á Josefina, y pensaba nombrarla su única heredera cuando pasase á mejor vida.

De esta suerte, la señorita Tascher de la Pagerie vivía rodeada de amor y de ternura, y aquella atmósfera cálida y perfumada contribuyó á hacer más exquisita su natural y delicada sensibilidad.

Cuando entró á ver á su madre, se hallaba ésta recostada en su ancho sillón: sus facciones se parecían á las de su hija; pero de la misma manera que se parece la rosa seca y ajada al capullo que se abre en el mismo rosal.

Aquella pobre mujer llevaba impreso en su rostro el sello de grandes y ocultas penas: siempre víctima del carácter feroz de su marido, y siempre disimulando lo mucho que le hacía sufrir, su salud había llegado á alterarse profunda é irremediablemente, y la alegría había desaparecido para siempre de su alma.

Abrazó á Josefina con íntima ternura y la llenó de besos, teniéndola algunos instantes apoyada en su corazón.

—¡Cuán dichosa soy al verte, hija mía! exclamó: tu presencia es para mí como el primer rayo del sol que nos envía la mañana, después de una noche de tempestad. ¡Ah! si pudiera tenerte siempre á mi lado, yo sería del todo dichosa y bendeciría la bondad del Todopoderoso.

—Y yo, madre mía, respondió Josefina, y yo también sería mucho más feliz al lado vuestro: las horas que os veo, son mis horas de alegría. ¿Queréis que me venga con vos mientras estéis mal de salud?

—¡Ah! exclamó la pobre madre; eso sería demasiada felicidad! Y luégo tu tía se ofendería con tu padre y conmigo... Mi enfermedad, hija mía, no es de las que pasan ó se alivian, no: ¡Ya no me dejará hasta el sepulcro! Vete á ver á tu padre, hija mía, prosiguió: también desea mucho verte.

—Sí, ¡sí! exclamó Josefina levantándose: necesito verle... ¡es preciso! tengo que pedirle que suspenda el castigo que va á imponer á un pobre esclavo... ¡Ah, madre mía! ya no me acordaba; iré, alcanzaré el perdón de ese desdichado, y luégo volveré para contaros una cosa muy extraña que me ha sucedido al venir.

—¿Una cosa muy extraña?

—Sí, madre mía: he hallado á una adivina, á una maga...

—¿Y qué te ha dicho? preguntó sonriendo la madre, pues conocía á la profetisa.

—¡Que seré reina!

—Más que reina, añadió Pascuala: y casada dos veces...

—¡Casada dos veces! repitió estupefacta la madre: ¡Ay pobre hija mía! Si yo tuviera seguro el que te casases una, qué dichosa sería!

—¡Pues qué, señora! exclamó Pascuala: ¿no pensáis que este ángel pueda hallar un buen esposo? ¿Tan poco vale? ¡En verdad que sois muy injusta!...

—No quiero decir que mi hija valga poco, mi buena Pascuala, dijo madame Tascher, no: ¿quién puede estimarla más que su madre? ¡Ah! yo la creo superior á todos los tesoros de la tierra; pero la fortuna de su padre está comprometida de una manera harto visible, y estas colonias francesas ofrecen pocos partidos admisibles. ¡Si yo pudiera llevarla á París!...

—Por fortuna, señora, la niña no oye vuestras tristes predicciones, dijo la negra: ya se ha ido ҽ pedir á su padre gracia para el pobre Daniel: ¿pero es justo, ama mía, que os martiricéis con tan poco motivo? ¿Pensáis que Josefina no hallará un esposo modelo? ¡Si pensáis así, sois por cierto bien injusta, no sólo con nuestra niña, sino también con la divina Providencia, que nos la ha dado!

—Tu cariño á Josefina te ciega, mi buena Pascuala, dijo la tierna madre sonriendo tristemente. ¡Ojalá el cielo escuche tus votos y convierta en realidad tus esperanzas!

—Yo estoy tan cierta de que sucederá, que desde ahora sólo la voy á llamar la Reinecita ( 1 ).

Y Pascuala, para huir de la prohibición que acaso su señora pudiera hacerle, de emplear aquel nombre para su hija, salió de la estancia y se fué á sus quehaceres.

Entretanto Josefina había corrido al cuarto de su padre, cuya puerta halló cerrada.

Una opresión de corazón la sobrecogió ante aquella puerta helada y muda, imagen fiel del corazón de aquel hombre.

A través de la cerradura se oían los pasos desiguales del colono, que medía la estancia sumergido en sus sombrías cavilaciones.

Josefina, temblando, se acercó dos veces á aquella puerta, y otras dos volvió á retirarse; pero al dar un paso para retroceder, pensó en el pobre Daniel, y halló el valor que de otro modo no podría haber encontrado.

Con la palma de su pequeña y blanca mano dió un golpecito, y la dura voz de su padre respondió desde adentro:

—¿Quién es?

—¡Yo, papá!... contestó tímidamente la niña: ¡Yo... ábreme!

—¿Eres tú, Josefina? tornó á preguntar la voz, que entonces pareció más suave.

—Sí, ¿no me conoces?

—¿Cuándo has venido?

—Hace un momento, y después de ver á mamá he corrido á saludarte.

—Vuelve luégo...

—¿Y por qué no te he de ver ahora, papá mío?

—Ahora estoy ocupado... luégo te veré.

—No estás ocupado, repuso Josefina con voz serena, no obstante que se ahogaba. ¡No estás ocupado, porque te oigo pasear!

—A pesar de eso, no te puedo recibir: ¡Tengo pésimo humor!

—Sólo quiero decirte dos palabras.

—Luégo.

—¡Ahora, papá! ¡Son muy precisas!

—¡Déjame en paz! gritó ya enojado el padre.

—¡Imposible, papá! Me he caído, me he hecho mucho daño, y es preciso que te lo enseñe.

—¡Te has caído! exclamó el padre, descorriendo al instante el cerrojo: ¡Te has hecho daño! ¿Y dónde, dónde?

Josefina quedó inmóvil y herida de sorpresa: en su deseo de que le abriera la puerta, no había calculado que su mentira iba á ser descubierta; así es que, cortada y confusa, no supo qué responder.

—¿Te has herido?... ¿dónde?... habla, exclamó su padre impaciente.

—¡Ah, papá! repuso la niña, tomando de repente su partido: ¡Me he herido... en un pie!

—Veamos la herida.

—Luégo, luégo: déjame entrar en tu cuarto.

Y Josefina abrió la puerta que guardaba su padre, y se entró en el aposento, apoderándose de una silla que ocupó.

Aquella estancia presentaba un aspecto casi lúgubre: un mueble de hierro, donde el colono guardaba sus valores, una mesa de encina tallada, unos cuantos sillones del mismo género, mapas, esferas, y una rica panoplia formada de armas extranjeras, componían el mueblaje: á pesar de ser aún temprano, ya había dos bujías encendidas, que ardían sobre la mesa de escribir.

El padre de Josefina tenía una figura severa, pero no ruda ó cruel: se conocía que las penas y los mil cuidados que traen los negocios habían blanqueado prematuramente sus cabellos: en la mirada que fijó sobre su hija se advertía una ternura profunda.

—Papá, dijo Josefina levantándose y dejándose caer de rodillas delante del colono: papá mío, antes de enseñarte mi herida, quiero pedirte un favor.

—¡Un favor! repitió absorto Mr. Tascher.

—¡Sí, papá, un favor! el de que perdones á Daniel por la falta que ha cometido.

—¡Cómo! exclamó el colono: sabes...

—Que le vais á castigar.

—Y cruelmente.

—¿Por una falta tan leve?

—Por una falta repetida mil veces, y de la cual no se quiere corregir.

—¿Y cómo lo hará, papá? El amor es más fuerte que él, dijo la amable niña con una extrema y encantadora candidez.

—¿Cómo lo sabes tú? dijo el padre, que no pudo menos de sonreirse.

—Me lo figuro, papá: ¡El amor debe ser una cosa muy grande y muy bella, y yo lo juzgo por el que te tengo á ti!

El colono besó á su hija en la frente.

—¡Ah, picarilla! exclamó: ¡Cómo sabes por dónde has de engañarme!

—Yo no te quiero engañar, papá de mi alma, exclamó Josefina; al contrario, quiero evitarte el cometer una mala acción.

—¿De qué modo?

—Consiguiendo de ti que perdones á Daniel.

—Eso no puede ser.

—¿Por qué?

—Se burla de mi autoridad, y da mal ejemplo á los demás esclavos.

—¿Sólo ha dejado el trabajo para ir á ver á su novia? ¡Y qué cosa más natural, papá! Cuando yo tenga novio desearás que me quiera mucho, ¿no es verdad?

—Sin duda.

—Pues bien, entonces ¿por qué has de culpar á Daniel, porque quiere á Elisa?

—No es la misma cosa.

—La misma, todos somos hijos de Dios; en fin, papá, yo he sabido hoy una cosa que te alegrará, y te la voy á decir si me ofreces perdonar á Daniel, ó más bien, si me das su perdón para que yo se lo vaya á llevar.

—¿Qué has sabido?

—Me han dicho que seré casada dos veces: y la segunda con un guerrero que me hará más que reina.

—¿Quién te ha dicho eso?

—La buenaventura.

—¡Qué! ¿tú crees á esa bruja?

—Cuando dice cosas agradables y bellas, sí.

Reinó el silencio durante algunos instantes: Josefina, á pesar de su aparente serenidad, tenía el corazón palpitante y esperaba, temblando á la ves con la impaciencia y con la duda, el perdón del pobre esclavo. Por fin, fué su padre el que habló para decir:

—Vamos, enséñame el golpe que has recibido en el pie, y déjame solo.

—¿No llevo la orden de poner en libertad á Daniel?

—No.

—Pues entonces, papá, no me muevo de aquí, exclamó la niña con los ojos llenos de lágrimas arrancadas por el despecho y el dolor; he ofrecido llevar el perdón, y si me haces faltar á mi palabra, no me pongo ya más delante de esas pobres gentes: ¿Qué dirían de mí? ¡Eso sería vergonzoso!

—Ve y di que pongan en libertad á Daniel, dijo el padre: veo que te has empeñado en eso, y que no te irás de aquí si no consigues lo que deseas: enséñame la herida del pie, y vete á curarla.

—¡Ya está! exclamó Josefina saltando alegremente: no tengo herida alguna.

—¡Cómo! ¿Me has engañado?

—Si, papá.

—¿Con qué objeto?

—Para que el afán de ver mi herida te hiciese darme el perdón de Daniel.

—Vete, pues, vete, y y déjame en paz.

—¡Papá! exclamó Josefina suspendiéndose al cuello de su padre: en recompensa de lo que has hecho, voy á estarme contigo ocho largos días.

—¿Y te dejará tu tía?

—¡Sin duda! Adiós y gracias, mi buen papá.

Josefina abrió la puerta y salió de la estancia saltando como una cervatilla.

Dirigióse en seguida á la planta baja de la casa, donde halló á su negro paseándose por delante de algunas puertas cerradas.

—¿Cuál es el calabozo donde está Daniel? preguntó Josefina al negro que se paseaba.

—Aquel, señorita, dijo señalándole la segunda de las puertas.

—Ábrelo, mi buen Francisco; ábrelo de orden de mi padre.

—¡Ah, señorita! ¿Será verdad que traéis su libertad? preguntó enternecido el buen hombre.

—Sí, tanto he rogado, que me lo ha concedido.

—¡Sois un ángel, la providencia de todos nosotros, el ángel tutelar de los pobres esclavos!

Francisco abrió la puerta del calabozo, y Josefina llamó con voz dulce:

—¡Daniel!

—¿Quién me llama? preguntó una voz sorda y triste.

—Yo, Daniel: ¡Josefina! Sal, que estás libre.

—¡Dios mío! ¿es á vos á quien lo debo? exclamó el pobre negro, que de un salto se puso junto á la puerta: ¡Sí, prosiguió, á vos, á vos sola!

—Yo he alcanzado tu perdón de mi padre, dijo la amable niña; pero ten cuidado, porque mi padre dice que abusas de su paciencia: no dejes el trabajo antes de la hora señalada por ir á ver á Elisa: ¿No vais á casaros pronto?

—Dentro de un mes, señorita.

—¿Por qué, pues, esa impaciencia por verla, si dentro de breve tiempo será tuya para siempre? No pagues con ingratitud á mi buen padre, Daniel; aunque os quejáis de su carácter, ya ves cómo yo alcanzo siempre que sea con vosotros humano y generoso.

Daniel besó lamano de Josefina, y salió al campo en dirección ála chozade su anciana madre, donde Elisa le esperaba sin duda, llorando por el castigo que le amenazaba.

Josefina volvió al lado de su madre.

Allí, apoyada su cabeza en el regazo de la buena señora, le contó cuanto había pasado durante los días que había estado sin verla, le enteró de sus inocentes ocupaciones, y le habló de las labores que tenía proyectadas, de las limosnas que había hecho, y de las flores que cultivaba.

Porque Josefina tenía una verdadera pasión por las flores: en el jardín de su tía, un inmenso parterre estaba dedicado á sostener las flores más delicadas de los trópicos, los arbustos más raros, y las plantas más extrañas y más bellas.

Dos esclavos inteligentes en el ramo de jardinería eran los encargados de aquel pequeño oasis, que daba cada día una rica cosecha de flores para embalsamar, no sólo el aposento de Josefina, sino el salón y la sala de labor, donde ella pasaba muchas horas del día entregada á sus labores y al cultivo de la música y de la pintura.

Así se deslizaba la bella, inocente y poética existencia de aquella niña.

III.

Un año apenas habia pasado desde los sucesos que acabamos der eferir, y que, según creemos, han dado á conocer algún tanto el carácter de Josefina, cuando llegó á San Pedro un elegante joven, que se anunció con el título de vizconde de Beauharnais.

Todas las familias notables de la colonia se apresurarón á abrir las puertas de sus casas á aquel gallardo caballero, que llegaba de París con excelentes cartas de recomendación.

Una de estas cartas le abrió tambien la casa de Mr. Tascher, donde fué recibido sin etiqueta alguna, pues el estado de la esposa de aquél no la permitía.

—Mucho vais á echar de menos á París el tiempo que permanezcáis entre nosotros, señor vizconde, dijo madame Tascher, con la dulce amabilidad que le era habitual: aquí carecemos casi por completo de diversiones: la industria, ocupa el tiempo en su totalidad, y puede decirse que vegetamos: apenas tenemos afán por enseñar á nuestras hijas aquellas habilídades de salón que hacen agradable á una joven, y puede decirse que su instrucción es puramente casera.

—Por cierto, señora, repuso el vizconde con galantería, que no sentiré la diferencia que indudablemente hallaré entre las jóvenes de aquí y las de París; allí es tan superficial su educación como su carácter, y la libertad de las costumbres ha llegado ya á desprestigiar, no sólo la palabra amor, sino hasta el noble sentimiento que lleva el mismo nombre.

—Acaso pensáis así, señor vizconde, porque no habéis amado todavía.

—Acaso es verdad, señora: el amor lo ennoblece todo, y hasta el mismo sitio en que nace.

—Tenéis razón: aquí hallaréis demasiada gravedad y también saldréis ileso, por lo que toca á las heridas de amor.

—¿Dónde, pues, me aconsejáis que vaya á casarme, mi querida señora?

—A España, donde las mujeres son á la vez graves y tiernas, apasionadas y dignas; pero no me pidáis consejo ni le toméis, porque os casaréis donde quiera que améis. ¿Podréis honrar mañana nuestra mesa? Deseo presentaros á mi hija Josefina y á mi hermana madame Renaudín.

—Vendré sin falta, señora, dijo el vizconde, inclinándose graciosamente y levantándose al instante; pues aquella invitación daba á conocer que se había terminado la visita.

En efecto, la actitud que había tomado madame Tascher era la de despedida; pocas mujeres en el lastimoso estado en que aquella dama se encontraba, hubieran podido ostentar más rara y exquisita dignidad, y unas maneras más escogidas y más elegantes.

Era una señora qne imponía á la vez el respeto y el amor, y cuyo atractivo era irresistible: todo en ella era adecuado á la ocasión, noble y dulce á la par, digno y afable: sus bellos ojos, que la enfermedad no había podido apagar, sonreían con una dulzura infinita; en la postura de su cabeza y en sus maneras había también algo de ave y de hada, y la misma enfermedad que padecía la hacia parecer más interesante.

Por lo que respecta al vizconde, muy pocos hombres podían comparársele: era alto, moreno, y su fisonomía respiraba un noble orgullo y una dulzura extraordinaria; vestía con exquisita elegancia, y sus modales, sueltos y llenos á la vez de gracia y naturalidad, tenían un atractivo irresistible.

El vizconde, cuyo nombre era Eugenio, había oído hablar de Josefina, á la que desde la predicción de la gitana sólo se le llamaba la Reinecita: cuando fué á casa de sus padres y no la vió, sintió, sin darse cuenta del porqué, una gran contrariedad.

Aquella misma tarde, y dando un paseo á caballo, pasó por delante de la elegante verja de hierro que cerraba el lindo palacio de madame Renaudín.

Llegábase á él por una calle de tilos y seculares encinas, cuyo follaje era tan espeso que formaba arcos de verdura, en los que el sol no lograba jamás penetrar: un claro y abundoso río, guarnecido de cañaverales, corría murmurando y besando cariñosamente las flores de la ribera: al frente de esta frondosa avenida, se elevaba el edificio, al que prestaba guardia de honor una fila de estatuas de mármol blanco, en los que se enlazaban flexibles ramas de verde yedra.

Si fuera de la verja de hierro era todo soledad, frescura y silencio, el interior se asemejaba á un paraíso en miniatura: bosquecillos, cascadas, flores, pájaros extraños, y todo lo que la naturaleza unida al arte puede dar al hombre, se reunía allí para encantar la vista y el pensamiento.

El vizconde de Beauharnais era poeta, en toda la extensa y sublime acepción de esta palabra.

Comprendía y cultivaba la poesía escrita, lo mismo que pintada en un buen cuadro, lo mismo que encerrada en una melodía: en un hombre tan completo, esta espléndida y triple poesía no era sólo lo que se llama talento: era la expresión armoniosa de la alegría pura y serena de la juventud, era el grito profundo de dicha de la criatura, que sintiéndose buena, fuerte y dotada de una alma grande, se eleva hacia su Criador para darle gracias en continuos cantos de alabanza.

Aquel bello y tranquilo cuadro le conmovió profundamente, y comparó la majestad, la apacible belleza del paisaje que tenía delante, con el recuerdo que guardaba de los salones de París.

Su alma parecía entreabrirse á sensaciones desconocidas: su pecho se dilataba para aspirar aquellos gratos y penetrantes perfumes: sintió en sí mismo la plenitud de la vida y del pensamiento, y una lágrima brilló en sus ojos, que se elevaron al cielo para dar gracias á Dios de la dicha inefable que sentía.

En aquel momento oyó tras de las cortinas de verdor y de flores que se veían en el interior de los jardines, oyó, decimos, un canto de una melodía y de una pureza infantiles.

Era una canción sencilla: una balada algo monótona, pero llena de dulzura y de sentimiento.

En la situación de ánimo en que se hallaba Eugenio, aquel canto debía causarle una profunda, impresión, y así sucedió; detuvo su caballo, le ató á un alto sicomoro y se aproximó á la verja, temiendo apagar con el ruido de sus pasos la melo día encantadora que llegaba á sus oídos.

La voz se iba acercando: se conocía que la persona que cantaba se aproximaba cada vez más, y que se movía, á juzgar por las interrumpidas modulaciones de su voz: en efecto, pocos instantes tardó en ver á una joven que cortaba flores en tanto que cantaba.

Cuando hemos dicho una joven, acaso no hemos hablado con la necesaria propiedad: más bien parecía una niña, y esto fué lo que pareció á Eugenio.

Era Josefina: aunque ya contaba quince años y medio, su estatura, más bien pequeña que alta, yla gracia infantil de sus formas, la hacían aparentar menos edad de la que en realidad tenía.

Vestía, según su costumbre, de blanco: y aquel día, su cinturón y el lazo que sujetaba su rizada cabellera negra, eran de raso color de oro. Ignorando que la contemplaban, seguía con su canto y su tarea, y al inclinarse para cortar las flores, su traje dejaba ver sus pies enanos, calzados con zapatitos de raso del color del cinturón, y la entrada de una pierna hecha á torno.

Al dar una vuelta, su mirada se halló con la del vizconde, que tenía su cara pegada á los hierros de la verja.

La señorita Tascher se puso encarnada como una cereza: detúvose, y las tijeras rodaron de su mano al suelo.

Eugenio seguía inmóvil, arrobado y mudo: hay situaciones en la vida que son indescriptibles, y aquélla era una.

En la disposición de ánimo en que el vizconde se hallaba al oir la voz de Josefina, cualquiera canto de mujer le hubiera parecido de una dulzura celestial: y el puro y dulce acento de la niña halló un eco profundo en su corazón.

La vista de aquella graciosa aparición acabó de transportarle á las regiones de la poesía, y sus ojos permanecieron fijos en Josefina con una atracción irresistible.

La señorita Tascher alzó al fin los ojos y los elevó tímidamente hasta los ojos del vizconde, que seguía mirándola siempre con la misma fijeza: ambas miradas chocaron, y puede decirse que sus almas se juraron en aquel beso mudo, pero elocuente, una eterna unión.

Después de aquella mirada involuntaria y suprema, Josefina recogió sus tijeras y echó á huir, como espantada de lo que sentía dentro de sí misma.

Ya había desaparecido hacía algunos minutos, y aun la veía Eugenio delante de sus ojos.

Cuando la luz del crepúsculo, tan bella en aquellas colonias, se extendió por la campiña, cuando las primeras estrellas empozaron á bordar el firmamento, el vizconde, embriagado con los perfumes que se desprendían de los árboles y de las flores, y más aun con las sensaciones que hervían á la vez en su cerebro y en su corazón, pasó la mano por sus ojos y se dirigió lentamente á desatar su caballo.

Ya había montado é iba á alejarse, cuando la puerta se abrió, y un negro joven salió al camino volviendo á cerrar tras sí.

—¿Podríais decirme quién habita esta bella casa?—le preguntó el vizconde.

—Sí, mi amo—respondió aquél;—la habita la señora Renaudin y su sobrina.

—¿No es hija suya la joven que la acompaña?

—No, señor: es hija de Mr. Tascher, uno de los hombres de genio más duro de la colonia, pero la ha educado su tía; la niña se llama Josefina, pero aquí todos le decimos desde hace un año la Reinecita.

—¿Y por qué?

—Porque una adivina le dijo que sería más que reina: ¡Ojalá fuera asi, pero ojalá también fuera reina de esta colonia!

—¿Tanto la queréis?

—Como que es nuestro ángel tutelar: ella alcanza siempre el perdón de los pobres esclavos: ella socorre á los indigentes, á los viejos y á los enfermos: ¡Nosotros la adoramos, señor! Pero se hace tarde... Adiós, mi amo...

Eugenio puso una moneda de oro en la mano del negro, y se alejó.

Hubiera él pagado aquellas noticias con la mitad de su vida.

IV.

No es posible imaginarse, á no tener un temple de alma semejante al del vizconde, con qué impaciencia esperó éste el día siguiente.

Iba á comer en compañía de Josefina en casa de los padres de ésta; iba á hablarla y á oirla hablar.

Para los lectores que estén dotados de una imaginación ardiente y apasionada, es inútil decir que Eugenio no durmió absolutamente nada en toda la noche.

A los que estén más felizmente dotados, les aseguramos que no logró ni un instante de reposo, y que si alguna vez cerraba los ojos, era para ver sin cesar la dulce imagen de Josefina, que ora le sonreía, ora le hablaba con infinita dulzura.

No puede decirse que lo que experimentaba el vizconde fuese una verdadera pasión, ni tampoco la primera pasión de su vida, y acaso era su imaginación, poderosamente excitada por la belleza del país, lo que tomaba más parte en la situación de su ánimo: porque las pasiones súbitas son siempre hijas de la imaginación, y sólo cuando el trato ha descubierto las amables cualidades del carácter ó del talento, es cuando toma parte el corazón.

Eugenio era uno de los hombres más afortunados con las mujeres que el galante París de entonces conocía; idólatra del sexo en general, había tenido infinitos amores, más felices unos que otros, pero que ninguno había sido largo ni desgraciado.

La atracción, pues, que experimentaba hacia la señorita Tascher, no era más profunda que la que había sentido por otras muchas mujeres: la hallaba bonita, simpática, y la situación en que la había visto, soñando él en las regiones ideales, no podía ser más á propósito para hacerle soñar á la vez en el amor de Josefina.

Pero, fuera efecto de su imaginación ó de una predisposición natural á desear un amor verdadero y puro, el vizconde esperó con ansia la hora en que podía ir á casa de Mr. Tascher, según el convite que el día anterior había recibido de su esposa.

Serían las cinco de la tarde cuando el vizconde terminaba su tocador, que había empezado á las tres.

Jamás su ayuda decámara se había vistotan apurado para darle gusto al vestirlo. Eugenio poseía una elegancia natural, que hacía innecesarios los cuidados minuciosos, y su carácter varonil era además enemigo detoda afeminación.

Pero aquel día, el deseo de agradar era tan fuerte en él, que desechó dos trajes de una elegancia irreprochable, y eligió uno que aun no había estrenado.

Aquella zozobra pueril, que tenía su base en el deseo de agradar y en el temor de no lograrlo, encendía la sangre del vizconde, animaba el moreno color de sus mejillas, y hacía arder en sus ojos una llama inusitada que les prestaba más vida y mayor animación.

Perfumado, elegante, y más interesante que nunca, salió Eugenio de su casa para dirigirse á la del padre de Josefina.

Su corazón palpitaba aceleradamente, y cuando entró en el salón, le pareció que la luz faltaba á sus ojos.

El interior de aquella morada era mas bien cómodo que suntuoso; notábase la ausencia de la mujer, porque madame Tascher, agobiada por sus dolencias, de nada podía cuidarse: así puede decirse que la severidad inglesa que reinaba allí, contrastaba con el risueño y poético aspecto del palacio ocupado por madame Renaudín.