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Cuatro novelas cortas que resaltan el valor de la sencillez: Una es la historia de una niña huérfana que llega a la casa de sus tíos en París. Otra narra la complicada vida de la princesa Filipina de Dampierre. La tercera es una parábola sobre las actitudes que se reflejan en el título del relato, "Modestia y vanidad". La última cuenta la historia de una maestra de escuela que cambia de trabajo. Sobre el final de sus días, María del Pilar Sinués escribió este volumen teniendo en mente que los relatos dejen enseñanzas y al mismo tiempo sean entretenidos.
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Seitenzahl: 320
Veröffentlichungsjahr: 2021
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María del Pilar Sinués
Heladas de la familia El Tesoro de la casa.—Filipina La Corona nupcial.—Modestia y vanidad La Maestra de escuela
Saga
Novelas cortas
Copyright © 1890, 2021 SAGA Egmont
All rights reserved
ISBN: 9788726882377
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
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This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.
www.sagaegmont.com
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En un comedorcito elegante, pero modesto de la calle Neuve-des-Petits-Champs, una señora y una jovencita, vestidas de luto, se hallaban sentadas cerca de una mesa completamente dispuesta, y parecían esperar la llegada de alguna otra persona.
—Ya deben ser las once, mamá, —dijo la joven levantándose y yendo hacia la ventana,—¡papá tarda mucho!
—¡Quiera Dios que su viaje haya sido bueno!—respondió la madre con un ligero tinte de tristeza.
—¿Y crees tú, mamá, que mi prima querrá venir á París?—preguntó la joven;—ella misma nos ha escrito, que, después de su padre, nada amaba tanto en el mundo como su pueblo, su jardín y sus pollos.
—¡Ay, hija mia!—repuso la dama;—la pobre Mariana, ahora que es huérfana, no pensará ya en esas cosas.
—¿Y mi prima se quedará para siempre con nosotros, mamá?—preguntó la joven.
—No puedo decírtelo, mi querida Enriqueta,—repuso la madre; — tu papá será quien decida en este asunto, pues que él ha sido nombrado tutor de Mariana, como hermano de su padre.
—¿Sabrá Mariana tocar el piano?
—Sin duda que no, hija mía, porque perdió á su madre demasiado pronto; su padre se ha ocupado siempre del comercio y de sus negocios, no ha puesto á su hija en el colegio, y yo presumo que la educación de la pobre niña ha sido muy descuidada.
—¿De modo, mamá, que será una verdadera aldeana?
—Esperemos á verla para juzgarla, y como quiera que sea, Enriqueta piensa que es tu prima, que es huérfana, y que tú debes ser para ella buena, dulce é indulgente.
El sonido de la campanilla interrumpió á madama Derval, que se levantó en seguida y exclamó;
—¡Ya están aquí!
En efecto, la puerta se abrió, y monsieur Derval entró conduciendo por la mano á una jovencita pequeña y flaca, de tez morena, y cuyo rostro estaba medio oculto por un velo de crespón, negro sujeto á su deteriorado sombrerito.
El recién llegado abrazó á su esposa é hija y luego les dijo:
— Aquí tenéis á Mariana: querida mía,—añadió dirigiéndose á su esposa,—te traigo una segunda hija, y espero que la amarás como á tal.
—¡Que sea muy bien venida!—dijo madama Derval abrazando tiernamente á la huerfanita.
—Enriqueta, — prosiguió el padre, —esta es tu prima; pero de hoy más, quiero que sea tu hermana, porque desde hoy no volveréis á separaros.
Enriqueta, que era más alta que Mariana la abrazó también, inclinándose hacia ella con bastante frialdad.
—Hija mía, —prosiguió monsieur Derval volviéndose á su sobrina,—aquí estás en tu casa. Enriqueta, lleva á tu prima á tu cuarto, ayúdala si te necesita, y en seguida que haya descansado un poco y se haya lavado y aseado, vuélvela á traer para almorzar.
Y monsieur Derval depositó un beso en la frente de su sobrina.
—Mi querida amiga,—dijo á su esposa tomando asiento á su lado,—mi viaje ha sido muy triste, según ya te lo he escrito; hallé á mi llegada á Abbeville, á la pobre huerfanita llorando con una anciana criada en la casa que mi hermano habitaba y que estaba casi desprovista de muebles; después de haber consolado lo mejor posible á la desgraciada niña, me he ocupado de negocios de interés; como me lo había figurado, mi hermano ha dejado deudas solamente; había sido muy desgraciado en sus negocios durante estos últimos años... He reunido á los acreedores, con los que me he convenido lo mejor posible; después he hecho anunciar la casa en venta, y he encargado al notario que salde todas las cuentas al instante que la venta tenga lugar; espero que el precio de la casa bastará á satisfacer á todos, pues tiene jardín y un corral bien provisto de aves: arreglado todo, he dicho á mi sobrina que preparase su pobre equipaje y la he sacado de aquella triste casa.
—¡Pobre niña!—exclamó madama Derval,—¡nada le queda, pues, en el mundo!
—Nada.
—¿Y cuáles son tus proyectos acerca de esa niña?
—No pueden ser otros que tenerla con nosotros y reemplazar tanto como sea posible á mi pobre hermano.
—Yo pensaba lo mismo,—repuso madama Derval después de algunos instantes de reflexión,—y sin embargo...
—Será preciso hallar un medio de hacer economías, para poder mantener y vestir á Mariana.
—¿Pero cómo? ¡Ya vivimos tan modestamente!
—Mira,—dijo monsieur Derval;—ya hace veinte años que soy cajero en la casa Descombres, voy á pedir un aumento de sueldo.
—¡Es una buena idea!—exclamó alegremente madama Derval:—te estiman mucho y to concederán el aumento, porque lo pides con justicia.
—Me ocurre otra idea,—prosiguió el señor Derval.
—Sepámosla.
—Tú tienes una vieja casa de campo con honores de castillo.
—¿Ese vetusto edificio que mi tío me ha dejado? — preguntó riéndose madama Derval;—¡gran cosa es por cierto, sólo lo estimo como una memoria del difunto, mas para nada vale!
—Aunque las dos alas de los costados están casi arruinadas, la parte del centro está muy habitable, gracias á los cuidados de tu tío, que nunca quería salir de allí, y tú misma me has asegurado que te hallabas muy bien durante los dos meses que lo has habitado.
—Yo estaba bien, pero Enriqueta se fastidiaba de muerte.
—Ya se acostumbrará.
—¿De modo que nos volveremos al castillo?
—Sí, querida mía; es preciso, porque es el único medio de hacer economías; he reflexionado mucho durante mi viaje: yo no tengo que estar en mi despacho hasta las once, y saldré de él á las cuatro. Etampes dista sólo dos horas de París, y tomaré un abono para el ferrocarril.
—¿Y nosotras estaremos todo el año en el castillo?
—Sí,—respondió sonriendo monsieur Derval;—sin embargo, si Enriqueta se fastidia demasiado, y no digo lo mismo de tí, porque conozco tu bello carácter, durante los dos meses de diciembre y enero, alquilaremos un aposento amueblado, en casa de una persona conocida de los señores Descombres; pero yo estoy seguro de que nos volveremos muy pronto á nuestro pobre castillejo, á nuestra casa.
—Tienes razón, amigo mío,—repuso madama Derval;—si la Providencia nos envía esta niña, no es por cierto para abandonarnos. ¡Oh! ¡Ya trataremos, haciendo economías, de preparar un dotecito para nuestra hija y otro para Mariana! ¡Cuando hay para una, puede haber para dos!
Monsieur Derval abrazó tiernamente á su esposa.
—Gracias, mi querida Amelia,—le dijo,—te he hallado siempre buena, tierna y generosa, y sin embargo, hoy soy más feliz al oirte hablar así. ¡Gracias por mi infeliz hermano, que está en el cielo y por su pobre hija, huérfana y desamparada! Pero mira, no hay mal que por bien no venga; la vida del campo hará un gran bien á Enriqueta; desde luego, ella se portará mejor que aquí, será más activa y menos orgullosa, porque no verá á sus amigas de colegio, mucho más ricas que ella y que viven en las fiestas y en los saraos; creo que la compañía de Mariana la será mucho más saludable, porque es buena, cariñosa y sencilla.
—¿Y también muy ignorante, no es verdad? ¡Qué lástima que no la hayan educado!
—No he tenido tiempo para interrogarla acerca de esto,—repuso monsieur Derval,—lo que si he podido notar, es que tiene una destreza maravillosa para todo lo que hace; me parece que es muy activa y muy laboriosa, y creo que Enriqueta tendrá en ella un buen ejemplo, y que dejará de jugar con las teclas del piano durante horas enteras y de ser tan descuidada y tan indiferente en todas sus acciones.
No bien llegó Mariana á la habitación de Enriqueta, se desembarazó de su sombrero y de su chal, y puso en orden todos los objetos que se hallaban en su reducida y deteriorada maleta de viaje.
Si Enriqueta hubiera estado menos prevenida contra su prima, hubiera reparado en las magníficas trenzas negras, sedosas y brillantes, que daban la vuelta tres veces á la cabeza pequeña, fina é inteligente de Mariana; sus ojos negros, grandes, rasgados y aún húmedos de lágrimas recientes, brillaban entonces con la dulce luz del reconocimiento.
Arrodillóse delante del gran armario que encerraba los vestidos y ropa blanca de su prima, y se puso á arreglar en la parte inferior su modesto equipaje, con tanta destreza como agilidad.
—¿Donde vas á colocar todas esas botellas y todos esos cucuruchos de papel?—preguntó Enriqueta mirando la maleta abierta;— ¡ya no queda sitio en mi armario!
—Los dejaré en la maleta, prima mía,—respondió Mariana con dulzura;—nada temas, porque no quiero incomodarte.
Dicho esto, Mariana tomó un cepillo, y se puso á limpiar cuidadosamente su vestido negro, no sin haber entreabierto antes la ventana.
—¿Acaso no vas á cambiar de traje?—preguntó Enriqueta que la miraba.
—Sólo tengo este vestido, — respondió la pobre Mariana.
—Por cierto que, aunque viejo ya, está muy bien hecho,—observó Enriqueta.
—¿Te parece bien de veras? Pues yo lo he cortado y cosido.
—¡En verdad que tienes mucha habilidad, prima mía!
—Trato, á lo menos de tener alguna,—respondió Mariana modestamente,—porque es tan agradable como económico el poderse hacer una misma los vestidos.
—Creo que tienes razón,—observó Enriqueta,—yo estoy siempre incomodada con mi modista; ya ves mi vestido, tiene un gran defecto en la espalda, y sin embargo, me lo ha hecho una modista cuya habilidades muy alabada.
—¡Oh! ¡Es muy fácil de arreglar!—dijo Mariana examinando el defecto,—quítatelo y en un instante lo dejaré á tu gusto.
—Supuesto que ya has terminado, vamos á almorzar;—dijo Enriqueta sin pensar en dar gracias á su prima por su buen deseo.
En la mesa, monsieur Derval no pudo menos de admirar la graciosa vivacidad de su sobrina; tres ó cuatro veces se levantó para ir á tomar del aparador diversos objetos que faltaban al servicio, y para ofrecerlos á su tía y á su prima: se la veía siempre pronta á satisfacerlos deseos de ambas, teniendo la vista fija en todo, como si fuera el ama de la casa, y esto con una naturalidad amable y sin ninguna afectación.
—Mi prima ha traído su biblioteca,—dijo de repente Enriqueta,—he visto libros en su maleta.
—¡Oh! ¡Una biblioteca que no es pesada! Tengo cuatro volúmenes, ni más ni menos, y desgraciadamente sólo esos he leído, por lo que soy muy ignorante.
— ¿Cómo se llaman esos libros?—preguntó monsieur Derval.
—Uno de ellos es una Historia de Francia, el otro es una Geografía, los otros dos son una Botánica y un gran Tratado de la buena ama de casa.
Enriqueta no pudo reprimir una sonrisa.
—Son cuatro excelentes libros,—observó monsieur Derval;—por ellos debía empezar siempre la educación de la mujer.
—De modo, prima mía,—dijo Enriqueta,—¿que no sabes el italiano ni el inglés?
—¡Oh! No, prima mía, sólo sé el idioma que se habla en el país en que he nacido.
—Eso es lo principal,—dijo el padre.
—¿Sabes música?—preguntó Enriqueta.
—¡Ay! No, —respondió Mariana,—y no obstante, ¡me gusta tanto la música! ¡Hasta cuando trabajo tengo la mala costumbre de cantar!
—¿Y dibujar, sabes?
— No, — contestó ingénuamente Mariana,—ya te he dicho, prima mía, que lo poco que sé lo he aprendido sola en mi biblioteca.
—Entonces,—dijo la incorregible Enriqueta,—si no sabes ni el italiano, ni la música, ni el dibujo, creo que tus libros no te han enseñado gran cosa.
—Eso es lo que veremos más tarde,—dijo monsieur Derval, levantándose de la mesa,—yo voy á mi despacho; pasado mañana es domingo, y si Mariana ha descansado del todo, la haremos conocer alguna cosa de Paris: hasta entonces, querida Enriqueta, cuento contigo para iniciar á tu prima en nuestra vida y nuestras costumbres.
—Yo voy á salir ahora mismo, hija mía,—dijo madama Derval;—tengo varias cosas que hacer. Enriqueta, te recomiendo á tu prima.
Las dos niñas quedaron solas; Enriqueta llevó á Mariana á su cuarto y le fue enseñando sus vestidos, sus chales, sus sombreros, y algunos lindas juguetes, que á pesar de sus diez y seis años, la entretenían todavía; luego la hizo entrar en el salón, abrió el piano, y tocó unos lanceros de grande efecto, que hicieron abrir á Mariana sus grandes ojos llenos de asombro.
Llegó después la exposición de los dibujos, Enriqueta abrió su álbum y empezó á volver las hojas delante de su prima que guardaba silencio.
—Mira esta vista que he dibujado,—dijo madamoiselle Derval,—es de nuestro castillo.
—¿Y le iremos á habitar cuando llegue el verano, verdad? ¡Oh, cuanto me alegraría!—exclamó Mariana.
—A tí te gustará mucho el campo,—observó secamente Enriqueta,—como que te han educado en él.
—No lo creas, he vivido casi siempre en Abbeville, prima mía.
—¡Abbeville! ¡Gran población, como quien dice una aldea! Para tí será lo mismo que estar en Abbeville, ir á nuestro castillejo ó casa de campo, que más merece este nombre por lo fea y destartalada; pero cuando una ha nacido parisiense, cuando no se ha dejado nunca á París, es muy triste el irse á confinar en un caserón arruinado.
—Sin embargo, querida Enriqueta, según he oído decir, los alrededores de Etampes son encantadores; hay bosques enteros de viejos árboles, extensos viñedos; hay montañas, rocas, arroyos y una campiña siempre verde y risueña.
—Sí, sí,—repuso Enriqueta desdeñosamente,—se admira el cielo puro, se aspira el aire fresco; pero yo quiero mejor admirar á París, sus fiestas y sus placeres: á mí me agrada más vivir entre gentes bien educadas é instruídas que entre aldeanos.
Mariana calló; Enriqueta que se había puesto de malísimo humor á la vista de la casa de campo de sus padres, en la que con tanto disgusto había pasado dos meses, tomó una tapicería, se sentó al lado de la ventana, y se absorbió en sus pensamientos, nada alegres á la verdad.
Al cabo de algunos instantes, Mariana se atrevió á romper el silencio.
—¿Y yo, qué hago?—preguntó tímidamente.
—¿No tiene una tapicería empezada?—observó Enriqueta.
—No, prima mía,—respondió humildemente la niña,—nunca he hecho tapicería.
—¡Ah, ya! No sabes bordar en cañamazo; ¿y en blanco?
—Tampoco sé.
—Entonces, ¿qué es lo que hacías en Abbeville?
—Componía mi ropa blanca y la de casa; ponía todas las cosas en orden, y después iba con nuestra criada Petra á cojer hierbas al campo; pero ahora toda mi poca ropa está arreglada y zurcida, y como no estoy en mi casa ni conozco las costumbres de ésta, no sé lo que hay que hacer.
—Pero, mi querida prima,—dijo Enriqueta asombrada,—las faenas de la casa no son para tí; ¡mis papas no tienen intención de tratarte como á una criada!
—Ya me lo figuro, — dijo sencillamente Mariana;—pero estoy tan poco acostumbrada á estarme ociosa, que me fastidio cuando no hago alguna cosa; si quieres cambiar de traje, te arreglaré el que llevas y esto me entretendrá.
—¡Vaya una diversión!—dijo Enriqueta riendo.—¿Y cómo con solos catorce años has de saber arreglar un vestido de seda? ¡Puedes echarlo á perder más!
—No lo temas, prima mía.
Enriqueta fue á su cuarto y cambió de vestido; al entrar de nuevo en el salón, trayendo el que había de componerse, halló á Mariana ocupada en quitar el polvo á los candelabros y á las lámparas, con un plumerito que había hallado sobre la chimenea.
—Decididamente,—pensó,—esta muchacha tiene la manía de la actividad.
Mariana tomó el vestido de su prima, descosió un lado de la espalda y recortó un costadillo, que por ser largo, se arrugaba; al cabo de una media hora de coser, Mariana, bajo cuyos dedos el trabajo volaba, presentó á su prima su traje admirablemente arreglado.
Enriqueta quedó muy satisfecha, pero su prima, así que se vió ociosa, volvió á ponerse pensativa y preocupada.
Madamoiselle Derval, silenciosa, bordaba lentamente y con un aire profundamente fastidiado, cuando llamaron ligeramente á la puerta, apareciendo un instante después Juana, la criada de la casa.
—Señorita,—dijo con acento lleno de embarazo,—son cerca de las cuatro y la señora no vuelve, ya es hora de poner la liebre al fuego.
—Ponedla, pues,—dijo Enriqueta.
—Es que la señora me ha dicho que tenía que aderezarla con salsa de cebolla y yo no la sé hacer.
—¿Cómo, no sabéis hacer una salsa? Una cosa tan usual en la cocina...
—La salsa no la sé hacer, señorita,—repuso Juana toda confusa y dando vueltas á una punta de su delantal entre las manos;— si vos quisierais decirme cómo se prepara!
—¿Acaso lo sé yo?—exclamó Enriqueta con enojo;—eso es cuenta vuestra y no mía; todas las cocineras saben hacer salsas.
—¡Ya previne á la señora, cuando me recibió, que yo sabía pocos guisos; por eso me quedé por tan poco salario!
Enriqueta iba á estallar en dicterios contra la criada; pero Mariana dijo suavemente:
—Si quieres, Enriqueta, yo la enseñaré; sé hacer la salsa de cebolla.
—¡Ah, es verdad! —exclamó Enriqueta riéndose burlonamente,—no me acordaba de que tenías el tratado de La buena cocinera.
—De La buena ama de casa, prima mía, y ya ves cómo esto puede servir algunas veces, —dijo Mariana siguiendo á Juana.
En la comida, monsieur Derval dijo que en su vida había comido una liebre más delicadamente compuesta. Juana, que estaba sirviendo á la mesa, dijo:
—La señorita Mariana me ha enseñado á hacer esta salsa.
Enriqueta se puso á reir á carcajadas, pero su padre le dirigió una mirada tan severa, que la obligó á bajar la vista encarnada y confusa.
Al día siguiente, Mariana, según su costumbre, se despertó á las seis; cansada de dar vueltas en su lecho, se vistió despacito para no despertar á su prima y salió de la habitación; recorrió toda la casa buscando en qué ocuparse, pero todos los aposentos estaban silenciosos y hasta la criada dormía; triste por no tener que hacer, fue á sentarse en el comedor, desalentada y con los ojos llenos de lágrimas.
Un instante después madama Derval salió de su cuarto.
—¡Cómo!—exclamó al verla.—¿Ya estás levantada? ¿Pero lloras? ¿Qué es eso? ¿Dónde está Enriqueta?
—Mi prima duerme, — dijo Mariana abrazando á su tía;—yo he salido despacito para no despertarla; si me he levantado pronto, tía mía, es porque esta es mi costumbre. ¡Perdonadme, vos sois tan madrugadora como yo!
— ¿Pero por qué tienes los ojos llenos de lágrimas? ¿Estás mala? ¿Has dormido mal?
—¡Oh, no, tía mía! ¡Vos sois muy buena! Yo no estoy mala nunca, pero es preciso que me deis alguna cosa que hacer, porque no me podré acostumbrar á estar ociosa. ¡Me moriría de fastidio!
—¿Y qué, por eso lloras? — exclamó riendo madama Derval;—tranquilízate, que yo te daré ocupación.
—¡Pero vos no sabéis, tía mía, que yo soy muy ignorante, ni bordar sé! ¡Soy muy desgraciada al confesarlo, pero yo no sé hacer nada de lo que hace mi prima! ¡No obstante, os pido que me empleéis, por Dios, en alguna cosa! Yo sé cuidar una casa, porque yo cuidaba la de mi pobre papá en Abbeville.
—Yo te prometo ocuparte,—dijo la señora,—y ahora, para distraerte, te voy á llevar conmigo; iremos al mercado, porque hoy es sábado y haré las provisiones para dos ó tres días.
Un cuarto de hora después, madama Derval y su sobrina, seguidas de Juana, que llevaba un gran cesto, llegaban á la iglesia de San Eustaquio, que se eleva delante de los mercados del centro.
—Entremos á rezar, —dijo madama Cerval.
Cuando la huérfana hubo elevado su corazón hacia la Providencia, que acababa de darle una nueva familia, se dedicó á admirar las altas bóvedas majestuosas y elegantes, las capillas esmaltadas, las bellas pinturas y la admirable decoración de aquel hermoso templo.
El mercado excitó también su admiración.
Mariana siguió con atención las instrucciones de madama Derval; cuando volvieron á casa, le dijo dulcemente:
—Mi querida tía, creo que yo sabré hacer las compras como vos; si no queréis levantaros tan temprano, yo os reemplazaré é iré con Juana.
—Eres una excelente niña y te doy gracias por tu buena voluntad, — dijo madama Derval muy enternecida del ofrecimiento de su sobrina:—ya veremos.
Después de la adquisición de las provisiones para la despensa, enviaron á Juana á casa con el cesto, y madama Derval y su sobrina entraron en una tienda de telas, donde aquella hizo algunas compras.
Cuando volvieron á casa aún dormía Enriqueta y entraron en el comedor; madama Derval puso sobre la mesa algunos paquetes y dijo á su sobrina:
—Aquí tienes ocupación, hija mía. He visto en tu maleta patrones de vestido y de paletot y aquí tienes tela para un traje de alpaca negra, bonita y fina, y percal blanco para enaguas; ya no podrás sentir en algunos días la falta de quehacer.
—¡Ah, tía míe!—exclamó Mariana.—¿Conque todas estas compras eran para mi? ¡Cuan buena sois y qué agradecida os estoy!
Y la niña desenvolvió los paquetes y se puso á contemplar las telas con tanta admiración como enternecimiento.
—¡Pero esto es demasiado hermoso para mí!—dijo mirando la alpaca,—esto debe ser para mi prima. Tía mía, no os enfadéis... pero yo creo que Enriqueta debe tener vestidos usados y pasados de moda, que no querrá llevar...
—¡Y qué! — repuso madama Derval.—¿Piensas, querida Mariana, que yo consentiré en que vistas los deshechos de tu prima? No, no, eso es para tí.
—Tía, yo soy más pequeña de estatura que Enriqueta,—dijo Mariana, — y además,—añadió con su bella y angelical sonrisa,—vos no sabéis, tía mía, que yo tengo untalento muy particular, como decía mi papá, para hacer de cosas viejas cosas nuevas. Dejadme probar y veréis, y si queréis hacerme muy dichosa, guardemos esta hermosa alpaca tan brillante y tan fina, para hacer á mi prima un lindo traje de luto de verano; ella tiene en este gran París amigas elegantes, lo sé porque me lo ha dicho; yo no tengo conocimiento alguno y de cualquier manera estoy bien, y con esta tela nueva haré yo un traje á mi prima, según mi gusto. ¡Ya veréis qué bonita está, tía mía!
Madama Derval se enjugó con disimulo dos gruesas lágrimas que corrían por sus mejillas, y dijo á Mariana:
—Quédate, á lo menos, la tela para las enaguas.
—¿No iremos este verano á la casa de campo?—preguntó aquella.
—Nos iremos dentro de muy pocos días,—respondió la señora,—así lo ha dicho tu tío.
—¡Ah, tanto mejor!—exclamó Mariana,—yo adoro el campo; pero tía mía, ¿he de hacerme enaguas blancas para correr por el jardín? ¡Oh, no; tendría miedo de mancharlas y la pobre Juana no tendría tiempo bastante para lavar! Yo he visto en el armario de Enriqueta algunos vestidos viejos de percal y haré de ellos lindas faldas interiores para mí; les pondré un ribete de un galón de lana, y podré ir de la bodega al granero y del granero al jardín, sin temor de romper enaguas blancas y delicadas como las que lleva Enriqueta, y de las que yo nunca he tenido: y además, yo guardo algunas varas de una guarnición bordada que me regaló una señora de Abbeville y podré guarnecer dos de las que tengo; eso es de buen gusto, porque lo he visto recomendado en el periódico de modas que recibe Enriqueta.
—Pero, hija mía,—exclamó madama Derval,—tú eres demasiado buena, demasiado modesta. ¿Temes serme gravosa, no es verdad? Tranquilízate, pues, y déjame hacer por ti á lo menos lo que pueda, que no será mucho; esas compras son de algunos ahorrillos que yo tenía, y las he hecho para tí.
—Yo os doy mil gracias, mi buena tía,—dijo Mariana, — pero mirad, tan poco acostumbrada como estoy á tocar el piano y á bordar, estoy á llevar esas cosas... ¡Ah! creo que oigo á Enriqueta: guardaré todo esto, porque quisiera darle una sorpresa.
En un instante Mariana volvió á hacer los paquetes, y los sumergió en el fondo de un armario del comedor, mientras que su tía, admirada y enternecida, iba á contar esta conversación á su marido.
Un gran armario, que contenía los trajes fuera de uso, fue puesto á disposición de Mariana, con gran contento suyo, aquella misma tarde; al instante halló de qué hacerse media docena de faldas de color, y después llevó al comedor un vestido negro y otro gris, desdeñados por Enriqueta, pero aún en buen estado.
Mariana traía además en la mano dos de las pequeñas botellas que se habían quedado en su maletilla de viaje, y de las cuales tanto se había burlado su prima.
Descosió ágilmente los vestidos, y extendiéndolos sobre la mesa se puso á limpiarlos con el agua de los frascos, dejando muy pronto la tela fresca y como nueva.
—¿Quién te ha dado esa agua?—le preguntó Enriqueta no pudiendo menos de reconocer la ventaja del líquido.
—Yo la he hecho,—respondió sencillamente Mariana, — se compone sólo de algunas hierbas y de alcohol, y es la mejor de las aguas conocidas para limpiar telas, aunque sean las más delicadas.
Mariana empleó todo el día del sábado en limpiar y preparar los dos trajes viejos de su prima; al día siguiente, que era domingo, Monsieur Derval y su familia fueron con su sobrina á visitar el Louvre y las Tullerías.
El lunes, á las seis de la mañana, Mariana se hallaba cosiendo en el comedor, y el sábado siguiente por la tarde, presentó á su tía y á su prima dos trajes, que le estaban maravillosamente, y seis enaguas de percal de fondo blanco con florecitas y cuadros, bordeadas cada una de una cinta de lana del color del dibujo.
—No están mal hechas las enaguas,—observó Enriqueta desdeñosamente,—pero supongo que no pensarás salir en París con ellas.
—No, prima mía,—respondió la huerfanita,—estas están destinadas solamente al campo; mientras estemos en París, tengo todavía dos enaguas blancas que llevar.
Acercándose luego á madama Derval, le dijo en voz baja:
—Ahora, querida tía, ya he trabajado bastante para mí, y os suplico que me dejéis ocuparme de mi prima durante las madrugadas; de este modo, mientras vais á paseo, le haré su traje nuevo.
Pocos días después anunció monsieur Derval en el almuerzo, que el viaje al campo estaba próximo, y que convenía hacer los preparativos de la marcha.
—¡Dios mío!—exclamó su esposa,—que tragín nos espera. ¡Ahora una mudanza de casa.
—Es preciso, —observó monsieur Derval;—avisé al casero que dejábamos el cuarto, se ha alquilado y la semana que vieue quiere ocuparle ya el nuevo inquilino.
Enriqueta dejó escapar un profundo suspiro; aunque ya sabía que se iban al viejo caserón que tanto detestaba, no creía que la marcha fuera tan pronto.
—Mamá,—dijo,—es preciso empezar nuestras despedidas desde mañana, y lo siento mucho, porque mi traje de luto se ha puesto muy ajado, ¿cómo haré? Todavía no puedo aliviarme el luto de mi tío con un traje gris, y no hay tiempo que perder.
—Prima mía,—observó Mariana,—no te desconsueles por tan poca cosa; ve al cuarto de mi tía y allí encontrarás con qué remediar ese mal.
Enriqueta, de muy mal humor, se dejó conducir por su prima al cuarto de su madre; pero una vez allí, la expresión de su rostro cambió por completo y la joven dejó escapar un grito de alegría.
Extendido sobre el sofá, se veía un lindo traje de alpaca con paletó igual, y una enagua fina adornada de un entredós bordado y de algunos plieguecitos menudos.
—¡Oh, que bonito es todo esto!—exclamó Enriqueta batiendo las manos con alegría.—¡Ah, mamá, cuanto te lo agradezco!
—No es á mí á quien debes agradecerlo,—observó madama Derval,—sino á tu prima; ella es la que te ha cedido esas telas, que yo había comprado para su uso, y ella la que ha cortado y cosido lo que ves.
—¡Oh, Mariana, que buena has sido para mí! — exclamó Enriqueta abrazando á su prima.
La huerfanita sintió que sus ojos se llenaban de dulces lágrimas de gratitud al recibir estas muestras de afecto.
—No me des gracias por eso, mi amada Enriqueta,—respondió,—soy ágil para coser y estoy tan acostumbrada á ello, que lo hago muy fácilmente.
—Según veo,—se dijo monsieur Derval,—mi sobrina va á mimar á Enriqueta tanto como mi mujer, y no es eso lo que yo desearía.
Durante los días que costó de desalojar la casa y de preparar el viaje al campo, fue sobre todo cuando monsieur y madama Derval pudieron admirar la destreza y vivacidad de Mariana.
Mientras que Enriqueta se quejaba del polvo, del calor y de la fatiga, y no sabía por donde empezar al ver su ropa blanca, sus vestidos, sus alhajas y esos mil juguetes de tocador, tan caros para las jóvenes, Mariana abría riéndose las maletas y los guardaba en ellas con una ligereza maravillosa y un orden perfecto; arreglaba paquetes, los cosía, les ponía la dirección por escrito; embalaba las porcelanas, los vasos, las lámparas; acudía á todas partes, ayudaba á Juana con sus consejos, tanto como con sus manos, y reñía á su tía, que se fatigaba, decía, sin deber hacerlo, puesto que ella estaba allí.
De cuando en cuando, su vocecita pura y fresca cantaba una melodía que había oído tocar á su prima en el piano, como si quisiera atestiguar su contento en medio de tan penosas faenas.
—Es un pajarito que alegra la casa, — decía su tía, — una hada benéfica que Dios nos ha enviado.
En fin, el día fijado todo estuvo pronto, y nuestros cinco personajes tomaron el camino de Etampes, después de haber hecho colocar los equipajes.
Al llegar al viejo castillo, Mariana dejó escapar exclamaciones de placer y de admiración, contemplando aquellas ruinas majestuosas, cubiertas de yedra, de musgo y de altas hierbas; admirando la cintura de grandes árboles que rodeaban la antigua casa, y el bosque sombrío y verde que delante de ella se extendía.
—¡Esto es expléndido!—exclamó la huerfanita; — Enriqueta, no me habías dicho nada de este hermoso castillo.
—Ya lo has visto dibujado en mi álbum,—repuso madamoiselle Derval.
—No creía... no suponía que fuera tan pintoresco.
—Un dibujo hecho por la mano de Enriqueta no puede dar sino una idea muy pobre de este sitio,—observó monsieur Derval.
—Tío mío, yo no he querido decir eso,—murmuró Mariana confusa del bochorno de su prima.
—Si no lo has dicho, al menos lo has pensado, como todas las personas á las que Enriqueta tiene la tontería de enseñar su álbum de dibujos con gran ostentación.
—Papá,—dijo Enriqueta colorada de despecho,—tú me has dicho, sin embargo, que había en él algunos buenos dibujos.
—Sí, por cierto, los primeros; los que hacías en el tiempo en que te aplicabas, porque no te creías una eminencia en el dibujo; hija mía, si quisieras, llegarías á ser algo; no se trata más que de trabajar todos los días un poco, poniendo en práctica la lección de Lafontaine.
Monsieur Derval salió de la estancia para ocuparse del arreglo de sus libros y papeles, y madama Derval quedó sola con las dos jóvenes para desembalar, pues Juana tuvo que ir á disponer la comida.
Enriqueta se dejó caer desalentada en un sillón y exclamó:
—Yo renuncio á esto; ¡dos veces en un día hacer y deshacer paquetes, es demasiado, estoy rendida y hasta mañana no puedo ocuparme de estas cosas!
—¡Bah!—dijo Mariana,—¡Si esto no vale nada! ayúdame un poco solamente, y verás qué pronto queda cada cosa en su sitio; yo deseo mucho acabar para ir á visitar toda la casa, el jardín y el bosque.
—¡Dios mío! — exclamó lánguidamente Enriqueta.—¿Y es para eso para lo que te das tanta prisa? ¿qué diversión has de hallar en esas correrías? ¡El bosque está húmedo, el jardín es de lo más feo! ¡no hay nada en él!
—¿Y las ruinas vestidas de musgo y de guirnaldas de liquen?
—Y llenas de arañas y de ratas.
—¿De modo que no querrás venir conmigo?—exclamó Mariana llena de asombro;—y sin embargo, debe ser muy hermoso el ir por las mañanas á la descubierta.
—¿Qué es eso de la descubierta? no te entiendo y me admira mucho que todo lo veas tan risueño.
—¿Pero acaso no es interesante el visitar los alrededores de un viejo castillo, las ruinas, las piedras y hasta los sitios cubiertos de espesa hierba? ¿Y el jardín y el bosque? ¡oh! eso es hechicero; tan pronto se descubren guirnaldas trepadoras de liquen y yedra, tan pronto animalitos que corren por la hierba, y que el buen Dios cuida de alimentar: se hallan nidos de pájaros y hermosas flores salvajes...
—¡Sí, sí, es una gran dicha! — interrumpió Enriqueta con su sonrisa amarga y burlona,—vé á ver salir el sol, querida Mariana, ya que te gusta tanto madrugar; corre en el bosque y en el valle vecino, tanto como quieras; estropéate los vestidos, fatígate, pues que eso te gusta; en cuanto á mí, no quiero ir á ver salir la aurora, sino que ella venga á mi lecho á buscarme; después de todas las fatigas de un cambio de casa, pienso que está más puesto en razón el reposar un poco.
Mariana se sonrió al escuchar esta conclusión en los labios de su prima.
A la hora de la comida, gracias á su incesante actividad, se halló todo en su sitio, y todo en orden, y cuando Juana fue á avisarla que la esperaban en la mesa, no pudo menos de lanzar un grito de admiración al observar la acertada distribución y el arreglo perfecto del cuarto de la joven.
—¡Ah, señorita Mariana!—exclamó; — á todo lo que pasa por vuestra mano, parece que le cae una bendición; ¡qué bonito está esto, que limpio!
Al día siguiente, á las siete de la mañana, Mariana se puso sobre su calzado unos chanclos, se vistió con un traje de indiana negro con lunarcitos blancos, y, cubriéndose la cabeza con un sombrero de paja ligero y cómodo, salió á la descubierta, según ella decía con su ingenuidad de niña; empezó á recorrer el jardín, inmenso terreno plantado de árboles frutales, cuyas hojas empezaban á desenvolverse; dió la vuelta á los muros, altos y en buen estado; examinó los albaricoqueros y perales jóvenes que sólo exigían un poco de cuidado para dar en adelante una buena cosecha; las hierbas espesas y vigorosas acusaban una tierra nueva y fértil; en seguida se encaminó al bosque por una doble calle de castaños y de espinos, y admiró, con el profundo placer de un alma de artista, aquellos árboles seculares, cuyos troncos desaparecían bajo las guirnaldas de yedra: las ramas frondosas é incultas interceptaban el paso; por entonces tuvo que renunciar á penetrar en aquel santuario de verdor, y volvió atrás.
—Mi tío hará muy bien en mandar que poden su bosque, — se dijo Mariana, — y tendremos mucha y buena leña para el invierno.
Dirigióse por el lado de las ruinas, respirando el aire puro de la mañana, mirando el cielo azul tachonado de nubes de plata, cogiendo acá y allá una florecita ó una hierba, deteniéndose delante de un grupo de carrasca silvestre, como el pajarillo que reposa sobre una rama. Mariana escuchaba el canto de los insectos y los mil ruidos de la naturaleza, que se asemejan, por la mañana, á un himno de alabanza al Todopoderoso.
Llegó, por fin, la valerosa niña en medio de las ruinas: era una de las alas del grandioso castillo, que había venido al suelo con el peso de los años; desde allí, vió Mariana las altas paredes grises desgastadas y roidas por la yedra, y al lado derecho apercibió una larga escalera que conducía á un terrado, cuyo pavimento se hallaba cubierto de musgo verde y de algunas hierbecillas, nacidas en sus grietas, cuyas cabecitas estaban coronadas de una flor, canto de amor al mes de mayo.
El terrado, guarnecido de un pretil de piedra, dominaba todo el valle. Mariana tendió los ojos en derredor suyo, y dejó escapar un grito de sorpresa y de admiración.
Descubríase, por un lado, el bosque que se extendía como un magnífico manto de verdor; por otro, inmensas viñas, anchurosas praderas, vergeles llenos de frutos y de flores y extensos jardines: á sus pies, y siguiendo la vía férrea, como un monstruo alado, llegaba un tren á todo vapor; á lo lejos se oía la campana de la ermita llamando á los fieles; toda la campiña se veía sembrada de quintas y de casitas blancas; un arroyo se deslizaba como una cinta de plata á través de la verdura de los campos; más lejos, colinas, bosques y otras ruinas que aparecían vagamente á través de los vapores del matinal rocío; los arbustos, los grandes árboles y hasta las hierbecillas, se mecían susurrando dulcemente; la voz del pastor, debilitada por la distancia, llamaba á lo lejos á los rebaños y á los perros que salían del establo.
El corazón de Mariana se elevó hacía Dios, y en una muda y ferviente plegaria, pidió al Criador que derramase sus bendiciones sobre aquel viejo castillo y sobre la familia que lo habitaba.
Eran ya cerca de las ocho cuando la huerfanita volvió á casa; Juana se hallaba en el umbral de la puerta y la dijo que todos se hallaban ya levantados.
—Entonces, — dijo Mariana,— ya puedo ir á hacer una excursión al granero sin temor de despertar á nadie.
Pero, al llegar á la puerta, vió que ésta se hallaba cerrada, y tuvo que volver á la cocina, y buscar un grueso manojo de llaves enmoecidas para ver si hallaba la que le hacía falta.
—¿No sube nunca mi tía al granero?—preguntó á Juana.
— No, señorita,—respondió ésta,—ni el señor tampoco; este castillo les pertenece sólo desde el último verano, y la señora y la señorita le han habitado nada más que dos meses: el señor se quedó en París, á causa de no poder dejar su despacho, y la señorita Enriqueta no quiso estar aquí más largo tiempo, porque se aburría mucho.
—Aquí hay una llave que me parece debe ser la de la puerta del granero,—dijo Mariana,—voy á ver lo que hay en él.
—Id, señorita, id, — dijo la buena Juana riéndose;—no es malo ser curiosa, pues siempre sirve para alguna cosa el serlo.