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Novela con historias de amor imbuidas de sencillez y pureza, Páginas del corazón empieza con una ronda bucólica por las habitaciones de la quinta propiedad del Duque de Miranda, hasta detenerse en algunas de sus habitantes –Gabriela y su aya Mariana– y en el duque, afligido padre de Gabriela. Un carrusel al que se trepan unos cuantos personajes más irá girando entre diferentes ciudades y etapas. Sus protagonistas enfrentan padecimientos varios (tristezas, enfermedades, pérdidas) creando pequeñas alianzas que hacen llevadera la vida.
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Seitenzahl: 362
Veröffentlichungsjahr: 2021
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María del Pilar Sinués
Saga
Páginas del corazón
Copyright © 1887, 2021 SAGA Egmont
All rights reserved
ISBN: 9788726882414
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
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This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.
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En un rincón de España, y entre una pequeña aldea y una populosa ciudad de la misma, existía hace ya muchos años una casa de campo de un lujo sencillo en lo exterior, pero maravilloso interiormente.
No importa la provincia en que ha de tener lugar la escena, pues el teatro de ella ha de ser un solitario y escondido valle, y el castillo, palacio ó quinta que le coronaba como un señor orgulloso y soberano.
La aldea tocaba casi con el valle por un extremo; era pequeña y miserable; ocupábanla pobres labradores y un anciano cura, que vivía en la mejor, ó quizá en la única casa que se veía allí y mereciera este nombre, pues las demás eran más bien chozas de tierra.
La quinta era una maravilla; se entraba á ella por un inmenso parque plantado de grandes álamos que debían contar muchos años á juzgar por su corpulencia y el frondoso ramaje que en el verano desplegaban.
Una fuente saltaba en el centro, adornada por una preciosa estatua que representaba á Ceres sentada en su carro, derramando espigas y frutos del cuerno de la abundancia.
Al fin del parque, que era de un gusto severo, pues no tenía más adornos que los árboles y la fuente, se abría una elegante y ligera verja de hierro, y se entraba en un jardín que parecía un traslado abreviado del Edén.
Diríase que su dueño había querido formar el más perfecto contraste oponiendo á la majestuosa sencillez del parque la risueña perspectiva de aquel jardín encantado; todo el muro que le rodeaba estaba cubierto de enredaderas sólidamente enlazadas, para que formasen un compacto tapiz de verdor.
Entre aquellas masas frescas y apiñadas asomaban sus encendidas cabezas algunos claveles encarnados, rosas de Bengala y azucenas de ropaje de nácar y corazón de oro, que despedían un penetrante perfume.
Todo en derredor del muro había plantados, en grandes cestos de mimbres, colosales arbustos de sándalo, mejorana, hierbabuena, toronjíl, geráneos y ajedreas, que ocultaban el nacimiento y las flexibles ramas de las enredaderas.
El jardín formaba calles de castaños de Indias, acacias, tilos y alisos, pareciendo que una mano amorosa é inteligente había elegido para formarlas los árboles más jóvenes y poéticos.
Cuatro fuentes refrescaban aquel pequeño edén; en el centro se elevaba una escalera cubierta con una estera americana, que llevaba á una habitación suspendida entre cuatro grandes árboles, como un nido de alondras.
¿Quién habitaba aquella poética vivienda? Luégo lo sabremos.
Al fin del jardín estaban las habitaciones, que formaban un solo pabellón de grandes dimensiones.
A cada lado de la escalera de en medio había colosales macetas de piedra con plantas americanas de largas hojas y abigarradas flores, y la puerta que daba entrada á aquella especie de torre era de hierro calado y fino como un encaje.
Empezaremos por aquella extraña habitación la descripción de la quinta y de sus habitadores.
Abramos, lectores míos, la puerta calada, y nos hallaremos en una antesala muy linda, cuyos únicos adornos son algunos sillones de caoba tallada, dos grandes cuadros representando otros tantos paisajes de la poética Italia y cuatro enormes macetas, que sostienen otras tantas plantas de azucenas cargadas de sus grandes y aromosas flores.
Aquella sala era pequeña y cuadrada; parecía haber sido dispuesta con un gusto inteligente y previsor; dos ventanas, que caían al jardín, la daban luz, y estaban cubiertas con cortinas de tafetán verde, que descendían en grandes y lucientes pliegues sobre otras interiores de muselina bordada.
Desde allí se pasaba á una pieza, también pequeña, y que debía ser comedor, por dos chineros de palo santo pequeños que se veían en los testeros principales, y por una mesa redonda que ocupaba el centro.
Sólo quedaba sitio para cuatro sillones pequeños; del techo pendía una sencilla lámpara de bronce; un pequeño torno en la pared servía para dar la comida desde la cocina.
Desde allí se pasaba á otra salita con un gabinete, que era dormitorio; la sala, á juzgar por los muebles, servía á un tiempo de tocador y de sala de labor.
Los muebles eran de tapicería, pero muy sencillos; una consola con un espejo encima, y dos jarrones llenos también de flores, ocupaban el sitio principal; delante de la ventana había un lindo costurero que contenía todos los utensilios de coser; una jaula de marfil y plata, colgada de la ventana, estaba pendiente de un cordón de seda y contenía un lindo jilguero.
El gabinete, sin alcoba, contenía un bonito y pequeño lecho de bronce dorado, cerrado con cortinas celestes de seda y colchones de raso, que se transparentaban á través de las sábanas de batista y de encaje.
Toda aquella habitación era pequeña, bonita, fresca, infantil; hubiérase dicho que había sido hecha para una niña, y era así, en efecto.
Abramos las cortinas del lecho y hallaremos allí á su habitadora.
Era una criatura de ocho á nueve años, pequeña, enfermiza y pálida; tenía los ojos grandes y negros; la boca bonita, pero muy triste; las mejillas hundidas; al incorporarse en el lecho se vió su espalda encorvada y defectuosa, y sus hombros altos como encuadrando una cabeza grande, adornada de una magnífica cabellera oscura.
Una joven como de treinta y dos años y de aspecto bondadoso se acercó á ella y la dijo con cariñoso acento:
—¿Qué tal ha sido la noche, señorita?
—Muy mal he dormido, querida aya—respondió la niña con voz quebrada y que indicaba una profunda afección al pecho.
—¿De modo, señorita, que ahora no tendrá usted apetito?
—Ninguno, aya; pero ¿qué hora es?
—Ya ha pasado D. José de vuelta con sus chicos.
—¡Cómo! ¿Han dado las ocho?
—Sí, señorita.
—Querida Mariana—dijo la niña—quisiera vestirme; ¿ha visto usted hoy á papá?
—No, señora.
—¿Estará enfermo?
—Como siempre.
—¡Eso es, enfermo de alma! ¡Qué tristeza la suya!
—Como quería tanto á su mamá de usted, aun no ha podido consolarse de su muerte. ¡Luégo se le han reunido tantas otras cosas!
—Sí, la enfermedad de mi pobre madre, que la obligó á marchar á Italia.
—Y la marcha del señorito Alfredo.
—La verdad es, querida Mariana, que mi padre está sólo conmigo, que para nada le sirvo.
—Vamos, señorita, ¿es posible que usted diga eso?
—¿Por qué no, si es la verdad? ¡Siempre me mira con unos ojos tan tristes!, y muchas veces acaba por abrazarme y me dice casi llorando: «¡Oh, mi pobre Gabriela!»
—¡Ah, señorita! Usted le sirve para hacerle dichoso.
—¡Yo!
—¿Pues quién lo duda? Usted es buena como un ángel y siembra en torno suyo innumerables beneficios.
Esta conversación entre la niña y su aya tenía lugar mientras aquélla se vestía, ó más bien la envolvía Mariana en una bata de seda, calzaba sus piececillos con unas medias de hilo de Escocia y unos zapatillos de tafilete verde, y encerraba sus espesas trenzas en un gorrito de batista guarnecido de encajes; luégo que estuvo vestida se arrodilló en un pequeño reclinatorio, juntó sus manecitas y leyó con fervor las oraciones de la mañana.
Cuando hubo concluído se levantó y dijo:
—Vamos á ver á papá.
Mariana tomó la mano de su educanda y, arreglando el suyo al paso lento y desigual de la niña, salieron del pabellón pequeño, según se le llamaba á aquella especie de torre, para pasar al cuerpo principal de la casa.
El duque de Miranda era un caballero de carácter triste por sí mismo, y agriado además por una larga serie de desgracias.
Su madre, noble y excelente señora, á quien adoraba, había muerto hacía un año víctima de una larga y dolorosa enfermedad.
Durante los catorce meses que aquella dolencia existió, toda la conformidad, toda la fortaleza del duque quedaron agotadas junto á su lecho.
Su madre era lo que más amaba en el mundo; nada había conocido en él de más bello, de más delicado, de más tierno, de más excelente, y había visto descomponerse día tras día y hora tras hora todas las perfecciones de aquel rostro, aun notablemente hermoso, á impulsos de una aguda y dolorosa enfermedad.
Su agonía fué larga y terrible; el alma no pudo separarse del cuerpo sino después de una lucha muy dolorosa.
Por fin murió, y murió en los brazos de su hijo, que no quiso separarse ni un instante de su lado, y el que había mostrado tanta fortaleza durante aquella larga enfermedad, se quedó anonadado y en una especie de marasmo muy semejante á una dolorosa inercia.
Por espacio de algunos meses fué completamente indiferente á todo y á todos; si su palacio hubiera ardido, si su fortuna se hubiera desplomado entera, no hubiera recibido por eso una sensación nueva de ansiedad ó de terror; la vida era para él á un tiempo odiosa é indiferente.
Pero nuevas penas debían sacarle de aquel estado; su esposa, hermosa criatura que tendría veintiocho años apenas, empezó á padecer un malestar indefinible aun para ella misma; jamás se quejaba, pero su esposo y toda su familia la veían desmejorarse con extrema rapidez.
La tierna edad de Gabriela no impidió que ella advirtiese también los estragos que la enfermedad hacía en el bello rostro de su madre; la primera vez que el duque advirtió el abatimiento de las facciones de su mujer, fué la niña quien se lo hizo notar.
Sentada una tarde Gabriela sobre las rodillas de su madre jugaba con sus largos cabellos, cuando mirándola con una atención inusitada meció su cabecita con aire triste.
Luégo tomó la de su madre entre sus pequeñas manos, y, mirándola profundamente, la dijo:
—¡Mamá, qué enferma estás!
—¿Yo, hija mía?—dijo la duquesa.—¿Quién te lo ha dicho?
—¿Pues qué, no lo veo yo?—repuso Gabriela.—¿No veo yo tus ojos hundidos, tus mejillas flacas y tus manos que se han adelgazado hasta parecer de cristal?
El duque volvió la vista hacia su esposa; la contempló durante algunos instantes con un asombro doloroso, y luégo la tendió la mano, diciéndola con rubor.
—¡Perdón, amiga mía, perdón!
—¿De qué he de perdonarte?—preguntó la duquesa sorprendida.
—¡De mi odiosa indiferencia! Absorto en mi pesar, ni siquiera había reparado en tus padecimientos.
—Yo no padezco—dijo la duquesa—nada me lastima, y este abatimiento pasajero debe durar muy poco.
—Sin embargo, tú estás enferma y ya es hora de que pensemos en buscar remedio.
Dos médicos, en efecto, vieron al día siguiente á la duquesa, y declararon su dolencia sin consecuencia ni peligro.
No obstante, cada día iba desmejorándose más la enferma, cada día crecía el insomnio y era mayor la inapetencia: cada día aumentaba su palidez y se hundían sus ojos.
Reconvenidos amargamente por el duque á causa de su ignorancia ó de su indiferencia, declararon por fin que estaba atacada de una consunción aguda, y que necesitaba cambiar el país en que vivía por otro mucho más cálido.
El duque hubiera querido partir con ella; pero el estado de Gabriela hacía imposible el llevarla, y tampoco podía dejarse á merced de la servidumbre, así, pues, el duque quedó al lado de la niña y de su hijo Alfredo, que tenía doce años, y estaba esperando el momento de embarcarse como guardia marina á bordo de un buque, donde debía hacer su aprendizaje marítimo.
La duquesa partió con su madre y con su hermano mayor, que quisieron absolutamente acompañarla bajo el risueño clima de Italia, y el duque quedó solo y triste al lado de sus hijos en aquella hermosa y retirada quinta.
Mas apenas hacía quince días que la duquesa se había separado de su familia cuando el estado de Gabriela se agravó de modo que llegó á inspirar amargos temores á su padre.
Los médicos ordenaron para la niña mucho aire, mucha alegría, mucho cielo y muchas flores; era un pobre pájaro que necesitaba para vivir de luz espléndida y de puro ambiente.
La torre del centro del jardín constaba sólo de dos aposentos, destinados á los experimentos astronómicos del duque; y pareciéndole que ningún sitio convenía á su hija mejor que aquel, mandó venir un arquitecto y algunos obreros, que en muy pocos días le convirtieron en una pequeña y elegantísima habitación.
¡Cuál fué la alegría de la niña al verse en aquel pequeño y perfumado nido! Todo él estaba lleno de flores, y, sobre todo, de azucenas, que era lo que más le gustaba en el mundo.
Corría por todas partes, admirando las tapicerías, los muebles, el piano, los libros, el lecho, los cuadros, cosa por cosa y objeto por objeto; todo lo tocaba y lo miraba todo con un placer indecible y profundo.
Su aposento predilecto era el comedor, por las grandes macetas de azucenas que le adornaban; desde que su vista pudo distinguir los objetos, había tenido gran predilección por esas flores tan bellas y tan aromadas; al ver un ramo de azucenas saltaba de contento en los brazos de su nodriza ó de su madre, y aquella afición habíase aumentado más y más cada día.
Por eso su padre había puesto muchas de aquellas flores en su pequeña vivienda, tan linda, tan fresca, tan perfumada.
En ella pareció renacer la pobre Gabriela; pero fué sólo por poco tiempo; lo endeble de su organismo tenía que luchar con las dolencias inherentes á su edad, y éstas vencían siempre; por un triste capricho de la naturaleza era completa su deformidad, y, sin embargo, jamás se quejaba la pobre niña ni se le ocurría, á pesar de su precoz y viva inteligencia, compararse con otras criaturas gallardas y esbeltas.
El duque de Miranda adoraba en sus hijos, pero prefería á Gabriela á causa de su desgracia. Alfredo era un hermoso niño lleno de robustez y gentileza, con grandes ojos garzos y cabellos rubios y rizados, que formaban gruesos y sedosos bucles en derredor de su frente y sienes.
Su talle era perfecto; su desarrollada estatura le hacía aparentar algunos años más de los que realmente tenía; naturalmente distinguido, amaba la elegancia con pasión, y el buen gusto era en él como una segunda naturaleza.
Era más altivo y menos dulce que Gabriela, porque Dios, que todo lo compensa, había querido dotar á ésta de un modo más bello é imperecedero que con las dotes de la hermosura.
Gabriela se parecía á su madre; Alfredo á su padre.
Poco después de haber partido la duquesa tuvo su hijo que embarcarse por orden superior, pues había vacante á bordo de una fragata; su padre se abatió del todo con este último golpe, que traía en pos una larga y dolorosa separación.
No obstante, aparentó una fortaleza que no tenía, para no desanimar á su hijo, y le acompañó hasta Barcelona, permaneciendo en aquella ciudad hasta que la fragata se dió á la vela.
Cuando volvió á su quinta parecía haber vivido diez años: ¿qué le quedaba alrededor suyo, de una familia que le era tan querida? La pobre Gabriela, cada día más débil y más enferma; su madre había ido á aquellos países de los cuales no se vuelve jamás; su esposa y su hijo quizá partirían también para aquel largo viaje sin volverlos á ver.
Por desgracia, ¿no estaba su esposa enferma y enferma de muerte? ¿No iba su querido hijo a vivir durante mucho tiempo á merced de las olas?
Parecióle al duque de Miranda que se hallaba solo en el mundo y aislado en su casa, á pesar de su numerosa servidumbre y de la buena Mariana, que le amaba como á un hermano, al mismo tiempo que le respetaba como á un sér superior y el más noble de cuantos conocía.
Mariana era hija de una familia distinguida, aunque poco favorecida por la fortuna; exigente y delicada en materias de amor, jamás había encontrado un hombre á quien pudiese hacer por su gusto dueño de su amor y de su destino.
Era una sensitiva, bajo la apariencia más sencilla y más dulce del mundo.
Su educación había sido esmerada y distinguida. Mariana sabía la música con perfección; hablaba con elegancia el francés, el inglés y el italiano; pintaba con mucho talento y gusto, y era en extremo primorosa para todas las labores de su sexo.
Sus modales eran suavísimos y de una perfecta distinción; su talento natural y cultivado, su vasta inteligencia, su alma elevada y sensible hacían de Mariana una de las más simpáticas y atractivas criaturas del mundo.
No obstante, su modestia y timidez no la permitían desplegar tan excelentes dotes mas que en la intimidad de la vida doméstica, y las personas vulgares no se apercibían de las sobresalientes cualidades de su carácter y de su corazón.
Por el contrario, las personas de talento y, sobre todo, las personas sensibles, conocían al instante y apreciaban en su inmenso valor á aquella excelente y delicada criatura.
El duque fué uno de los pocos seres que comprendió muy en breve lo que valía Mariana; su padre era uno de sus administradores, y le pareció que ninguna mejor que aquella excelente joven sería á propósito para aya de Gabriela; había entre aquellas dos criaturas misteriosas afinidades que debían hacerlas comprenderse y contribuir á su mutua felicidad.
Mariana accedió al instante; su penetrante instinto le dijo que hacía una obra buena cuidando y educando á aquella pobre niña, próxima á quedarse sin madre, y cuyo padre estaba devorado por una profunda melancolía.
Además, el duque se lo hizo ver así y se lo expresó con una triste pero noble franqueza.
—Mariana—la dijo—tengo una hija que es huérfana antes de haber perdido á su madre; su temperamento especial, su delicada salud y hasta la desgracia de su configuración, me hacen temer mucho acerca de su porvenir; necesito poner á su lado una persona delicada, sensible, de talento y al mismo tiempo de gran abnegación, porque mi hija no ha sido nunca castigada ni puede serlo en su fatal estado; usted, que es tan buena, ¿querría ser esa persona?
Mariana miró á su padre, y el duque continuó:
—No quiero, amiga mía, que usted se acuerde en este instante de consideración alguna; se trata de una ruda tarea que desempeñar á conciencia y con perfeccion; se trata de una niña enferma, nerviosa, de carácter desigual; mida usted sus fuerzas, amiga mía, y vea si alcanzan á tan grande sacrificio.
—Estoy segura de desempeñar á gusto de usted el delicado cargo que tiene la bondad de confiarme, señor duque—repuso la joven.
—Yo también tengo la misma seguridad—añadió su madre. —Sé bien, y esto no es un vano orgullo, lo que vale mi hija.
—¿De modo que puedo anunciar á mi hija que tendrá en breve una amiga?—dijo el duque levantándose, pues había ido á casa de los padres de Mariana para hacer su petición.
—Cuando usted quiera, señor duque.
—Espero á usted con sus señores padres pasado mañana, que es primero de mes, en el castillo.
El duque, dicho esto, se despidió y se volvió á su casa.
Gabriela pasó aquellos dos días esperando á su amiga; así le nombró su padre á su aya.
Cuando llegaron, la niña la esperaba en una larga galería que caía al jardín; al ver aquella bella joven vestida de blanco, cuyo talle estaba ceñido con un sencillo cinturón negro; al ver aquella hermosa é inteligente cabeza adornada de espesas y lustrosas trenzas negras, sintió un movimiento de simpatía.
—¡Ah, querida mía!—la dijo bajando algunos escalones con una gracia perfecta y llena de distinción.—¡Ah, querida mía! ¿Es usted la amiga que me ha anunciado mi papá?
—Quiero ser, en efecto, su amiga de usted, señorita—respondió Mariana estrechando la mano que Gabriela la tendía.
Los padres de la joven se marcharon muy pronto; eran dos excelentes ancianos que adoraban en ella, y que, aunque sentían en el alma su separación, se alegraban de la suerte que el cielo le había deparado.
Mariana fué instalada con Gabriela en la torrecilla del jardín; todos sus departamentos eran comunes á las dos; el tocador era para entrambas, lo mismo que el gabinete de labor, lo mismo que el saloncito, porque el duque sabía que aquella intimidad debía servir de alimento, así al corazón como á la inteligencia de su hija.
Bien pronto una tierna simpatía untó á la niña débil y doliente y á la joven melancólica y pensadora, y los sueños de ambición de Mariana se extendían sólo al deseo de pasar su vida siendo la compañera y el sostén de Gabriela.
El duque vivía en la más completa soledad; el capellán de la quinta, joven de buen talento, á quien el duque había costeado su carrera, decía misa cada día en el oratorio; los médicos venían, cuando eran necesarios, de la ciudad vecina.
En tanto que Gabriela y Mariana cruzaban el jardín para dirigirse á la habitación del duque, he procurado yo dar á conocer, aunque de un modo imperfecto, á la joven aya; sigámosla ahora, y también á su educanda, á la habitación del buen padre de esta última.
Era estío, pues apenas mediaba el mes de Junio, pero aun era fresca la brisa á aquella hora y agitaba dulcemente las ramas de los árboles y las bellas flores de aquel espléndido jardín.
Gabriela y su aya cruzaron una calle de árboles y el vestíbulo asidas de la mano; en él, y paseándose, había dos lacayos, que las saludaron respetuosamente.
Uno de ellos, después de abrir una puerta esculpida, pasó delante y anunció:
—La señorita Gabriela y su aya.
Retiróse, y aquéllas se hallaron delante del duque, que escribía atentamente, sentado ante una soberbia mesa de ébano con embutidos de nácar y bronce.
Sin duda que su tarea le afectaba ó entristecía porque sus ojos estaban humedecidos de lágrimas, y algunas pequeñas gotas de llanto habían caído ya en la hoja de papel fino que estaba escribiendo, y que era, sin duda, una carta.
Al oir el anuncio del criado se levantó y salió al encuentro de su hija y de Mariana, con aquella fina y exquisita galantería que no abandonaba jamás, ni aun con las personas de su trato más íntimo ó de su familia.
Procuró ocultar su emoción bajo una sonrisa, yse sentó, poniendo á su hija sobre sus rodillas y contemplándola tristemente, mientras Mariana se sentaba á poca distancia en un sillón.
Aquella habitación era de una rara y extrema suntuosidad; por todas partes se veían molduras doradas; había una larga mesa de caoba tallada, colocada entre dos ventanas, que sostenía una infinidad de preciosidades de todo género y de gran valor, como bronces, vasos etruscos y porcelanas de raro mérito.
En el testero principal se veía el retrato de una mujer muy bella, pero de un aspecto suave y triste á la vez; vestía un sencillo traje de seda, negro como sus ojos y como sus cabellos; el retrato, de gran tamaño, la representaba en pie y apoyando la mano en un arpa colocada en un atril.
Era la duquesa; el óvalo prolongado de su rostro tenía una gracia indecible; su frente era elevada y noble, sus ojos llenos de ternura; apenas formaban arco sus cejas suaves, estrechas y finas, como dibujadas sobre el cutis nacarado de su frente con una rara perfección.
Sus cabellos lisos circuían como bandas de seda su frente y sienes, de tan delicada blancura, que parecía verse el tenue tejido de sus venas azules; su talle era de una elegancia admirable, lo mismo que su garganta y manos.
Bastaba mirar á aquel retrato para reconocer como madre de Gabriela á la deliciosa figura que encerraba, y, á pesar de su imperfección, los rasgos del semblante de la niña tenían una gran semejanza con su madre.
—Mariana, doy á usted gracias por haberme traído á mi hija tan temprano—dijo el duque después de mirar durante largo rato á su hija con una expresión inequívoca de tristeza y desaliento; hoy más que nunca me hacía falta su vista, porque sufro mucho.
—¡Ay, Dios mío! ¿Pues qué pasa, papá?—exclamó Gabriela echando sus brazos al cuello de su padre, y, fijándole la profunda mirada de sus grandes ojos negros, añadió:
—¡En efecto, tú estás triste, tú has llorado!
—¡No, no! ¡No te alteres así—repuso el duque notando aterrado el estremecimiento convulso que recorría el cuerpo de su hija;—no es nada, nada más que un presentimiento mío!
—¿Está peor mamá? ¿Ha sucedido algo á Alfredo?—preguntó Gabriela, cuya palidez crecía por instantes.
—Cálmate, por Dios, hija mía—repuso el duque—no es nada de eso.
—¿Ha habido carta de mamá?
—Sí.
—¿De su mano?
—¡Mírala!
Y el duque mostró á su hija el sobre de una carta que estaba abierta sobre la mesa.
—Sí, esa es su letra—dijo Gabriela, mirando á su padre con triste recelo—pero ¿qué escribe?
—Que te dé mil besos en su nombre.
—¿Y está mejor?
—¡No!
—¿Peor acaso?
—Tampoco: tu madre, hija mía, sigue en el mismo estado.
El duque no decía la verdad por no contristar á su hija; la duquesa le escribía con serenidad, pero le auguraba, con gran firmeza y resignación, su próximo fin, manifestándole cuánto ansiaba verle.
—Hija mía—dijo después de algunos instantes que empleó en dominar su emoción—tu madre sigue en su triste estado; pero desea verme, y tengo que ir á su lado; ¿me prometes no afligirte demasiado con mi ausencia?
—¿Por qué no me llevas contigo, papá?—preguntó la niña, en vez de responder á la pregunta de su padre.
—¿Habíamos de dejar sola á Mariana?—exclamó el duque, disimulando con una sonrisa su penosa emoción.
—Sola no—respondió Gabriela;—pero que venga también.
—No puede ser, hija mía.
—¿Por qué?
—Porque su papá y su mamá no la darían permiso; vamos, sosiégate, y te leeré la carta que escribo hoy á tu madre.
Gabriela quedó al instante inmóvil, y su padre tomó la carta que había estado escribiendo antes, y leyó uno de sus párrafos, que decía así:
«Debes estar muy tranquila por lo que toca á Gabriela, mi querida Clementina; hay á su lado una persona que te reemplaza todo aquello que es posible reemplazar á una madre; yo deseo, yo ansío, mi adorada Clementina, que tú conozcas á Mariana, pues apenas la has visto en tu vida una ó dos veces: ¿te acuerdas de aquella joven, alta y pálida, que vino un día de tu santo á traerte un ramo de flores? Aquella es, pues, y ahora queda al cuidado de nuestra hija, mientras yo vuelo á verte.
»Si la salud de Gabriela fuese mejor, iría conmigo y con su aya á tu lado; pero no me atrevo á exponerla á tan larga travesía; no temas, sin embargo, por nuestra niña, Clementina; tiene muchas azucenas en su habitación... en su nido, debiera decir, pues vas á sorprenderte deliciosamente al ver el alojamiento que la he destinado, y que ocupa ya con su aya.
»He hablado con ésta acerca de la imprescindible necesidad que hay de emprender ya su educación, pues va á cumplir los nueve años, y para tratar de eso, espero al maestro de la aldea inmediata, hombre, según dicen, de grandes luces, pero á quien no he visto ni he hablado jamás.
»Ya te veo reir, Clementina, enseñando tus blancos dientecitos, al oirme decir que el maestro de escuela de una aldea tan miserable va á dar la primera educación á la heredera de los duques de Miranda; pero tú y yo acatamos el mérito y la ciencia donde quiera que se hallen, y, según me asegura nuestro capellán, D. José, ó José, según él le llama, es un prodigio de sabiduría.
«Adiós, ó más bien, hasta muy pronto, Clementina; mañana salgo para ir á tu lado, y hubiera salido anoche apenas leída tu carta, á no ser para dejar arreglados algunos pequeños asuntos de la casa.
»Tu azucena, según llamas á nuestra hija, te abraza muy estrechamente y te envía mil besos; llora en este momento porque quiere acompañarme á tu lado y porque yo la digo que no puede ser; Mariana te saluda y te asegura cuidar de Gabriela con el mayor esmero y cariño, y ella no podría hacer otra cosa, atendido su carácter angelical.
«Hace dos días he tenido una larga carta de Alfredo; sigue su rumbo para las Antillas, contento y lleno de fe, y dice que te escribe á ti en el mismo correo.
«Adiós, amiga mía; el capellán y todos nuestros buenos sirvientes te saludan y desean verte; yo voy á buscarte para conducirte entre ellos.
»Te abraza con el alma, tu
Fernando.»
Cuando el duque concluyó de leer esta carta estaban sus ojos bañados de lágrimas.
Mariana le miró con aire de inquieta interrogación, á la que respondió él con un desconsolado gesto afirmativo.
La pregunta muda había sido:
—¿Realmente está muy enferma?
La respuesta la siguiente:
—¡Se muere sin remedio!
—Vamos, hija mía, vete con Mariana—dijo el duque á Gabriela.—Me quedan muchos papeles que arreglar todavía.
Luégo, volviéndose al aya, añadió:
—Así que venga ese hombre singular, que me avisen.
—Se hará así, señor duque.
Gabriela abrazó á su padre, Mariana saludó, y luégo el duque las acompañó hasta que el criado levantó la cortina para que se marcharan.
Así que el duque volvió á su cuarto, cerró la carta para su esposa y se puso seguidamente á escribir otras.
En cuanto á Gabriela y á su aya, entraron en la gran sala de labor del cuerpo principal, pues las dos tenían también parte en las dependencias del castillo, y se ocuparon de la lección de música, que Gabriela, aunque sin saber leer, quería aprender al oído.
El delicado organismo de aquella criatura gozaba delicias inefables oyendo la voz pura y armoniosa de Mariana, que se elevaba con singular dulzura interpretando las sublimes armonías de Rossini, de Meyerber, de Bellini y de Donizetti.
A la una y media de la tarde entró un lacayo á decir á Mariana que D. José, el maestro de escuela, venía á ver al señor duque.
Esta petición, que tratándose de un hombre como el maestro hubiera hecho reir y dado lugar á mil burlas en los criados de una casa grande, pareció lo más natural del mundo á los del duque, acostumbrados á la generosidad de su amo.
Porque regularmente, mis queridos y benévolos lectores, los criados son los que reflejan fielmente el carácter y las costumbres de sus señores.
Pocas veces son desatentos y groseros los sirvientes de una persona delicada y humana, pues el ejemplo, y sobre todo la autoridad, destierra aquellos insoportables defectos.
Los del duque eran corteses y tenían buena educación; por eso, al ver al maestro, cuya figura, según podremos ver muy pronto, era bastante extraña, no asomó á sus labios la sonrisa ni el sarcasmo á sus ojos.
—Yo no sé si el señor duque podrá recibir ahora mismo á esa caballero—respondió Mariana á las palabras del lacayo—aunque dijo que se le avisara así que llegase; puede hallarse ocupado en este momento; por otra parte, detenerle en la antesala no me parece bien...
Mariana miró en torno suyo; pareció tomar de pronto una resolución, y dijo al doméstico:
—Que pase aquí.
El criado salió y un instante después volvió á levantar el tapiz de la puerta, anunciando:
—Don José.
Gabriela, que jugaba con una gran muñeca en un extremo de la estancia, se volvió para mirar al recién llegado; su aya, que bordaba, levantó también los ojos y le miró con curiosidad.
No era un hombre raro ó extravagante, según aseguraban cuantos le habían visto; era sólo un hombre vestido muy pobremente y de aspecto triste y resignado, pero doliente y ruboroso.
A pesar de lo adelantado y caluroso de la estación llevaba un pantalón de paño negro, grueso, basto, y tan usado, que se veía la trama del urdido; era muy corto además y se veían unas medias de hilo blanquísimo y unos zapatos de cordobán negro ya en muy mal uso, pero lustrados y limpios con el mayor esmero y escrupulosidad.
Una levita de la misma clase, pero también de corte antiquísimo, y un chaleco blanco de gran limpieza, completaban su traje.
Llevaba una camisa vieja y zurcida, pero tan blanca como el chaleco y las medias, por debajo de cuyo almidonado cuello pasaba una corbata de seda que había sido negra, pero que ya estaba parda á fuerza de usarla.
En cuanto á su figura era hermosa, y toda ella respiraba una dignidad exquisita y una nobleza poco común.
Era un hombre de buena estatura, de ojos y cabellos negros y barba negra también, que llevaba arreglada y peinada con un cuidado escrupuloso.
Su boca encarnada tenía una hermosa dentadura; su frente, calva hacia las sienes, tenía un noble dibujo; su nariz aguileña y un poco larga, contribuía á dar á su semblante un serio y reposado aspecto.
Dejó al entrar, sobre una silla, su sombrero grande, viejo, y de moda pasada dos ó tres años hacía; luégo, al ver la graciosa y distinguida figura de Mariana, que le miraba atentamente, se detuvo con las mejillas encarnadas y los ojos bajos, como si conociendo lo ridículo y pobre de su traje experimentara un doloroso rubor.
No obstante, aquel hombre había ya pasado los límites de la juventud, pues su edad parecía ser de treinta y seis á treinta y ocho años.
—Tome usted asiento un instante, caballero—dijo Mariana—mientras pasan recado al señor duque.
Y volviéndose al criado, que aun permanecía esperando sus órdenes, añadió:
—Vea usted si S. E. está ocupado.
Luégo, y para que viese el maestro que no era su intención el sujetarle á humillación ninguna al hacerle esperar, tomó un álbum de encima de un velador, le abrió por una página que contenía un admirable paisaje, y le dijo con graciosa y risueña amabilidad:
—¿Querría usted, caballero, darme su opinión acerca de esta vista?
—Me parece de maravillosa ejecución, señorita—respondió el maestro, que ante aquella excelente obra de arte se olvidó de todo para admirar.
—Me alegro mucho de saber cuán agradecida debo estar á la persona que me la ha regalado—repuso Maríana.
—Es una copia, ó quizá un original de Juan del Mazo—dijo el maestro con una seguridad modesta, pero firme é inteligente.—Si es copia, es admirable; si es original, tiene inmenso valor material y artístico.
—El último sería para mí más apreciable, caballero—dijo Mariana volviendo á su labor, dejando el álbum en manos del maestro, que, más tranquilo, al parecer, viendo que ya no se ocupaban de él, empezó á hojear el álbum.
Poco después volvió el criado diciendo que el señor duque esperaba á su visita.
El maestro se despidió de Mariana y de Gabriela con un respetuoso y mudo saludo, y siguió al doméstico, que le condujo hasta la habitación del duque, que le esperaba en la puerta.
—Bien venido, amigo mío—dijo alargando al pobre maestro su blanca mano con un movimiento lleno de cordialidad.
Éste tomó aquella mano delicada y la estrechó respetuosamente.
—Sentémonos y hablemos, si usted gusta—continuó el duque tomando para sí un sillón y señalándole otro á su visita, que le ocupó á su vez.—Caballero, yo necesito quien empiece la educación intelectual de mi hija, pues aunque tiene una joven aya instruída, creo conveniente que en ciertas materias no la eduque una mujer.
—Estoy á las órdenes de usted, caballero—respondió el maestro inclinándose.
—¿Querría usted enseñarla, por lo pronto, á leer y á escribir?
—Con mucho gusto.
—Luégo pensaremos en enseñarla la aritmética, pues me parece que su débil constitución se arruinaría si se la cargase con demasiadas lecciones.
—Es indudable.
—Entonces sírvase usted decirme á las horas que podrá venir á darla lección, y los honorarios que exige por su trabajo, para señalárselos al instante.
Un subido carmín invadió de nuevo las mejillas del maestro, como si las palabras del duque hubieran encerrado una ofensa para su dignidad.
El duque observó muy sorprendido aquella penosa emoción, y ya iba á hablar, cuando el mismo maestro, un poco recobrado ya, tomó la palabra.
—Señor duque—dijo con firmeza—no puedo dejar mi escuela para venir á instruir á la señorita.
—Pero caballero, ¿le ocupa á usted todo el día la clase?—preguntó el duque sorprendido en extremo.
—Casi todo el día—repuso el maestro.
—Veamos qué horas son las que usted destina á la enseñanza, y quizá se pueda combinar todo—dijo el duque.
—Lo considero imposible, y usted mismo juzgará: á las siete vienen ya los niños á la escuela.
—¿Cómo á las siete?
—Sí, señor.
—Pero ¿por qué tan temprano?
—Para que los lleve á misa.
—¡Pero eso es un abuso!
—No, señor duque, es una costumbre antigua; mi antecesor, que era un pobre y achacoso anciano, la seguía también.
—Hágala usted desaparecer.
—Imposible, caballero; para estas pobres gentes de los campos no hay deber ni convencimiento; no hay más que costumbre.
—Bien, cuestión es esta muy difícil de discutir; es decir, que los alumnos entran á las siete.
—Ciertamente.
—¿En todo tiempo?
—Lo mismo en verano que en invierno; á las ocho vuelvo con ellos de misa y se abre la clase, que dura hasta las doce; á las dos vienen de nuevo, y se van á las seis.
—¡Pero eso es tener ocupado todo el día!
—Justamente.
—¿Y no podría usted venir de doce á dos aquí?
—No, señor—respondió èl maestro haciendo un esfuerzo doloroso, y con las mejillas cubiertas otra vez por un vivo encarnado.
—¿Y después de las seis?
—Tampoco.
—¿Y durante la velada?
—Me es absolutamente imposible.
—¡Caballero, hubiera preferido oir de los labios de usted una formal negativa, que no sus humillantes excusas!—exclamó el duque con acento descontento y lastimado.
—¡Excusas!—repitió el maestro, alzando al cielo sus ojos con una expresión tan dolorosa, que el duque sintió al instante como un remordimiento por sus duras palabras.
—Pues bien, caballero, si no son excusas ¿por qué no accede usted á encargarse de la educación de mi hija? No puedo ocultar á usted que me haría en ello un gran favor.
—Me es imposible—repitió el maestro.
—Pero, ¿no me dirá usted, al menos, los motivos de esa imposibilidad?
—Hubiera querido evitarlo, caballero—dijo el maestro con un desaliento profundo—pero ya que usted se empeña, preciso será que se lo diga.
El duque, naturalmente piadoso y sensible, hubiera debido conmoverse al ver la expresión triste del semblante del maestro; pero era tanta su curiosidad, que su compasión quedó vencida por aquel sentimiento, y se preparó á escuchar al maestro.
—Caballero—dijo éste—soy muy pobre, y tengo que cuidar de mis padres, ancianos los dos, y agobiada además mi madre por una dolorosa ceguera desde hace algunos años...
Detúvose aquí el maestro, subyugado por la emoción; era indudable que sufría mucho; así es que, ante la vista de aquella profunda pena, se conmovió el duque, y le dijo, tomándole la mano con cariño:
—¡Perdón, amigo mio, por haberme atrevido á querer penetrar en la vida privada de usted!
—¡No, no! Ya que he empezado, no me detendré cobardemente—dijo el maestro—y satisfaré la curiosidad de usted.
Como ya he dicho, soy pobre, porque cuento sólo con tres mil reales anuales para satisfacer todas las necesidades de mi casa y de mis pobres y viejos padres; desempeño, pues, mi escuela, y en la clase, y durante las lecciones que doy á los niños, pinto países de abanicos.
—¡Y bien!
—Durante las horas que estoy ocupado, no desempeño lo más arduo del trabajo, sino que lo pongo en disposición de concluirle por la noche y en las cuatro horas que durante el día tengo libres.
—¿Y le produce á usted eso alguna utilidad positiva?—preguntó el duque, admirado de aquella narración.
—Muy poca, caballero; me pagan á treinta reales la docena de países, y necesito quince días para dejarla concluída.
—Pero si usted renunciase á la escuela podía trabajar con más provecho.
—Lo creo así, porque entonces pintaría cuadros.
—¿Y por qué no lo hace usted?
—¡Yo abandonar mi escuela!—exclamó el maestro con una mirada de entusiasmo que fué á perderse en el vacío—¡Jamás, jamás!
—¿Halla usted, pues, gusto en las áridas tareas de la enseñanza?
—¡Oh, sí! ¡Hallo tanto placer, tanta felicidad, que no sabría cómo pintarla! ¿Acaso existe en el mundo alguna cosa que pueda compararse á lo que se experimenta cultivando rudas y groseras naturalezas? ¿Hay placer mayor que labrar esas inteligencias salvajes con el mismo cuidado y la misma constancia que el lapidario labra la piedra que ha de convertirse en sus manos en un riquísimo diamante? ¿Hay nada semejante á la dicha que se siente oyendo rezar á esos niños las oraciones que yo les he enseñado, más cuidadoso de nutrir sus almas que sus mismas madres? Por mí aman á Dios, le conocen y le respetan; por mí son buenos, dóciles, humildes, laboriosos; y la benéfica influencia de la educación no se extiende ya sólo á los niños; el día que usted quiera, venga á mi escuela y verá el sér más extraordinario que sé pueda imaginar.
—¿Es de la aldea?—preguntó el duque enteramente cautivado por aquel lenguaje entusiasta y generoso.
—No sé de dónde es, ni cómo vino entre nosotros—respondió el maestro—hace ya cuatro años que mi anciano padre le encontró dormido á la puerta de nuestra casa, en una helada noche de invierno; el pobre niño tenía entonces sólo nueve años.
—¿Y con quién vive ahora?
—Con mis padres y conmigo.
—¡Cómo! ¿Le ha amparado usted siendo tan pobre?
—Mucho más lo era él, que no tenía asilo ni pan.
—¿Cómo se llama?
—Nadie le conoce en el pueblo más que por el apodo que le han puesto en él: le llaman Bolón de oro: por lo demás, debe ser de orígen extranjero, sueco ó noruego, según me parece y según indica su género de hermosura; debió naufragar en el puerto cercano y llegó andando hasta nuestra aldea; en la puerta de mi pobre casa cayó exánime de fatiga, y yo, al verle tan hermoso y tan tranquilo, en medio de la nieve que cercaba el portal, me pareció oir la voz de Dios que me decía:—¡Dale abrigo y pan!—Le tomé en mis brazos, le llevé á mi casa, y con nosotros vive.
—¿Pero sabe ya hacer algo?
—Su parte intelectual es muy hermosa; pero le aflige una dolorosa desgracia corporal; carece de las dos manos.
—¡Dios mío! ¿Cómo es eso?
—Parece haber nacido así; tiene sólo al extremo de cada brazo dos partículas pequeñas é irregulares que ninguna semejanza tienen con nuestras manos.
—¡Pero, amigo mío, esa desdichada criatura jamás servirá para ayudar á usted en nada!
—Ya lo sé, y nunca ha sido mi propósito que que me ayudara, si no ayudarle yo; pero volvamos al modo con que yo ocupo mi tiempo y verá usted, señor duque, cómo no puedo complacerle.
Todo el tiempo que me sobra de las clases tengo que emplearle en servir y acompañar á mis padres y á Botón de oro.
—¿Pero por qué no se encarga usted de la educación de mi hija en vez de pintar abanicos?
—No puede ser, caballero; la enseñanza que yo he de dar á la señorita, su hija, debe durar muy poco tiempo; se acabaría muy pronto y mi trabajo debe durar siempre... ¡Oh, quiera Dios que no me falte jamás...!