Erhalten Sie Zugang zu diesem und mehr als 300000 Büchern ab EUR 5,99 monatlich.
Dos novelas ni muy largas ni muy cortas sobre la bondad puesta a prueba. Personajes que sacan fuerza de lugares inesperados para superar las dificultades, sin garantía de lograrlo. En estas páginas caben "las palmas de la virtud y las flores del amor", dice la autora en el prólogo. Bajo ese signo pasan el romance entre la bella Hortensia y Miguel, un joven que hace carrera en el ejército. Luego también la historia de las hermanas Castelblanco, hijas de un banquero pero caídas en desgracia, llamadas a acompañarse en cada complicación y alegría.
Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:
Seitenzahl: 249
Veröffentlichungsjahr: 2021
Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:
María del Pilar Sinués
Saga
Palmas y flores
Copyright © 1910, 2021 SAGA Egmont
All rights reserved
ISBN: 9788726882384
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.
This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.
www.sagaegmont.com
Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com
Á ti, único amigo de mi alma; á ti, que tan bien me conoces, que me quieres tanto, y á quien yo quiero sobre todos los seres de la tierra; á ti, que sientes, que piensas, y que por lo mismo sufres; á ti, á quien respeto, amo y admiro, dedico estas dos sencillas narraciones, y te las envío como una tisana fresca y pura para que calmen la fiebre de tu espíritu.
Yo sé que su sencillez te hará sonreir; pero no hay para tu hermana premio más dulce que una sonrisa tuya, y eso ya lo sabes desde que, cuando era niña, la tomabas en tus brazos al volver de las fiestas del gran mundo.
Admite estas páginas como una tierna memoria de aquel tiempo. La vida nos guardaba terribles desengaños y hondas amarguras. Pero en tanto tenga el noble apoyo de tu amor, siempre bendecirá la bondad de Dios, tu hermana
María.
Madrid 11 de Julio de 1877.
Dulce y benévolo amigo mío: no busques aquí dolorosas sacudidas para tus nervios, ni hondas amarguras; hallarás tristeza, pero también esperanza; verás el desaliento, pero á su lado la grata serenidad del alma, don precioso de los amantes del bien. Verás junto á las palmas de la virtud las flores del amor, de la inocencia, y de todas las bellas cualidades de la primavera de la vida.
Bien puedes dejar este libro en las manos de tus hijas, de tu esposa ó de tu joven hermana, porque ha sido escrito para el hogar; si ven en él sombra del mal, es porque creo que el mal debe conocerse para evitarse, y que la ignorancia no es la virtud; encierra cuadros dibujados por una mano débil, pero soñados por una ardorosa fantasía: todo es en ellos suave y sencillo, como el susurro de las hojas en los árboles, como el perfume de las rosas, como el murmullo del agua; hay verdades en estas páginas, pero no son de las más amargas, y las verdades, cuando se dicen noblemente, consuelan y hacen nacer en el alma ilusiones nuevas al llevarse las mentidas y peligrosas.
Amable é indulgente lector, piensa en mí al hojear este libro; seas joven, niño ó anciano, yo deseo tu simpatía á cambio de entretenerte algunas horas; porque creo que en este mundo sólo las simpatías que inspiramos merecen la pena de nacer y la fatiga de morir. Si miras á este volumen como al amigo de tus días tristes, nada más deseará
La Autora.
Madrid 4 de Abril de 1877.
El Conde de C..., honrado y valiente general, que había encanecido en la guerra que España sostuvo tan heroicamente por su independencia, vivía, desde hacía muchos años, en la pequeña y linda ciudad de San Sebastián, que era donde había abierto los ojos á la primera luz.
Allí también había amado; allí había unido su suerte á la de la mujer querida, y allí habían nacido sus dos hijos, á los que amaba con toda su alma y con un extremo de que hay muy pocos ejemplos.
El Todopoderoso había querido, sin duda, acumular en derredor del Conde de C... todo aquello que puede hacer la felicidad de un hombre.
La Condesa era la mujer más completa, la más admirable que en aquel país, donde las mujeres son todas bellas, dulces y discretas, se había conocido.
Huérfana de un comerciante, al que costó la vida una bancarrota, el padre del general, comerciante también, fué nombrado su tutor y curador, y bajo su amparo fué la hermosa y delicada Hortensia tan dichosa como pudiera serlo una niña que ha perdido unos tiernos padres y una pingüe fortuna.
Hortensia era tan en extremo agraciada, que no se echaban de menos en ella las leyes de la perfección en la hermosura.
Su cara, que formaba un óvalo prolongado, era blanca como las hojas de la camelia, y su tez tenía el matiz aterciopelado de aquella magnífica flor.
Sus cabellos, negros como sus cejas y pestañas, hacían un precioso contraste con sus ojos azules, grandes y rasgados, que brillaban con una dulce y plácida luz.
Su frente ancha y serena, su nariz fina, su boquita rosada, decían claramente cuánto había de escogido, de poético y delicado en aquella noble naturaleza.
En Hortensia resaltaba, más que la hermosura, una gracia exquisita que se advertía en todas sus palabras, en todas sus acciones, y hasta en sus menores movimientos.
La delicadeza de sus pies, de sus manos, un tanto largas y afiladas, y de su esbelto y delicado talle, era infinita.
Su traje era siempre sencillo, pero del mejor y más distinguido gusto; y haciéndoselos ella, era tanta la distinción y gracia que le imprimía, que causaba admiración, y una admiración involuntaria, hasta á las personas más envidiosas y mordaces.
Diez y ocho años contaba Hortensia, cuando el joven Miguel, entonces capitán, fué á pasar una temporada á casa de sus padres, después de una larga y penosa campaña de las que diezmaban el ejército en los primeros años de este siglo. Miguel llevaba en el pecho dos heridas y una en el costado, aún no bien cerradas, y su natural gallardía estaba aún realzada por una palidez tan interesante como honrosa, por el motivo que la había producido.
Ya al lado de su padre, se volvieron á abrir aquellas mal cerradas cicatrices; su padre, que adoraba en aquel hijo único y tan digno de ser amado, se afligió de una manera terrible en su avanzada edad; era viudo, y Hortensia se halló sola entre los lechos del padre y del hijo, temblando por las vidas de entrambos, y sin poder hacer otra cosa que velar, orar y llorar.
Una alegría inesperada trajo la salud á Miguel.
Sus jefes le mandaban el despacho real en que se le nombraba comandante de batallón, en recompensa de los servicios prestados.
¡Comandante á los treinta años! Eso, que nada tendría de notable en nuestros días, era entonces muy extraordinario, y colocó á Miguel en muy elevada posición en su país.
La salud del hijo trajo la del padre, y algunos días después, Miguel, sentado en el delicioso jardin de su casa, declaraba á Hortensia su amor.
La joven le escuchó ruborizada, y al preguntarle Miguel si podía esperar correspondencia, dejó caer su mano entre las del joven comandante.
—Pero, hija mía—dijo el anciano,—ya sabes cuán enamorado está de ti ese joven Marqués, que según cuentan, puede tanto en el ánimo del Rey.
—Y ya sabe usted también, mi querido tutor, que yo no le amo—respondió la joven un tanto turbada al ver la alteración de las facciones de Miguel.
—Sin embargo, debes tener en cuenta su elevada posición.
—Jamás tendré en cuenta sino el estado de mi corazón.
—No digo nada más—repuso el bondadoso anciano;—toda mi ambición se encierra en que te cases con Miguel, y en que dentro de algunos años viváis los dos rodeados de vuestros hijos en esta casa, que ya fué de mis padres, y cerca del cementerio en que me acostéis para dormir el sueño eterno.
Aquella misma noche, y cuando ya descansaban todos los criados, entró Miguel en el aposento de su padre.
El anciano ya estaba acostado.
Una pequeña lámpara de cristal cuajado, pendiente del techo, iluminaba débilmente la alcoba, en medio de la cual estaba el lecho rodeado de cortinas verdes.
Cuando entró su hijo, hacía muy pocos momentos que se había acostado, y todavía no se había entregado al sueño; al verle se incorporó en la cama sobresaltado, y le preguntó con ansia:
—¿Qué sucede?
—No es más, padre mío—respondió Miguel sentándose con aire grave y preocupado,—sino que quisiera hablar contigo un rato á solas.
—Ya te escucho, hijo mío—repuso el anciano, cuya penetración, más bien que de otra clase, era financiera:—habla, pues.
—Necesito saber, padre mío, necesito que me expliques claramente qué relaciones hay entre Hortensia y ese Marqués de que esta tarde la has hablado.
—Qué, ¿ya te mortifican los celos?—preguntó el padre sonriendo con bondad.
—Confieso que sí.
—Pues bien: sabe para tu tranquilidad, que no hay por qué tenerlos. Hortensia fué conmigo, hará unos ocho meses, á un baile que dió el Ayuntamiento, y allí la vió el Marqués; la dijo esas galanterías que usa todo hombre de mundo, y ella lo tomó una mitad á broma, y la otra con esa dignidad un tanto fría, tan propia de su carácter.
Salimos de allí, y me contó cuanto había sucedido, de lo que reímos ambos, pensando, y con razón, que no tendría consecuencias; pero al día siguiente, ese Marqués empezó una persecución tan odiosa como incesante contra la pobre Hortensia; se lo encuentra en dondequiera que va: en la iglesia, en el teatro, en paseo, en todas partes; no va á casa de una amiga que no entre el Marqués de visita así que ella ha llegado, y este motivo la ha hecho aislarse completamente y buscar la soledad de casa, donde no le ve.
—¿No ha intentado el hacerse presentar aquí?
—Ya lo creo que lo ha intentado, hijo mío, pero no lo ha podido lograr.
—¿Cómo no?
—Como que á toda persona que me ha anunciado tal presentación, ó me ha pedido permiso para hacerlo, le he contestado negativamente.
—Y Hortensia, ¿qué dice?
—¿Qué ha de decir? ¡Que hago muy bien! ¡Como que obro por indicación suya! ¡El tal Marqués le causa un miedo horrible!
—¿Tan feo es?
—No es feo precisamente, y hasta para algunas personas es muy buen mozo; pero á mí me causa su vista la misma impresión que la de un gran insecto. Figúrate un hombre muy alto y muy delgado, amarillo de puro pálido, con unos ojos verdes y un cabello rizoso y negro como un mulato; un tren de príncipe, eso sí; pero como ni á Hortensia ni á mí nos seduce el oropel... Y además, ese maldito Marqués no es español.
—¿De dónde ha venido, pues?
—¿Qué sé yo? De Portugal, del Brasil..., de la India quizá; ello es que él se titula Marqués de Río-Santo, y que es cobrizo..., sí, del todo cobrizo.
Esta conversación fué interrumpida por un criado de la casa, que traía un pliego cerrado en una salvilla de plata, pues el gusto delicado y aristocrático de Hortensia había impuesto cierto ceremonial en casa del comerciante, el cual veía sólo por los ojos de la joven, á la que adoraba.
Miguel miró el pliego y palideció, lo que fué advertido por su padre, que á falta de una gran penetración, tenía el gran instinto del amor paternal.
—¿Quién ha traído este pliego?—preguntó Miguel.
—Un correo de Madrid—respondió el criado.
—Es del Ministro—dijo el joven,—y encierra alguna Real orden, pues trae las armas de España.
Y esto diciendo, abrió el pliego, que era, en efecto, una comunicación del Ministerio de Estado, y decía así:
«Su Majestad el Rey nuestro Señor (q. D. g.), atendido el heroico comportamiento de V. E. en la defensa de Madrid cuando fué tomada la villa por las tropas de Murat, me manda decir á V. E. lo altamente satisfecho que se halla de su comportamiento, y para darle una prueba de su Real aprecio, le remite la grandeza de España de primera clase y un escudo de armas, que podrá usar; transmitiendo ambas gracias á sus descendientes.
»Dios guarde á V. E. muchos años. Madrid 6 de Marzo de 189...—El Ministro de Estado,Calomarde.»
Acompañaba á este pliego un diploma de grandeza de España, con el titulo de Conde de C... ( 1 ), y un escudo de armas, pendiente de una cinta y vaciado en plomo.
El anciano, deshecho en lágrimas, abrazó á su hijo, y luego llamó á Hortensia para que participase de la común alegría.
La joven se hallaba ya en su lecho, cuando fué llamada para darle la nueva feliz; y aunque al principio se sobresaltó un poco pensando en lo que podría suceder á una hora tan avanzada de la noche, se puso una bata y una manteleta, y corrió á la habitación de su tutor.
Su emoción fué tan grande, que casi la hizo desmayar, y luego rompió en un llanto bienhechor.
Entonces conoció Miguel que era amado. Una dulce alegría alumbró su alma como un rayo de sol, y volviéndose al anciano, le dijo:
—Padre mío, ya puedo ofrecer á Hortensia una corona de Condesa, en vez de la de Marquesa que ese hombre le ofrecía: así, pues, si quieres verme dichoso, apresura nuestra unión.
Hortensia quiso protestar con un gesto contra la acusación de ambiciosa que tácitamente le inferían las palabras de Miguel; pero éste le hizo señal de que todo lo había comprendido ya, y que sus palabras eran sólo una especie de amorosa broma, que como tal debía tomar.
—Veamos el escudo que Su Majestad nos da— añadió luego mirando el que tenía la joven en la mano.—¡Hola! Una palma y una espada en cruz, y en medio un lazo con la palabra Lealtad. ¡Nadie más que el Rey de España sabria expresar su gratitud de un modo tan delicado y noble! Pero, ¿qué tienes, Hortensia? Me parece que te pones pálida —añadió Miguel, que siempre había tratado á la joven de un modo fraternal.— Veamos qué es eso.
—¡Mira!—respondió la joven sacando del bolsillo de su bata el sobre de una carta que contenía impreso en perfumado lacre negro el sello que la había cerrado, y que al abrirla se había quedado allí.
Miguel miró el lema, y se estremeció á su vez.
Era igual al que el Rey enviaba á Miguel; pero la palma y la espada estaban cruzadas por un pequeño río, y rodeaban el escudo estas dos palabras: Rio-Santo.
El anciano miró atónito á sus hijos, y luego á: los dos escudos, comprendiéndolo todo al instante.
—Yo me explico esto—dijo tras algunos instantes de silencio y reflexión.
—¿De qué modo, padre mío?—exclamó Miguel: —y ante todo, ¿cómo es que tiene Hortensia esta carta?
—La encontré ayer en el cestillo de mi laborrespondió la joven con una serenidad tan completa, que probaba su inocencia.
—¿Y quién la puso allí?
—No lo sé. Mi doncella ha dicho que durante un momento que yo me levanté, vió á un pordiosero detenerse delante de la reja donde yo tenía mi canastilla.
—Y la carta que había bajo ese sobre, ¿dónde está?
—La he quemado.
—¿Sin leerla?
—Sin leerla.
—Te creo, Hortensia—dijo Miguel dando la mano á su prometida;—si, te creo, y me parece que jamás podré dudar de ti: la dignidad de tu carácter y de tus palabras penetra en mi corazón y le convence.
—Repito—dijo el padre de Miguel—que sé á qué atenerme con respecto al sello.
—¡Cómo! ¿Sabrías tú, padre mío...?
—Pues ya lo creo. Ese Río-Santo es uno de tantos farsantes como la guerra ha exportado, no sólo del vecino imperio, sino de todo el mundo: él ha adoptado un escudo á su placer, y ha venido á forjarse, con corta diferencia, el mismo que el Rey te da á ti.
—¿Luego tú crees, padre mío, que no es tal Marqués?
—Como yo. Pero dejemos esto, hijos míos, y volveos cada uno á vuestro cuarto para pensar en mañana, en vuestra felicidad.
—Padre mío—respondió Miguel,—ni tú podrás dormir gran cosa, ni yo tampoco: ¿no es verdad?
—Por mi parte, nada es más cierto.
—Pues bien, también es seguro por la mía: asi, pues, creo lo más acertado que Hortensia se vaya á acostar, y que yo me quede aquí contigo; hablaremos, fumaremos, y si más tarde tuviese sueño, me recostaré aqui en tu misma cama.
—Me parece muy bien, hijo mío—dijo el anciano;—así pasaremos la noche mucho mejor.
—Hasta mañana, pues—dijo Hortensia levantándose para salir.
La joven presentó la frente al anciano, que la besó paternalmente; dió la mano á Miguel, y se encaminó á su aposento, en el cual no pudo conciliar el sueño en toda la noche.
La inesperada elevación de Miguel, las persecuciones del Marqués, la analogía entre las divisas de ambos, que á ella le parecía fatídica, todos estos pensamientos la sumergían en tristes reflexiones, y por más que su imaginación se esforzaba en ver imágenes halagüeñas, sólo veía ensueños tristes para el porvenir.
Por fin, un sueño bienhechor la trajo alguna calma, y ya cerca del alba se durmió profundamente, dando paso su cerebro exaltado á ideas más tranquilas.
Á la mañana siguiente, y cuando todos se hallaban reunidos en el comedor para el almuerzo, un criado entró con una carta para Miguel.
Palideció el joven al ver el sello, é hizo señas al criado para que se retirase.
—Es del Marqués—dijo con voz que temblaba á su pesar.
Y rompió el sobre, leyendo en voz alta lo que sigue:
«Caballero: He agotado en vano y antes de ahora todos los medios posibles para entrar en casa de usted, y no habiendo podido alcanzarlo, con grande sentimiento de mi parte, no me atrevo á volverlo á intentar. Suplico á usted, pues, que se pase por la mía, sita en la calle del Muelle, número 11, para tener con usted media hora de conversación.
»Soy de usted con la mayor consideración atento y seguro servidor que besa su mano,
»El , Marqués de Río-Santo.»
—Ahora mismo voy—dijo Miguel levantándose con ímpetu.
—¿Sin almorzar?—preguntó su padre.
—Me sería imposible hacerlo ahora—respondió el joven.—Vamos—añadió tomando la mano de Hortensia, que estaba pálida y conmovida;—vamos, no tiembles así: no hay por qué, y además yo no soy un niño.
—¡Oh!; es que tú no sabes quién es ese hombre—exclamó la joven sollozando:—su sola vista aterra.
—No temas—respondió el joven—que á mí me produzca tal efecto: tranquilizaos ambos, y adiós.
Miguel estrechó la mano de su padre, imprimió un beso en la de su novia, y salió.
—¡Ah, padre mío!—exclamó Hortensia arrojándose en los brazos del anciano;—yo no sé por qué, parece que quiere saltar mi corazón del pecho.
—Eso es una niñería—respondió el anciano intentando cubrir con una sonrisa el dolor que trastornaba sus facciones.
Entretanto, Miguel había llegado á casa del Marqués, pues había hecho su camino con paso precipitado. Dicha casa estaba situada en un paraje solitario, cerca del muelle y azotada por las olas del mar, que rugían sordamente.
Miguel no era supersticioso, porque era muy valiente para adolecer de semejante defecto; pero en el instante de poner su mano sobre el frío aldabón de bronce de aquella puerta, le pareció oir en su corazón una voz que le decía: «De aquí han de salir muchas desgracias para ti.»
Sin embargo, se hizo superior á tan triste presentimiento, y llamó con mano fuerte.
Un criado vino á abrir al instante, y le condujo á través de una multitud de habitaciones, á un salón octógono, y decorado con antiguos tapices y estatuas de gran mérito.
Aquel salón era muy rico; el gusto, reunido á lo más costoso que produce el arte, había contribuido para su adorno, y sin embargo, había en él algo que helaba el corazón y le prensaba como un círculo de hierro.
Retiróse el criado, y un instante después un paso fuerte y el rechinar de un elegante calzado anunciaron al Marqués.
Era un hombre que, al parecer, tenía de treinta y ocho á cuarenta años. Su alta estatura era muy enjuta y nerviosa; tenía la tez de un color cobrizo, más obscuro aún y más empañado que el de algunos mulatos; sus ojos, redondos y verdes, tenían una mirada brillante y fascinadora, en la cual aparecía, ya la más grande insolencia, ya los instintos más feroces; un bosque de cabellos ásperos y ensortijados, pero negros como el ala del cuervo, cubría á medias su frente alta, pero deprimida por las sienes.
Su larga nariz estaba encorvada como lo está el pico de las aves de rapiña; y cuando abría sus labios, muy delgados y pálidos, enseñaba dos filas de dientes blancos, largos y espaciados.
Parecían trazadas con tinta sus anchas cejas, que se unían con dureza sobre su nariz; en cuanto á sus manos y pies, eran enormes y en extremo gruesos, como de una persona tosca y angulosa.
Su traje era ya bastante esmerado á pesar de ser muy temprano; pero había en él y en todo su aire tan extrema presunción, estaba su gruesa cadena de oro tan recargada de dijes y pedrería, que todo aquello le daba un aire lleno de pretensiones, de vulgar coquetería y de relamida compostura, que debía repugnar profundamente al severo y recto Miguel.
El Marqués saludó cortésmente al Conde, y le rogó que se sentase, haciéndolo él á su lado.
—Caballero—le dijo con una voz de falsete muy rara en su gran corpulencia,—me han dicho que usted va á casarse, y suplico á usted me diga si es verdad.
Miguel dudó un momento si respondería con un bofetón á semejante pregunta; luego pensó en que mediaba Hortensia, y se contuvo.
—Veo—respondió con una amarga y despreciativa sonrisa,—veo que ha sabido usted elegir el sitio para pedirme explicaciones, que no tengo ninguna intención de dar; á no haberse guarecido en su casa, mi respuesta á tal pregunta sería muy lacónica y elocuente.
—¿Cuál hubiera sido, señor... Conde?—Y el mulato dió una entonación tan insultante á la palabra conde, que el carmín de la ira coloreó la noble frente de Miguel.
—Mi respuesta hubiera sido una bofetada, que le avisara á usted de la inconveniencia de mezclarse en negocios ajenos—respondió Miguel;—y note usted que yo no le doy el título de Marqués con que usted se engalana.
—¿Y por qué?
—Porque no creo que lo sea.
Á este mortal insulto siguió un silencio largo y aterrador; recorrió el semblante de Río-Santo una violenta convulsión, y Miguel creyó por un instante, y con mucha alegría de su parte, que aquel hombre iba á lanzarse sobre él.
Pero no sucedió esto: recobró el cetrino rostro del Marqués la expresión que le era habitual de insolencia melosa y solapada, y respondió con voz muy tranquila:
—Cada uno, caballero, es dueño de creer lo que le parezca: la fe es una de las pocas cosas que no se pueden imponer á las personas. Usted pensará de mí lo que guste, y yo ni me ofenderé por eso, ni intentaré hacerle cambiar de parecer; pero si usted no se opone, volveremos á tomar la conversación del sitio en que la habíamos dejado.
—Es inútil, señor mío—repuso Miguel levantándose;—ya he manifestado á usted que no quiero consentir que se mezcle en mis asuntos.
—Es que entre los asuntos de usted hay alguno que á mí me interesa mucho.
—Bien podrá ser; pero eso á mí me importa muy poco.
—¿Es decir que podré tener la casi seguridad del casamiento de usted con la señorita Hortensia?
—No la casi seguridad; la seguridad completa, caballero; la más completa certeza.
—Y... ¿va á ser pronto la boda?
—Muy pronto.
—Pues bien, caballero: yo le aviso á usted, yo le advierto que ganará mucho y se ahorrará muchas desgracias, desistiendo de tal casamiento.
—Repito á usted que nada le importa lo que á mí me haya de suceder.
—Sin embargo, aún volveré á decirle por la última vez: no se case usted con la señorita Hortensia.
—Á pesar de esta advertencia, me casaré.
—¿Es cosa decidida?
—Completamente.
—Nada más tengo que decir á usted, caballero.
—Lo creo muy bien, porque ya ha dicho usted más de lo que debía.
Miguel se levantó, saludó levemente, y salió con la cabeza erguida y el paso mesurado y firme.
Al pasar el umbral sintió á su espalda una carcajada seca y nerviosa; era tan violenta aquella risa, que el joven Conde se estremeció al escucharla, como si hubiera sido un presagio de desventuras.
Pero desechando aquellas tristes ideas, volvió á entrar en su casa, llevando la alegría en su corazón y en su semblante.
Hortensia salió anhelante á su encuentro.
—¿Qué ha ocurrido?—le preguntó con ansia.— ¡Si supieras cuánto hemos padecido nuestro padre y yo!
—Nada ha ocurrido que pueda inquietarte, Hortensia mía—repuso Miguel:—he cortado las insolencias de ese hombre con el desprecio, y dentro de algunos días nos uniremos con eternos lazos.
El padre de Miguel, que se reunió en aquel instante á sus hijos, vino á tomar parte en la alegría común, y el almuerzo que se había interrumpido de una manera tan desagradable, volvió á empezar, comiendo todos con excelente apetito.
Al levantarse de la mesa, entró un criado con otra carta: era para Hortensia, y la joven la alargó á Miguel para que la abriese.
Á pesar de todo su valor, se estremeció el joven viendo otra vez su propio escudo con la adición del río.
La carta sólo contenía estas palabras:
«Si la señorita Hortensia se casa con el Conde de C..., no acuse más que á sí misma de las desgracias que caerán sobre ella y sobre su familia.
»El Marqués de Río-Santo.»
Miguel se levantó con ímpetu y tomó su sombrero.
—¿Adónde vas?—exclamaron con angustia su padre y su prometida.
—Voy á dar parte á la autoridad de esta infame persecución—repuso el joven.—Vamos, padre mío.
—Vamos—dijo el anciano sin vacilar.
Y tomando su bastón y su sombrero, siguió á su hijo.
Muy pronto llegaron á casa del gobernador, que era un anciano recto y bondadoso, y que estimaba mucho al anciano padre de Miguel.
No bien el joven hubo hecho su relato en el despacho; no bien hubo mostrado la carta del Marqués y el escudo de nobleza que el Rey acababa de concederle, y el que conservaba impreso en lacre en las cartas del Marqués, el gobernador envió á un comisario y á algunos agentes de justicia para reducirle á prisión.
Serían como las tres de la tarde, próximamente, cuando llegaron al palacio del Marqués; el comisario se detuvo, y uno de los agentes llamó; pero sólo respondió al ruido del llamador un eco sordo y prolongado.
Repitiéronse los golpes sin más efecto que la primera vez; y visto que nada daba señales de vida en aquella gran casa, se llamó á un herrero que, después de mucho trabajo, hizo saltar las fuertes cerraduras de la puerta.
Todos los agentes penetraron en el edificio; pero nadie apareció en él ni salió á su encuentro, ni se vió huir á persona alguna: la soledad más completa reinaba allí.
¿Cómo dos horas antes estaban las antecámaras pobladas con lacayos vestidos de librea que abrieron las puertas para que pasara el Conde?
¿Adónde había huído la numerosa servidumbre y el mismo Marqués?
Misterios son éstos que el tiempo aclarará.
La policía echó las llaves, puso sus sellos en todas las puertas interiores y en la exterior también, y dejando aquella gran casa solitaria bajo la ley, volvió á dar cuenta al gobernador de sus inútiles pesquisas.
Miguel y su padre dieron gracias al gobernador por lo que había hecho en favor suyo, y se retiraron más intranquilos aún de lo que habían ido.
¿Qué había sido de aquel hombre tan obstinado y tan poderoso al parecer?
¿Qué era lo que podían temer de su venganza?
Esto era lo que se preguntaban á sí mismos padre é hijo, sin que la voz se atreviese á formular sus pensamientos, pues hay pliegues en el alma que sólo le es dado levantarlos á la mano de Dios.
El casamiento de Hortensia y de Miguel se celebró con una gran pompa, de la que el novio no quiso que se prescindiese, por dos razones.
Primera, por el elevado rango á que la munificencia del Rey le había elevado.
Segunda, porque no creyese el Marqués de Río-Santo, dondequiera que se hallase, que por miedo á sus amenazas se quería ocultar en lo posible el casamiento, suprimiendo la ostentación.
Á las seis de la tarde, pues, una larga fila de carruajes se veía delante de la casa del anciano comerciante, todos ocupados por el lucido séquito que debía acompañar á los novios á la iglesia.
Salían por las portezuelas de los carruajes encantadoras cabezas de mujeres, cuyos rizos estaban entrelazados con pedrería, cabecitas rubias de niñas coronadas de rosas, y frentes calvas y varoniles selladas por el estudio y el saber.
Una multitud de curiosos se fué apiñando en derredor de los carruajes esperando ver á los novios.
Cuando éstos aparecieron, un murmullo de admiración recorrió todo el auditorio.
Iba delante Hortensia, á quien daba el brazo su tutor y futuro padre, que vestía de negro.
La joven estaba maravillosamente bella, y tan ricamente vestida, que la más caprichosa fantasía no hubiera exigido más.
Sobre un traje de raso blanco, bordado de plata, rígido por la riqueza de su tejido, llevaba una túnica de encaje blanco, tan delicado y transparente, que parecía haber salido de los dedos de alguna hada; aquel traje, corto según la moda de la época, dejaba ver unas medias caladas de seda blanca con espigas de plata y unos zapatitos de raso blanco con lazos de blonda sujetos con hebillas de diamantes.
De diamantes igualmente eran el collar de tres vueltas, la alta diadema de desposada que sujetaba el velo blanco, los pendientes, los brazaletes y la ancha hebilla que cerraba su cinturón de seda blanca bordado de florecitas de plata.