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Bárbara y Mariano forman una pareja imprevista y en una situación de mucha pobreza, en un pueblito aragonés a mediados del siglo XIX. Allí nacerán sus hijos, Mateo y Plácida. En el futuro de la familia se divisan tragedias, pero quizás también posibilidades de rescate. La otra novela breve de este libro de Sinués, intitulada "Un drama de familia", transcurre en la aldea navarrense de Aybar. Es noche de casamiento y baile en el tranquilo poblado, adonde ha llegado hace poco el misterioso Conde de San Telmo. Esta segunda ficción recorre historias de amores, desamores, batallas entre reconciliación y resentimiento, pesares y dichas entre gente campesina y hacendados.
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Seitenzahl: 304
Veröffentlichungsjahr: 2021
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María del Pilar Sinués
Saga
Plácida y un drama de familia
Copyright © 1877, 2021 SAGA Egmont
All rights reserved
ISBN: 9788726882391
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
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This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.
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En uno de los pueblecillos cercanos á la capital de Aragón, que llamaremos San Juan, vivían hace pocos años el tío Mariano, pobre jornalero, y la tía Bárbara, su esposa, buena mujer, aunque de carácter algo fuerte y bastante rencorosa.
Nadie sabía el apellido del bueno de Mariano, ó al menos le habían olvidado de tal suerte, que sólo alguno de los más ancianos de la aldea hubiera podido decirlo.
Se le llamaba Calabaza, apodo que su mismo padre le había puesto por lo escaso de sus alcances y lo nulo de su inteligencia.
—Hijo, eres un calabaza—le decía diez veces al día el bueno del tío Bernardo;—no me vales para nada, ni jamás podrás prestarme ayuda.
—¿Y qué culpa tiene el pobre de ser así?—decía al instante la madre de Mariano.
—Mujer, no digo yo que él tenga culpa ninguna, ni le regaño porque nada sabe hacer; digo sólo que es un calabaza.
Y calabaza por aquí, calabaza por allá, Mariano se quedó con el apodo de calabaza, única herencia que le dejó su padre, que había sido siempre tan pobre como él, pero mucho más listo.
Mariano casó antes de morir su padre con Bárbara, muchacha honrada y hacendosa, pero más pobre si cabía aún que él.
Bárbara no tenía profesión, ni aun ocupación fija; cuando había convites en el pueblo iba á guisar; cuando alguna de las mujeres llevaba mucha ropa al río la ayudaba en el lavado; cuando había enfermos iba á asistir, y todo esto por un precio muy módico y con la mejor voluntad.
Casi nunca la daban dinero, porque es sabido que en los pueblos corre muy poco la moneda: ya la pagaban con un vestido viejo, con un pañuelo desteñido por el uso, con un pan grande ó con algunas libras de patatas.
Bárbara quedaba siempre contenta; la dureza, la brusquedad de su carácter no la impedía tener el más hermoso corazón del mundo: aquella dureza era hija más bien de su genio vivo y amigo de la economía y del orden.
El padre de Mariano, que, como se ha dicho, era listo, vió que Bárbara era la única mujer que convenía á su hijo, y así participó á su mujer sus proyectos de casamiento.
—Pero hombre—dijo la buena madre—esa mujer va á zurrar á mi pobre hijo.
—¡Toma, que no se deje!
—¡Cómo que no se deje, si es un toro!
—Así le avivará.
—Así le matará á pesadumbres.
—Mujer, las personas del temple de nuestro hijo no se mueren nunca de un disgusto; lo que hacen es quemar la sangre á cuantos viven á su lado, pero ellos están siempre muy frescos.
—¡Ya verás, á pesar de cuanto dices, cómo tenemos que sentir!
—Más tendremos que sentir si se casa el chico con otra mujer floja; además de que ninguna muchacha le querrá en el lugar.
—¿Cómo que no?—exclamó la esposa herida en su orgullo maternal.
—¡Claro! ¿Le has conocido tú alguna novia, y eso que tiene ya cerca de treinta años?
Nada había que responder á esta objeción, porque, en efecto, Mariano nunca había tenido novia; las muchachas del lugar se burlaban de él, y ninguna le hubiera sufrido á su lado ni en la velada, ni en el baile, ni cuando iba por agua á la fuente.
Bárbara no se reía de él; compadecía á aquel pobre mozo, alto, flaco, y cuya cara larga y amarilla tenía una gran semejanza con el fruto cuyo apodo llevaba; era tan paciente, tan sufrido y tan servicial en medio de su misma nulidad, que en las buenas ideas de Bárbara no cabía burla alguna para él.
Bárbara era una mocetona de veintiséis años, baja, gruesa; comía mucho, trabajaba mucho y cantaba con una voz bastante hombruna; su vestido era pobrísimo: se reducía á una falda de indiana, remendada con pedazos de diferentes dibujos; á un jubón, no menos remendado, y á un pañuelo lleno de zurcidos; pero todo esto tan limpio, tan bien puesto, que parecía iba llena de galas.
Un día, al anochecer, que venía de lavar una gran cantidad de ropa, se halló esperándola al padre de Mariano.
—Buenas noches, Bárbara—le dijo el buen hombre.
—Buenas las tenga usted, tío Bernardo—contestó la muchacha.
—¿Tienes prisa?
—Sí y no: ya sabe usted que soy sola y que nadie me espera, pero tengo que entregar esta ropa.
—No te entretendré mucho, Bárbara.
Esta dejó el lío de ropa sobre el banco de piedra en que había estado sentado el tío Bernardo, y escuchó.
—Bárbara—dijo el buen hombre—¿te casarías de buena gana con mi hijo?
—¿Por qué no?—repuso la joven—es bastante dócil y bonachón, y creo que si yo le dijera anda por ahí ó anda por aquí, andaría.
—Eso es verdad, Bárbara.
—Me parece que me dejaría gobernar la pobreza de la casa.
—Desde luego; treinta años tiene y jamás ha pedido un cuarto.
—No es malo para marido, tío Bernardo.
—En ese caso, os casaréis.
—Pero, ¿sabe él algo? Nunca me ha dicho que me quería.
—¡Bah, es un calabaza!
—Eso no importa; yo me casaré con él gustosa, porque ya sabe usted que no tengo padre ni hermanos; pero ha de ser queriéndome él; si no, jamás.
—Vente conmigo, Bárbara—dijo magistralmente el tío Bernardo.
—Ahora no puedo; pero en dejando la ropa iré á su casa de usted.
—Pues hasta luego.
—Hasta luego.
Una hora después fué Bárbara á casa de su futuro.
Esto verdaderamente no estaba en lo natural; pero la pobre muchacha no tenía á nadie que le arreglara su casamiento, y resolvió arreglárselo por sí misma.
Halló á la familia reunida en la cocina.
El padre, pensativo, fumaba tabaco negro; la madre hilaba estopa; el hijo mondaba patatas para la cena.
—Vaya, hija, ven acá—dijo la madre de Mariano, haciendo un ladito á Bárbara.
—No tengo frío—respondió ásperamente la muchacha; — lo que quiero es que acabemos pronto, porque estoy rendida de trabajar, y si he de cenar aun he de hacer la cena.
Luego, encarándose con Calabaza, le preguntó:
—Mariano, ¿te casarías conmigo de buena gana?
—Ya se ve que sí—respondió Calabaza.
—¿De veras?
—De veras.
—¿Harás lo que yo te mande?
—A ciegas.
—Pues vaya, dentro de un mes nos echarán las bendiciones—añadió Bárbara, levantándose para salir.
—Pero mujer, ¿ya no hay más que decir?— preguntó el tío Bernardo admirado de la vivacidad de su futura nuera.
—¿Así se arregla un asunto tan serio?—añadió su mujer.
—¿Qué quiere usted?—repuso Bárbara—¿no somos los más pobres del lugar?
—Sí.
—Pues bien: yo tengo mi casita, compuesta de la cocina, un cuartito, malo es verdad, pero que vale para dormir, puesto que en él duermo yo; además, tengo un corral donde crío gallinas y conejos. Pues bien: así que nos casemos, Mariano se viene conmigo, y donde he vivido yo sola viviremos los dos.
—Pero mujer—dijo la madre—algo hemos de hacer nosotros por él.
—¿Y qué han de hacer ustedes?
—¿Lo has de poner todo?
—¿Y qué remedio? Yo tengo algo, él tiene sus brazos; yo hallo un marido, él halla una casa y una mujer que le cuide: cada uno pone lo que tiene, con que buenas noches.
Bárbara salió dichas estas palabras.
—¡Anda á acompañar á tu novia, Calabaza!— le dijo su padre.
—Es muy bestia, pero buena como el buen pan—dijo la madre así que hubieron salido.
—Que sea buena es lo principal—respondió el padre con tono sentencioso.
Al día siguiente empezó á cundir por el lugar una noticia extraordinaria.
—Calabaza tiene novia—se decían las muchachas al ir á la fuente.
—Calabaza tiene novia—se decían los mozos al ir al campo.
—Y la novia es Bárbara.
—¡Pobre Calabaza! Ya se puede preparar á llevar algunas palizas.
—¡Bah, bah! Ahora puede que avive.
—¿Avivar él? Es ya viejo.
Todos los días, durante un mes, se renovaron estas conversaciones; pero llegó un domingo en que la iglesia de la aldea se llenó de gente desde muy temprano, y en que el señor cura echó la bendición nupcial á Bárbara y Mariano.
Formaban los novios el contraste más perfecto: Bárbara, baja de cuerpo, gruesa y negra, tenía el color encendido, el pelo negro y basto, los ojos pequeñísimos y la boca grande, pero adornada de una buena dentadura.
Su marido era alto y desgarbado como un chopo, flaco en extremo; su color era terroso, sus ojos y sus cabellos de un color indefinible; tenía siempre la boca entreabierta y los brazos colgando á lo largo del cuerpo.
Acabada la ceremonia no hubo convite, según costumbre; los novios comieron solos con sus padres, y al anochecer se encerraron en la casa ó más bien en la chocita de Bárbara, que era el único patrimonio de los consortes.
Desde el día siguiente emprendieron el mismo método de vida que antes habían seguido.
Bárbara se levantaba antes del día y se iba á ganar su jornal lavando, guisando ó cuidando algún enfermo.
Mariano, hostigado por su mujer, comía sus sopas, tomaba su azada y se marchaba á ganar al campo su jornal.
Volvía á las doce y tenía la obligación de dar de comer al cerdo y á las gallinas.
Un día que se le olvidó, tuvo que sufrir tal enfado de Bárbara, que juró que nunca jamás le volvería á suceder.
Seis años pasaron sin tener hijos; al cabo de este tiempo, Bárbara dió á luz un niño, al cual se le puso el nombre de Mateo por devoción de su madre.
La condición áspera de la señora Calabaza se dulcificó algún tanto con este acontecimiento; la pobre mujer sentía un consuelo inefable al volver á su casa y hallarse con un angelito que la esperaba sonriéndole; una vecina caritativa se lo llevaba dos veces al día adonde estaba lavando para que le diese de mamar, y luego volvía á acostarlo en la cama.
Por un milagro de la naturaleza el pequeño Mateo era un sol de hermosura, á pesar de tener por padres dos modelos de fealdad.
Blanco y rosado, con ojos negros y cabellos sedosos y oscuros, robaba la atención de cuantos le veían, no sólo por estas perfecciones, sino también por la gracia de todos sus movimientos.
Pasaron cuatro años más, y Bárbara dió á luz una niña, á quien se puso el gracioso nombre de Plácida.
En nada había cambiado entre tanto la precaria situación de Calabaza y de su esposa; seguía aquélla haciendo sus mandados y envejeciéndose en el río, expuesta al sol, al aire y á la intemperie de las estaciones, y éste cavando de sol á sol, encorvado bajo el peso de un trabajo duro y sin descanso; pero á pesar de la asiduidad de ambos, ni uno ni otro conocían apenas al rey por su moneda.
Sabido es que en las aldeas corre muy poco el dinero y que carecen de él hasta los más ricos propietarios; el jornal de Calabaza era algunas veces retribuído por algunas monedas de cobre; pero la mayor parte de los días recibía en pago de su trabajo, ya un trozo de tocino, ya una regular cantidad de patatas, ó bien una medida de legumbres secas.
Lo mismo sucedía con Bárbara: casi siempre llevaba á su casa especies en vez de dinero, y como los pobres no tenían otra cosa de que mantenerse, y eran bastante tragones, devoraban casi en el día el producto de su trabajo.
Cuando percibían algún dinero se empleaba infaliblemente en comprar alguna ropita á los niños.
¿Pensaréis acaso, lectores míos, que los esposos regañaban? Pues os equivocáis de medio á medio; á pesar de tener Bárbara un genio que hacía honor á su nombre, jamás le dió su esposo motivo para que hiciera uso de él.
Imposible es imaginar una paciencia, una mansedumbre que pudiese competir con la del bueno, y casi pudiera decirse, con la del santo Calabaza; poco á propósito por sus cortos alcances para prevenir los deseos de su mujer, tenía al menos tal docilidad á sus mandatos, que aun no espiraba la palabra en la boca de Bárbara cuando ya los veía ejecutados.
Antes de que su esposa pensara en levantarse ya le había él recogido la ropa en un gran costal y la esperaba sentado y silencioso.
Cuando Bárbara abría los ojos se ponía él á hacer la sopa para el almuerzo de los dos y de los niños, y luego le llevaba la ropa al río para que ella no se cansase.
Muchos días el pobre Calabaza comía, por todo alimento, un pedazo de pan negro, para que su mujer, que venía cansada, no guisara, y porque conocía que, guisando él, tendría que hacerla preguntas que la irritarían en la mala disposición de ánimo en que estaba.
Cuando el tiempo era bueno, Bárbara quería llevarse con ella á los dos niños; entonces Calabaza iba con ella y arreglaba para sus hijos una especie de nido con hojas y flores, en cuyo centro se ponía una sábana doblada.
Allí encerraba Bárbara á sus dos pájaros, como ella les llamaba, con esa poesía inherente á las madres, y allí gorjeaban ellos como si fueran efectivamente dos avecillas.
Mateo, sin embargo, tenía arranques que costaban caros á la pobrecita Plácida; casi nunca escapaba ésta sin un buen manotón ó sin algunos pellizcos, que hacían á Bárbara montar en cólera y algunas veces zurrar de lo lindo al atrevido Mateo.
¿Pero sabéis lo que éste hacía?
Reirse y cantar, como diciendo á su madre:
—Tanto se me da de los golpes de usted como de los nidos de antaño.
Bárbara, que volvía corriendo á su lavado, nada de esto veía, y el indómito muchacho, en cuanto le valía la ocasión, encajaba á su hermana otro pellizco ú otra bofetada.
Entonces Bárbara se quitaba su zapato, y zurraba más fuerte á su hijo; pero él volvía á cantar y á reir.
Un día después de la segunda palinodia, se quiso escapar á la aldea; Bárbara se quitó sus ligas y le ató á un árbol.
Durante mucho rato gritó, pateó y rabió; luego se calló; cuando su madre le dió la comida no quiso tocarla, y cuando al anochecer fué á desatarlo para llevarle á casa, le encontró morado de ira y sin poder casi respirar.
A todo esto no contaba Mateo más que cinco años, y su madre, que no tenía pelo de tonta, cavilaba muchas veces en lo que aquella criatura podría llegar á ser con el tiempo.
No le faltaba razón, en verdad, para cavilar; Mateo era cada día más irreducible y peor; se *** no sólo de su bendito padre, sino también de su terrible madre, de su madre, cuyas iras temían todos en el lugar, conociendo hasta dónde llegaban cuando eran motivadas.
De esta suerte pasaron otros cuatro años; contaba nueve Mateo y cuatro su hermanita, y ya la frente de su pobre madre empezaba á arrugarse, menos por los años, pues aun era bien joven, que por su excesivo y penoso trabajo y por los disgustos que le ocasionaba su hijo.
Era un domingo de primavera y poco más ó menos las cuatro de la tarde.
En la pequeña cocina de la casita ocupada por Calabaza y su esposa Bárbara se hallaban esta última, su niña y una vecina de edad avanzada y aspecto alegre y honrado.
Llamaban á aquella buena mujer la señora Petra, y por apodo la Sacristana, á causa de haber sido su marido sacristán durante muchos años.
Bárbara estaba desconocida, y su fealdad se había aumentado de un modo extraordinario; entre sus cabellos ásperos y cerdosos se veían muchas canas que hacían parecer su cara doblemente negra que lo que era en realidad.
Su grosura había desaparecido, y ya se sabe el desagradable aspecto que presentan las personas que pasan de la obesidad á la extrema carencia de carnes.
La pobre mujer se hallaba ya encorvada por el exceso del trabajo y también por el exceso aun más doloroso y quebrantador de sus pesares.
Su traje era siempre mísero y remendado, pero limpio y compuesto con esmero; sentada en una sillita baja de madera, y con la mano apoyada en la mejilla, parecía absorta en amargas reflexiones.
La sacristana la miraba con pena; era, como ya queda dicho, una mujer cuya edad podía llegar á los sesenta años, rolliza sin ser gruesa, sonrosada y bien vestida; conocíase que toda su vida había disfrutado esa dulce medianía, ese modesto bienestar de las aldeas, que si no deja desear lo superfluo, no permite tampoco carecer de lo necesario.
Entre aquellas dos ancianas, la una por el dolor y la otra por la edad, bailaba Plácida, gorjeando el dulce cántico de la infancia.
Poco más de cuatro años contaba la niña, y aunque no tan hermosa como su hermano, prometía ya mucha gracia, como promete colorido y aroma el botón que se abre junto á una pobre rosa, destrozada por el viento.
Por uno de esos caprichos frecuentes en la naturaleza, Mateo se parecía á su madre en su carácter arrebatado y fiero y en su temperamento fuerte y enérgico; sólo que el hijo había sido dotado de una hermosura que jamás había poseído aquella pobre y desventurada madre.
Plácida se parecía á Calabaza, no sólo en la dulzura de su índole, sino hasta en su parte física.
—¿Cómo se explicará esto, sabiendo que el pobre Calabaza era feo en extremo, y habiendo dicho que la niña era bonita?
Del mismo modo que la semejanza que existía entre Bárbara y Mateo.
—Vamos, mujer—dijo la sacristana á la mujer de Calabaza—anímate ó darás con tu cuerpo en tierra.
—Poco me falta ya, señora Petra — repuso Bárbara, cuya áspera condición había domado el dolor de un modo increíble.
—Ya, ya lo veo; pero hija, ¿es eso justo? Vamos, come algo; el chico parecerá, se habrá ido ahí cerca, al prado grande, á jugar al marro ó á los bolos.
— ¡Ay de mí! — suspiró la pobre madre, que ni aun tenía para desahogarse la facilidad dellanto.
La niña se acercó al oir el gemido de su madre; era una bonita criatura con largos cabellos rubios, ojos azules y boquita de rosa.
A pesar de lo avanzado de la estación, la pobrecita estaba vestida sólo con un viejo traje de bayeta encarnada, cuyos bordes ponían roja, con su burdo contacto, la parte superior de sus blanl cos piececitos, calzados con unos zapatos del todo rotos.
Plácida se acercó á su madre, suspendiendo su baile y su canción, y apoyó en el pecho de aquella su peregrina cabecita.
—¡Ay, hija de mi alma!—murmuró Bárbara besándola con infinita y melancólica ternura.— ¡Ay, hija mía, y qué presto vas á quedarte sin madre!
—Vamos, mujer; ¡por Dios te pido que no digas esas cosas!—exclamó apurada la sacristana.—¿Es ese tu valor, y puede pensarse siquiera que una mujer de tu fibra se deje acobardar por un hijo de nueve años?
—¡Ay, Dios mío! ¡ Señora Petra, hay muchachos de veinte que no son tan tercos y desalmados!
—Ya lo sé, hija, ya lo sé; pero tal vez cambiará.
—¡No lo crea usted!
—¿Quién sabe? Dios todo lo puede y tú eres buena cristiana.
—Señora Petra—dijo Bárbara, tomando á Plácida sobre sus rodillas — usted no sabe lo que pasamos con esa criatura su bendito padre y yo.
—Algo sé, hija, y lo que tiene la culpa de todo es que, como dices, su padre es un bendito; no basta la mano de una mujer, por fuerte que sea, para sujetar á un hijo indómito.
—De fijo que tiene usted razón, señora; pero, ¿qué hemos de hacerle? El pobre Mariano ha nacido así y no puede variar de repente.
—¿Ha sido verdad la fechoría que se cuenta de tu hijo en casa de la mayorazga?
—Sí, señora; se entró por el tejado de la despensa y robó un pernil de tocino; y cuando le dijimos que por qué lo había hecho, ¿sabe usted lo que nos respondió?
—Cualquier disparate.
—¡Toma! ¿Pues qué se piensan ustedes que he de ser yo tan tonto que he de comer sopas y patatas pudiendo comer magras? ¡Eso sí que no! Tanto valgo yo como los hijos del mayorazgo.
—Pocos días hace que pegó fuego á la puerta del huerto del cirujano.
—Sí, señora; con la intención de que ardiese toda y de dejar al pobre hombre en la calle.
—Pero, ¿qué idea le dió?
—Que pidió peras á los criados y no quisieron darle; además de todas esas maldades, se avergüenza de nosotros y no quiere salir ni con su padre ni conmigo.
Al acabar de pronunciar Bárbara estas palabras se oyó un rumor sordo, y un instante después se precipitó Mateo en la cocina.
—¡Tunante! ¿De dónde vienes así?—exclamó su madre poniendo la niña en el suelo y precipitándose hacia él, con la mano levantada.
Pero Mateo puso el codo delante, según hacen los malos muchachos, como medio de defensa, y se retiró algunos pasos.
Su madre, sin embargo, le descargó un puntapié que le hizo retroceder aun más.
Pero el muchacho, que era alto y grueso, se enderezó furioso, cogió á su hermanita bajo el brazo, y dijo á su madre, mientras de sus ojos brotaban chispas de ira:
—Si vuelve usted á tocarme estrello á la niña contra la pared.
—¡Hereje! ¡Bribón!—gritó Bárbara arrojándose de nuevo hacia él.
Pero la sacristana, que por la descomposición de las facciones de Mateo, conoció que haría lo que estaba diciendo, contuvo á Bárbara y dijo á su hijo:
—Deja á la niña, hombre, deja á la niña; ¿qué culpa tiene el angelito? ¿Ves cómo se ríe?
En efecto: la pequeña Plácida, creyendo que su hermano jugaba con ella, le miraba riéndose y batiendo sus manitas.
—Vamos, déjala—repitió la señora Petra;— tu madre no te tocará mientras yo esté aquí.
—Y después que usted se vaya se guardará bien de hacerlo—repuso Mateo, dejando á su hermana en el suelo.
—¿Qué has hecho que vienes tan roto?—preguntó Bárbara, al ver el pantalón de Mateo hecho girones.
—Pelear con los hijos del mayorazgo, que no porque sean hijos de su padre me he de dejar yo pegar.
—Siempre empezarías tú.
—No me acuerdo quién fué; lo que sé es que les puse bien blandos.
—Mujer, ¿por qué no dejas que se lleve á este chico el señor duque, que no tiene hijos y haría su suerte?
—¿No ve usted que entonces negaría ser hijo de sus padres este desalmado?—repuso Bárbara.
—¿No se avergüenza ya de vosotros?
—Sí, señora; pero más se avergonzaría entonces.
—Hija, yo no sé que en esa culpa tan grande importe más que se avergüence poco ó que se avergüence mucho; créeme: déjalo que se lo lleve á Francia.
—Tía sacristana, ya la quiero á usted—dijo Mateo acercándose.
—¿A mí? ¿Quieres tú á alguno acaso?—preguntó la buena mujer.
—A usted, porque dice á mi madre que me deje marchar con el señor duque.
—Entonces, picarón, tú te irás de buena gana, ¿no es cierto?—exclamó Bárbara montando de nuevo en cólera.
—Sí, señora—respondió con serenidad Mateo.
—¿Y no piensas en que tal vez no volverás á vernos más?
—Pienso alguna vez; pero, ¿qué hemos de hacerle?
En aquel momento se abrió la puerta y entró Mariano en la cocina.
—Vengo rendido y no he podido encontrarle— dijo sin ver á su hijo.
Una carcajada de Mateo sirvió de respuesta á estas palabras.
—¡Cómo estás aquí! — dijo Calabaza, cuya fisonomía cándida y casi estúpida no expresó ni asombro ni enojo.
—Vamos, ¡si lo digo yo!—exclamó Bárbara— ¡tu cachaza, tu indiferencia, tu maldito genio de aquí me las den todas es lo que pierde á este chico!
—Mujer, yo creo que lo que lo vuelve sin sentido son tus continuos gritos—dijo con su calma acostumbrada Calabaza.
—Y yo te aseguro—repuso su mujer—que lo que le hacía falta era tener un padre fuerte, que le domase con una paliza cada día.
—Vaya, no hay que cansarse—dijo la sacristana, que veía ennegrecerse el horizonte conyugal;—este Judas hace el mismo caso de los golpes que de la blandura.
—Esa es la verdad—añadió el muchacho con increíble imprudencia.
—Lo que yo afirmo es que entre unos y otros me van á quitar la vida—dijo la pobre madre, cuya firmeza se doblegaba ante el férreo carácter de su hijo.
—Pues vamos, mujer, antes de que yo me vaya de aquí dame el gusto que voy á pedirte— dijo la sacristana.
—¿Qué desea usted de mí?—preguntó Bárbara.
—Que des tu consentimiento para que se lleven á ese bribón de chico.
—Pero, señora, ¡si no tengo más hijo que él!
—Aun te queda la niña; y, sobre todo, ¿para qué te sirve? Para quitarte la vida; déjale, que así haces su suerte y vosotros os quedáis en paz.
—¡La pena me matará al verle lejos de mí!
—Morirás al menos en paz; ¿no ves que así te mata á disgustos? ¡Si para coserle no tienes tiempo! ¡Mira ahora cómo viene! ¿se conoce que eso sea calzones y chaqueta? y ¿cuántos días has pasado lavando, pobre mujer, para comprarle ese vestido? Vamos, ¿manda Dios que los padres se dejen matar por los hijos?
—¿Qué hacemos, Mariano?—pregunto Bárbara, volviendo los tristes ojos á su esposo, pues aunque conocía su incapacidad sabía también que la mujer honrada debe respetar á su marido.
—¿Qué hemos de hacer, mujer?—respondió Calabaza;—lo que tú quieras.
—¡Eso no es decir nada!—repuso Bárbara irritada.—¡Yo no sé por qué te pregunto!
—¿Pero no sabes que mi voluntad es la tuya?
En aquel instante se abrió la puerta, y un hombre que tendría sesenta años entró en la cocina, poniendo así término á la disputa de los dos esposos.
El recién venido tenía un aspecto muy extraño; era grueso, pero parecía ir embutido en un corsé tan apretado, que su rostro estaba carmesí. Sus cabellos, ó más bien su peluca, negra, excesivamente poblada, y ridícula hasta el extremo por su enorme tamaño, estaba prolija y juvenilmente rizada, en relucientes sortijillas; unas cejas muy grandes y tan negras que parecían pintadas con charol, hacían parecer más pequeños á sus ojillos azules y enteramente desprovistos de pestañas.
Este personaje era pequeño y grueso; su nariz muy corta y encendida, su boca hundida, á pesar de estar adornada con una dentadura postiza de subido precio, su cara granujienta, sus grandes manos y anchos pies, le daban un aspecto tan extraño como desagradable.
En cuanto á su traje era de un lujo excesivo; su exquisito calzado, su redingot de paseo de medio color, su chaleco de satén carmesí con flores de seda de color de oro, sobre el cual se cruzaba una cadena con sellos y armas de diamantes, su delicado guante y su flamante sombrero, le daban un aspecto tan brillante, que dejó aturdidos, no sólo al pobre Calabaza y á su mujer, sino también á la señora Petra la sacristana; en cuanto á Mateo, no hay que decir que le miraba con la boca y los ojos muy abiertos.
Bárbara se levantó y acercó una silla á aquel vistoso personaje; pero él rehusó, y dijo con tono altanero y con marcado acento francés:
—¡Eh! No estoy para sentarme, buena mujer, que tengo mucha prisa; sólo he venido á decir á usted y á su marido que me voy esta noche á París, y que si no les viene mal me llevaré conmigo á Mateo; me divierte y haré su suerte.
Al oir aquellas palabras, el irresoluto y tímido Calabaza miró á su mujer, que, lejos de responder á aquella mirada, bajó la cabeza abrumada por su dolor.
—Qué, ¿ni siquiera merezco una respuesta?— preguntó ásperamente el personaje.—¿Saben ustedes que es el duque de Varennes quien les hace el honor de venir á pedirles su hijo?
—Señor—dijo Bárbara levantando la cabeza;—yo no sé lo que es un duque, porque es el primero que en toda mi vida he visto...
— ¡ Lo creo!—interrumpió burlonamente el personaje.
—Pues bien, más vale así, caballero; digo que usted es el primer duque que veo, y que ve también mi pobre marido; así no sé lo que es ser duque; pero aseguro á usted que el separarme de mi hijo me costará una pena mortal.
—¡Bah, bah, lo creo!—repuso el señor duque.—De cien madres, eso es lo que dirían las noventa y nueve; todas son así. ¿Y qué dice su padre?
—Yo... yo digo que...—balbuceó el pobre Calabaza.
—¡Tú dirás que no, como lo digo yo! —exclamó Bárbara.
—Vamos, buen hombre, responda usted—insistió el duque.
—Yo digo que deseo el bien del muchacho, pero que no quisiera que su madre tomase un pesar—dijo por fin Calabaza.
—¿Y tú, Mateo, qué dices?—preguntó el duque dirigiéndose á su protegido.
—Yo digo que me quiero ir con V. E. y que me iré—contestó resueltamente Mateo.
—¡Ea, dejadlo con mil santos!—dijo á su vez la sacristana.
—Vaya, vaya, me lo llevo—dijo el duque;— su madre llorará un poco, pero más valdrá que no lo vuelva ya á ver; luego se consolará, sabiendo que su hijo es rico y lo pasa bien.
Al decir estas palabras tomó al niño de la mano; éste se disponía á seguirle con la mejor voluntad; pero la pobre madre se levantó como una leona herida.
—¡Eso no!—dijo.—Que se vaya, ya que él quiere abandonarnos... ya que su padre no se opone á ello; no quiero que en ningún tiempo diga que su madre le quitó su bienestar... pero así tan de repente, no, señor; envíe usted por él, ó venga usted mismo á buscarle cuando ya vaya á subir al coche.
—Vendré por ti á las siete, chiquito—dijo el duque.—Y sin decir una palabra de despedida, salió de la cocina.
Bárbara no volvió ya á levantar la cabeza, que tenía caída sobre el pecho; y cuando al anochecer vino el mismo duque á buscar á su hijo, le abrazó mil veces, le cubrió de besos y de lágrimas, y, á pesar de su fortaleza, cayó desmayada cuando el carruaje partió llevándose al duque, á su secretario particular y al alegre Mateo.
Diremos algunas palabras sobre los antecedentes del duque antes de continuar esta historia.
Hará ahora como unos noventa años que un fondista de París fué agraciado con una cantidad enorme que le había tocado en suerte en la famosa lotería de Hamburgo.
La suma ascendía á cinco millones de francos; el buen hombre cerró su fonda, que no era por cierto de las más elegantes, y se hizo agiotista, palabra elástica que algún día comprenderéis, queridos jóvenes, por más que ahora os sea desconocida su significación; os diré, por lo pronto, que bien aconsejado por varias de esas personas que en todas las naciones del mundo, y en Francia sobre todo, se pegan á los ricos, hizo negocios más ó menos limpios y dobló su fortuna en seis años.
El tío Casimiro Gringolet, que mientras vistió su delantal blanco y su gorro de algodón tuvo la conciencia bastante limpia, el sueño bastante tranquilo y el apetito bastante bueno, empezó á perder el sosiego, á comer poco y á padecer desvelos.
Los manjares que él mismo se había acondicionado en otro tiempo y de los cuales había comido en abundancia, le parecían desabridos y ordinarios; en fin, el opulento nabab era mucho más desgraciado que el alegre y rollizo fondista, chancero con sus parroquianos, complaciente para su mujer y delicioso para todos.
Pero no creáis, lectores míos, que esto procedía de que sus riquezas desagradasen á Casimiro Gringolet, nada de eso; él estaba contentísimo con ser rico; pero, además, deseaba brillar, dar convites, tener palco en la Opera, en los Bufos y en los Italianos; poseer ricos carruajes y brillantes trenes; el demonio de la vanidad le había agarrado de manera que no sabía cómo desasirse de él.
Por fortuna suya, sus excelentes amigos estaban siempre ojo avizor para complacerle; no faltó quien ilustrase el gusto del bienaventurado Gringolet acerca de caballos, carruajes y mueblaje de casa; se le hizo gastar medio millón de francos en vasos del Japón, figuritas de Sajonia, cofrecillos del tiempo de Luis XIII y cuadros de Boucher, Scheffer y Cuortin.
Formósele una biblioteca magnífica con los volúmenes de Lafontayne, Chenier, Chateaubriand, Yalete, Lamartine, Víctor Hugo, Molière, Byron y mademoiselle Stael; se le compraron mueblecitos de palo de rosa y de Boule, para guardar sus joyas y sus pecheras de encaje; se llenó su comedor de porcelanas, de cristal de roca y de vajilla de plata; se le hizo un lecho esculpido con las armas de su casa, y, en fin, se le montó una casa, ó mas bien un palacio, completamente á lo gran señor.
Después de todo esto los amigos pensaron formalmente en la representación social que se había de dar á Casimiro; en este mundo es forzoso ser algo; y después de discurrir durante algunos días, decidieron hacerle duque, comprando para él el ducado de Varennes y asegurándole podía llevar el título, siquiera por haberle costado una buena cantidad de escudos.
El buen Casimiro se alegró de ser duque, menos por él que por un pimpollo que tenía de diez años, y que respondía al prosaico nombre de Ciriaco; este niño, de una disforme obesidad, basto y mofletudo, no sabía jugar con los trajes de terciopelo y raso que vestía desde la opulencia de su padre, y se vengaba manchando cada día un vestido.
Buscósele un ayo y una doncella que le sirviera; pero al primero no le hacía maldito el caso, y á la criada le tiraba los zapatos con sólo que se le ocurriera hacerle ver la precisión de lavarse la cara.
Así pasaron algunos años; la educación de Ciriaquito Gringolet no adelantaba un paso; quince primaveras había ya visto florecer sin que aprendiese á escribir y sin que conociese los números; pasábase el día en comer, dormir ó jugar al trompo en el soberbio salón de su padre.
Diez y seis años contaba cuando su madre pasó á mejor vida; la digna mujer se hallaba mucho mejor entre sus guisados que en su dorado palacio, y ni una sola hora vivió á gusto en medio de su grandeza.
Faltándole los goces de gobernar la despensa, de sazonar las ollas, de dar vuelta á los asados, de echar la cuenta del gasto, en fin, no le hallaba objeto á la vida, y la melancolía acabó con su salud, conduciéndola al sepulcro.
Ciriaco sintió hondamente la pérdida de su madre; su padre le amaba, es verdad; pero asediado con las visitas ú ocupado con los negocios, apenas tenía tiempo que dedicarle, mientras su madre sólo pensaba en él.
Durante el año del luto, Ciriaco estuvo inconsolable; pero cuando empezó á usar los nuevos trajes que se le habían hecho, pareció regenerarse como la crisálida que sale de su capullo hecha una linda mariposa.
Faltándole el solícito cuidado de su madre, resolvió cuidarse por sí mismo; faltándole su compañía, empezó á salir, deseando hallar amigos; aprendió á vestirse con primor, á peinarse, á perfumarse; pidió maestro de baile y de dibujo que su buen padre se apresuró á concederle; se le puso su servidumbre y su carruaje particular; se le señalaron cuatro soberbios caballos de silla, y se convirtió, en fin, en uno de los dandys más á la moda de la capital de Francia.
El papá Gringolet veía lleno de gozo la brillante metamorfosis de su hijo; apenas podía creer al verle que aquel fuera el muchacho tosco, comilón y ordinario que había nacido y se había criado entre el ruido de los almireces de su hostería; pero ¡ay, cuánto hubiera deplorado, si hubiera podido conocerle, el cambio interior que, al mismo tiempo que el exterior, se había verificado en su hijo!
Ciriaco, desde que se levantaba á las doce para salir á dar un paseo con sus amigos, se había olvidado de rezar sus oraciones cotidianas; desde que se acostaba al amanecer se dormía sin el nombre de Dios en los labios, y el cristiano que se duerme y que despierta sin pensar en Dios, mis amados jóvenes, es bien digno de lástima.