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Es noche de casamiento y baile en la tranquila aldea de Aybar, en Navarra, adonde ha llegado hace poco el misterioso Conde de San Telmo. Premio y castigo recorre historias de amores, desamores, batallas entre reconciliación y resentimiento, pesares y dichas entre gente campesina y hacendados. Lo apacible del ambiente bucólico no quita que puedan ocurrir tragedias, y las tragedias no quitan que a través de las generaciones que pasan por ese pueblito se siga buscando la felicidad.
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Seitenzahl: 181
Veröffentlichungsjahr: 2021
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María del Pilar Sinués
Saga
Premio y castigo
Copyright © 1857, 2021 SAGA Egmont
All rights reserved
ISBN: 9788726882407
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
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This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.
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LA CASA BLANCA Y LA CASA VERDE
La gratitud es necesaria para adornar las virtudes, como el rocio para embellecer las flores.
(Anónímo.)
En lo más escondido de nuestra hermosa Navarra se ve una risueña aldea, cuyo nombre es Aybar: rodeada de bosques frondosos y casi siempre verdes, de praderas bordadas de flores, por las cuales cruzan mansos arroyuelos, se levanta, blanca y graciosa, coronada por el elevado campanario de su iglesia.
Nada más bello, más encantador que el paisaje que ofrece, contemplado al finar un día de estío, ó á la mitad de una mañana de invierno: por un lado se encuentra un rebaño esparcido, que busca su alimento en la yerba del prado; más lejos, el labrador que acelera todo lo posible el paso de sus perezosos bueyes, entonando una de esas canciones tan melodiosas de la antigua Navarra, y de cada una de las blancas chimeneas del pueblo se ve salir una columna de azulado humo que se va á perder en el horizonte.
Este aspecto presentaba la aldea un día del mes de Febrero de 1838. Eran las once de la mañana, y el sol lanzaba sus ardorosos rayos: ni la más pequeña nube empañaba el purísimo azul del cielo, y un vientecillo, ya templado, agitaba los tallos de las flores.
—Buen día tenemos, tío Agustín,—dijo un joven que venía de la aldea, á un anciano que miraba pacer una docena de corderos, sentado en la húmeda yerba.
— Excelente para que la helada de la noche nos socarre del todo las plantas,—contestó el interpelado con áspero tono.
—¿También hoy tiene usted mal humor, tío Agustín?—repuso el joven.—Pues bien podía estar contento, en gracia del acontecimiento que se prepara: ¿no se casa esta noche la linda María, su hija?
—¡Vaya una pregunta!—murmuró el viejo: — ¡si ignorarás tú lo que todo el lugar sabe! Vaya, vaya, Pedro: sigue tu camino, que el molino está lejos.
—Es verdad—dijo Pedro:—me he entretenido más de lo que pensaba en la quinta, y se ha hecho tarde. Ya se ve, ¡son tan buenos los amos! sobre todo la señora — prosiguió Pedro, en cuya franca y cándida fisonomía se pintó un sentimiento de profundo cariño:—todos los días va á misa, ¡y es tan cristiana!
—¡Necedades!—murmuró el tío Agustín encogiéndose de hombros.—¿Acaso puede ser nadie bueno con esa soberbia y arrogancia? ¿es ya perfecta una persona porque va á la iglesia á darse golpes de pecho? ¡Buena! ¡me río yo de esas bondades! Pregunta á la señorita Evangelina si es buena su tía; bien que sería inútil: aun cuando la mortificase más, diría que era una santa, porque su genio es así.
—Y haría bien—dijo Pedro con una gravedad que no se hubiese esperado en él:—la señorita se lo debe todo á su tía, y obraría muy mal hablando de otro modo; ella también le da sus motivos de enfado... Y á propósito: ahora mismo acabo de encontrarme á ese señorón de largos bigotes que vive en la casa verde, y que sigue á todas partes á la señorita... la cual parece que no le mira con malos ojos...
—¿Callarás, lengua de víbora?—interrumpió enojado el anciano: —vete y déjame en paz; pero ten entendido que no sufriré que tú ni nadie tome en boca á la señorita Evangelina.
—Perdone usted, tío Agustín—repuso el joven con dulce voz:—nadie mejor que usted sabe que me dejaré matar por la señorita, ni más ni menos que por la señora y por su hijo... pero ve uno cosas que... en fin, quede con Dios y hasta la noche, que iré á bailar un rato en la boda de su hija.
Y esto diciendo, tomó á buen paso la senda que conducía al molino.
—¡Llévete el diablo!—murmuró el anciano pastor.
Y recogiendo sus corderos, se encaminó con ellos á la aldea, porque daban las doce en el reloj de la iglesia y era justamente la hora de comer.
A la entrada de la aldea, y algo separado del camino, se elevaba el edificio que Pedro había señalado con el modesto nombre de quinta.
Esta hermosa casa, blanca en su exterior, como las humildes casitas del lugar, estaba cercada por una verja de hierro, parte de la cual formaba la puerta; componíase de dos pisos: en el primero ocupaba todo el frente una extensa galería, en la que se abrían los tres únicos balcones que había; el segundo tenía solamente ventanas.
Veíanse detrás de la casa las tapias de un gran jardín: los antiguos árboles asomaban sus ramas por encima del vallado, y ofrecían al viajero durante el estío sus copas cargadas de dorados frutos.
A pesar de lo templado de aquel hermoso día, y no obstante el suave ambiente que reinaba, todos los balcones y ventanas de la quinta permanecían cerrados con el mayor cuidado; los pacíficos aldeanos, al pasar por delante de aquella mansión, se paraban á mirar y saludaban con respeto. Los habitantes de Aybar estaban divididos en dos partidos, simbolizados exactamente por el tío Agustín y Pedro; pero aun cuando las simpatías no fuesen las mismas en unos que en otros, todos respetaban á los moradores de la quinta, y los consideraban como seres de una naturaleza superior á la suya.
Las buenas gentes estaban también acordes en otro punto: odiaban todos, sin excepción, al habitante de la casa verde, esto os, al señorón de las largos bigotes, como Pedro había dicho.
Esto personaje había caído allí como llovido hacía unos tres meses: le habían precedido dos lacayos y un ayuda de cámara, de un aspecto casi tan soberbio como su señor. La casa verde, cerrada desde la muerte del último poseedor, se había vuelto á abrir y se había amueblado con una suntuosidad no conocida jamás en aquellos contornos; el día en que estuvo colocado el último sillón, en que el tapicero dió la última mano á aquella encantadora morada y en que se encendieron las chimeneas, se vió llegar un correo á escape, con altas botas, calzón azul y casaca galoneada; el chasquido del látigo y la vista de aquel hombre dejaron atónitas á las buenas gentes del lugar, que acudieron presurosas á la puerta de la casa verde.
—Una hora tan sólo he adelantado al coche del señor Conde—dijo el correo á los tres hombres que bajaron diligentes á su encuentro.—Roberto—prosiguió dirigiéndose al ayuda de cámara,— el señor Conde me ha encargado te diga que se acostará en cuanto llegue.
Y esto diciendo, desapareció, siguiéndole sus compañeros.
—¡Un Conde! ¡Un señor que envía delante de él cuatro criados!—los habitantes de Aybar se preguntaban unos á otros, sin que ninguno de ellos supiera ni una palabra de lo que aquello significaba: esperaron, pues, con ansia la llegada de un personaje con tantas campanillas anunciado, bien seguros de que no sería un hombre como ellos.
Llegó por fin un coche de camino, muy sencillo por cierto, del cual, con no poco asombro, vieron bajar á un hombre como de unos treinta años, de encantadora figura en verdad; pero, contra todas sus esperanzas, muy parecido á los demás.
—¡Buen chasco, Juana!—decía una mujer á otra dándole con el codo.—¡Yo que creí que sería tan de ver este señor... y es casi como mi marido!
—¿Sabes lo que digo, Gila?—contestó la otra. —Que me gustan mucho más sus criados, y que van mucho mejor vestidos... ¡ahí es nada!... Mira: ese que va todo de negro y lleva ese casacón, ¡cómo luce las hebillas de oro en los zapatos! ¿Pues y los otros? ¡con esos vestidos tan preciosos, azules con galones...! ¿Y el que vino poco hace á caballo? todo él iba lleno de oropeles...
—Calla, calla—interrumpió Juana:—ahora ha abierto el señor Conde el balcón de en medio, y se asoma... ¡Válgame Dios! ¡si lleva un vestido como de mujer...! ¡con cinturón y todo...!
Gila y Juana se quedaron con la boca abierta mirando hacia el balcón.
En efecto: el viajero se había despojado de su traje de camino, y se había puesto una rica bata que una banda de seda ceñía á su talle, de una maravillosa elegancia. Cuando se apoyó en el balcón, acababa de pasar un peine por sus cabellos empolvados del camino y había dejado descubierta su cabeza: así, pues, sus espesos rizos castaños ondulaban libremente y ostentaban toda su hermosura.
Magníficos ojos de un negro aterciopelado y de altiva y ardiente mirada: tez pálida y mate, aunque de una pureza sin igual; nariz afilada y perfecta; boca de encantador dibujo, adornada de dientes de nácar y de una hechicera sonrisa, cuya gracia no robaba el espeso bigote castaño, hacían de la fisonomía del Conde el tipo más seductor. No era alta su estatura; pero lo parecía, á causa de la esbeltez de sus formas y de la soltura de sus movimientos, que revelaban al lión del gran mundo, al noble de hábitos aristocráticos.
Tal era el hombre que se presentó á los ojos atónitos de los buenos aldeanos. Sin darse por entendido de la curiosidad de que era objeto, contempló un momento el risueño paisaje que se extendía ante su vista; después, como si le hastiase el aspecto de aquella rica naturaleza, se puso á seguir con sus ojos las espirales de humo de su cigarro.
De repente, un rumor vino á sacar al viajero de su distracción: era el paso, lejano aún, de tres caballos.
Empezaba á anochecer y hacía un frío intenso; preparábase el Conde á dejar el balcón; mas se detuvo como extático, fijando los ojos en un sendero que, atravesando la pradera, iba á terminar casi enfrente de él.
Bajaban por la senda tres personas á caballo, que eran las que llamaban la atención del Conde.
Eran dos jóvenes y un caballero.
Los ojos del viajero se habían elavado, con atención suma, en la más alta de las dos mujeres; mas la luz, harto débil ya, no le permitió distinguir más que un talle esbelto encerrado en un traje de montar de color obscuro, y unos sedosos y poblados rizos que se escapaban de un sombrerillo de fieltro, de elegante hechura.
—Buenas tardes, señorita Evaugelina,—dijo un aldeano.
—Vaya usted con Dios, señorita,—repitieron casi á un tiempo todos los demás.
La joven se volvió é hizo con la mano un ademán lleno de gracia y de bondad; después puso al trote su caballo para alcanzar á sus compañeros, que ya subían por la senda que conducía á la quinta, y desapareció, no sin repetir antes su saludo á las buenas gentes del lugar.
—¡Evangelina! —murmuró el Conde;—¡nombre dulce, poético, encantador! ¡En otro tiempo me hubiera parecido un nombre santo! ¡Ah! ¡y por lo que he podido ver, es linda como ella sola! ¡Bueno! mañana empezaremos la conquista de esa beldad campesina: así como así, esto me servirá de distracción.
Y cerrando el balcón con estrépito, llamó á su ayuda de cámara para que le desnudase.
El Conde de San Telmo, al dejar á Madrid para ir á sepultarse en el centro de la Navarra, creyó que iba á aburrirse de muerte. Heredero de un gran nombre y de una inmensa fortuna y huérfano desde su más tierna edad, había sido educado por un tutor harto complaciente; nacido caprichoso y altanero, sus caprichos y su altivez, lejos de ser corregidos, habían sido aplaudidos y fomentados; jamás sufrió el menor castigo, y todos sus defectos fueron celebrados con el más pernicioso servilismo; sus antojos eran leyes para todos los de la casa: no estando sujeto á ninguna autoridad, no conocía freno su impetuoso carácter; y aquel niño que había nacido con nobles instintos y á quien el cielo había dotado de un alma generosa y de un corazón sensible, se convirtió poco á poco en un sér inaguantable.
A pesar de la libertad ilimitada que tenía en casa de su tutor, el Condesito ansiaba ardientemente llegar á su mayor edad. Seis meses antes de realizarse aquel vehemente deseo, se empezaron á restaurar los muebles y las pinturas del magnífico palacio de sus padres; se eligió la servidumbre, y el Conde dió mil veces gracias á su tutor por el tino, el celo y, sobre todo, por el exquisito gusto que había desplegado en el arreglo de su casa.
Instalado ya Octavio de San Telmo en su nueva vivienda y dueño absoluto de su colosal fortuna, se vió bien pronto rodeado de amigos; el mundo elegante le abrió sus salones, y las mujeres más de moda se disputaban sus menores preferencias. Con una figura encantadora, una fortuna inmensa, y heredero de uno de los más nobles y antiguos nombres de España, el joven Conde hizo furor durante mucho tiempo; aunque su educación en lo concerniente á conocimientos sólidos había sido nula, aprendió, sin embargo, lo necesario para ser bien recibido en la sociedad, poco exigente casi siempre; poseía además esa distinción de modales que es innata en la aristocracia verdadera, y que en vano se pretende aprender ó imitar, porque es como un sello que Dios imprime en todos aquellos seres que hizo nacer en noble cuna.
Lanzóse el joven en medio de la vida alegre y disipada con que tan ampliamente le brindara el mundo, y gozó por completo de todos sus placeres.
Por algunos años, el inmenso caudal del Conde fué suficiente á sufragar los enormes gastos que hacía sin cesar, porque era tan grande su fortuna, que no se resintió, al menos de un modo sensible, con sus continuas y descabelladas locuras; sin embargo, llegó al fin un día bien fatal para Octavio: el día en que se convenció de que su corazón estaba muerto para siempre por el abuso de todo; día en que vió con amargo pesar que se habían extinguido en su alma todos los sentimientos buenos y nobles, todas las aspiraciones hacia el bien; día en que vió claro que las máximas de sus depravados y libertinos amigos habían, con su ejemplo y sus consejos, extirpado de su alma todas las semillas de la virtud que aún vivían en ella, á pesar de su fatal educación.
La indiferencia del cinismo vino pronto á reemplazar aquella pena, último grito de la conciencia, último aviso de ese Dios de bondad que vela siempre por nuestro bien. Entonces buscó con afán las emociones violentas, y se entregó sin tasa, á la pasión del juego, más fuerte para él que todas sus pasiones juntas: perdía, es verdad, considerables sumas; su fortuna se gastaba. ¿Mas qué era la pérdida de sus riquezas comparada con el goce que lo proporcionaba?
Jugó, pues, de lo suyo mientras tuvo, y después pidió prestado á sus numerosos amigos, que le ofrecían á porfía sus bolsillos; ofertas que el Conde aceptó sin reparo, y gracias á ellas continuó jugando sin acordarse de que había de llegar un dia en que tenía que pagar las cuantiosas den das que iba contrayendo sin cesar.
Octavio de San Telmo era, sin embargo, un hombre de honor, y á pesar de la vida disipada que llevaba, no manchó su nombre con ninguna acción culpable ó vergonzosa: pero sus acreedores, prudentes y sufridos durante algún tiempo, perdieron al fin la paciencia y comenzaron á asediarle por todas partes: entonces conoció el Conde sus extravíos; mas era ya demasiado tarde para remediarlos: su pasión dominante era el lujo, y antes hubiera muerto que renunciar á él.
No negó ninguna de sus deudas, y como se hallaba exhausto de dinero, se decidió á vender toda la hacienda que le quedaba: de este modo vivió aún dos años, continuando su casa bajo el mismo pie y conservando siempre sus hábitos de opulencia.
Entonces fué cuando le ocurrió la idea de casarse, cosa en que jamás había pensado; mas el estado de su fortuna no era un misterio para nadie, y sus pretensiones fueron desechadas por más de un padre ó tutor.
¿Qué hacer? ¿qué partido tomar? Aquellos mismos á quienes él creía sus verdaderos amigos, le abandonaron en la desgracia y huyeron de él. Había vuelto á contraer deudas que ya le era imposible solventar: la miseria, la horrible miseria le esperaba, ¡á él tan hermoso, tan joven aún! le amenazaba la vergüenza, la prisión quizá, porque sus acreedores le perseguían con ardor infatigable, desde que sabían que había agotado sus recursos, y no perdonaban medio para perderle en la imposibilidad de conseguir que les pagase. Los hombres son tan injustos algunas veces, que se complacen del mal de sus semejantes, como si esto les reportase algún beneficio.
La situación del Conde se iba haciendo cada día más aflictiva.
Oculto siempre en su casa, ni aun allí podía sustraerse á las continuas exigencias de sus acreedores que sin piedad alguna le atormentaban.
Una mañana, que más sombrío que nunca estaba sentado junto á la chimenea y miraba maquinalmente el fuego, entró su ayuda de cámara sin que le hubiese llamado.
Octavio usaba sobrada dureza con todos sus criados; mas aquel joven era su confidente, y la necesidad que tenía de él le hacía ser algo más tolerante.
—¿Qué quieres, Roberto?—preguntó volviéndose al ayuda de cámara:—no he llamado.
—Perdone el señor Conde—contestó el doméstico con respetuoso acento: — si he entrado sin que me llamase, ha sido porque tenía que darla una buena noticia.
—¿Una buena noticia?... ¿á mí?—dijo admirado Octavio;—sepámosla luego.
—Ya sabe el señor Conde—empezó Roberto— que regresé anoche de mi país, á donde su bondad me permitió ir á pasar un mes con mi familia.
—Adelante—dijo ásperamente el Conde, que ya empezaba á impacientarse con el exordio,—adelante.
—Anoche—prosiguió tímidamente Roberto,— así que llegué, quise presentar mis respetos al señor Conde y ofrecerme á sus órdenes; pero me dijeron que se había acostado y que el médico le acompañaba.
—¿Llegará pronto la nueva?—preguntó Octavio;—ya sabes que estoy enfermo, y no me sobra la gana de oirte.
—Dígnese el señor Conde dispensarme y tener un poco de paciencia: espié la salida del doctor, y corrí á informarme de la salud de mi amo.
— Su amo de usted está más enfermo de lo que cree, Roberto—me dijo,—y me alegro en el alma de que haya usted vuelto: yo sé que no hay en esta casa quien le quiera como usted.
—Pero ¿y la noticia, insoportable hablador, y la noticia?
—Ya acabo, señor Conde; voy á concluir. Roberto—prosiguió el Doctor,—es necesario que decida usted al Condo á marchar al campo: el aire de la Corte le es nocivo, y su salud está profundamente alterada por la tristeza que de algunos meses á esta parto se ha apoderado de él.
—Pero, señor Doctor, ¿cómo consentirá ahora el señor Conde, estando tan melancólico y hallándonos en lo más crudo del invierno, en sepultarse en un rincón cuando ha abandonado el proyecto que concibió de hacer un viaje á Bélgica?
—Más fácil será que vaya á las provincias que á Bélgica—me respondió el Doctor:—ya le tengo casi decidido, y me ha dicho que así que volviera usted, pensaba enviarle á ver si encontraba una casa á propósito para él.
—Por entonces—prosiguió Roberto,—me callé, y no quise decir nada al Doctor de un descubrimiento que he hecho, hasta dar parte de él al señor Conde: ya sabe el señor que para ir á mi país he tenido que atravesar parte de la Navarra. Pues bien: en un pequeño pueblo llamado Aybar me detuve para comer, y entre tanto que me disponían la mesa, me asomé al balcón de la posada: en mi vida he visto campiña más alegre y más hermosa; llamaron mi atención dos edificios: el uno era una gran casa blanca como la nievo que está separada del camino; el otro una preciosa casita pintada de verde, pero ambas tan lindas en su apariencia, que no pude menos de preguntar al huésped el nombre de sus dueños.
—El edificio blanco —me dijo, —es la quinta, como le llamamos nosotros, y la señora de Sandoval, de quien es propiedad, vive ahora en ella. En cuanto á la casa verde, su dueño ha muerto hace ya mucho tiempo, y dicen que los herederos van á ponerla inmediatamente en venta.
—Esta es—prosiguió Roberto, —la buena noticia que tenía que dar al señor Conde; y si me lo permite, partiré hoy mismo, y compraré en su nombre la casita verde.
—Te perdono el mal rato en gracia de la noticia, que efectivamente es buena: hoy mismo marcharás á adquirir la casa verde, y te concedo dos meses de tiempo para arreglarla.
Partió Roberto aquel mismo día, acompañado de otros dos criados, y la casa fué comprada en nombre del señor Conde de San Tolmo, el cual tuvo que agotar, para esta adquisición, hasta su último recurso.
Dos días después de recibir Octavio aviso de su ayuda de cámara de que todo estaba dispuesto, salió aquél para Navarra.
La tristeza del Conde era profunda. ¿Qué iba á hacer allí? No lo sabía: únicamente le llevaba fuera de la Corte la vergüenza de verse pobre, abatido y miserable. A una sola persona conocía en Aybar, D. Anselmo González, padre del médico que le asistía en Madrid, y boticario de la aldea y de otras dos ó tres más de aquellos contornos.