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Esta es una de las novelas de Sinués ambientadas en el campo de su Aragón natal. La trama se enfoca dos familiares que se quieren pero son casi opuestos en carácter y enfrentarán obstáculos insospechados en busca de la felicidad. Don Dámaso Maroto, hidalgo aragonés, discute con su hija Rosario, de veintidós años. Ella le reprocha la falta de firmeza en su conducción de la hacienda familiar. Él quiere que se vayan a vivir a Madrid. También hay cierto conflicto sobre si ella debería casarse o no. Lo seguro es que ambos personajes terminarán diferentes a cómo empezaron.
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Seitenzahl: 184
Veröffentlichungsjahr: 2021
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María del Pilar Sinués
Saga
Querer es poder
Copyright © 1865, 2021 SAGA Egmont
All rights reserved
ISBN: 9788726882421
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
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This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.
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Á LA SRA. DOÑA ANDREA CHACÓN DE BASARÁN
Si es pobre de mérito y escaso de galas el libro que te ofrezco, querida amiga mía, sirva de excusa á mi poco ingenio la sana intención que ha guiado mi pluma al escribirle.
La intención, no la obra, es la que te ofrezco, porque aquélla, y no ésta, es digna de tí. Tú, modelo de hijas, de hermanas, de esposas y de madres; tú, amparo de los pobres; tú, que en tu retiro haces de la radiosa luz de un gran talento, el suave resplandor que alumbra al infortunio y que alegra á la familia; tú, que das, sin pretenderlo, el ejemplo de todas las virtudes cristianas, sabrás comprender lo que he intentado hacer ver en esta obra, y que no sé si lo habré logrado.
Cuando la leas, rodeada de tu madre, de tu esposo, de tus hermanos y de tus hijos, en tu bello y pacífico retiro, consagrad todos un recuerdo á la que la ha escrito, porque un recuerdo vuestro será como una bendición del cielo para tu apasionada
María .
Madrid 20 de Mayo de 1865.
Don Dámaso Maroto, rico hidalgo aragonés, y residente en la floreciente villa de Epila, se cansó un día de su vida patriarcal y dijo á su hija única:
—Mira, Rosario: nos vamos á vivir á Madrid.
—¡Padre!—exclamó la joven;—¿y dejamos la hacienda?
—¡Claro! Antonio hará mis veces. Apuradamente, no hay en el mundo un sobrestante como el nuestro: por un cuarto se dejará ahorcar; ¡duro como él solo para los criados y los peones! ( 1 ).
—Lo que es en cuanto á duro, padre, no tiene nada de eso—repuso Rosario,—sino que á usted todos se lo parecemos.
—No hay tal—objetó don Dámaso: —á mí me parece duro lo que es, y á tí te parecen todos blandos porque eres como una roca. ¡Cualquiera diría que no eres hija de tu madre, que era la misma bondad; ni mía, que tampoco soy un Nerón! ¡Hija, nada te contenta; no perdonas ninguna falta, y justo sólo Dios lo es! ¡Caramba, no hay que tirar tanto de la cuerda que se rompa! ¡Y más se caza con miel que con hiel!
—¿Ha acabado usted ya de hablar, señor?— preguntó Rosario amostazada.
—Sí, por cierto.
—Bueno: ahora me toca á mí. Pues sepa usted que con todos sus refranes maldito si me ha convencido de que es lo mejor el ser un Juan Lanas.
—¿Pero quién es Juan Lanas?
—Usted: todos se burlan. Los criados hacen lo que les da la gana; los peones se echan á dormir la siesta.
—Criatura, ¿no son cristianos? ¿No la duermes tú? ¿No la duermo yo en mi cama bien blandita? ¿Pues qué extraño es que Antonio les deje dormir una horita por encargo mío? Los infelices empiezan á segar con la luz del alba, y á la una ya están rendidos de fatiga. Después, ¡ya ves qué descanso!... ¡en el duro suelo!
—No, que les llevaremos colchones de pluma al campo. Padre, á mí no me venga usted con argumentos; que á usted, si le dejan hablar, no le ahorcarán. La cosa es que yo no falto nunca á mi deber, sino que me excedo en cumplirlo, y quiero que los demás, á lo menos, no falten al suyo.
—Pero, hija, todos no podemos ser tan buenos como tú; y yo, aunque soy muy activo, creo que las cosas á punta de lanza no salen bien, y que los buenos deben disimular á los que no lo son tanto.
—Vamos á ver, ¿y por qué consiente usted á Perico, el criado, que venga á las once á casa?
—Mujer, porque tiene novia y se están festejando un rato á la puerta de la calle.
—¡Qué lástima! Ya le daría yo la novia si mandase.
—¿Pues quién manda?
—Nadie; porque á mí no me deja usted llevar las cosas derechas, y usted no hace caso de nada. ¡Lo mismo que la Antonia, de palique con el novio dichoso hasta las nueve!
—Pero, mujer, ¿qué han de hacer? Cuando tú tengas novio, todo el tiempo se te hará poco para hablar con él.
—No quiero novio,—contestó desabridamente Rosario.
—¡Ya lo veo, hija, y esa es mi sola y grande pena!—exclamó don Dámaso, cuyo grueso y alegre semblante retrató de repente una expresión de profundo dolor, de que no parecía capaz.— Vamos á ver—añadió, cruzando sus dos manos sobre su voluminoso abdomen,—¿por qué no te has de casar? Tienes ya veintidós años; eres linda como un ramo de flores, y te daré el día que te cases cincuenta mil duros, esto es, medio millón en onzas de oro, algunas muy viejas, pues ya mi padre (que esté en gloria) las iba guardando para tí; además, te quedará la hacienda, que es la mejor de toda la ribera: ya ves si te faltarán novios.
—Ya sabe usted que me sobran.
—Demasiado que lo sé; y lo que me desespera es que á todos das calabazas.
—Más vale desengañarlos que entretenerlos, pues no tengo intenciones de casarme con ellos, padre: todos parece que tienen un rey en el cuerpo y todos la echarán de amo si se casan.
—Y bien, hija, el hombre es el amo de su casa.
—Pues yo no quiero marido que me la eche de jefe porque es rico; y si me caso será con un pobre, que ya tengo yo bastante para los dos.
—Te casarás con quien quieras, hija mía; pero también hay dos pobres que te pretenden.
—Sí: el Pito y Morriones. ¡Buen par de bestias! ¡Tan ordinarios y tan sucios!
—Pues, hija mía, ve aquí las dificultades que hay para que te puedas colocar. Quieres un hombre pobre y fino, porque tú tienes la buena crianza que te han dado las señoras religiosas Salesas de Calatayud, y eso es difícil de hallar. En fin, veremos en Madrid, que eso es lo que me lleva allá.
—¡Padrecito mío!—exclamó Rosario, arrojándose deshecha en llanto en los brazos de su padre.—¿Tanto es lo que usted desea separarse de mí? Yo no me casaría nunca, porque usted es el hombre mejor que yo he conocido. ¡Ah! ¡Si yo hallara uno así!
—¡Cómo, hija! ¿Tan tosco como yo?
—¡Como usted que fuera, ya le puliría yo á mi gusto! Pero esos hombres tan rudos y tan presumidos no los quiero ni ver.
—En fin, vuelvo á mi tema. Veremos en Madrid; porque tú, hija, has de calcular que yo no seré eterno, y que el día que yo te falte, pobrecita... te quedarás sola y desamparada.
—Ya que es su gusto de usted, haremos el viaje—dijo Rosario, que en realidad adoraba á su padre;—pero yo, por mí, no me movería nunca de aquí.
—¿No te llaman la atención las diversiones? Ya sabes que está allí la señora Marquesa del Puerto, tu madrina.
—Ya sabe usted que no soy aficionada á diversiones.
—Porque no las has probado; pero ya verás cuando las disfrutes alguna vez. Mira, asi que lleguemos, llamas á la modista de tu madrina, que será, sin duda, la mejor de Madrid, y que te vista á su gusto.
—En todo caso, me vestirá al mío.
—Lo que tú quieras; pero no escasees nada. ¿Cómo estás de dinero?
—Muy bien: tengo doscientos duros.
—¡Pero, hija, entonces no has gastado un ochavo hace cuatro meses!
—Nada más que lo que me costó una cama para la viuda de enfrente. ¡Eso sí, la compré buena! Le mandé traer un catrecito de hierro de la ciudad, dos colchones, mantas nuevas y dos mudas de sábanas y almohadas de rico lienzo, que yo misma cosí. Además, le dí la colcha de punto de aguja que hice durante las noches de invierno.
—¿Una colcha que te costó tanto trabajo?
—Abrigaba mucho, padre, y á la pobre vieja le hacía más falta que á nosotros. Ahora estoy haciendo otra para usted.
—¡Eso es! ¿No te valía más ir al baile de casa del Alcalde?
—No me divierto allí. Mi placer mayor es hacer labor, trabajar, cuidar de la casa, porque así cumplo con mi deber y está tranquila mi conciencia. Cuando estoy en alguna fiesta, y eso que ya sabe usted que voy muy pocas veces, no ceso de pensar:—¿Qué harán en casa las criadas solas? De fijo que se duermen y no trabajan; de fijo que, si están despiertas, tienen ardiendo y gastando aceite dos ó tres luces.
—Y ese genio te tiene delgada, que si no serías un rollito de oro. Vamos á ver: tienes la suerte de tener á Casilda, que es una alhaja para la casa, y te quejas. ¡Pues, hija, otra más ahorrativa y más mirada no la hallarás!
—¡Bah! La Casilda es como todas, padre.
—Sí, porque todas son buenas; pero Casilda es la mejor. Y así, bueno será que la llevemos con nosotros á Madrid, que no quiero tomar todos los criados de allí. Vaya, hija mía, me voy á dar una vista á los peones, que ya va cayendo el sol. ¿Por qué no sales tú á pasear un rato?
—No tengo gana, padre.
—¿A que la tienes de ponerte á coser ó á bordar?
—No, señor: voy á acabar los dos floreros para el altar de la Virgen de la Soledad, á fin de que los pongan el domingo en la misa mayor.
— ¡Qué buena cristiana eres, hija mía!
—Padre, el día de la muerte es lo único que nos quedará: así decía la madre Priora de las Salesas.
—Y tenía razón. Adios, hija mía.
—Vaya usted con Dios, padre, y no venga usted muy tarde á recogerse, entretenido en la conversación de la botica.
Don Dámaso Maroto era hijo de un rico labrador, y labrador también, si bien no labraba él la tierra, limitándose su ocupación á vigilar á sus criados y arrendadores.
De su matrimonio con una joven bella y honrada de la villa de Ejea de los Caballeros, sólo había tenido á Rosario, la que muy pronto quedó sin madre.
Don Dámaso se vió muy embarazado solo con aquella criatura de cinco años de edad; pero su padre, que, aunque ya anciano, tenía gran expedición para salir de cualquier apuro, le dijo:
—Mira, Dámaso, lleva á la niña á las Salesas Reales de Calatayud, donde la educarán como Dios manda, y nos quitamos tan gran cuidado.
Don Dámaso, que toda su vida había obedecido ciegamente á su padre, halló algo dura la medida de separarse de su hija; pero se conformó, y él mismo la llevó á aquella excelente casa de educación.
Las madres mimaron á la niña más de lo que convenía á su carácter fuerte y voluntarioso, que necesitaba ser quebrantado; pero era tan linda, tan aplicada y estaba dotada de tanto talento, que no sabían qué hacer con ella, y la proponían como ejemplo á todas las demás educandas.
En aquel apacible asilo creció Rosario en hermosura y gracias; todas las labores de su sexo las desempeñaba con extraordinaria perfección, y aun las mejoraba, separándose del método rutinario de las madres.
Pero cuando cumplió los diez y seis años, se acabó la paciencia de su padre y fué á buscarla él mismo, siendo inútiles las súplicas de las madres para que les dejase á Rosario algunos meses más.
—Basta, basta—dijo el honrado labrador.— Su abuelo ha muerto y estoy solo: justo, es, además, que tome ya sobre sí el gobierno de la casa, pues la tía Pichona, aunque no me la gobierna mal, está muy enclenque, y el día que menos lo esperemos las lía.
La tía Pichona era la que había criado á Rosario, á quien su madre, á causa de su endeble temperamento, no pudo amamantar.
Criando á la niña perdió á su marido y quedó con su hija Casilda, que tenía sólo ocho meses más que Rosario, y á la que desmamó para criar á ésta.
Viuda ya, don Dámaso y su esposa la recogieron en su casa, porque era difícil hallar dos almas más caritativas y más piadosas que las de los dos esposos.
La Pichona y su hija Casilda entraron á formar parte de la familia.
Viudo don Dámaso, la Pichona fué la que se encargó de gobernar la casa, y lo hacía con la mejor voluntad.
Pero su inteligencia no secundaba á su corazón, y la economía no era la que imperaba en aquella casa rica y llena de todos los frutos de la tierra.
Casilda la ayudaba en todo y enmendaba las faltas de su madre, que eran más que las de una pelota.
Cuando Rosario volvió á la casa paterna, la Pichona descansó. Era demasiado vasta la inteligencia de la joven para que necesitase la cooperación de nadie, y ella empuñó con mano firme las riendas del gobierno, mostrando desde luego una gran severidad de carácter.
Era Rosario una preciosa niña, de estatura mediana, ojos garzos y cabello castaño obscuro, que se rizaba naturalmente en graciosas ondulaciones. Su nariz derecha y fina, su pequeña boca de color de coral y su linda frente, hacían con sus mejillas, redondas y de firmes contornos, un gracioso conjunto; eran sus ojos cándidos y llenos de fuego á la vez; su voz metálica y agradable; su risa expresiva, y su carácter apasionado y vehemente. Nadie tenía mejor corazón que ella; pero había en su índole una severidad natural, y era tal el poder que para ella tenía la palabra deber, que jamás transigía con ninguna alteración en su observancia.
El carácter de aquella rígida joven alcanzó lo que todos aquellos que se la asemejan. Su padre, que era de condición tan blanda como la de ella austera, la adoraba, pero la temía; sus criados la temían y la detestaban. La virtud se hace amar siempre que á ella vaya unida la bondad; pero una severidad constante y una rigidez de principios nunca desmentida, son una perpetua acusación para los que nos rodean.
Rosario, siendo buena y caritativa, era insoportable. No faltaba nunca á sus obligaciones y estaba al frente de todo: así es que no dejaba pasar el más ligero descuido sin reconvenir, castigar y aun despedir al que era reo de él.
Como un vivo y perenne contraste, estaba allí la alegre y dulce figura de Casilda, la que adoraba á Rosario y era amada de ésta con una ternura que concedía á muy pocas personas.
Recién llegada á casa de su padre, Rosario padeció unas calenturas malignas. Durante el tiempo que estuvo postrada en cama, Casilda no se separó de su cabecera más que para ir á rezar á la iglesia, situada enfrente de la casa.
Ella era la que disculpaba siempre lo que los demás criados llamaban rarezas de Rosario, y que no era otra cosa que el deseo de que cada cual cumpliese con su deber.
Casilda era de menos estatura que su joven señora; su cara, muy morena, estaba alumbrada por dos bellos y alegres ojos negros; su boca, algo grande, ostentaba una dentadura blanca é igual; su frente no muy ancha, á causa de la abundante cabellera que brotaba en ella, era tersa, pura y de gracioso corte; grandes masas de pelo negro se reunían en un soberbio rodete detrás de su bella cabeza.
A Rosario todo la afectaba.
Casilda lo tomaba todo con la mayor frescura.
Poco tiempo después de volver de su pensión la heredera de los Marotos, murió la buena Pichona tan en paz como había vivido, y Casilda quedó bajo el amparo y tutela de don Dámaso, que, después de su hija, la quería á ella lo mismo que á las niñas de sus ojos.
Casilda sabía perfectamente todo lo que agradaba al señor y á la señorita: así llamaba á don Dámaso y á su hija, con una cultura y distinción poco comunes en aquel país, en el que reina una extrema familiaridad entre amos y criados; pero á pesar de que podía dar gusto en todo, la pobre muchacha sufría de continuo las reprimendas de Rosario, que tenía la costumbre de regañar siempre.
Es verdad que el bondadoso don Dámaso no le escaseaba los elogios para compensarla, en parté, de las sinrazones de su hija; pero el penetrante talento de Casilda sabía lo que valían el padre y la hija, y era más feliz con una mirada de aprobación de Rosario que con todas las ruidosas frases del bullicioso labrador.
Casilda se levantaba antes del alba y hacía por sí misma el trabajoso almuerzo de los segadores; y decimos trabajoso, porque en Aragón los segadores comen como príncipes, y á este fin se reservan en las casas de mucha hacienda lo mejor de la matanza, las piezas de cerdo, las terneras cebadas, las aceitunas y las pastas confeccionadas por la diestra mano del ama de la casa.
Para dar, pues, de almorzar Casilda á los segadores y criados á las cuatro de la mañana, se levantaba con hora y media de noche, y con las otras dos criadas y la mujer del sobrestante Antonio, les despachaba, como ella decía. En tanto que se ocupaba en esto, no cesaba de reirse y de responder á las flores que le echaban los mozos que gustaban de su fresca y alegre belleza.
A pesar de saber cuán bien desempeñaba su cometido Casilda, su joven ama se levantaba para estar, como ella decía, á la vista de todo. Así que ella entraba en la cocina, se suspendían los cantos y las risas, y reinaba el silencio más profundo.
—¡Jesús! ¡qué cara de juez tiene hoy el ama!— decía uno de los segadores.
—¿Cuándo no es fiesta?—respondía otro.—Ella ha nacido rabiando, y rabiando ha de morir.
—Al que le toque semejante prebenda por mujer, está divertido.
—Lo que es yo, pobre soy, y ella es muy rica; pero antes comería sopas sin sal toda mi vida que sufrirla.
—Lo mismo digo.
—Y lo mismo decían anoche los mozos del pueblo en la plaza.
—Pobre como es la Casilda, la tomaba yo mejor.
—Y yo.
—Y yo.
— ¡Y cualquiera! Pues qué, ¿no hay más que casarse con un demonio así, como quien no dice nada, para toda la vida?
—Si está ese frito, á la mesa, Casilda,—decía la voz severa de Rosario.
El frito no estaba; pero la joven, sin replicar una palabra, lo ponía en la gran fuente y colocaba ésta sobre el grueso y blanquísimo mantel de lino que cubría la mesa.
—Estas magras están casi crudas—decía uno al oído del vecino.—Ya se ve, no ha dejado á la pobre chica hacerlas bien.
—¡Uf, qué genio! Parece una víbora; yo creo que ni sosiego tiene para dormir, y que hasta durmiendo rabia.
Esta opinión era también la de todos los jóvenes del pueblo, entre los que había algunos que hubieran podido convenir para esposos de Rosario, por lo florido de su hacienda y su buen carácter; pero llevaba fama de tan mal genio y de tener una índole tan áspera, que todos huían horrorizados, aunque confesaban que era lindísima.
Es verdad que á la joven no le importaba nada de su desvío. A dos más atrevidos, que se habían decidido á pedir su mano, los había despedido, como vulgarmente se dice, con cajas destempladas; y los demás no tenían gana ninguna de aspirar á su amor.
Tal era el estado de las cosas cuando el señor Maroto concibió el pensamiento de irse á Madrid. Desde luego se contó con llevar á Casilda, quien al oir la noticia al día siguiente de boca de su ama, se puso á saltar de alegría.
—Tú puedes decir—observó con ceño Rosario,—aquello de:
Yo me llamo poca pena,
parienta de mala gana,
y tengo por apellido
de nadie se me da nada.
—No deja de haber verdad en el cantar por lo que toca á mí —repuso Casilda.—Mire usted, poca pena lo soy; en cuanto á mala gana, no la conozco ni de cerca ni de lejos. De la mejor gana del mundo como y trabajo; y en cuanto al apellido, de nadie se me da nada más que de usted y del señor, desde que perdí á mi pobre madre.
—Y de nosotros lo mismo,—repuso Rosario.
—Bien sabe usted que no; pero vamos, señorita, ¿por qué pone usted ahora mala cara? ¿No está usted contenta de ir á Madrid?
—No—repuso Rosario:—mejor estaba aquí.
—¡Pero si dicen que Madrid es tan hermoso!
—¿Y qué me importa? ¡Para lo que yo salgo de casa!
—Allí saldrá usted.
—Menos que aquí.
—Eso no lo creo; porque hallándose allí la señora Marquesa del Puerto, la llevará á usted á todas partes.
—Ni la Marquesa ni nadie pueden cambiar el genio, y el mío es estarme en casa; con que si te figuras que vamos á estar todo el día con la mantilla en la cabeza, te llevas chasco.
—¡Qué me he de figurar yo, señorita!
—En casa y á trabajar, lo mismo que aquí.
—Yo, bien; pero usted debe salir y distraerse. ¡Ay, Dios mío! ¡Tan guapa, tan rica, con un padre que la adora á usted, y siempre hecha un azacán! ¡Si usted misma se hace infeliz, y podía ser la joven más dichosa de la tierra!
—Cada uno vive á su gusto. Ahora déjame y ve á ponerte á coser.
Rosario no consintió en moverse de Epila hasta que se efectuó la recolección, las cosechas estuvieron vendidas y el trigo en los trojes.