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Reinas mártires trae un racimo de biografías noveladas sobre algunas monarcas sufridas y a veces estigmatizadas por la posteridad: Catalina de Aragón, Ana Bolena, Juana de Seymour y Ana de Cleves. Es decir, las afectadas por los decisivos matrimonios, divorcios y ejecuciones ordenadas por Enrique VIII de Inglaterra. Sinués reivindica a Catalina como modelo de virtudes cristianas, se muestra compasiva con Ana Bolena y con Juana de Seymour, admira la hábil modestia de Ana de Cleves. Y en cada caso sazona sus narraciones (inspiradas en trabajos historiográficos) con personajes secundarios y paisajes que dan variedad a la reconstrucción de sus mundos.
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Seitenzahl: 363
Veröffentlichungsjahr: 2021
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María del Pilar Sinués
Saga
Reinas mártires
Copyright © 1877, 2021 SAGA Egmont
All rights reserved
ISBN: 9788726882438
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
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This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.
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DOS PALABRAS Á MIS LECTORAS.
El pensamiento que me ha guiado al escribir esta Galería, ha sido daros á conocer la vida de las mujeres que más han honrado nuestro sexo, y las de aquellas que han adquirido por sus crímenes una fatal celebridad.
Hubiérame bastado para esto haber entresacado de las biografías más ó ménos extensas que de ellas nos han dejado diferentes escritores, algunos apuntes exactos é imparciales; pero estos apuntes tenian forzosamente que haber sido áridos y descarnados, porque la verdad desnuda es siempre severa.
He preferido, pues, adornarla con las galas de la novela ó leyenda: sin separarme un punto de la verdad histórica y de las biografías más autorizadas, os haré conocer tambien á los personajes que han acompañado á esas mujeres célebres en el trascurso de su vida: brotarán en torno suyo al amor filial, el materno, el conyugal, la alegria, el placer, el dolor, el ódio, la venganza y todos los sentimientos, que, llevados al extremo, se convierten en pasiones: las cercarán la castidad, la resignacion, la generosidad, la dulzura y todas las suaves virtudes que han embellecido los dias de las personas á quienes han amado: y finalmente, levantando la losa de su sepulcro y despojándolas del nevado cendal, ó del fúnebre velo con que el tiempo las ha cubierto, tomareis en ellas ejemplos de virtud y de fortaleza, á la vez que os inspirará horror el desenfreno de sus pasiones.
Larga será mi tarea, pues son muchas las mujeres que han alcanzado una celebridad inmensa y merecida, y no iria yo á reseñaros algunas para dejar á las otras en un injusto olvido; además, mi deseo es que vuestras hijas no se vean en el caso en que muchas veces he visto á jóvenes de la mejor educacion, en la apariencia.
No há mucho tiempo que, hablando yo de la célebre Catalina de Rúsia con un caballero en presencia de una bella jóven de diez y ocho años, dijo ésta que tenia un vivo deseo de conocerla: y habiendo preguntado á mi amigo que cómo podria lograrlo, éste, que es burlon y mordáz, le respondió que yendo á Roma.
El rubor cubrió mi semblante, y me afectó dolorosamente la ignorancia de aquella jóven: desde entónces formé el proyecto de empezar mi libro.
Así, pues, aunque mis biografías vayan envueltas en el agradable ropage de la novela, no son ménos exactas, ni ménos ciertos los pormenores que en ellas os dé de las heroinas de que trate.
Ilustrar á la mujer es el anhelo que siempre ha guiado mi pluma; si además de esto consigo entretenerla agradablemente; si vosotras, pobres y tiernas madres, que habeis oido suspirar á vuestras hijas por un vestido de baile, veis que hoy le olvidan por mi Galería de mujeres célebres: si vosotras, dulces y encantadoras jóvenes, olvidais las perlas, las gasas y las flores, que los módicos recursos de vuestros padres no pueden alcanzaros; si en las largas veladas del invierno abrís este libro en el hogar paterno, sobre la mesa de labor, y pasais con él algunas horas de grato soláz, se habrán cumplido todos los votos que formé al escribirle.
Muchos, muchísimos han dicho que es una gran falta ambicionar lo que no puede alcanzarse; sobrados y rígidos censores tienen la vanidad y el lujo, que desgraciadamente dominan á la mujer: pero ¿quién se ha cuidado hasta ahora de instruirla deleitándola? ¿Quién le ha dado libros tan amenos, que sean, á la vez que el pasto de su corazon y de su inteligencia, un recurso contra el tédio, libros por los cuales deje sin pena el sarao que le ocasiona gastos cuantiosos, libros que hagan amables el deber y la virtud?
Venid, pues, bellas y encantadoras jóvenes, esposas que estais aún en la primavera de la vida, madres ancianas y respetables; venid, todas las nobles criaturas que perteneceis á la clase media, que teneis privaciones sin cuento, por la falta de medios, y por la excelencia y delicadeza de vuestros instintos: venid á mi galería de preladas, de guerreras, de poetisas, de santas, de artistas, de reinas, de admirables madres, de heróicas esposas, y de ejemplares hijas: busque cada una en ella la heroina á quien ame ó por quien se interese: busque cada una el modelo que le convenga, la virtud que admire, la cualidad que prefiera: todo lo encontrareis en ella; belleza, talento, gracia, heroismo, sabiduría, santidad, grandeza, virtud y ternura: y á través de esos dones del cielo, las tristes debilidades, azote de la existencia humana y los abrojos que en todos los caminos de la vida hieren las plantas de la mujer.
Ardua es mi tarea, mas espero que su variedad y el interés, de que procuraré rodearla, os la harán agradable: y en cuánto á mí, si alcanzo á distraeros y á instruiros, puedo aseguraros que me serán dulces mis desvelos, y mi trabajo grato.
La autora.
INFANTA DE CASTILLA Y REINA DE INGLATERRA.
. . . . . . . . . . . . .
Porque el amor es como un árbol: crece por si sólo; hunde profundamente sus raices en todo nuestro sér, y muchas veces sobrevive verde y lozano, en un corazon hecho ruinas.
Y es lo más inexplicable que la pasion es tanto más tenaz, cuanto es más ciega, y nunca es más sólida que cuando no tiene razon en si.
VÍCTOR HUGO.— NuestraSeñoradeParís.
Lóndres estaba ya envuelto en el oscuro manto del invierno: las nieblas del Támesis, se levantaban espesas y frias sobre la gran ciudad: era el dia 8 de Noviembre de 1501 y todas las campanas de las iglesias tocaban á vuelo atronando el aire con sus lenguas de bronce.
El pueblo, vestido de fiesta, se agolpaba á las puertas de la antigua y sombría abadía de Wensminster, en la cual tenia lugar una augusta é importante ceremonia.
El príncipe Arturo de Gales, primogénito del rey Enrique VII de Inglaterra, se casaba con la infanta de Castilla, Catalina de Aragon, la hija más jóven de los reyes Católicos, Fernando V é Isabel.
La infanta Cataliná habia llegado el dia anterior á Lóndres, acompañada de una lucida córte de caballeros castellanos y aragoneses, y del confesor de la reina su madre, el venerable fray Hernando de Talavera; habiéndoseles reunido en Douvres otro acompañamiento, no ménos numeroso y brillante, de la nobleza inglesa.
Catalina, cuyo carácter era grave y reposado, no se asustó ante el aspecto frio de los caballeros británicos, á pesar de estar criada entre las galantes atenciones de los caballeros que componian la córte de sus padres.
Echó pié á tierra desde su blanco palafren sin admitir la ayuda de nadie, y dió su mano á besar á todas las personas que componian el cortejo enviado por el rey de Inglaterra.
Acabado el acto, dijo con voz dulce, pero reposada y segura, y en excelente inglés:
—He tenido un placer, señores, en ver en vosotros tan noble muestra de los caballeros que componen la córte de S. M. el rey de Inglaterra, á quien tan pronto voy á tener la dicha de llamar mi padre.
Los caballeros ingleses se miraron aturdidos. No podian comprender cómo una jóven, que apénas contaba diez y seis años. tenia tal fortaleza, tal dignidad, y hablaba tan admirablemente un idioma que no era el suyo.
Pero la infanta no reparó, ó no quiso reparar, en el efecto que habia producido su corto razonamiento: cubrióse el rostro con el velo, y entró en la falúa real, que ostentaba los colores de Inglaterra, Castilla y Aragon, reunidos.
Nada más habló ya, hasta llegar al palacio del rey de Inglaterra: éste, acompañado de sus dos hijos, Arturo y Enrique, la esperaba en lo alto de la gran escalera de mármol, que la infanta subió con paso ligero y apoyándose en el brazo de fray Hernando de Talavera.
Arturo, príncipo de Gales, tenia quince años de edad, y su excesiva delgadez y su aspecto enfermizo, no ménos que su color amarillento, impresionaron desagradablemente á la infanta Catalina.
Enrique, el menor, contaba sólo doce años; era más alto que su hermano, robusto, de cabellos y ojos negros, y color agradable.
A pesar de su corta edad, fijó en su futura hermana una ávida Mirada. en tanto que el príncipe de Gales, atento sólo al continuo y doloroso malestar que experimentaba, apénas le hizo un atento saludo.
—Bien venida seais, querida hija mia, á la casa de vuestro esposo, dijo Enrique VII, á quien el rico dote de Catalina tenia en extremo contento. Príncipe, saludad á vuestra prometida.
A la voz severa de su padre, Arturo se volvió y se acercó cojeando á Catalina.
Entónces en los lábios de todos los cortesanos se pintó una sonrisa, nada halagüeña, por cierto, para el amor propio de Arturo.
El príncipe llegaba apénas al hombro de su prometida: y era tal su estado de inercia y de doliente abandono, que á pesar de las órdenes de su padre, no halló ni una sola palabra que decirle.
La familia real, de la cual ya formaba parte la hija de los reyes Católicos, entró, por fin, por la puerta principal, y la muchedumbre, que habia asistido al recibimiento de la princesa, se fué alejando poco á poco.
AI dia siguiente, las honradas gentes del pueblo se agrupaban, como ya he dicho, á las puertas de la abadía de Wensminster.
—¿Vísteis ayer á la princesa castellana? preguntaba un jóven mercader á dos mujeres que hablaban muy cerca de la puerta de la abadía.
—Sí, respondió una de ellas.
—Pues yo no: mi mujer estaba de parto, y no pude salir; ¿qué tal és?
—Muy alta para su edad: gruesa y bastante hermosa.
—Me parece que no debe ser muy amable, añadió la otra mujer: al ménos su cara es muy séria.
—¡Bah! ¡Como no conoce! ¡Y al fin la pobrecita es una niña!
—¡Es verdad! acaba de cumplir diez y seis años.
—¡Ya salen! exclamó el jóven mirando hácia adentro.
—Sí, ahora empezarán á moverse..... pero aún tardarán en salir.
—Decidme, milord, ¿conservará la princesa de Gales su servidumbre española? preguntó á este tiempo un caballero que se hallaba en el átrio del templo á otro noble anciano, que pasaba llevandó del brazo á una hermosa jóven, blanca y de tez nevada.
—¡Qué disparate! respondió el interpelado: la servidumbre se marchará al salir del templo.
—Luego ¿queda completamente la princesa Catalina bajo la direccion y dependencia de S. M. el rey de Inglaterra?
—Completamente: segun el convenio celebrado entre el rey Enrique VII y los reyes Católicos, la princesa debe terminar su educacion en Inglaterra, hasta que llegue la época de la consumacion de su matrimonio.
—¡Que no llegará!
—¿Qué decis?
—¿No veis cómo está el príncipe Arturo? cada dia que pasa es un paso gigantesco hácia su sepulcro.
—Es verdad: y no sé por qué ha sido ajustado este casamiento.
—Yo os lo diré: la infanta castellana ha aportado doscientos mil ducados de dote.
—¡Qué riqueza!
—Amigo mio, los moros la han pagado: la reina Isabel ha llenado sus arcas con los despojos de los hijos de Ismael arrojados á los desiertos.
—Pero si el príncipe Arturo muere, como casi es seguro, el rey de Inglaterra tendrá que devolver la viuda y el dote; item más: entónces la princesa, por derechos de viudedad, entrará en posesion de la tercera parte de las rentas del principado de Gales y del ducado de Cornuailles.
—¡Ah! repuso el anciano caballero: nuestro rey es muy político y bastante avaro, para que deje que suceda nada de eso.
—Mas, ¿cómo podrá evitarlo?
—No lo sé: pero estad seguro, milord, de que no sucederá.
—¡Padre mio, milord! exclamó la bella jóven que se apoyaba en el brazo del anciano; ¿ahora está desposándose la princesa, y ya estais vaticinando muertes? ¡Si ella os oyera, se asustaria!
—Me parece que no, hija mia: creo que no ha de ser la timidez su defecto capital.
—Yo apénas la ví ayer desde mi carruaje, observó la jóven; ¡pasaba tan de prisa su litera!.... y luego como era casi al anochecer...
—Pues abre bien tus hermosos ojos, hija mia, repuso el anciano, porque viene aquí.
En efecto: no bien habia el anciano pronunciado estas palabras, se abrieron las puertas de la abadía, y la régia comitiva empezó á desfilar.
Pasaron primero seis ugieres abriendo paso, porque la multitud se apiñaba ávida de contemplar á los herederos de la corona.
Luego el clero con cirios encedidos, despues los obispos y dignatarios de la Iglesia.
Seguian los caballeros de las órdenes nobles y los dignatarios del Estado.
En seguida marchaban los caballeros de la Jarretera, esa órden tan noble, que el número de los que podian usarla no llegaba á veinte, y que entónces estaba muy recientemente instituida.
Detrás de éstos, iba el príncipe Enrique, duque de York, entre los obispos de Warhám y de Rochester: la cola de su manto, de terciopelo azul forrado de armiños, la sostenia el duque de Sussex, anciano venerable, á cuyo hombro no llegaba la cabeza infantil de Enrique.
Inmediatamente seguian los desposados, Arturo y Catalina, príncipes de Gales y herederos del trono.
La princesa aparentaba sólo sus diez y seis años no cumplidos todavia, gracias á la regularidad, algo monótona, y enteramente destituida de viveza de sus facciones.
A no ser por aquella cualidad, que ciertamente no era un encanto, su alta y corpulenta estatura la hubiera hecho aparentar veinticinco.
Por lo demás era hermosa, sin que nadie pudiera negarle con justicia esta ventaja.
Era blanca, con rasgados ojos pardos, como los de su madre, si bien más melancólicos: sus cabellos castaños eran largos y sedosos: su boca sonrosada tenia una noble expresion de firmeza por su corte arqueado, por la finura de sus lábios poco carnosos, y por un pliegue formado, harto prematuramente, en cada uno de sus ángulos: su nariz era pequeña y graciosa: y sus megillas, más bien enjutas que redondas apénas ostentaban un débil matiz rosado.
Tal era Catalina de Aragon, la hija más amada de su padre Fernando V, y tambien la que le era más semejante en carácter y en figura.
Al verla, adivinábase ya que su alma albergaba una gran fortaleza y que no era fácil que se dejase abatir, por lo mismo que no tenia en ella un gran imperio el sentimiento.
Llevaba un traje de brocado de oro, cortado á la española, y tan bordado de flores de perlas y rubíes que apénas se distinguia el fondo de la tela.
Sobre la camiseta, que subia castamente desde el cuadrado escote de su traje hasta abrocharse en su torneada garganta, llevaba innumerables hilos de diamantes y esmeraldas; y el resto de su pecho desaparecia bajo una infinidad de condecoraciones de órdenes inglesas, españolas y extranjeras.
Sus orejas y sus brazos estaban abrumados de pedrería: y sus manos, un poco grandes, sostenian un manto de terciopelo grana, bordado de oro y forrado de armiño, que llevaba sobre los hombros, y cuya larga cola sostenia la duquesa de Norfolk.
Los cabellos castaños de Catalina, peinados en trenzas, estaban entrelazados con sartas de gruesas perlas, y llevaba cubierta la cabeza con una gorra de terciopelo negro, bastante alta, bordada de perlas y topacios, y que remataba en su frente ancha y hermosa, con una corona estrecha de oro, cuajada de diamantes.
La régia desposada no iba alegre ni triste: su fisonomía, siempre grave y tranquila, no reflejaba ninguna emocion: marchaba con paso lento y majestuoso, entre el rey de Inglaterra, padre de su esposo, y situado á su derecha, y el príncipe de Gales, su marido, que le daba la mano.
Catalina era una bella jóven al lado de la noble y austera figura de Enrique VII: pero junto al hijo de éste, tan pequeño, tan débil, tan enfermo, parecia de más edad, y de una gravedad más severa y reposada.
El traje de Arturo era de una riqueza admirable, y tan pesado por la pedrería de que estaba totalmente cubierto, que apénas podia andar.
Hubo un instante, en que sintiéndose abrasar Catalina por la mano calenturienta de su esposo, la soltó, con poquísima ceremonia, y con gran escándalo de los que notaron este movimiento.
—¿Qué haceis, hija mia? le preguntó el rey á media voz.
—Señor, respondió Catalina sin bajar el diapason de la suya: la mano de S. A. quema de modo que no la puedo sufrir.
—Ya veis... el placer... la emocion: ¡sois una niña, Catalina!... añadió el rey cambiando de repente de tono, y clavando en la princesa sus ojos encendidos de cólera.
Y luego, dirigiéndose á su hijo, continuó en voz muy baja:
—Tomad la mano de vuestra esposa, hijo mio: los príncipes no nos pertenecemos!
Arturo, obediente, volvió á tomar la mano de su mujer: pero esta dió un tironcito, se puso su guante, que se habia quitado para tomar agua bendita, y volvió á presentar á Arturo, no toda la mano, sino so lamente la punta de sus dedos.
Arturo, que iba llorando por su dolor al pecho, no se dió por ofendido de la accion de Catalina: áunque tenia ya quince años, su carácter y su inteligencia estaban tan poco desarrollados como su cuerpo, y éste era tan mezquino, que á pesar de no tener Catalina sino un año no cumplido más que él, le llevaba toda la cabeza.
Cerraba la marcha toda la comitiva española que habia acompañado á la princesa, mezclada con los nobles caballeros ingleses, y llevando en el centro á las seis damas de honor de Catalina, elegidas entre las jóvenes de más elevada nobleza.
Cuando la régia comitiva apareció en el átrio, una aclamacion prolongada saludó al rey y á sus hijos.
Enrique VII, cuya majestuosa figura estaba realzada por un traje completamente negro, contestó con afabilidad: sus hijos no respondieron, y Catalina agitó su pañuelo con la dulce gravedad que tanto distinguia á su madre, la gran Isabel I de Castilla.
Al instante tomaron todos sus literas y sus carrozas doradas: el rey subió en una de estas últimas con fray Hernando de Talavera, y en otra los esposos.
El príncipe Enrique ocupó una silla de manos.
Poco tardaron en llegar al palacio; y despues de darle entrada, las puertas se cerraron trás de la régia comitiva.
__________
Las tres de la tarde de aquel mismo dia serian, poco más ó ménos, cuando el rey entró en la habitacion de la princesa.
Esta, vestida de un traje de seda oscuro, y con la cabeza cubierta con una pequeña toca de encaje blanco, segun la usanza castellana, se ocupaba en bordar un tapiz, en el cual apénas habia dado algunas puntadas.
Al ver al rey se levantó, y dió algunos pasos para recibirle, con un respeto cariñoso y sincero.
—Tengo que hablaros, hija mia, dijo el rey; y así haced que nos quedemos sólos.
Catalina se volvió, é hizo á sus damas una señal para que se retirasen.
Las jóvenes obedecieron al instante.
—Ya estamos sólos, señor, dijo la princesa, y puede V. M. hablar con toda libertad.
—¿Estamos sólos del todo, hija mia? preguntó el rey, mirando á todas partes.
—Completamente sólos, señor.
—Bien: escuchad, pues.
Y el rey acercó su sitial al en que estaba sentada Catalina, no poco admirada de tantas precauciones.
—Ya sabreis, continuó el rey, que al tratar yo vuestro casamiento con vuestros augustos padres, una de las cláusulas del contrato fué que os habíais de educar á mi lado, en tanto llegaba la época de vuestra union con mi hijo.
—Lo sé, señor, respondió lacónicamente Catalina.
—Vos, hija mia, os conformásteis con esta condicion.
—Es cierto, dijo la infanta: porque mi buena madre, olvidando que era reina, para pensar sólo en la felicidad de su hija, me consultó acerca de mi porvenir, cosa que no hacen comunmente las princesas de su rango.
Enrique VII miró con asombro á la esposa de su hijo: ¿quién le habia dicho á aquella niña lo que hacian los reyes de la tierra? ¿Era que el instinto de su corazon lo adivinaba? ¿Era que venia instruida, demasiadamente instruida, por su esforzada madre?
El rey de Inglaterra no pudo dar por sí mismo solucion á estas preguntas: procuró que desapareciese de su rostro la admiracion que estaba seguro de haber dejado asomar á él, y continuó su conversacion de esta suerte:
—Es verdad, Catalina: vuestra madre ha dado siempre pruebas de ser, por lo ménos, tan gran reina como madre tierna y cuidadosa: y yo, hija mia, que he venido á reemplazarla cerca de vos: yo, que os quiero ver dichosa y tranquila, vengo hoy á deciros:—Catalina, no espereis de mí ni tiranía, ni duras exigencias.
—¡Yo no os entiendo, señor! murmuró Catalina, fijando con candor sus rasgados ojos en el semblante del rey: no comprendo á V. M.
—Digo, Catalina, que el cumplimiento de la fórmula que me prescribe el terminar vuestra educacion, no puede tener lugar, porque segun he podido colegir en el poco tiempo que hace os tengo á mi lado, estais. completa y perfectamente educada.
—¡Señor! murmuró la princesa, que no sabia qué decir.
—Por tanto, hija mia, no quiero que se os moleste: vividalegre: cazad, pedid trajes, joyas, caballos, carrozas y más servidumbre si quereis: sois mi hija; hasta la época fijada para que vivais en matrimonio con el príncipe de Gales, sois su hermana en el interior de mi casa, ni más ni ménos que lo sois de mi hijo segundo, Enrique: pasado un año, se os señalarán habitaciones más próximas, y dentro y fuera de palacio, sereis su esposa legítima.
Catalina se inclinó, con las mejillas teñidas de rosa por las palabras del rey.
—Entónces, prosiguió éste, sólo una cosa os pediré: que me deis cada año un hermoso príncipe; y no puedo ocultaros, Catalina, que una de las razones que me han decidido á solicitar vuestra mano para mi hijo, ha sido el haber visto que érais la más robusta y mejor formada de todas las princesas cuyos retratos me presentaron.
El rubor de Catalina subió de punto; pero el rey hizo como que no lo veia, y se levantó para marcharse.
—Os repito mi encargo, continuó; divertíos, y no temais hacerme gasto: es preciso que vivais como la princesa de Gales que sois desde ayer.
—Señor, repuso Catalina, mis hermanos y yo hemos sido educados por nuestros padres en la modestia y la templanza, y no son mis gustos conformes con el plan de vida que me propone V. M.: amo el retiro y el estudio, y si V. M. lo permite, y mi esposo no se opone á ello, pasaré algunas horas del dia en mi habitacion y ocupada en las labores de aguja que mi buena madre me ha enseñado.
—Haced lo que gusteis, hija mia, dijo el rey, con un gran esfuerzo de su parte, para no dejar asomar á sus ojos la expresion del desden: nadie os violentará en lo más leve; mandad á vuestro gusto y sed feliz.
El rey presentó su mano á Catalina, que la besó con respeto, acompañándole despues hasta la puerta.
Apénas habia desaparecido, un oficial de palacio entró á preguntar á la infanta si podia recibir á los caballeros españoles que la habian acompañado, los cuales venian á despedirse de ella.
—¡Oh, sí! ¡que entren! ¡que entren! exclamó Catalina.
Y palpitante, con los ojos animados y llenos de lágrimas, esperó en pié en el centro de la estancia.
Pocos instantes despues aparecieron á la puerta los castellanos y aragoneses, á cuyo frente venia fray Hernando de Talavera.
—Señora, que V. A. sea muy dichosa, dijo el confesor de Isabel la Católica, doblando la rodilla ante Catalina, y besando su mano: vuestros augustos pa– dres y yo rogaremos al cielo todos los dias por vuestra felicidad.
—Id en paz, contestó la princesa reprimiendo con una firmeza heróica las lágrimas que, cual desborda– do torrente, subian desde su corazon á sus ojos: ¡Dios os acompañe, padre mio, nobles caballeros! y decid á mis queridos padres, que desde el fondo de mi alma va hácia ellos mi incesante recuerdo; decidles tambien que soy feliz.
Fray Hernando conoció que en el corazon de la infanta habia, si no penas, al ménos lúgubres presentimientos: pero viendo tambien que no era ocasion de ser franca, y que por otra parte habia en su alma una fortaleza que pocas veces le permitia serlo, se retiró para dejar paso á los caballeros de la comitiva.
Estos fueron pasando, y Catalina en pié y pálida, pero con los ojos enjutos les dió á besar su mano.
De cuando en cuando, les decia con voz dulce: — ¡Id con Dios!
Cuando salieron todos, la princesa se arrodilló á los pies de fray Hernando y le pidió su bendicion.
Sólo entónces dejó escapar algunas lágrimas: luego se levantó y se arrojó en los brazos del religioso, diciéndole:
—¡Llevad este abrazo á mis amados padres!
El anciano la estrechó en ellos; y luego salió enjugándose tambien una lágrima.
Cuando la infanta se quedó sola, entró en su oratorio: se arrodilló delante de una imágen de Jesús crucificado, que coronaba el altar, y durante largo rato oró con fervor.
__________
Tres meses pasaron, con una vida, si bien monótona, feliz para la infanta.
El rey de Inglaterra habia dicho bien: la educacion de Catalina estaba del todo terminada y era tan completa, que ninguna princesa de su tiempo la igualaba en virtudes, ni la aventajaba en gracias y habilidades.
Catalina era dulce, firme y modesta: su carácter, dotado de una perfecta igualdad, era adorable, á pesar de ser un poco sério: tachábasela de excesivamente devota; pero su piedad era tan tierna, tan sincera, tan poco supersticiosa, tan natural, en fin, que casi constituia el principal de sus encantos.
El alma augusta de Isabel de Castilla estaba reflejada en su hija Catalina; nada habia de aquella esforzada mujer, en su hija mayor Juana, que luego llevó el tristísimo sobrenombre de la loca: cuánta fortaleza, cuánta piedad, cuánta bondad, habia pasado como una herencia en vida á sus descendientes, la habia reunido la infanta Catalina.
La vida de la princesa era igual todos los dias: se levantaba con la aurora y oia dos misas en su oratorio particular: luego tomaba el desayuno, y se ponia á leer y á pintar hasta las diez: á esta hora entraba en el tocador; se despojaba de su brial de mañana, y sus camaristas la vestian un traje suntuoso.
Recibia enseguida la visita de su esposo, cuya habitacion se hallaba situada al otro extremo del palacio, y algunas veces, la del principe Enrique que acompañaba á su hermano.
A las once, pasaba con Arturo á visitar al rey, y almorzaban en familia en la cámara de Enrique VII: á la una salia á dar un paseo en carroza ó á caballo, con los principes, y algunos dias con el rey: volvia á las tres y se ponia á bordar con sus damas hasta las cuatro: á esta hora pasaba al comedor y tenia lugar la gran comida de familia, á la cual asistian los dignatarios, y á la que nunca faltaban diez ó doce convidados.
Catalina hacia los honores con gravedad y mesura, pero con mucha gracia y amabilidad: ella ponia en el plato del rey los manjares y los trinchaba por su mano.
Acabada la comida, jugaba media hora á los dados con el rey, y luego pasaba á una galería de cristales, en la cual, para dar gusto al príncipe Enrique que era muy turbulento, jugaba con él al volante.
Los tres príncipes bajaban á los jardines, acabado este ejercicio, y se paseaban largo rato: al anochecer, se reunian en la cámara del rey, que recibia tertulia.
Enrique VII, obsequiaba á sus hijos y á sus cortesanos con una ligera colacion de dúlces y frutas, y luego pasaban todos conversando dos ó tres horas, hasta las diez en que servian en el gran comedor una suntuosa cena.
En aquella última comida del dia, se sentaban á la mesa las damas de honor de la princesa y los cortesanos de servicio, y la alegría reinaba, contenida, sin embargo, en los límites del respeto.
Despues de la cena, solia Enrique VII pedir á Catalina que cantase algun romance castellano, acompañándose con su laud: y ella, siempre complaciente, accedia al instante, admirando á todos con el hechizo de su voz y de su estilo.
A los doce, cada uno se volvia á su habitacion: el príncipe Arturo acompañaba á su esposa hasta su cámara: allí le besaba la mano, y se iba á sus aposentos.
A pesar del débil estado del príncipe de Gales, y de su carácter poco fogoso y profundamente egoista, el rey Enrique VII le vigilaba muy atentamente: en las ocasiones en que podia ó debia ver á su mujer, dos ó tres espías del monarca acechaban sus palabras, sus movimientos y hasta sus miradas; pero el pobre niño se acercaba al sepulcro tan rápidamente, que ni tenia fuerzas para amar, ni para pensar siquiera en que pudiera ser amado de Catalina.
Entre tanto, el corazon de ésta permanencia cerrado tambien al amor: bastábale escribir largas cartas á sus padres y hermanos, rezar y cumplir con sus deberes, y ni pensaba en la época ya cercana en que debia ser de hecho la esposa del príncipe de Gales, ni la deseaba tampoco.
Catalina era muy caritativa: y su corazon, sensible y amante, estaba lleno con las dulces emociones que sus beneficios le proporcionaban, y con el sincero cariño que profesaba al rey Enrique.
Este, por su parte, la llenaba de regalos y joyas: aumentó sus rentas y su servidumbre, y para el cumpleaños del príncipe esposo de Catalina, envió á ésta un traje tan rico, que su fama voló por toda Europa, y su precio pareció fabuloso.
La belleza de la princesa habia cambrado algun tanto. una blanca palidez cubria sus mejillas, ántes vestidas de un delicado color de rosa: y era, que así su cuerpo como su espíritu echaban de ménos el radiante cielo de Castilla, y se angustiaban bajo el de la nebulosa Albion.
Mas si era cierto que el alma de Catalina se entristecia por la influencia de aquel áspero clima, era verdad tambien que ni jamás lo dió á conocer á nadie, ni acaso se apercibió ella de tal cosa: la palabra deber era para la princesa omnipotente, y á sus ojós, su deber era no sólo mostrarse dichosa, sino serlo tambien.
La virtud ejerce siempre un ascendiente irresistible: y esto explica suficientemente el cómo pudo Catalina cambiar en dulce y galante el carácter de su suegro, el rey Enrique VII de Inglaterra, que ántes habia sido el rudo y belicoso Edmundo Tudor, conde de Richemont, y el que destronó con la mayor barbárie á Ricardo III, legítimo y muy amado soberano del pueblo inglés.
__________
Era una fria y encapotada mañana del mes de Marzo, cuando en un suntuoso palacio de Lóndres se hallaban reunidos tres personajes, de elevada clase, á juzgar por la riqueza de sus trajes.
Uno de ellos, el más anciano, vestia una túnica talar de seda negra y llevaba al cuello una gruesa cadena de oro de la cual pendia una cruz, enriquecida con diamantes.
Era el severo y orgulloso arzobispo de Warhám.
Los otros dos contaban ménos edad.
Llevaban trajes de seda de color claro, con encajes de plata, y recamados de rica pedrería: sobre sus suntuosos vestidos, bajaban los anchos pliegues de sus capas de seda oscura guarnecidas de piel de armiño.
Era el uno el duque de Sommerset y el otro el conde de Pembroke, altos dignatarios de la córte de Enrique VII.
Los tres ocupaban un anchuroso y lóbrego salon, en cuya chimenea ardia un tronco de encina, y cuyas ensambladuras estaban ennegrecidas por el tiempo.
Una luz escasa pasaba á través de las vidrieras de colores, alumbrando vagamente el flaco rostro del arzobispo, y las llenas y linfáticas caras de los dos nobles.
—¿Con que aseguraba vuestra gracia, dijo el conde de Pembroke al arzobispo, continuando al parecer una conversacion ya empezada, que S. A. R. el príncipe Arturo está mucho peor?
—¡No, milord! contestó el prelado con una especie de cólera nerviosa; ¡no! lo que yo he asegurado es que no vivirá un mes.
—¡Vuestra gracia olvida que en la antesala está la servidumbre! exclamó con terror el duque de Sommerset: que le pueden oir, y que...
—Milord, mis servidores son sordos y mudos, respondió el arzobispo con altivez: ó, á lo ménos, hago yo que lo sean; y me extraña que vuestra gracia repare en lo que yo no he reparado!
—Perdonad, milord, y continuemos hablando, que los asuntos de Estado bien merecen que nos hagamos superiores á mezquinas susceptibilidades.
—Digo, pues, continuó el arzobispo de Warhám, que el príncipe Arturo no vivirá un mes, y digo tambien, sin temor de equivocarme, que el rey tratará de casar á la princesa viuda con su hijo segundo el príncipe Enrique.
—¡Pero, milord, eso no nos conviene por ningun título! exclamó el duque de Sommerset: siempre abrigué la esperanza de que la infanta castellana volviese viuda al lado de sus padres.
—Yo no, debo confesarlo, dijo el conde de Pembroke.
—¡Cómo! ¿Pensaba vuestra gracia que la princesa de Gales contrajese un segundo matrimonio con el hijo segundo del rey?
—Sí, señores: lo pensaba así, porque conozco demasiado el carácter avaro del rey, y sé que jamás querria devolver el soberbio dote de la infanta; si no tuviera otro hijo, primero se casaria él con ella.
—¡Catalina reina de Inglaterra! exclamó el arzobispo: por cierto que, aunque esposa del heredero de la corona, ahora es la primera vez que veo la posibilidad de que ocupe el trono!
—¡Oh! ¡y qué reina! exclamó el duque de Sommerset: debe parecerse á su madre, la varonil Isabel de Castilla: debe ser ambiciosa, guerrera, fuerte! ¡debe ser muy capaz de dominar, pero imposible de ser dominada!
—Por tanto, milores, añadió el arzobispo, es preciso, ya que no podamos impedirle que se siente en el trono, proveernos de un arma para arrojarla de él á la primera ocasion.
—Confieso, milord, que no entiendo á vuestra gracia, dijo el conde de Pembroke.
—Yo sí, observó el duque de Sommerset que era más ambicioso, comprendo perfectamente, y sé que no existe más que un medio de hacer nuestra el arma temible que necesitamos.
—Uno sólo existe, en efecto, dijo el arzobispo con gravedad: y este es el acusarla en su dia de una entrevista secreta con el príncipe Arturo, hoy su esposo.
—¡Bah! ¿para qué? preguntó con pasmosa inocencia el conde de Pembroke.
—En su dia verá para qué vuestra gracia, contestó el duque de Sommerset, cambiando con el arzobispo de Warhàm una mirada de inteligencia: ahora es inútil explicarlo.
—Sí, añadió el arzobispo, cuya frente ancha y amarilla se hallaba arrugada bajo el peso de graves pensamientos; ahora, señor conde, son inútiles las explicaciones; sólo os he llamado para que me digais si confiais en mí completamente, y si estais dispuesto, como su gracia el señor duque de Sommerset, á secundar mis proyectos en bien del reino.
—Estoy pronto, respondió el conde, siempre que me jureis, por vuestro honor de noble inglés, que cuanto vais á hacer es en bien del reino, y que ningun daño ha de venir por ello al rey.
El arzobispo so levantó: fué lentamente hasta una mesa de ébano, que contenia entre otros objetos preciosos una biblia gótica, y la trajo abriéndola sobre un magnífico reclinatorio forrado de terciopelo violeta.
Luego puso encima su diestra, se volvió á los dos nobles, y dijo con voz solemne:
—Juro por los santos evangelios, por mi fé de cristiano católico, apostólico, y por mi honor de caballero inglés, que en todo cuanto pienso practicar, no llevo más miras que la gloria del reino y la felicidad de mi amado rey y señor Enrique VII hoy, y en lo sucesivo de su hijo Enrique VIII.
—Pero, milord, dijo el honrado conde de Pembroke, no sabemos aún si Dios habrá determinado llevarse al príncipe Arturo, y me parece muy aventurado, y hasta muy desleal, el que miremos al príncipe Enrique como al heredero de su padre.
—Yo os aseguro milord, por tercera vez, que el príncipe Arturo no vive un mes, dijo el arzobispo con una impaciencia mal contenida: creedme.
—Sea, repuso el conde, con una expresion inequívoca de recelo y de perplegidad; puede ya vuestra gracia, añadió, decirnos lo que espera de nosotros.
—Pues bien, señores, no hay que perder tiempo, dijo el arzobispo: debemos sembrar hoy mismo para recoger el fruto, no hoy ni mañana, sino quizá dentro de muchos años.
—Hablais, milord, como si fuéramos jóvenes, dijo el conde de Pembroke: ¿olvidais que nuestros cabellos blanquean?
—Teneis hijos, repuso el prelado con voz profunda: teneis hijos, milord, y yo tengo un hermano, mucho más jóven que yo; trabajemos, pues, para nuestras familias.
—Hablad, milord, dijeron los dos nobles, que al nombre de sus hijos sintieron agitarse en sus almas el fuego devorador de la ambicion.
—Pues bien, oidme, milores, murmuró el arzobispo bajando la voz y haciendo una señal al duque y al conde para que acercasen sus asientos al que él ocupaba. Ya sabeis que desde que el estado del príncipe Arturo se ha agravado tanto, su esposa va á verle despues de comer.
—Sí, lo sabemos, contestaron los dos oyentes.
—Pues bien, es preciso lograr que hoy no vaya.
—¿Para qué? exclamó con ímpetu el conde de Pembroke.
—Para que en vez de ser el príncipe visitado por su esposa, sea él quien vaya á visitarla.
—¡Ah! ¿creeis, pues, que el príncipe Arturo, pasa algun cuidado porque su esposa vaya á verle ó nó? exclamó riendo el duque de Sommerset.
—Sí que lo creo.
—Pues yo, milord, os afirmo que su egoismo no le permite pensar en eso.
—El carácter del príncipe Arturo sigue siendo egoista, ó más bien, sus crueles padecimientos siguen embargando por completo su atencion; pero en cuanto á sus sentimientos, con respecto á su esposa, puedo aseguraros, señores, que han experimentado un gran cambio.
El arzobispo pronunció estas palabras con acento de tan profunda conviccion, que sus dos compañeros se le quedaron mirando absortos.
—Sí, continuó el prelado, la princesa ha obrado en los sentimientos de su esposo un cambio completo; si no la ama con pasion, porque á esto se oponen su corta edad, y sus dolencias, la ama al ménos como á una hermana, á quien admira y respeta. Catalina ha subyugado á ese pobre niño doliente con el encanto más poderoso que puede emplear una mujer: le habla del cielo cuando padece, y de su amor cuando lamenta su fatal estado.
—¡La princesa es una mujer admirable! murmuró el conde de Pembroke enjugando una lágrima que se deslizaba por su rugosa mejilla.
—¡Sí, sí, muy admirable, repuso el arzobispo, demasiado admirable! pero volvamos á lo que os decia, señores. El príncipe, viendo que su esposa no vá á verle, irá á visitarla esta noche, no lo dudeis.
—¡Bien! ¿y qué? preguntó el duque de Sommerset.
—Que nosotros estaremos apostados en la galería de cristales y le veremos pasar, entrar en el cuarto de Catalina, y cerrar la puerta con cuidado, para que no le oigan hablar con ella.
—Muy bien: ¿y luego?
—Luego, nada más: ya no nos queda por ahora más que hacer; pero el dia que se acuse á Catalina de haber consumado su matrimonio con el príncipe Arturo, nosotros diremos lo que hemos visto esta noche.
—Confieso que me remuerde la conciencia de acceder á lo que se me exige, dijo en voz baja el conde de Pembroke; y permitidme que añada, milores, que necesito meditarlo despacio.
—No hay lugar para meditaciones, milord, dijo el arzobispo: lo que os he propuesto, lo mismo que al duque de Sommerset, ha de ser hoy.
—¡No, por mi vida! repuso airado el conde; ¿crecis que así se me obliga á una accion villana? ¡Sé de lo que se trata! ¡Sé que quereis perder á esa noble é infeliz princesa, abandonada aquí, léjos de su patria, de sus padres, de sus amigos! ¡Oh no, no! ¡Eso jamás!
Palideció el arzobispo al oir la enérgica negativa del conde de Pembroke, pero no de espanto, sino de ira: luego, acercándose á él, le tomó por el brazo, y le llevó al hueco de una ventana.
—Oid, milord, le dijo con voz lenta y profunda; oid, y no olvideis lo que voy á deciros: vos sabeis que quiero arrojar del trono á la princesa Catalina, si por desgracia llega á ocuparle; pero yo sé que hace tres años manteneis relaciones amorosas con la bella Malborgiana, con la seductora escocesa, amante del rey Enrique VII.
Un rayo que hubiera caido á los piés del conde, le hubiera aterrado ménos que aquella inesperada revelacion: dió un paso atrás al escucharla, pero el arzobispo le asió de nuevo por un brazo y continuó:
—Sólo un medio tengo de asegurarme de vuestra prudencia, y este es el que tomeis parte en mis planes; para arrojar de Inglanterra á Catalina, se necesitan tres testigos de su entrevista nocturna con su esposo: ¡Vos sereis uno de los tres!
—¡Nunca! gritó el conde con orgullo.
—¡Vos sereis uno de los tres! repitió el prelado, sin alzar la voz ni perder su calma; de lo contrario, Malborgiana, su hija y la vuestra, la pequeña y graciosa María, y vos mismo, morireis en el tajo, porque ya sabeis que el rey Enrique es implacable y fiero en su venganzas!
—¿Quién le dirá el agravio que le hecho? preguntó el conde, cuyo semblante habia vuelto á recobrar su expresion dura y altiva.
—¡Yo! dijo con breve acento el arzobispo.
Reinó el silencio durante algunos instantes: milord de Warhám, con los brazos cruzados sobre el pecho, parecia esperar con una calma estóica la decision del conde, quien, segun lo descompuesto de su semblante, era presa de una violenta lucha interior.
Dos ó tres veces se llevó la mano á la frente para secar el helado sudor, que corria por ella: dos ó tres veces miró al cielo con expresion desesperada: mas al fin, el amor paternal venció á todos los demás impulsos, y dijo al arzobispo con voz sofocada:
—¡Soy vuestro!
El prelado se volvió entónces hácia el duque, y le dijo lacónicamente:
—Milord de Pembroke, accede al fin á coadyuvar á nuestra empresa; yo me encargo de impedir que la princesa vaya á ver á su esposo; así, pues, señor duque, hasta el anochecer en la galería de cristales.
—Hasta el anochecer, repitió el duque; y salió seguido del conde Pembroke que, sumergido en sombríos pensamientos, no pronunció una palabra.
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