Rosa - María del Pilar Sinués - E-Book

Beschreibung

Es una noche de 1844. Dos enamorados, Rosa y Edmundo, se encuentran furtivamente en el umbral de la casa de ella, en la calle San Esteban de la ciudad de Burgos. Rosa, de dieciocho años, vive con su abuela ciega. Edmundo, bastante mayor, está en el ejército. Debe partir al día siguiente. Pero sobre todo guarda un secreto que la anciana conoce y pone en peligro este su relación con la joven. Esta novela de María del Pilar Sinués se adentra en los dilemas de lo que quiere decidir en nombre del amor, cuando lo justo parece entrar en conflicto con la búsqueda de la felicidad.

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Seitenzahl: 140

Veröffentlichungsjahr: 2021

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María del Pilar Sinués

Rosa

 

Saga

Rosa

 

Copyright © 1851, 2021 SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788726882445

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.

 

www.sagaegmont.com

Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

I

LA CALLE DE SAN ESTEBAN

Cualquiera que haya recorrido la antigua ciudad de Burgos, habrá experimentado un sentimiento de tristeza al cruzar sus barrios.

La ciudad nueva, edificada debajo de la primitiva población, se asemeja á una linda doncella dormida á los pies de su anciana abuela. Aquellas cuestas, en las que crece la hierba que huella apenas la planta de sus escasos habitantes; aquellas sombrías y tortuosas calles, dan tristeza al alma en medio del día, y la llenan de terror en las tinieblas de la noche.

La de San Esteban es sin duda la más triste del barrio de este nombre: á su fin se ve el solar del Cid, venerado por aquel pueblo que le vió nacer; una de las puertas de la grandiosa Catedral da también á esta calle, destacándose soberbias las aéreas agujas de sus torres hacia el límpido azul del firmamento.

Alguna que otra mezquina casa, de mísera apariencia, se ve aquí y allá, y la neblina que obscurece casi siempre aquella parte de la ciudad, condensa la atmósfera hasta el punto que apenas dispensa á sus edificios la luz opaca de un débil crepúsculo.

En el año de 1844 existían en la calle de San Esteban tres casas de aspecto menos humilde que las otras: una de ellas se veía adornada con cristales, y esto la distinguía de las dos restantes. Tenía dos pisos: en el primero había tres ventanas, á tan poca altura, que podía considerarse cuarto entresuelo; en el segundo, que al parecer estaba inhabitado, igual número de balcones.

Las dos primeras ventanas estaban siempre cerradas, y unas cortinillas blancas, corridas con esmero, cubrían las vidrieras por la parte interior; la tercera, que tampoco se veía nunca abierta, tenía levantado uno de los visillos, observándose detrás de ella constantemente una cabeza de mujer, adornada de espesos rizos castaños.

Las comadres del barrio decían que sus habitantes eran gentes pacíficas. Tres mujeres: una señora anciana y ciega; otra joven, nieta suya, y la nodriza de ésta, que hacía los oficios de criada, eran las que la ocupaban. La anciana no salía de casa; la nieta sólo lo hacía para ir á misa los días festivos, acompañada de la nodriza.

Una noche del mes de Agosto de 1844. en que el desierto barrio parecía dormir profundamente, se vió descender á un hombre de la cuesta de San Esteban.

Era la una de la madrugada: el calor sofocante, que se había sentido durante las últimas horas de la mañana anterior, produjo más tarde un denso nublado, variación muy frecuente en aquel inconstante clima; dominaba un aire húmedo, y la obscuridad era tanta, que no dejaba distinguir el cielo.

El nocturno caminante parecía saber perfectamente aquel camino, pues bajó con paso rápido la pendiente cuesta, entró en la calle y se paró delante de la casita de los cristales; tosió ligeramente, y á esta señal de inteligencia se abrió con precaución una de las tres ventanas.

— ¿Estás ahí, Edmundo?—preguntó una voz dulce sin acabar de abrir.

— Sí, Rosa mía,—contestó el embozado, pues lo estaba en una larga capa.

Entonces se abrió del todo la ventana, y apareció una joven: la luz que había en el aposento alumbró un instante el semblante del caballero, é hizo que brillase al mismo tiempo la botonadura de un uniforme militar.

Rosa observó con inquietud, y después más tranquila, al parecer, se apoyó en el antepecho de la ventana.

La luna rasgó entonces su cortina de nubes, y alumbró de lleno el cuadro.

Aquella joven, de estatura mediana y esbeltas formas, parecía tener diez y ocho años; no era ni morena ni rubia; tenía su tez ese color mate expresivo, más bello que la más delicada blancura; brillaban como dos estrellas sus ojos negros y rasgados, rodeados de largas pestañas y coronados de espesas cejas; adornaban su frente apretados bucles de cabellos castaños, dorados y brillantes; el óvalo algo prolongado de su semblante, armonizaba perfectamente con su estrecha frente, y su boca, que formaba un arco de coral, tenía una gracia y encanto singulares.

De su talle no podía juzgarse, porque lo ocultaban los anchos pliegues de una bata de noche; pero, sin embargo, se adivinaba que debía estar lleno de elegancia y distinción.

Por lo que hace al caballero, aparentaba de treinta y ocho á cuarenta años, y le distinguía esa belleza varonil, expresiva y enérgica, característica de los hijos del Mediodía. De elevada estatura, tenía la tez morena, y negros los ojos y bigote; llevaba el uniforme de infantería, de cuya arma era capitán, que ocultaba casi del todo una larga capa.

— Esta noche te he hecho esperar, mi amada Rosa—dijo á la joven;—pero Dios sabe hasta qué punto he padecido: ¿has tenido sueño?

— ¡Sueño esperándote, Edmundo!—dijo la joven con acento de dulce reconvención.

— ¡Perdóname! ¡he sido injusto! — repuso el capitán —Ya sé, ángel mío, que me amas lo bastante para comprender que, cuando tardo, es por causas ajenas á mi voluntad, y que entonces sufro más que tú. Ya sabes que sólo cuando te veo soy dichoso: ¿no es verdad, Rosa mía?

— Sí—respondió la joven con dulzura;—lo sé, Edmundo; sé que me amas, y tengo confianza en tí: cuando tardas, me pongo triste; te espero con ansiedad; pero luego me digo: ¿quién sabe lo que le entretiene? Sin duda cosas de su servicio; sin duda le es imposible venir á verme cuando se priva de esta dicha: ¿qué soy yo para hacerle faltar á sus deberes? Y por otra parte, Edmundo—prosiguió Rosa,—si faltases por mí á lo que de tí exige tu obligación, yo lo sentiría mucho.

— ¡Mi amable y querida niña!—murmuró el capitán con un acento de ternura que vendía la sonrisa que se dibujaba en sus labios, y que le ocultaba la obscuridad de la noche.

— ¡Yo no sé por qué—prosiguió Rosa;—pero tengo, Edmundo, la más completa, la más absoluta confianza en tí! Creo que no me puedes engañar, ni querrías hacerlo, porque ¿quién hallarás que te quiera tanto, y á quien puedas hacer tan dichosa con tu cariño?

— Rosa mía—repuso el capitán con apasionado acento:—al oirte hablar así, soy muy dichoso, porque tengo la seguridad de que te has decidido ya á lo que te propuse como el único medio de asegurar tu felicidad y la mía.

Rosa guardó silencio.

— ¿No me contestas?—preguntó el capitán con una admiración en la que se notaba el acento del reproche.

— ¿Qué he de decirte?—murmuró la joven.— Sólo una cosa... ¡que no puedo!

— ¿Con que aún encuentro en tí la misma indecisión? ¿Es éste tu cariño?—dijo Edmundo con amargura.

Las sombras de la noche impidieron al capitán ver dos lágrimas que se deslizaban por las mejillas de Rosa.

— ¿No me respondes?—prosiguió con ansiedad;—¿no me contestas, Rosa? ¿Acaso no me amas ya?

Un sollozo que se escapó del pecho de la joven le impidió continuar.

— No llores, por Dios, amada mía—dijo Edmundo con profundo sentimiento;—perdóname si, arrebatado por mi pasión, he podido dudar de tu cariño. Sí: estoy cierto de que me amas; pero tu indecisión me hace sufrir mucho. Dentro de tres días debo separarme de tí, sin que sepa hasta cuándo: deja que pueda antes llamarte mía.

— ¡Imposible, Edmundo!—exclamó la joven con desesperación; — primero morir cien veces que cometer la negra ingratitud de abandonar á mi anciana abuela, ciega y casi demente.

— Entonces ¿por qué no quieres que me eche á sus pies y le pida tu mano? ¿acaso supones que me crea indigno de poseerte?

— Escucha, Edmundo: no sé qué desgracia horrible pesa sobre mi familia, cuyos únicos restos somos nosotras. Desde que tengo uso de razón, he visto siempre á mi abuela en el mismo estado; pero Magdalena me ha dicho que en otro tiempo era una hermosa y noble dama. Sé también por mi nodriza que la causa de nuestro infortunio fué un hombre que, como tú, había abrazado la carrera de las armas.

— ¿No has conocido á tus padres, Rosa?—preguntó pensativo el capitán;—¿no conservas ninguna memoria de ellos?

— Sí—contestó la doncella: — me acuerdo de mi padre, que era ya anciano. Vivíamos en una hermosa casa de campo, y teníamos muchos criados. Papá me tomaba en sus brazos, y muchas veces me besaba llorando. Después enfermó, padeció mucho, y al fin murió,—añadió la pobre niña rompiendo en amargo llanto.

— Valor, Rosa—dijo Edmundo:—no llores, y prosigue, porque es preciso que yo lo sepa todo.

— Poco tengo ya que decirte, Edmundo—repuso la joven enjugando sus ojos.—Dos días después de la muerte de mi padre, Magdalena y yo, solas y muy tristes, subimos á un coche y llegamos aquí.

— ¿Qué edad podría ser la tuya entonces? — preguntó el capitán.

— Apenas había cumplido cuatro años, y el recuerdo de entonces se presenta á mi imaginación como la memoria lejana de un penoso sueño. Cuando vinimos, estaba mi buena mamá como hoy, demente y ciega; llamaba sin cesar á su hija, que sin duda era yo, porque al oir mi voz se calmó el violento frenesí que la devoraba. Una criada que la servía, y que era su única compañía, fué despedida al día siguiente de mi llegada, y desde entonces nadie ha frecuentado esta casa.

— ¿Has vivido siempre en ella, Rosa?—preguntó Edmundo, dando otro giro á las ideas de la joven.

— Sí: siempre, desde que llegué á esta ciudad — contestó ella.—Mi pobre mamá no ha vuelto á recobrar su razón, y mi vida se deslizó bien triste, hasta que tuve la dicha de conocerte.

— Magdalena—continuó Rosa, —me enseñó las labores de mi sexo, y el capellán de San Esteban me dió la instrucción escasa que poseo: no sé más que esto, y quererte con toda mi alma, Edmundo.

— Escúchame, Rosa—dijo el capitán tras algunos instantes de silencio, con voz dulce, pero firme.— El regimiento tiene orden de marchar dentro de tres días, y el deber me manda seguir sus banderas. Si pudiese ofrecerte una mediana suerte, te juro, Rosa, que desde el momento abandonaría mi carrera; pero, desgraciadamente, la espada es toda mi fortuna. Nací de obscuro origen, y yo también, como tú, tengo bien poco que agradecer á mi destino. Sí, Rosa: hasta en el mal nos une una coincidencia simpática. Te he dicho que dentro de tres días debo marchar; pero no lo haré sin la esperanza cierta de llamarte mía. Son las dos: á las doce, en vano será que te niegues á ello; estoy decidido á hablar á tu madre.

— ¡Oh!—exclamó la joven trémula de terror:— ¡no hagas eso por Dios!

— Oye, y después decide. Hubo un tiempo en que amé á una mujer, pero no como á tí, no con el afecto profundo y grave que tú me inspiras, sino con el fuego, con la vehemencia de la primera impresión. La madre de mi amada, de carácter receloso, lo ignoraba; su hija, poseída de una timidez excesiva, ni pudo resolverse á confesárselo, ni menos consintió que yo lo hiciese. Yo era pobre; ella, por el contrario, era dueña de una inmensa riqueza. ¡Oh, Rosa! ¡cuánto se te parecía! Cuando la casualidad me condujo á esta calle, y distinguí en la ventana tu cabeza de virgen, quedé absorto; me creí juguete de algún sueño, ó pensé que tenía delante de mis ojos una visión celeste.

— ¿Tanto se me parecía, Edmundo?—preguntó Rosa cándidamente.

— Tanto, que á no haberla visto muerta, hubiera jurado que tú eras ella: tus ojos de fuego, tu espléndida cabellera, tu preciosa boca y tus manos de marfil, son las suyas; tal es, por fin, la identidad entre las dos, que llegué á persuadirme de que la mujer á quien yo amaba había abandonado la tumba.

Al decir estas palabras, el capitán se pasó la mano por la frente como para separar un sombrío pensamiento; después continuó con voz alterada:

— La indecisión de aquella joven hizo su ruína y mi desgracia; obligáronla á casarse con un hombre á quien no amaba, y yo, sin valor para presenciar tal enlace, que me hundía en un infierno de dolor, huí desesperado.

— ¿Y qué fué de la desgraciada? — preguntó Rosa.

— Murió: la aflicción la condujo al sepulcro, que ¡pluguiese al cielo que se hubiera abierto para mí también! Perdida mi razón, anduve vagando sin destino ni dirección pensada hasta hoy, que tu encanto ha avivado en mi corazón un sentimiento que creí extinguido. Por lo mismo, pues, no habrá fuerza en lo humano que de tí me separe, y ó mañana eres mía, ó pongo fin á una existencia que, lejos de tí, considero como una carga horrible y que no puedo soportar.

— Sea como tú quieras, Edmundo,—dijo la joven con dulzura, sobrecogida de la enérgica resolución de su amante.

— Hasta dentro de algunas horas,—dijo el capitán; y llevando á los labios una mano que le abandonó Rosa, desapareció al través de los tortuosos callejones.

Ella permaneció en la ventana, sorprendiéndodola la aurora con la frente apoyada entre las manos.

II

SORPRESA Y DOLOR

Las once de la mañana serían del día que siguió á la entrevista de Rosa y el capitán.

Las tres únicas personas que habitaban la casa se hallaban reunidas en una sala sombría y húmeda, cuyo mueblaje se reducía á una mesa de pino, algunas sillas de paja, un gran sillón de vaqueta y una cortina de extremada blancura.

Recostada en el sillón y sumida en su triste abatimiento, se veía á una anciana cuyo solo aspecto lastimaba el corazón: su pálido y cadavérico semblante conservaba restos de una magnífica hermosura, pero estaba sellado con esa desgarradora expresión del sufrimiento que sólo pueden imprimir hondos é incurables pesares; sus ojos garzos y rasgados, inmóviles y un tanto hundidos, estaban privados de la luz; advertíase, sin embargo, en la figura de aquella mujer, vestida de riguroso luto, mucha nobleza y distinción.

Sentada Rosa junto al sillón, bordaba con afán: llevaba un vestido azul de hechura sencilla, y sus cabellos, que caían en largos rizos hasta tocar sus hombros, dejaban descubiertas sus sienes de una azulada blancura.

Algo separada, hilaba una mujer de mediana edad: su fisonomía era franca y leal; tenía puesto un traje obscuro de hábito del Carmen, que sujetaba á la cintura una ancha correa de cuero negro.

El calor era excesivo, y la ventana entreabierta dejaba el aposento á una media luz.

Rosa trabajaba sin interrupción, con la vista fija en el bordado; pero al más leve ruido, un temblor convulsivo dominaba su cuerpo, y estremecida entonces dejaba escapar la aguja de sus manos.

Largo rato hacía que reinaba el más profundo silencio, interrumpido sólo por la respiración de un hermoso galgo inglés, dormido á los pies de la joven, y á quien ésta quería extremadamente porque había sido de su madre.

— ¿Qué tienes hoy, hija mía?—dijo la mujer que hilaba dirigiéndose á Rosa.

La joven no contestó: con la cabeza sobre el pecho, parecía entregada á dolorosas meditaciones; la buena mujer la contempló durante algunos instantes con asombro.

— ¿Estás enferma, hija mía?—repitió con mayor cariño todavía.

Entonces levantó Rosa su hermosa cabeza y fijó sus grandes y cariñosos ojos en su interlocutora.

— No tengo nada, mi buena Magdalena,—dijo pasándose la mano por la frente, como para separar un mortificante pensamiento.

— ¿De veras, hija mía? Pues estás pálida y demudada.

— Eso es del calor... estoy buena, créeme,— murmuró la joven levantándose; y como si quisiera huir de las tristes ideas que la dominaban, se aproximó al sillón de su abuela.

— ¿Tienes mucho calor, mamá?—le preguntó con cariñoso acento.

— Hija mía, no me dejes, no te separes de mí, — murmuró la anciana en tono suplicante.

— Hoy está mal—dijo Magdalena:—desde que la vestí, no ha cesado en sus clamores.

— Soy yo, mamá — continuó Rosa dirigiéndose á su abuela.—¿No me conoces?—añadió, tomando con ternura su trémula y descarnada mano.

— ¡Hija mía! mi hija, sí,—repitió la anciana con voz obscura y gutural.

— ¿Es á mí á quien llamas, mamá?—preguntó la joven; mas aún no había espirado la palabra en sus labios, cuando oyó un ruido que la estremeció.