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Sinués escribe Un libro para las damas con la convicción, explicitada en el prólogo, de que el ámbito al que están destinadas las mujeres es el de la casa, y que su "misión" consiste en procurar la dicha de las personas a su alrededor. A la par que desestima toda aspiración emancipatoria para su género, defiende sí la necesidad de una formación intelectual, pero ajustada a sus roles de madre y esposa. Siguiendo esa línea van estos pequeños ensayos con títulos como "La poesía del hogar doméstico", "Los celos", "El chiste" y "La verdadera cristiana".
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Seitenzahl: 373
Veröffentlichungsjahr: 2021
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María del Pilar Sinués
Saga
Un libro para las damas
Copyright © 1875, 2021 SAGA Egmont
All rights reserved
ISBN: 9788726882452
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
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This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.
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La mayor parte de los escritores de nuestra época que se han ocupado de la constitución de la familia, se hallan conformes en la persuasión de que uno de los motivos que más frecuentemente produce su quebrantamiento, y aun á veces su completa disolución, es la gran diferencia que media entre el nivel intelectual que hoy alcanza la cultura del hombre, y la casi absoluta falta de ilustración que generalmente se advierte en nuestro sexo.
No pertenezco yo al número de las que creen que las mujeres debemos legislar en los Congresos y dictar sentencias en los Tribunales; sino que antes bien me parece que la misión de la mujer debe ser realizada en el interior del hogar doméstico.
Formar el corazón de sus hijos; elevar sus sentimientos por el amor á lo bello y á lo bueno; ser la consejera íntima, la amiga de su marido; poner en todo lo que la rodea el sello de su bondadosa é inteligente dulzura: he aquí, según mi opinión, el deber social de la madre de familia.
Pero si la mujer ha de cumplir dignamente sus obligaciones en el interior de la familia, necesita comprenderlas bien; necesita saber que son enteramente distintas de las del hombre: las de éste son exteriores, y constituyen esa lucha apasionada, donde los intereses del momento procuran siempre triunfar de las dificultades materiales; las de la mujer se ciñen á procurar la dicha, el sosiego y el bienestar de los seres amados que la rodean.
Y, sin embargo, la unidad, la santa armonía del pensamiento, es indispensable para una unión feliz; cuando todo lo que le interesa al esposo es indiferente y desconocido para su mujer, hay un germen de desunión entre ambos, que comienza por producir la frialdad en sus relaciones, y á veces termina por una ruptura definitiva y completa del vínculo conyugal.
Es absolutamente necesario que se eduque á la mujer en relación al fin social que está llamada á cumplir; es necesario que el sentimiento inteligente de la mujer alcance, aunque por otro camino, los mismos grados de elevación que la cultura intelectual del hombre.
Si la madre es la que forma y debe formar siempre el corazón de sus hijos, claro aparece que el hombre no puede pasar, en la esfera del sentimiento, los límites que le marcó su educación primera, en la cual se funda necesariamente el desenvolvimiento de toda su vida.
Penetrada yo del convencimiento de que son verdaderos todos los principios generales que dejo expuestos, he procurado en mis escritos contribuir, según la medida de mis fuerzas, á la educación de la mujer por medio del sentimiento de lo bello y de lo bueno, pues de este modo es como comprendo la moralidad que el arte puede y debe producir en la sociedad humana.
La contemplación de la belleza purifica y eleva los sentimientos del alma, sobre todo en nuestro sexo. Si el hombre con su razón llega á las más elevadas cúspides de la verdad científica, la mujer, con el sentimiento, debe adivinar todo lo que ignora: debe seguir á su compañero en la vida, apoyada en la fe, que es el presentimiento de todo lo que no sabemos, y fijando sus ojos en ese ideal de lo perfectamente bello, que es al propio tiempo la esperanza celeste de toda alma generosa.
No soy yo de las que abogan por la emancipación de la mujer, ni aun entro en el número de las personas que la creen posible: espíritu débil, creo que toda la fuerza de mi sexo consiste en la bondad, en la virtud, en el amor; creo que la mujer necesita constantemente el amparo de un padre, de un esposo, de un hermano, de un hijo; pero creo también que ella puede ser, á su vez, el apoyo moral de los suyos, el consuelo y la alegría de los que la aman; creo que la esfera de acción de la mujer es tan extensa como la del hombre, pero en condiciones completamente distintas: el hombre, por medio de la razón, debe realizar todos los hechos de la vida exterior; la mujer, por medio de su bondad inteligente, debe dirigir toda la vida interior de la familia. El hombre está llamado á instruir á sus semejantes por medio de la ciencia: la mujer á educar á sus hijos por medio del arte, que es lo bello. Porque la instrucción es lo externo, es lo que se adquiere por el ejercicio de la inteligencia. La educación es lo interno, es lo que cada uno consigue mediante su íntima reflexión, avivada por el sentimiento fundado en el amor á todo lo verdadero, á todo lo bello, á todo lo bueno que existe inextinguible en el fondo del alma humana.
Este libro no tiene otra pretensión que el de ser de alguna utilidad al corazón de la mujer: los artículos de que se compone se dividen en religiosos, morales, filosóficos y de costumbres; pero todos son sencillos, todos al alcance de la comprensión femenina y aun infantil, y en todos preside la santa, la augusta idea de Dios y de sus preceptos.
Ningún inconveniente pueden tener las madres en dejar este libro en las manos de sus hijas; he procurado que los artículos de que se compone tengan la mayor variedad posible, alternando los más serios con los más ligeros, y los que encierran alguna verdad triste con los más jocosos.
Quizá alguna encantadora joven de la clase media, á la que la modesta fortuna de sus padres no le permite asistir á las reuniones y teatros, se distraerá con la lectura de estas páginas, y hallará en ellas alguna sana verdad, algún consejo útil que le sirva para cuando constituya familia; quizá la esposa que mece la cuna de su niño enfermo hallará en este libro el amigo de su velada solitaria; quizá la anciana que ha quedado aislada porque cada uno de sus hijos ha edificado ya su nido conyugal, halle aquí conformidad y consuelo: si así sucede, mi esperanza más bella, mi ambición más alta, se verán cumplidas.
________
No es la poesia tan sólo aquel rayo que ilumina la mente del que hace versos.
La poesía está en el mundo bajo diversas formas, y vive entre nosotros sin que nos apercibamos de su presencia.
La poesía en la mujer es hermana del sentimiento, es la blanca y perfumada flor que brota en el corazón: cuando el huracán del dolor ha agostado todas las demás flores del alma, la de la poesía desplega su corola más hermosa que nunca.
Las lágrimas son su rocío; la resignación es el sol benéfico que la calienta con sus tibios resplandores.
La poesía es la compañera inseparable de la mujer buena, y la que embellece el hogar doméstico. ¡Desgraciada la mujer que la desconoce, y desgraciado también el hombre que busca, para compañera suya, una mujer prosaica y materialista! Si busca un alma fría, se encontrará con un alma dura; si busca un corazón destituido de ilusiones, será fácil que halle un corazón vacío y desgarrado.
Toda mujer que cuida de embellecer su casa y hacer dichosa á su familia, tiene un alma poética.
Una madre meciendo á su hijo sobre sus rodillas, junto á un balcón entoldado de flores, esta rodeada, á mis ojos, de una poesia tan bella como elocuente.
Una joven sentada al lado de su anciano padre, leyendo con suave y dulce voz, para distraerle en las largas noches de invierno, ofrece un cuadro de tierna y sublime poesia.
No he conocido un ser más poético que una joven, hija de un anciano militar, que se casó con un pobre empleado de pocos años y de menos haberes: yo la conocí después de casada y madre de un niño de algunos meses; vivia además con ellos su anciano padre, compartiendo la modesto y casi mísera existencia de sus hijos.
El tedio se apoderaba de mi ánimo cuando iba con mi madre á casa de alguna de sus opulentas y ociosas amigas: mi corazón, tan joven que aún no sabía darse cuenta de sus emociones, se adormecia en el fondo de mi pecho.
Aquella monótona magnificencia; aquellos salones en los que el lujo se aglomeraba bajo mil diferentes aspectos, respirando en todos la vanidad; aquellas pesadas colgaduras de seda, que velaban el resplandor del sol; aquellos divanes, en fin, destinados á enervar en una soñolienta molicie al que los ocupase, me causaban un hastio que no podia vencer.
¡Con qué afán deseaba que mi madre me concediera permiso para ir á casa de mi joven amiga!
Margarita me atraia con una simpatía incomprensible en mi edad, pues yo no tenia aún doce años, y la amaba con la mayor ternura. Ella contaba apenas veintidos primaveras, y su carácter, lleno de una apacible alegria, alejaba de aquella casa la tristeza, que no perdia la ocasión de asomar á la puerta su torva faz.
Mi amiga cuidaba de su padre, de su esposo y de su hijo: su cariñoso esmero se extendía también al balcón de su cuarto, que era un verdadero jardin, y á dos tórtolas que, prisioneras en una jaula de cañas, colocada entre las macetas, se arrullaban dulcemente y se alisaban con su pico la delicada y sedosa pluma.
Siempre que iba yo á ver á Magarita la encontraba en su casa; su pequeño gabinete no tenia otros muebles que algunas sillas de anea, una mesa de graciosa hechura, sobre la cual había siempre dos jarros de loza llenos de flores, y un armario y la cuna del niño, velada con cortinas de muselina blanca: junto á aquella cuna bordaba Margarita todo el tiempo que la dejaban libre sus doberes domésticos; el sueldo de su esposo era muy corlo, y ella hacía el sacrificio de sus horas de reposo, entregándose á aquella ocupación que producia algún dinero, con que contribuía al bienestar de su familia. Los que dicen que el trabajo perjudica á la salud, asientan un error: Margarita era un prodigio de belleza floreciente, de dulce y encantadora lozania: cubria sus mejillas un sonrosado delicioso, y sus ojos brillaban con la dicha y el contento.
La ocupación continua es lo que conserva la tranquilidad en el espíritu de la mujer, lo que le trae una grata calma, y esa alegría igual y dulce que nace de la quietud del animo; el ocio es su más cruel enemigo, porque el ocio vicia su corazón, embota su entendimiento, hiela su alma y adormece todos sus buenos instintos.
Margarita vivia con su familia en una pequeña habitación, enfrento de la que ocupaba yo con la mia; todas las mañanas se levantaba á las siete, y cantando como un pajaro, aseaba su pequeña sala y el gabinete de las flores, como yo le llamaba; luego vestia al niño, que ya andaba solo, y ayudaba al tocador de su anciano padre.
Veiala yo con un placer indefinible entrar y salir, y repartir sus cuidados entre los tres seres que cifraban en ella toda su ventura: mirábala cambiar el agua de sus tórtolas y darles alimento, y esperaba con impaciencia la hora de su tocador, para asistir á él oculta entre los pliegues de las cortinas que guarnecian mi ventana.
Concluidos sus quehaceres, se quitaba su gorrito blanco y desataba sus hermosos cabellos castaños, que caían por su espalda en largos rizos; peinábalos con maravillosa agilidad, y los enlazaba después con graciosa forma detrás de su cabeza; un vestido blanco era su única gala en el verano; en el invierno le reemplazaba con uno de lana oscuro. Después de vestida se sentaba á trabajar, mientras el abuelo jugaba y reía con el niño.
Cuando por la tarde volvía su esposo, Margarita conocia sus pisadas; dejaba su labor, y tomando al niño en los brazos, salía á recibirle. ¡Cuán dichoso debía sentirse aquel hombre al estrechar contra su corazón á su angelical esposa y á su inocente hijo! Muy grande debia ser su ventura, pues se grababa en todas sus facciones con caracteres visibles y profundos.
Mientras comian, no cesaba yo de oir la risa sonora y dulce de Margarita; no obstante, el corto tiempo que permanecían en la mesa, acusaba la frugalidad de los manjares.
Muchas noches alcanzaba yo permiso de mi madre para pasar la velada en casa de Margarita: ésta acostaba á su hijo y volvia á su bordado, mientras mecía la cuna con su lindo y ligero pie: á las diez dejaba la aguja y tomaba un libro, en el cual leía con dulce voz hasta las doce.
¡Cuán atentos estábamos á la lectura su padre, su esposo y yo! Sentado el anciano enfrente de ella, escuchaba su voz en una especie de éxtasis, y el joven esposo, con la mejilla apoyada en la mano, parecía pendiente de los labios de Margarita.
Ésta tomaba los libros que más le agradaban en la biblioteca de mi padre, y la elección de ellos atestiguaba más que nada la lucidez modesta de su talento; de un talento que brillaba con la suave y grata belleza de la perla, sin deslumbrar, como el diamante, con sus soberbias facetas.
Todo lo bueno es poético y bello, y la mujer ha recibido de la naturaleza la misión de sembrar con flores los eriales de la vida; mas para que la cumpla es preciso que desde muy temprano se procure elevar su entendimiento, y se la enseñe el amor de lo bello en lo moral, en lo intelectual y hasta en lo fisico.
Se ye muchas veces á una joven dulce, poética, elegante, casi ideal antes de casarse, convertirse después de casada en una mujer colérica, prosaica y vulgar, y no hace mucho tiempo que sostuve yo con una amiga mia el diálogo siguiente:
—¡No te conozco! ¿Qué genio maléfico te ha vuelto tan descuidada, no sólo para tu casa, sino también para tu persona? ¿Quién te ha cambiado asi?
—¡El fastidio!
—¿Te aburres?
—¡Mortalmente! ¿Para qué violentarme ya? Mi marido sólo está en casa á las horas de comer y dormir, y no repara en que la casa esté peor ó mejor arreglada; la he dejado al cuidado de los criados.
—¡Yo sé que antes él enseñaba su casa con cierto orgullo á sus amigos!
—No merece la satisfacción de ese orgullo el que yo me moleste cuidando de mil detalles fastidiosos.
—Y, sin embargo, querida Julia, esos detalles son los que, á semejanza de las ligaduras invisibles de Gulliver, sujetan á los hombres á su hogar.
—No lo creas; no reparan en esas pequeñeces.
—Quizá te engañes....; pero ¿y tu persona?
—¿Para qué cansarme en un peinado esmerado y en cambiar cada dia de traje?
—¡Tu elegancia era lo que más agradaba á tu marido! ¿No te acuerdas?
—Para un marido nunca es elegante su mujer, y las admiraciones de novio de mi esposo cesaron el día en que se casó conmigo.
—¿Quién te ha dicho eso? ¿Piensas que los gustos y hasta las ideas de un hombre varían en un día? ¿No temes que se halle mejor que en su desordenada casa, en otra mejor cuidada y más elegante? ¿No temes que alguna coqueta le prenda en sus redes?
—Yo no tengo tiempo de pensar en esas cosas (contestó Julia, herida por mis observaciones); mis hijos me ocupan mucho: una esposa, una madre debe cuidarse ante todo de sus deberes.
—Uno de sus primeros deberes es agradar á su marido; no le basta con ser virtuosa, aburriéndose: debe ser bella y feliz.
La pobre Julia no tuvo la fortaleza de violentarse un poco, y todas sus buenas prendas de madre excelente y de ama de casa, no evitaron que mis temores se realizasen.
El hogar doméstico sin poesía es para el espíritu fuerte del hombre una cárcel mezquína y helada: si la mujer sabe embellecerlo, es el oasis donde crecen palmas y flores, donde el agua murmura dulcemente, donde el alma reposa de las luchas y de los dolores de la vida.
__________
No hace muchos días que me hallaba yo por la noche en casa de una señora que tiene dos hijas encantadoras.
La mayor, llamada María, cuenta diez y seis años, y es perfectamente bella, y además un ángel de bondad y de dulzura.
La segunda, nombrada Isabel, es mucho menos bonita, y su aspecto es constantemente triste y desapacible.
La madre prefiere á la mayor, y, fuerza es confesarlo, hay muchas personas que la prefieren también.
La noche de que voy hablando me fijé con más atención que de costumbre en la expresión del semblante de Isabel, y hallé en ella alguna cosa de acre, de amargo y triste.
—¿Qué tiene?—le pregunté á su madre, mostrándola á la pálida niña, que, muda é inmóvil, permanecía en un rincón.
—Tiene celos de su hermana mayor,—me respondió.
— ¡Celos! (repetí): eso no puede ser; los celos son hijos del amor; si estas dos niñas tuvieran otra edad, y amaran al mismo hombre, podría decirse que Isabel tenía celos de Maria. Así, es imposible.
—¿Acaso los celos sólo pueden nacer del amor?
—Sólo: no habiendo amor, no hay celos; lo que Isabel siente es envidia.
—¿No es la misma cosa?
—No, señora; en los celos hay cierta nobleza y cierta abnegación; en la envidia todo es pequeño y miserable; pero la envidia puede curarse, y la curación de los celos es muy difícil, si no imposible.
Entre las mil torturas que afligen á la mujer, que martirizan su corazón, que amargan su vida, hay algunas que ella misma se inventa por la actividad de su fogosa imaginación, por la extremada debilidad de su espíritu, ó por efecto de su educación descuidada.
De los más amargos dolores que se crea, son la envidia y los celos.
Los celos, dardo emponzoñado y forjado por el infierno.
La envidia, sierpe venenosa, que roe el corazón de que se posesiona, hasta dejarlo vacío como un sepulcro.
La envidia nace de la pequeñez del alma; los celos, de la gran sensibilidad del corazón.
Suele vituperarse á una persona que tiene celos, pero se la compadece siempre.
Una persona envidiosa solamente inspira desprecio, y todo lo que en su favor alcanza, es una lástima desdeñosa.
Los celos engendran el odio; pero en cuanto el celoso es feliz, compadece á la persona sobre la cual ha triunfado.
La envidia no conoce la compasión; el envidioso quisiera que el mundo entero fuera desgraciado, para reunir él todas las riquezas y todas las prosperidades.
Los celos se sienten únicamente cuando un amor grande, inmenso, llena el corazón.
Si causa dolor el que la persona que los inspira sea bella, rica y esté dotada de relevantes cualidades, es tan sólo porque estas ventajas conquistan el amor que el infeliz que los siente quisiera para sí.
Los celos ambicionan amor.
De todo lo demás, ni siquiera se acuerdan.
Deplorable cosa es que los celos debiliten el ánimo, y quiten la facultad de reflexionar; porque, á no ser asi, las desdichadas heridas de esa pasión podrian conjurar el mal en vez de acrecentarlo, entregándose á los extremos de un violento dolor.
Oid, las que sufráis ese tormento, el consejo de una amiga vuestra: no os quejéis demasiado; no hagáis del llanto vuestra ocupación continua; no deis al mundo el espectáculo de vuestra pena; ocultadla, si os es posible, porque vuestros lamentos, vuestras lágrimas, vuestro dolor, no es probable que os ganen de nuevo el corazón que hayáis perdido.
No intentéis tampoco vengaros, aconsejadas de vuestro despecho, pagando desvío con desvio é infidelidad con infidelidad: entonces perderíais también lo único que puede serviros de consuelo: perderíais la paz de la conciencia y el derecho de levantar la frente limpia de toda mancha.
Una suave y digna resignación, una conducta irreprensible y decorosa, una firmeza noble é igual en los modales, y una prudente reserva en la vida íntima, quizá os devuelvan el sitio que es vuestro en los corazones que hayáis perdido.
Nada de quejas, nada de lágrimas, nada de súplicas; no seamos ni victimas ni verdugos, porque es tan degradante y tan odioso lo uno como lo otro.
Mujeres conozco que han atormentado de tal suerte á sus maridos con celos infundados, que aquéllos tenian por la mayor desgracia el quedarse solos con ellas; las mujeres de que os hablo les contaban los minutos que estaban fuera de casa, y el dinero que gastaban; les impedían cumplir en sociedad con los deberes de buena educación; les pedían cuenta de todas sus acciones, de todos sus pensamientos, y cuando los sabían, les regañaban sin cesar.
Los maridos así asediados no tardan en engañar á sus mujeres.
Les ocultan que han ido al café, como si esto fuera un pecado mortal.
Si han ido al teatro, les dicen que han estado acompañando á un amigo enfermo; y poco á poco dejan de amarlas, y el hastio más profundo se apodera de su vida, hasta que hallan una mujer amable, graciosa, coqueta, que les seduce con un carácter completamente opuesto al tiránico de sus esposas.
El hombre ha nacido libre, y libre debe vivir. Conquistad el corazón de vuestros esposos, no con la virtud ceñuda, sino con la virtud dulce, con la bondad, con la coquetería.
Hacedles agradable su casa y amable vuestro trato; sed sus amigas; partid sus alegrías; consolad sus tristezas; endulzad sus dolores; cuidad sus enfermedades; procurad que nada le falte en las comodidades del hogar; velad por los intereses de la casa, que son los de ambos; haceos, en fin, necesarias á su dicha, y dejadlos libres, completamente libres.
No les preguntéis adónde han ido, que ellos mismos os lo dirán.
No les preguntéis el dinero que han gastado, que los humilláis; y las heridas del amor propio son las que menos han de perdonaros.
El hombre es el jefe natural de la familia y el dueño de su casa; para impedir sus extravíos no tenéis más medio lícito que imperar en su corazón.
Y si os ofenden, sed templadas y generosas.
No rechacéis con dureza al que os ofendió cuando os dé alguna muestra de arrepentimiento, por ligera que sea; no os venguéis de él cuando la sociedad le arroje lleno de amarguras y decepciones.
Vosotras, dichosas criaturas, que estáis escudadas y protegidas con un amor tierno y profundo, no le perdáis por vuestra imprudencia é impremeditación.
No pidáis al hombre más de lo que puede concederos; no queráis violentar sus gustos, sus sentimientos, sus inclinaciones.
Respetadle al mismo tiempo que le améis; pero sabed haceros precisas á su bienestar, á su dicha, á su vida doméstica, que es la sola ciencia y el gran talento que debe ostentar la mujer.
_________
Voy á dedicar á mis amables y benévolas lectoras una noticia de las necesidades del día.
Estamos atacados de una enfermedad mortal; del amor al lujo desenfrenado; nos importa menos ser que parecer; la vanidad nos mata; el mal ha llegado á las mujeres, y éstas están más profundamente heridas que los hombres.
La mujer no vive hoy por el corazón; vive por el cerebro: casi todas anhelan ese ruido que se llama celebridad; nuestras madres cifraban su gloria en el silencio en que se dejaba su nombre, y el elogio que más deseaban era que no se hablase de ellas ni bien ni mal: hoy las mujeres quieren ser citadas por su belleza y su elegancia en los periódicos de sport y de higli-life; esto constituye su alegría y la gloria de su familia.
Nunca la acre sed de goces ha abrasado con un fuego más devorador las entrañas de la humanidad; nunca las tendencias materialistas se han dibujado tan claramente como en nuestros días, y como no hay hecho aislado en el mundo, todo se encadena y todo se deduce con una lógica inflexible y desapiádada.
Lo caro de las habitaciones y su suntuosidad (algunas veces vulgar) trae el lujo exagerado del mobiliario; nadie so atrevería á poner una sillería de reps de lana en un salón deslumbrante de dorados.
Son precisos el damasco y el brocado esmaltado de flores que se inventó para Mad. de Pompadour.
¿Y qué contraste haria un traje sencillo con estas suntuosidades, con esas espléndidas colgaduras?
Las fábricas de Lyon no saben ya tejer raso, gro y terciopelo que sean bastante ricos, y estos trajes exigen como complemento indispensable las joyas; los diamantes juegan sus luces en torno del cuello, y las perlas del más grande tamaño lucen en los pendientes y en los brazaletes su deslumbradora blancura.
El traje de los señores se refleja fatalmente en la librea de los criados; los lacayos se doran á fuego en todas las costuras; y no siendo posible usar tanta esplendidez en un coche de alquiler, la señora tiene sus caballos y su carruaje; el gran cupé para salidas de noche; para el paseo la carretela de ocho resortes.
¿Y quién paga? El marido, sin duda, á menos que le sea imposible soportar ese lujo.... porque, en fin, lo imposible nadie puede hacerlo.... Pasemos.... alejémonos pronto.... Nos hallamos al borde del abismo.
Otro rasgo fatal del cuadro de nuestras costumbres es la tendencia, cada dia más clara y más audazmente confesada, de una sensualidad que se desborda; la preocupación de comer y de beber bien ha invadido á todos; la cocina tiene hoy sus periódicos como el salón, y los mas acreditados publican de continuo la lista de un ménu variado y espléndido.
No se habla más que de salsas y de zumos, de entremets y de hors d’æuvre incitativos; el lujo de la mesa ha seguido la misma progresión que todos los otros; una comida es hoy un gran negocio que cuesta mucho dinero; ya no es permitido á nadie el dar de comer á sus amigos, sin ceremonias; el comedor se ha vuelto un campo cerrado como el salón; todas las rivalidades se encuentran allí, y se libran una batalla: allí también se hace gala de ingenio y de magnificencia; allí también se lucha en excentricidad.
Se violenta el orden de las estaciones, se sirven primicias marchitas y costosas mucho tiempo antes de que la naturaleza, que hace bien lo que hace, les dé madurez sabrosa; se sirve, más para los ojos que para el paladar, á la rusa, con una abundancia exagerada de cristales y luces, con surtouts de plata, de los cuales el precio podría pagar una aldea.
Se trae de todos los paises el fondo mismo del festín: bien fácil sería dar una lección de geografía en cualquiera de esas comidas, ó, más bien, recibirla del maestre-sala ó jefe de comedor, sólo con que él nombrase los platos presentes: el caviar viene de San Petersburgo; el sterlet, del Volga ó del Moldau; las lenguas de venado, de Noruega; los jamones, del condado de York; los mariscos, de Escocia; los faisanes, de Bohemia: los pollos, de Rusia; los lomos de oso, de los Alpes ó de los Pirineos.
Todavia queda el capítulo de las excentricidades: se cortan chuletas de una langosta y se presentan liebres asadas sin despojarlas de su piel: no hace muchos días asistí á una comida que empezó por una sopa de nidos de golondrinas, traídos expresamente de China con este objeto; otro de los platos era un gigantesco pastel de corazones de palomas, que había debido costar más dinero que el que necesitan seis familias indigentes para alimentarse durante un año.
Los vinos no pueden quedarse detrás de los manjares, ni como variedad ni como calidad; y como la producción ha llegado á ser inferior al consumo, su valor ha ascendido á un extremo fabuloso.
Mas ¿qué importa? ¡Cuanto más caro cuestan estos vinos, más cantidad se desea beber! Y, sin embargo, esta profusión ruinosa no puede ser agradable. El anfitrión que hace colocar diez copas delante de cada plato, no posee el verdadero sentido de las cosas; esos aromas distintos, y algunas veces opuestos, que es preciso saborear en un reducido espacio de tiempo, deben perjudicarse los unos á los otros; y, sin embargo, los criados, pasando por detrás de los sillones de cuero de Rusia que ocupan los convidados, van nombrando pomposamente el Montrachet des Chevaliers, el Clos-Vougeat del 54, el Johanisberg sellado del Principe, el Tockay Esterhazy, el Chateau Larose y el Chateau Iquem.
Estas bebidas, dignas de las mesas de los reyes, se suceden en un opulento desorden; el caso es deslumbrar á los convidados, que envidian no poder hacer otro tanto. ¿Qué importa el precio de esta satisfacción?
Estos hechos son desgraciadamente de una autenticidad indiscutible, y estos hechos ¡ay! acusan un desorden crónico y profundo, que podría llegar á ser incurable, porque no hiere sólo al alma, hieretambién la economía social; lleva inevitables y crueles perturbaciones al seno de las familias.
Este cuadro de delicias y de locos gastos, dibujados por mi débil pluma en las más altas regiones de la sociedad, tiene sus copias cada día más numerosas en la clase media: el mal lo invade todo, y de él nace esa sed de especulaciones temerarias, esa fiebre de agiotaje, que es también uno de los rasgos característicos de la época: hay necesidad de improvisar recursos y de encontrar en la especulación el dinero que no da ni el patrimonio, ni tampoco el trabajo; ese otro patrimonio de la honradez y del decoro.
Mas ¡ay! la fortuna ciega suele recoger lo que ha dado, y después de haber dejado saborear las alegrías peligrosas de una riqueza ficticia, hace parecer más amarga la pena de una ruina demasiado positiva.
Una sola cosa puede traer al mundo social una reacción provechosa; el amor, es decir, la mujer. Tenemos en la naturaleza un tipo encantador: la joven, la hija de familia; ella trae á la existencia real su frescura nativa, su dulce brillo, su gracia inocente: el corazón se dilata á la vista de esa primavera de la vida. Cuando se aproxima, se serenan como por encanto las tormentas del alma; los menos buenos temen turbar la atmósfera de calma y de serenidad que rodea su inocencia; cada uno se vuelve mejor cuando está á su lado.
¡Jóvenes amigas mías! Á vosotras, y sólo á vosotras, toca traer el remedio con vuestras inocentes manos para esta llaga inmensa; asaos con el alma enamorada, y no por cálculo ó por interés; y si amáis de veras á vuestros esposos, no les pediréis un lujo desenfrenado y loco; os avergonzaréis de esa lucha con las demás mujeres, y de esas exigencias que se tragan el sosiego y se pueden tragar el honor de la familia.
El desenfreno de que Francia ha dado tan largo y triste ejemplo, ha sido su ruina. ¡Escarmentemos al recordar la nueva Ninive, abrasada por la justicia celeste!
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El día 15 del florido mes de Mayo del año de gracia de 1872, y apenas la aurora asomaba en el Oriente su bello rostro, una jovencita, no menos linda que aquélla, abria la pequeña ventana de una buhardilla, situada sobre el tejado de una hermosa casa que ocupa el número 40 de la espléndida calle de Alcala.
Algunas de vosotras, lectoras mías, no sabréis acaso cómo son las buhardillas de Madrid: exteriormente tienen la forma de una caja de muerto, colocada sobre el tejado: tantas buhardillas, tantos ataudes que rematan en una ventana pequeña y guarecida de vidrios.
El interior es algunas veces hediondo y triste: esto sucede cuando las habita la miseria: mas si es la pobreza la que se aposenta en ellas, entonces son alegres, risueñas, aseadas, y en cada ventana hay una ó más macetas de flores y hierbas de olor.
Porque entre la pobreza que cuenta con lo necesario, y la miseria que de todo carece, hay un abismo.
La buhardilla, á cuya ventana se había asomado la jovencita, tenia en el exterior un aspecto alegre: dos macetas de barro encarnado hacían centinela á la ventanita, y contenían: la una, un alelí cuajado de flores encarnadas, y la otra, una frondosa mata de sándalo: en las vidrieras se veían cortinillas de muselina blanca cogidas con unos lacitos de cinta rosa.
La joven asomó su bella cabeza, peinada ya, rosada y alegre: dos gruesas trenzas de cabellos castaños se enlazaban en un ancho rodete en aquella cabeza llena de animación y de gracia: el cabello de las sienes se levantaba naturalmente ondeado, y sus ojos castaños, con largas pestañas negras, recorrían el sereno horizonte que, puro y sin nubes, presagiaba un dia sereno y radiante.
—Pero, hija, ¿ya te has levantado? —preguntó desde el interior de la habitación una voz femenina.
—¡Sí, ya estoy peinada, madre! Vamos, vístase V., para marcharnos, que voy á llamar á la señorita Julia: aunque ella irá á las ocho en el coche con el señor Marqués, me dijo que la llamase temprano.
La joven dejó la ventana abierta, salió de la buhardilla, y bajó corriendo cuatro pisos, hasta llegar á la magnífica puerta del principal: llamó, y un criado vino á preguntar quién era.
—Diga V. á la doncella de la señorita que la llame para ir á San Isidro (dijo la muchacha ); tiene que ponerse un vestido nuevo, y necesita tiempo, según me dijo anoche.
Una hora después, la graciosa habitante de la buhardilla subía con su madre á uno de los muchos ómnibus que conducen, á dos reales por asiento, á los infinitos romeros que acuden á San Isidro.
La muchacha se llamaba Juana, y era de oficio ribeteadora ó costurera de botas de señora: tenia diez y siete años, y vivia con su madre, viuda; ésta había sido nodriza de la hija del Marqués que ocupaba el cuarto principal de la casa, y que las quería mucho por su honradez y por ser Juana hermana de leche de su hija.
Juana llevaba vestido de percal de tres reales vara, de fondo blanco y lunares negros, pañuelo de talle de crespón amarillo, bordado con sedas de colores, delantal negro de tafetán, collar de corales y pendientes de lo mismo; una rosa lucía su fresco colorido al lado izquierdo de la cabeza, colocada entre las ricas trenzas de la joven. Su novio, que era el primer oficial de la tienda donde Juana trabajaba, las esperaba en el ómnibus que, lleno ya, echó á correr al trote de sus cuatro caballos.
La pradera de San Isidro presentaba el golpe de vista más pintoresco: la citada fiesta no es otra cosa que la romeria de los habitantes de Madrid á la ermita del Santo labrador, patrón de la villa, que está al otro lado del Manzanares, y que fundó la Emperatriz Isabel, esposa de Carlos V, quien la hizo edificar el año 1528, en agradecimiento de haber recobrado la salud el principe D. Felipe, su hijo, con el agua de la fuente inmediata, abierta por el Santo, según la tradición, con un instrumento de labranza.
La capilla está situada en uno de los cerros más elevados de las cercanías de la corte, y desde la puerta se descubre un animado panorama: despliéganse, en primer término, los verdes arbolados del Canal , y en lontananza progresiva parte del real sitio del Buen Retiro, algunos pueblecitos de los alrededores de Madrid y los lindos jardinillos del Campo del Moro, Cuesta de la Vega y Montaña del Principe Pío: en los últimos horizontes se ven las cumbres del Guadarrama cubiertas con su manto de nieve: en la colina de la ermita el cielo es más azul, el aire más puro y la vegetación más risueña.
Juana, su madre y su novio, desembarcaron del ómnibus á la entrada de la pradera, donde la animación rayaba en frenesí; por entre las dilatadas calles formadas con los toldos de las tiendas y llenas de puestos de rosquillas, de frutas, de telas, de juguetes, de fondas, de botijos llenos de leche del inmediato pueblo de las Navas, y de confiterías ambulantes, bullía una muchedumbre inmensa: el pueblo, engalanado con sus mejores trajes, se mezclaba con las damas más opulentas, con las hijas de la aristocracia, que, vestidas de percal, habían ido á dar una vuelta; la ermita despedía sin cesar oleadas de gente, y á la espalda, alrededor de la fuente, la muchedumbre se apiñaba para beber el agua bendita; las fondas estaban ya llenas; en los salones de baile, formados con viejos tapices y cortinas, sonaban las músicas; los caballos de madera del Tío Vivo volteaban llenos de retozonas parejas; los vendedores gritaban para animar la venta, que por cierto ya no podia estar más animada: como dice un excelente escritor español contemporáneo: «Los ejércitos de Jerjes, Tamerlan y Napoleón, reunidos y con ayuno de tres dias, no devorarian ni beberian de seguro lo que en la pradera se bebe y se devora el 15 de Mayo de cada año; podrianse edificar torres de pan, ciudadelas de rosquillas y bollos del inmediato pueblo de Fuenlabrada; castillos de chuletas; pirámides de frascos de licor, de dulces, asados y otros artículos de fonda y repostería; formaríanse arroyos de aguardiente, ríos de licores y océanos de vino. Cada tenducho al aire libre, cada barraca mal cubierta, cada fonda improvisada de lienzos, palos, esteras ó tablas, con pretensiones artisticas algunas de ellas, ostenta, ya al lado, ya sobre la techumbre, abigarradas banderolas, y en su parte anterior aparadores más ó menos surtidos, así de comestibles y bebidas como de santos y figuras de barro, madera y plomo. ¿Qué pueblo, qué país no envidian nuestras romerías, y en particular la de San Isidro en Madrid? Hasta los franceses, que son gente de broma, se quedan con la boca abierta contemplando tan bello espectáculo nada diremos de los alemanes y de los ingleses, cuyas fiestas populares son, en comparación de las nuestras, fiestas de difuntos.»
Juana, su madre y su novio, aunque acostumbrados de todos los años á ver este espectáculo, quedaron contemplándole llenos de admiración.
—¡Mire V. cuánto coche, señora Pepa!—dijo el zapatero, airoso joven, que vestía pantalón ajustado color de rata, chaqueta de paño fino azul, sombrero hongo y camisa con chorrera.
— ¡Y de qué dístintas figuras! — observó la buena mujer, colocándose bien en el brazo una cesta de mimbres que llevaba cubierta con una blanca servilleta, que contenia el almuerzo de los tres, preparado la noche anterior.
Con efecto: en la falda de la pradera se veía una nube de carruajes que iban y venían en todas direcciones; veíanse en revuelta confusión la opulenta carretela, la tartana oriunda de Valencia, el fiacre, el vivaracho tres por ciento, la pesada galera, el carromato perezoso, el ómnibus que se asemeja á una barca veneciana, el coche de principios del siglo, semejante á un castillo gótico medio arruinado, y la calesa clásica del año 8, pintarrajeada, retozona y saltarina, ocupada por un matrimonio joven, ó por una amante pareja del barrio de Lavapiés.
—Madre (dijo Juana): ¡mire V. en aquella carretela azul con caballos oscuros á la señorita Julia con el señor Marqués! ¡Mirala, Antonio, qué guapa viene! Trae vestido lanilla de rayitas blancas y azules, sombrero de paja y sombrilla azul. ¿Verdad que es muy bonita?
—¡Más lo eres tú! — respondió el zapatero mirando á su novia tiernamente.
—¡Quita allá, zalamero! —dijo Juana, dejando, no obstante, asomar á sus ojos la alegría que llenaba su corazón por aquella amorosa respuesta.
Algunos instantes después detuvo el cochero el soberbio tronco de la carretela, bajó el Marqués, y dió la mano á su hija. Juana corrió hacia ellos: su madre y su prometido la siguieron.
—¿Has paseado mucho, Juana? ¿Habéis almorzado ya? Papá y yo vamos á tomar algo á esa fonda, y después de dar una vuelto por aquí nos volveremos á casa,—dijo la hija del Marqués.
—Pues nosotros, hija mía (dijo la señora Pepa, que llamaba de tú á la que había alimentado á su seno); traemos el almuerzo, porque aquí todo es caro y malo: anoche arreglé una menestra con jamón y una tortilla.
—Siéntense Vds. á almorzar donde yo los vea (dijo el Marqués); para que les envíe Julia los postres y el café, y yo unos cigarros puros.
—Allí, madre (dijo Juana); en ese jardinillo, al lado de la fuente.
—Vamos allá, y tantas gracias, señor Marqués, —dijo el zapatero.
Extendiéronse dos blancas servilletas sobre la hierba, y madre, hija y novio empezaron á comer la menestra con apetito: el vino se compró en un puesto inmediato.
El Marqués y su hija entraron en la fonda de enfrente, y pidieron leche de las Navas y fresa, sentándose en la única mesa que había desocupada.
Al empezar Juana á partir la tortilla, que era el segundo plato de su almuerzo, llegó un criado de la fonda conduciendo una bandeja con pasteles, un plato de fresa, un mazo de cigarros habanos y el café prometido.
Media hora después, el circulo se había ensanchado con algunas amigas y conocidos que tocaban guitarras, bandurrias y panderos, y cantaban alegremente, en tanto que Juana y sus amigas bailaban con sus novios.............................................
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El Marqués y su hija se hallaban de vuelta á las doce, y almorzaban en su elegante comedor de Madrid.
Juana, su madre y su novio volvían al anochecer, acompañados de varios amigos de ambos sexos, y engrosando el cordón humano que llega desde la cuesta de la Vega hasta la ermita del Santo, y que no se había interrumpido en todo el dia.
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Una de las palabras más bellas que contiene el diccionario de la lengua es la que sirve de epigrafe á estas líneas, cuando no se la da una aplicación viciosa, como suele acontecer; y, sin embargo, si hubiera un diccionario aparte para nuestro sexo, era la primera que en él debiera suprimirse.
La dependencia, si es un yugo para la mujer, es también para ella el amparo, la protección, y debe desear solamente que no se lo impongan de hierro, y que aunque ciña su cuello, deje á su corazón y á su pensamiento la facultad de obrar los prodigios de bondad que nuestro sexo sabe llevar á cabo.
Por eso la emancipación de la mujer es un sueño peligroso, y llegaría á ser una gran desgracia si se realizase.
La mujer, para ser dichosa, necesita de amparo y protección, moral y materialmente hablando, y el día que lo olvide, puede decir que ha arrojado al abismo todas sus probabilidades de dicha, y debe resignarse á una vida solitaria y triste, que debe considerarse como una muerte moral.
Acaso esta necesidad de apoyo en la mujer consiste en su educación atrasada, y en que ningún estudio serio ha venido á endurecer su carácter y á dar un temple firme á su corazón; mas, la verdad, esto, á mi juicio, le hace muy poca falta, y con tal que sepa lo necesario para dar á sus hijos la educación moral y religiosa que necesitan, con tal que enseñe á sus hijas á ser buenas esposas y buenas madres, ha llenado por completo su modesta pero importante misión.
Creo, además, que á ningún español le agradaría para esposa una mujer sabia y científica, que por ir á explicar una cátedra dejase sus hijos y su casa á merced de los criados.
No es esto que yo abogue por la ignorancia de la mujer; pienso, al contrario, que debe cultivarse con cuidado su espíritu; pues, como dice con mucha gracia una poetisa amiga mia,
No porque haya faroles en la villa
Ha de estar el hogar sin lamparilla.
Pero esta lamparilla debe encenderse para que su suave luz ilumine á la familia y comunique un dulce y grato resplandor á la casa.
Nunca como hoy es necesaria la mujer en su casa: en otro tiempo, el hombre era el administrador natural de la fortuna de la familia; el que calculaba y el que cuidaba del porvenir de su esposa é hijos; hoy, sobre todo en Madrid, las discusiones políticas, las juntas patrióticas, los clubs, las manifestaciones en que de continuo pasea las calles, absorben todo su tiempo, y apenas está en su casa las horas precisas para comer y dormir.