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Verdades dulces y amargas hace juego con esa otra colección de ensayos breves que María del PIlar Sinués había publicado años antes con el título de Un libro para las damas y gran éxito de ventas. En esta oportunidad los temas frecuentados incluyen la astucia de una crianza cariñosa hacia las niñas, los orígenes de la vela, amores ejemplares de la realeza, retratos del perfil de las mujeres en distintos países de Europa y Norteamérica y muchos más.
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Seitenzahl: 304
Veröffentlichungsjahr: 2021
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María del Pilar Sinués
Saga
Verdades dulces y amargas
Copyright © 1898, 2021 SAGA Egmont
All rights reserved
ISBN: 9788726882490
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
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This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.
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Este volumen es muy parecido al que publiqué, con el título de Un libro para las damas, no hace mucho tiempo, y que alcanzó uno de los éxitos más grandes de nuestra época, puesto que en siete años se han agotado tres numerosas ediciones.
A las damas está también dedicado el presente: es una colección de cuadros donde se encierran muchas verdades, dulces en su mayor parte, amargas algunas; pero la verdad, aun la más ruda, es un cauterio saludable que hace sufrir, pero cura radicalmente: no os enojen las que halléis aquí, lectoras mías, y creed en la sinceridad y buen deseo que han presidido al arreglo de estas páginas, algunas de las cuales han alcanzado aplauso demasiado benévolo en las columnas de los más importantes y más leídos periódicos de España y del extranjero.
No he guardado gran cuidado en el orden del presente libro: las flores me agradan más en haces que arregladas en ramos sujetos con ligaduras y sistemáticamente dispuestos: al lado de un cuadro de dolor, hallaréis la fresca risa de una adolescente; al lado de un problema tenebroso, un canto de inocencía: el dolor, la alegría, la pasión, la venganza, la piedad cristiana, la resignación, los celos, el perdón, todo lo bueno y lo malo que se agita en el alma humana, todo lo que grita, lo que ríe, lo que solloza, lo que canta, se halla en este libro, y nada de lo que nace del alma se mide, se oprime ó se reglamenta: quizá hay en él más temple, más calor que en el Libro para las damas; pero el pensamiento humano ha llegado á un progreso vertiginoso, y los escritos incoloros, deslavazados, por decirlo así, ni hacen sentir, ni siquiera distraen de las amargas horas de cada día.
Ni en éste, ni en ningún otro libro de los que he escrito y aún pienso escribir, he faltado ni faltaré al respeto que se debe á la virtud, porque, para mí, lo bello y lo bueno son sinónimos; pero creo complaceré al público, que tantas pruebas me ha dado de amor y estimación, si he conseguido aliar, con el culto de lo bueno, el colorido, que hoy es la primera exigencia de la literatura, por el gran desarrollo que alcanza la imaginación.
El escritor no puede estacionarse: debe marchar con su época, siempre defendiendo el bien, siempre llevando por norte la sublime idea de Dios, manantial inagotable de amor y de belleza.
Esto es lo que deseo que halléis en las presentes páginas, porque esto es lo que he querido depositar en ellas.
María del Pilar Sinués.
Hace algunos años que se oye declamar incesantemente acerca de la mala educación que se da á las niñas; acerca de las aficiones al lujo y á la ostentación que desarrollan en sus jóvenes almas los trajes costosos que las atavían; acerca, en fin, del mimo que sus familias, y sobre todo sus madres, les prodigan.
Los que declaman acerca de todas estas cosas ensalzan hasta las nubes la educación rígida de nuestros abuelos, el temor respetuoso que sus hijos les manifestaban, el equilibrio y la paz que reinaban en la familia.
A nuestro modo de ver, no es el cariño, no es el mimo lo que hace una mala educación; no son las niñas mimadas las que están llamadas á ser malas esposas y malas madres, no: antes bien, creemos que el cariño lo puede todo en la naturaleza dulce y afectuosa de la mujer, y que el rigor sólo sirve para exasperarla ó para anonadarla, según sea la índole de su carácter.
Trátese á una niña con cariño y suavidad, y su alma se llenará poco á poco de ternura, y todas sus ideas tomarán una elevación natural, que la defenderá de las tentaciones vulgares como una misteriosa égida; la idea del amor, ley universal de la creación, germinará en su alma, y amará tiernamente, no sólo á su familia, sino también á sus amigas, y, sobre todo, á los desgraciados privados de las ventajas morales y sociales que ella posee.
La dureza, la severidad es ya, afortunadamente, una triste anomalía de la cultura que alcanza en nuestros días la inteligencia; cada uno sabe la verdad de aquel antiguo proverbio: Se caza más con miel que con hiel, y cada uno lo pone en práctica, aunque sólo sea guiado por el egoísmo.
Poco tiempo hace presencié una escena conmovedora, que me inspiró el pensamiento de este artículo: una bella joven, á cuya familia estoy ligada por los vínculos de la más tierna y verdadera amistad, fué llamada á la habitación de su padre para disuadirla de una afición que aquél consideraba poco acorde con la felicidad de su hija, y que por lo mismo le enojaba: al entrar la joven en el gabinete de su padre, pálida y temblorosa, su madre y yo nos quedamos en la habitación precedente; la pobre madre temblaba ante el enojo de su marido, y quería, en caso necesario, volar al socorro de su hija, cuyo carácter era fuerte y decidido, como el de su padre.
— Te he llamado, dijo el severo hombre de Estado—pues lo es en la más alta acepción de la palabra,—te he llamado para decirte que deben cesar todas nuestras relaciones con un hombre que te hace la corte por amor propio, y cuya posición incierta es una barrera infranqueable que le separa de tí: olvídale, y será un bien para todos.
— No puedo, señor—contestó la joven alzando sus hermosos ojos, llenos de fuego y de dolor:—el olvidar no está en mi mano.
— Procúralo, pues.
— Sería inútil.
—¿Luego persistes en tu loco propósito de contrariarme? ¡Esta casa queda desde hoy cerrada para ese hombre!
— Le veré donde pueda, donde él quiera buscarme: en el teatro, en la iglesia, en paseo.
— Te condenaré á la más estrecha reclusión y no saldrás de casa, tenlo por seguro.
—¡Le escribiré!
— No recibirá tus cartas, ni tú las suyas.
—¡Me moriré!
El padre, ante esta respuesta que encerraba tanta firmeza y tanto dolor, quedó mudo y helado: el acento con que fué pronunciada, le abría ante los ojos el insondable abismo del remordimiento, la vejez sin alegría; las heladas nieblas de la muerte se extendieron delante de él, y vió á su hija, blanca como Julieta, acostada en su tumba, con los labios entreabiertos por la sonrisa del eterno descanso.
Esta visión duró un instante; pero la dureza de su carácter apareció muy pronto, y ganó la batalla.
— Te morirás, pues—dijo;—pero jamás te casarás, viviendo yo, con ese hombre.
La joven se inclinó silenciosa y sombría, y salió de la estancia.
Al salir se halló en los brazos de su madre.
— Llora—le dijo ésta,—llora, hija mía, y después me oirás: no temas que yo quiera violentar tu corazón; quiero sólo probar ó convencer tu razón: si ésta pierde el combate y lo gana aquél, será una victoria tan sagrada, que yo haré porque ni tu mismo padre te la dispute. ¿No dicen—añadió con una triste sonrisa,—que yo te mimo demasiado? Pues acaso serán ahora los mimos que te he dado los que me hagan ganar esta ruda y solemne batalla.
Diciendo estas palabras, la madre había conducido á su hija á un asiento; se había sentado á su lado, y tomando la mano de la joven entre las suyas, y apoyando en su seno la cabeza de aquélla, la dejó llorar durante algún tiempo.
— Escúchame—le dijo, cuando vió que sus sollozos empezaban á fundirse en el consolador manantial del llanto;—escucha á la persona que más te ama en el mundo, á la que daría su vida por evitarte un día de dolor; oye, hija mía: los pobres seres que desobedecen á sus padres van siempre señalados por un estigma misterioso, que les separa y diferencia de todos los demás; es como un alarde de rebelión que cede el paso á un doloroso destino; tú, hija mía, tienes un alma amante, digna y altiva: si desobedeces á tu padre, jamás serás dichosa; tu pura conciencia necesita que seas igual á todas las personas buenas: pasado el primer día, serás feliz al pensar que no has sacrificado á un interés personal ni tu dignidad ni tu conciencia; que no has desertado la causa de la justicia, por ásperas que sean las latitudes en que levanta sus altares.
Hay una dicha inmensa en comprender lo bello bajo todas sus formas, cuando se ha conocido y practicado el bien con todos los deberes rigurosos que nos impone; y sobre todas las felicidades terrestres esta la de sentir que el Creador nos ha dado un alma, que hemos preservado de toda mancha, y que no la hemos degradado hasta hacerla cómplice de ninguna culpa. Hay la ventaja, al colocarse en una posición segura, respetada y bendecida por sus padres, de no verse jamás rodeada de lisonjeros interesados, sino de amigos verdaderos que nos dan esa profunda y envidiable estimación, basada en nuestro valor moral: hija mía, obedeciendo á tu ciega pasión por ese hombre que no te merece, satisfarás á tu imaginación; y no hablo de tu corazón, porque le conozco demasiado para ignorar que toma poca parte en tu alucinamiento; pero obedeciendo á los deseos de tu padre y á los ruegos de tu madre, satisfarás á tu conciencia, y estarás contenta de tí misma, que es la mayor de las dichas de este mundo.
Y ahora—añadió la tierna madre alzando la cabeza de su hija, y mirándola á los ojos, que ya no lloraban,—ahora oye el último de mis argumentos: si os veo desunidos á tu padre y á tí; si te veo arrojada de este techo que abrigó tu cuna, el dolor me matará: aún no han descubierto ni los fisiólogos ni los médicos, hija mía, cómo un pensamiento amargo puede convertirse en un veneno activo, y destruir uno por uno todos los principios de la vida; mas yo seré una nueva prueba de que sucede así, y no sobreviviré á tu pérdida moral...
Una puerta se abrió bruscamente á nuestra espalda, y una voz severa exclamó al ver el dulce abrazo que unía á la hija con su madre:
—¡Otra vez los mimos! ¡Tú alientas, desde que ha nacido, todas las rebeldías de tu hija!
—¡Defiéndeme!—dijo la madre mirando á su hija con ternura.
— Padre—respondió la joven alzando su peregrina cabeza y fijando en el severo semblante de aquél una mirada dulce,—los mimos de mi madre han conseguido lo que jamás hubiera logrado tu dureza: que te sacrifique todas las ilusiones de mi primer amor. Si todas las madres mimasen con inteligencia, todas las hijas serían tiernas y sumisas.
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EN HOLANDA
Dicese, y acaso con alguna razón, que la amistad es más verdadera y más grande en el sexo fuerte que en el débil; que dos mujeres no pueden ser amigas por largo tiempo, y que se oponen á esto el amor propio, la envidia, la exagerada susceptibilidad, es decir, todos los defectos con que la opinión pública abruma á la pobre entidad femenina.
Hay, sin embargo, un bello ejemplo de constancia en la amistad, de afecto desinteresado y puro que aducir para defender á nuestro sexo de estas acusaciones; ejemplo que prueba que la bondad, la tolerancia y la generosidad son los apoyos más firmes y más sólidos de la amistad, y que algunas veces son también patrimonio de la mujer.
Hacia el año de 1177 vivía en Flesinga, una de las más bonitas ciudades de la Holanda, una joven dotada de una linda figura y de una conversación encantadora: su nombre era Isabel Wolf, y aunque sólo contaba veintiséis años, hacía ya dos que era viuda.
Su marido, sabio naturalista, le había dejado una renta muy pequeña, é Isabel hacía flores artificiales para proporcionarse algunos recursos; vivía sola con una anciana criada, y había conservado un tierno afecto de la niñez; una de sus compañeras de colegio, Agata Deken, la quería como una hermana: estaba casada esta señora con un joven médico, y aunque su situación no era brillante, hallaba siempre medio de ayudar á Isabel, con esa delicadeza y ternura propia de las almas nobles.
Ya le enviaba un ramo de flores que alegrase el modesto gabinete de Isabel; ya un libro amigo de esos que, hablando al alma, no cansan jamás; ya una bandeja de frutas exquisitas; ya, en fin, iba á hacerle algunas horas de compañía, ó la llamaba para que acompañase á la mesa á ella y á su esposo.
Isabel pagaba este dulce afecto con inmensa gratitud y ternura: siempre que Agata le demostraba con algún presente su cariño, Isabel le daba gracias con unos versos bellos y sentidos. Porque Isabel era una inspirada poetisa, y consagraba algunos ratos de soledad al cultivo del arte.
Las instancias de Agata Deken y de su marido la decidieron á escribir un libro bellísimo, y cuya fama será inmortal; es una colección de elegías, titulada: Lamentos de Jacobo sobre la tumba de Raquel.
Este libro se lo compró un editor por muy poco precio, y obtuvo éxito extraordinario.
Dos años después escribió otro libro no menos bello: coleccionó todos los Cantos populares de la Holanda, y les adicionó algunos nuevos: esta colección formó tres tomos en 8.°
El día en que Isabel Wolf terminó esta obra, fué á comer á casa de los esposos Deken, para celebrar la conclusión de su bello trabajo. Agata tenía dos hijas, dos bellas niñas, á las que Isabel amaba como si fueran suyas, y á las que había enseñado todo lo que sabía.
— También mamá ha escrito un libro— dijo Elena, que era la mayor;—ya nos ha leído algunos capítulos de él, ¡y nos han gustado tanto!
— Se llama el libro de mamá Historia de Guillermo Lewend,—añadió Sidonia, la menor de las niñas.
— Sí—dijo el doctor con satisfacción;— sí, querida Isabel: mi mujer ha escrito la primera novela, propiamente dicha, que se ha compuesto en holandés, puesto que hasta ahora sólo se habían impreso narraciones sencillas, y artículos sueltos y sin importancia.
— Y ahora que también en esto nos parecemos, querida Isabel, es preciso que vivamos juntas y que nos consultemos nuestros trabajos literarios.
Isabel Wolf comprendió toda la ingeniosa delicadeza de este pretexto, empleado por su amiga para hacerle aceptar una hospitalidad generosa; pero conociendo que cada familia necesita su independencia, se excusó con Agata, y siguió en su casita viviendo modestamente de sus flores y de su corta pensión.
Era el alma de aquella joven de esas que no saben ni pueden amar dos veces: muerto su esposo, sólo la amistad llenaba su corazón, y sólo se ocupaba de Agata y de su familia.
Por mucha que fuese su vocación literaria, el tiempo le faltaba y se resignó al trabajo material, con el cual subvenía más fácilmente á sus diarias necesidades: sólo dedicaba á escribir un rato de la velada, pues el escribir un libro significaba la pérdida de muchas horas.
Un acontecimiento inesperado y muy triste vino á cambiar la situación de las dos amigas: el Dr. Deken murió, y su viuda suplicó á Isabel que, deponiendo todos sus escrúpulos, fuese á vivir con ella y á acompañarla en su dolor.
Isabel no supo ya excusarse; no era el egoísmo ni el deseo de descanso lo que la llevaba al lado de su amiga: era su anhelo de serle útil, de consolarla, de ayudarla en la educación de sus hijas, y de servir á éstas de preceptora en todo aquello que su instrucción, bastante vasta, permitiese; aceptó, pues, la hospitalidad de Agata, y una y otra tuvieron mil motivos de felicitarse.
En las grandes crisis de la vida, no son los consuelos vulgares, ni la compañía de los indiferentes, lo que nos alivia: sólo un afecto sincero y profundo, llena el vacío abierto por la muerte y por el dolor. Isabel consoló á su amiga y la inspiró el gusto de vivir, y Agata la obligó á que dejase sus labores manuales, y que dividiese el tiempo, de la misma manera que ella lo hacía, entre la educación de Elena y de Sidonia y la literatura.
Dos años después, Isabel y Agata dieron al público, suscripta por las dos, la continuación de Guillermo Lewend, titulada Cartas de Abraham Blan Kaart á Cornelia Wildschut: esta obra fué acogida con extraordinario aplauso, y se la mira como modelo de belleza literaria.
Siguió á esta novela otra titulada Historia de Sara Burgerhart, que afianzó la reputación literaria de las dos amigas: vense unidos en ella un profundo conocimiento del corazón humano y una moral purísima, á un estilo el más cautivador y gracioso; á estas novelas siguieron otras varias, trabajando juntas por espacio de algunos años ambas novelistas.
Elena, la mayor de las señoritas Deken, se casó muy joven, y su madre determinó hacer un viaje á Borgoña acompañada de su amiga Isabel y de su hija menor Sidonia; este viaje dió origen á un nuevo libro, escrito en verso, y que se titula Viaje á Borgoña, obra preciosa y que se lee siempre con nuevo placer.
El brillante éxito de estas obras, y sobre todo su novedad, pues ya hemos dicho que son las primeras novelas publicadas en Holanda, pudiera hacer creer que sus autoras disfrutaban de una regular fortuna, y, sin embargo, no era así. Apenas lograron una pobre medianía.
Las artes, las ciencias, y sobre todo las bellas letras, son más estimadas en Holanda por el honor que proporcionan que por las ventajas pecuniarias que procuran; el holandés, aunque es un idioma regular y elegante, no se conoce más que en aquel pequeño rincón de Europa: así, de las obras de Isabel Wolf y de Agata Deken se han hecho sólo tres ó cuatro cortas ediciones, y estas dos distinguidas señoras se vieron reducidas á vivir de traducciones algunos años de su vida: solo pueden comprender lo enojoso de este trabajo aquellas personas dotadas de un genio creador; pero casada ya Sidonia, se consolaban con su mutua afección, y vivieron tranquilas y sin que su amistad se enfriase jamás en lo más mínimo.
El 5 de Noviembre de 1804 murió Isabel, y Agata la siguió al sepulcro nueve días después, dándole así la última prueba de su tierno afecto.
Algún tiempo después, la Sociedad de Ciencias y Artes de Amsterdam, queriendo tributar un público homenaje á la virtud y talento de las dos amigas, honró su memoria con unos magníficos funerales, á los cuales asistieron cuantas personas distinguidas residían en aquella gran ciudad.
Tal es el elocuente ejemplo que desmiente el aserto de que entre dos mujeres no es posible la amistad.
Cuando hay sensibilidad en el corazón y benevolencia en el alma, la amistad nace como flor delicada, crece como lozano arbusto y llega á ser árbol robusto, cuyas raíces hondas y profundas sólo arranca la mano de la muerte.
Mas para alcanzar este resultado, es necesaria gran dosis de abnegación, es necesario dar mucho cariño é interés, y exigir poco en cambio; porque si nos empeñamos en disfrutar de todas las dulzuras del trato sin sufrir ninguna de sus molestias; si queremos ante todo nuestro bien, sin pensar en el ajeno, ni la amistad ni el amor nos acompañarán en el largo y fatigoso camino de la vida.
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Ayer bajaba yo por la bella y anchurosa calle de Alcalá á eso de las cuatro de la tarde, y entre la mucha gente que cruzaba por la acera, ví á uno de mis amigos que subía en dirección opuesta á la mía, acompañado de un individuo que le hablaba con gran calor y animación.
Mi amigo es uno de los hombres más distinguidos y elegantes que conozco, y la persona que le acompañaba difería en su aspecto de tal suerte, que me quedé mirándoles.
Era un hombre joven aún, pues no pasaría de treinta años; flaco, pálido, y de tan dura y contraída fisonomía, que inspiraba un involuntario sentimiento de repulsión: su traje estaba viejo, grasiento y roto; su sombrero, abollado por todas partes.
Me pareció que había disgustado á mi lamigo el que le viese yo en semejante compañía, y no había andado muchos pasos, cuando oí unos detrás de mí que me parecieron los suyos.
En efecto, tardó muy poco en hallarse á mi lado, y me dijo con acento contrariado:
—¡Qué mal concepto habrá usted formado de mí! ¡En qué compañía me ha visto! Es un perdido, que así que me ve, me asedia y me persigue.
—¿Y qué quiere?
— Dinero, destino y fastidiarme con la relación de sus desventuras, que yo hago por no oir.
—¡Pobre hombre!
—¡Y tan pobre! Es además un canalla: embustero, petardista, holgazán...
— Y será cada día peor—repuse yo pensativa y con acento en que debió revelarse la tristeza que sentía:—si todos le tratan como usted; si nadie le compadece ni le ayuda, ni le oye siquiera, llegará á ser una fiera en guerra con la sociedad.
— Es insoportable, y está caído por completo.
— Y por eso mismo nadie le ayuda á que se levante. ¡Qué crueldad y qué injusticia! ¿Es posible que nadie recuerde el precepto del Divino Maestro?
—¿Qué precepto?—preguntó riéndose mi interlocutor.
— El más sublime, el que dice: Amaoslos unos á los otros.
No pudo contestar mi amigo, porque una señora de edad avanzada, que venía en sentido inverso que nosotros, nos detuvo, por ser amiga de los dos; en tanto que nos saludábamos, pasó delante, y por la misma acera, el desgraciado, el paria, que ni aun podía ya lograr que oyesen la relación de sus desdichas.
Nos dirigió una mirada rápida y azorada, y un rubor fugitivo, pero que debió ser muy doloroso, coloreó, al echar la mano á su sombrero, sus flacas mejillas.
Pero, con gran sorpresa mía, la anciana señora que hablaba con nosotros se separó del grupo que formábamos y fué á encontrarle, tocándole en el brazo y deteniéndose con él á algunos pasos de distancia; observé que le hablaba con interés y afecto, y la ví llevar la mano al bolsillo, que retiró al instante como arrepentida, y sin sacar nada: ante aquel movimiento me pareció que un ligero temblor se apoderaba del pobre joven, y cuando retiró la mano del bolsillo la señora, me pareció también que su pecho se dilataba con un profundo suspiro de descanso.
La anciana le estrechó cariñosamente la mano y se volvió con nosotros, en tanto que él se alejaba.
—¿No le ha pedido á usted dinero?—preguntó sardónicamente mi amigo.
No, señor—contestó gravemente la anciana,—ni yo me he atrevido á ofrecérsele, aunque lo deseaba.
Nuestro amigo soltó una carcajada.
— No se ría usted de la desgracia—dijo nuestra amiga:—ese hombre ha caído; pero no es un malvado, sino un sér sin ventura que llegará á serlo, si Dios no lo remedia. Su madre abandonó á su marido y á sus hijos; su padre le trató con rigor, y en memoria de su madre le detestaba; su infancia se pasó sin el calor de ningún afecto: ¡fué una infancia muy solitaria, muy abandonada, muy triste! ¡Los niños que crecen así, sin madre, sin las santas ternuras de la familia, son más tarde malvados, sin corazón y sin fe!
Tal era el calor con que hablaba la anciana señora, y tan alta opinión tiene entre las gentes de virtud y nobleza de corazón, que ninguno de los dos oyentes rompimos el silencio que siguió á sus palabras.
Por fin, el acusador del pobre hombre objeto de la conversación, se atrevió á decir:
—¿Y por qué no trabaja?
—¡Trabajar!—repitió tristemente la señora,—¿y en qué y cómo? ¿Qué sabe hacer ni quién le ocuparía? ¡El trabajar es para los buenos, es decir, para los felices, porque felicidad y virtud son la misma cosa! Todo hombre laborioso, dotado de abnegación y de nobleza de alma, ha tenido madre que le ame, padre que le proteja, hermanos que han sido los primeros amigos de su vida. ¡Feliz el hombre que puede trabajar, creer, amar, esperar algo de la vida! ¡Feliz el que ve á la humanidad de otra manera que como una cohorte de enemigos, á la que es preciso explotar y exterminar! ¡Así la mira ese desdichado, á quien conocí bueno, y por lo mismo dichoso, cuando era niño! Su madre está en mi casa, anciana, arrepentida y enferma; mañana, cuando vaya á verme, porque yo se lo he rogado, le llevaré junto al lecho de su madre, á la que perdonará su abandono, y su madre le bendecirá. Después que caiga sobre su frente ese rocío bienhechor, ya se le podrá pedir que trabaje.
—¿De modo que usted piensa sacar á ese hombre del cieno en que se halla?—preguntó el censor del pobre desheredado.
—¿Pues quién lo duda?—exclamó la noble señora con generoso entusiasmo.—¿Hay alguna criatura humana para la que sea imposible la rehabilitación?¿Hay algún malo que no pueda hacerse bueno? Más fácil es que los buenos se hagan malos por un desengaño ó una traición, que el que los malos dejen de hacerse buenos en cuanto se ven queridos, por poco que sea; en cuanto sale á su encuentro algún interés. ¡En vez de la ley brutal del egoísmo, obedezcamos todos á la ley sublime del amor, de la caridad, y entonces habrá muy pocos malos, y será, por lo mismo, mucho mayor el número de los buenos!
Nuestro amigo, muy poco convencido, nos dejó; pero yo acompañé á mi anciana amiga, y al despedirme de ella le estreché la mano en acción de gracias por la lección de caridad que me había dado.
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Entre los ocho hijos que de su matrimonio tuvieron el Rey de España D. Felipe III y su esposa Doña Margarita de Austria, sobresalía en gracias y belleza su hija Ana Mauricia, que copiaba desde muy temprano la hermosura y las perfecciones de su madre.
Luminosa figura de la historia es aquella joven y graciosa Archiduquesa que vino á sentarse en el trono de España, del que le arrancó la ruda mano de la muerte á la edad de veintisiete años, y al dar la vida á su último hijo D. Alfonso, llamado el Caro por esta causa. Cuando le dieron la noticia de que Felipe II la había elegido para esposa de su hijo, se hallaba en un hospital haciendo la cama á los pobres enfermos.
Ana, criada con ternura, era una amable niña, dócil y paciente; pero la altivez de la casa de Austria se reflejaba en su carácter, y era más fácil para ella morir que quejarse de cualquier desacato, contentándose con sufrir en silencio lo que le era imposible evitar ó castigar.
Quince años había cumplido cuando unió su suerte á la del Rey de Francia, Luis XIII; celebróse su matrimonio en Burgos el 18 de Octubre de 1615, habiendo renunciado el 16 del mismo mes, y en la propia ciudad, sus derechos á la sucesión al trono español, por ella misma y por los hijos que pudiera tener en su enlace con el Rey de Francia.
Contaba Luis XIII la misma edad que su esposa, y las gracias de su persona, así como la afabilidad de sus modales, cautivaron á la joven Princesa; pero no habían pasado quince días, cuando comprendió aquélla que el joven Soberano estaba dominado completamente por su madre y por el Cardenal Richelieu, que gobernaba al reino y al Monarca, con su carácter ambicioso y altivo. Triste, muy triste fué la juventud de Ana de Austria: el Cardenal, temiendo el ascendiente de sus gracias en el ánimo de su esposo, formó decidido empeño en separarle de ella, dejando entender al Rey insinuaciones pérfidas acerca del carácter de su esposa, y asegurándole que se había casado sin amor con él, y sólo por obedecer al mandato del Rey de España, su padre.
María de Médicis complicaba aún la situación: el pensamiento dominante de la madre de Luis XIII era gobernar sola, y el elevado talento de Ana penetraba demasiado todas las intrigas y manejos de la corte; la Reina, aun sin quererlo, iluminaba á su esposo acerca de muchos puntos que para él hubieran quedado obscuros, y todos, de común acuerdo, temían su perspicacia y su influencia.
En medio de tantos sinsabores, de tantas contrariedades, aún se hubiera tenido por dichosa la joven Reina de Francia, si hubiera alcanzado la dicha de ser madre; pero durante veintitrés años su seno permaneció estéril, y durante tan largo espacio de tiempo la frialdad del Rey creció y llegó al grado más alto y más cruel.
Veintidós años contaba Ana de Austria cuando llegó á París Jorge Williers, Duque de Buckingham, nombrado Embajador de Inglaterra en Francia.
Pronto fué éste el favorito del Monarca, y el más rico, arrogante y fastuoso caballero de la corte. Nombrado Duque y Par, el Rey Jacobo le nombró también Embajador en Francia, como la persona más propia para representar á la entonces poderosa Inglaterra.
Al ver á la Reina, el Duque perdió el color, y una luz repentina le hizo comprender que su vida y su pensamiento se habían fijado para siempre: él, tan desdeñoso para todas las beldades del Reino Unido; él, que tantas pasiones había despertado sin corresponder á ninguna; él, dotado de tan exquisito gusto, quedó arrobado ante la hermosura, ante la gracia de aquella Princesa española, que, aunque sentada en un trono, no tenía ninguna atribución de Reina, y cuyo semblante, que ostentaba la blancura mate de la azucena, decía ya claro que existía la cruel enfermedad que al fin la llevó al sepulcro.
Ana de Austria tenía el cabello castaño dorado, la boca adorablemente bonita, los ojos rasgados y de un matiz entre gris y verde; su estatura esbelta y elegante, y el buen gusto de su atavío, realzab an su natural belleza, y sus manos y brazos ostentaban la perfección más exquisita.
Jorge Buckingham contaba treinta y tres años de edad; era de elevada y gallarda estatura, y el óvalo hermoso y varonil de su rostro estaba alumbrado por dos hermosos ojos negros; su cabello, que caía hecho rizos sobre su ancho cuello de encaje, era negro también.
Su magnificencia se había hecho proverbial en toda Europa: en aquellos tiempos en que la pedrería tenía tanto sitio en los trajes de los hombres, el suyo deslumbraba de riqueza.
El corazón de Ana, que se helaba falto de toda afección, pareció hallar nueva vida al contacto de aquel otro corazón ardiente y apasionado: la primera vez que, paseándose por un salón en una noche de fiesta en Palacio, le dijo el Duque que la amaba, la Reina contestó bajando los ojos:
— Vos no me sois indiferente tampoco, señor Embajador; pero sólo os corresponderé á condición de que este amor sea completamente puro: amémonos con el alma.
El Duque llevaba al cuello una cadena de oro de diez vueltas: se la quitó, se acercó al balcón, y la lanzó á la calle á gran distancia en la obscuridad de la noche.
—¿Qué hacéis?—preguntó asombrada la Reina.
— Quiero—contestó el Embajador,—que ya que soy tan dichoso, lo sea también algún otro: ese collar es un poco de felicidad que arrojo para algún desgraciado, y que le cedo de la que inunda mi alma.
El amor de Jorge Buckingham á la Reina de Francia, duró tanto como su vida; la pureza de aquel noble lazo fué completa; pero ni uno ni otro dieron cabida á ningún otro devaneo; y cuando al marchar al sitio de la Rochela un puñal cortó el hilo de su vida, el caballero inglés, al caer mortalmente herido, pronunció dos nombres, en los que salió envuelto su último suspiro: estos dos nombres eran el de Dios y el de la Reina Ana de Austria.
En el año 1859 vivía en París una dama extranjera que, según decían, era rusa de nación: habitaba en la calle de Santo Domingo, y en el número 17, una casa modesta y alegre, en la cual, desde que se entraba, se sentía ya una especie de dulce y profundo bienestar.
No era una joven la que vivía allí: era una anciana que había cumplido setenta y seis años, y, sin embargo, el ser admitido en su salón era el sueño dorado de todos los espíritus ilustres. Algunos cuadros de grandes maestros; bronces y porcelanas traídas de Mosco w y de San Petersburgo, y las más bellas flores en todas las estaciones, decoraban aquel salón, fresco en el estío y tibio en el invierno.
Allí vivía, allí reinaba, modesta y atenta sólo á cuidar de su alma y á embellecer la existencia de los demás, aquella mujer, rodeada hasta un grado supremo de respeto y deferencias.
Para atraer á ella los espíritus nobles, poseía atractivos ideales: la fidelidad, las creencias puras é inalterables, el encanto increíble é irresistible de la benevolencia de un trato seductor, de una inteligencia exenta de envidia, y hábil para alentar, para consolar, para aconsejar y para salvar.
Había en torno de esta mujer excelente una calma, un buen sentido, una gracia inefables: era á la vez sencilla y erudita; era cristiana y en extremo indulgente: juzgaba con graciosa viveza todas las cosas de la imaginación; amaba todas las ideas antiguas, y aplaudía las modernas; leía como un filósofo, y escribía como un poeta.
A su entusiasmo se mezclaba el más excelente buen sentido, y su bondad á cierta suave altivez; era amable como una gran dama, y poseía energía para preverlo todo: había nacido en las esferas más elevadas del gran mundo, y fué educada bajo la protección dichosa y clemente de una gran Emperatriz, que miraba esta joven virtud como uno de los ornamentos de su corte.
Aún en la flor de su juventud, había visto las glorias y las desgracias de la Rusia: oyó sin terror los ruidos siniestros que llegaban de Francia, y había contemplado llena de orgullo las victorias del Emperador Alejandro que, dueño de París, había sabido seguir siendo el dueño de su alma.
De tantas grandezas como había visto el fin terrible ó el principio glorioso, esta dama había guardado un profundo y sereno recuerdo, y por eso sus menores palabras tenían una grande autoridad, como tenían un gran encanto; á su derredor se oía sin pena y sin asombro un eco de grandes acciones, de nobles palabras y de ideas poéticas.
—¿Para qué serviría vivir—decía,—si sólo escuchásemos el eco de nuestra propia voz?
Así toda su vida escuchó reservada y prudente las quejas, los dolores, las cóleras que se agitaban al derredor de su persona, y cada palabra honrada y sincera hallaba en este alma, abierta á todas las impresiones, una esperanza, un consuelo, un consejo, en fin, una respuesta á las preguntas mudas de su dolor.
Cuanto más temor le infundía la pregunta, daba con más amor la respuesta: contestaba bien y escuchaba mejor; su consejo era sencillo y claro, antes de llegar á la elocuencia de las consideraciones; ansiaba ser útil antes que severa, y aun antes que agradar.
Este bello y poético sér, esta mujer que en la ancianidad cautivaba poderosamente todas las voluntades y todos los corazones, se llamaba Sofía Soymanoff, y había nacido en San Petersburgo, siendo su padre gobernador militar de aquella ciudad; contaba once años cuando la Emperatriz Catalina espiró atacada de apoplegía fulminante, dejando el Trono á su terrible hijo Pablo I, al fatídico Soberano que, parecido á los fantasmas de las leyendas, pasa y se pierde en una sombra sangrienta.